“Ignacio Rodríguez…era un muchacho de la sociedad samaria sobre quien no había duda”, escribió Tomás Uribe en una carta publicada el viernes por este diario en la que explicaba sus tratos con un político costeño hoy preso en los Estados Unidos. “Tanto al Sr. Rodríguez como a su familia los precedía una excelente reputación, la cual pueden corroborar distinguidas personas de la sociedad samaria…”, escribió el mismo Tomás Uribe en un comunicado divulgado por la prensa nacional a mitad de semana. Hace ya varios años, el padre de Tomás, el expresidente Álvaro Uribe Vélez, usó un argumento similar para justificar el nombramiento de Jorge Noguera, otro muchacho de la sociedad samaria, en la dirección del DAS: «era una persona que había trabajado en Santa Marta, tenía buena reputación, una familia honorable…”.
Los argumentos mencionados son algo más que una excusa de ocasión para el pecado peligroso de las malas amistades. Son también un ejemplo inequívoco, revelador de un sesgo generalizado pero no por ello menos antipático. Tomás Uribe parece suponer que la pertenencia a cierto círculo social señala o predice el buen comportamiento. Como si la prestancia moral fuese hereditaria. Como si el origen o la afiliación social permitiera juzgar el carácter o adivinar la conducta. Si mis tratos hubieran sido con un joven de una familia desconocida o de un estrato intermedio, sugiere Tomás, mis contradictores tendrían razón en cuestionar mi comportamiento. Pero mis relaciones fueron con un joven de la alta sociedad, alejado en principio de los malos pasos, de los negocios turbios.
El argumento de Tomás Uribe puede resumirse en una frase: no soy culpable pues me mezclé con la gente que tocaba. El raciocinio no es nuevo. Ni original. Todo lo contrario. Es representativo de una rutina mental excluyente, discriminante. Veamos un ejemplo. La Universidad de los Andes tiene un programa de becas para bachilleres sobresalientes de estratos bajos. Cientos de nuevos estudiantes becados inician sus estudios cada año. Muchos descuellan académicamente. Se gradúan con honores o promedios destacados. Pero no consiguen trabajo con la misma facilidad que sus compañeros más privilegiados. Su ingreso al mercado laboral es con frecuencia frustrante. No son muchachos de la alta sociedad. No pertenecen a familias honorables. Y el origen social incide, ya lo vimos, sobre los juicios y los prejuicios de los demás, de los futuros empleadores en este caso.
Muchos empleadores, dicen los que saben, filtran las hojas de vida con base en los lugares de residencia, en los nombres propios, en las referencias personales, esto es, en los marcadores obvios del origen social. Y lo hacen de manera rutinaria, casi automática, con la misma naturalidad (inocente en apariencia) de la carta de Tomás Uribe. Los prejuicios de clase no suelen ser estridentes. Pero su acumulación silenciosa es nefasta, reduce las posibilidades de movilidad social, concentra las oportunidades en los mismos muchachos de la alta sociedad.
En últimas, la candidez de Tomás Uribe llama la atención sobre una forma velada pero poderosa de exclusión social. Ojalá comenzaramos a aceptar de una vez por todas que muchas familias honorables no lo son tanto, que muchos jóvenes de la alta sociedad no tienen miras muy elevadas y que el origen o la procedencia social poco o nada tiene que ver con el talento y la rectitud.
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Su llegada al aeropuerto El Dorado me recordó otras épocas, ya idas, cuando nuestros campeones de ciclismo o de boxeo eran recibidos por cientos de fotógrafos angustiados, desesperados por una imagen reveladora. ¿Ya llegaron?”, preguntaba la gente en la calle con una especie de curiosidad exasperada. Pero el martes en horas de la tarde terminó la espera. Los campeones de la corrupción llegaron en un avión de Iberia procedente de Roma, “cargados de pruebas” según informó la prensa. Vestían no los atuendos coloridos de los héroes del deporte, sino unos chalecos abultados, a prueba de balas. Fueron llevados directamente al búnker de la Fiscalía. “¿Habrá alguna foto de los señores Nule en el calabozo?”, me preguntó un taxista desprevenidamente. La corrupción, pensé, se convirtió en el nuevo espectáculo nacional.
La audiencia de imputación de cargos parecía un evento deportivo. Había cámaras por todos lados. Los periodistas no cabían en la sala. Los curiosos luchaban por una silla vacía. Los principales diarios transmitieron los alegatos en sus páginas de internet. Los noticieros de televisión emitieron boletines especiales. Varios periodistas dieron cuenta de los hechos, minuto a minuto, jugada a jugada, como si se tratase de un partido de fútbol. Nadie quería perderse un solo detalle. La corrupción como entretenimiento, como espectáculo de masas, alcanzó esta semana niveles delirantes. Insospechados, en mi opinión.
La transmisión en línea reveló la extrañeza del espectáculo. “Las barras se dividen entre los que quieren que terminen la audiencia y los que quieren que la aplacen”, informó La Silla Vacía el jueves en la tarde. “Los Nule no han vuelto, pero los abogados ya llegaron y las barras se van llenando”, escribió el mismo medio minutos más tarde, sin ningún asomo de ironía, como si todo este espectáculo fuese natural, rutinario. “Manuel Nule se para a hacer ‘pipi’ y cuando regresa las cámaras fotográficas se disparan”, informó Norbey Quevedo, uno de los reporteros más acuciosos de este país, dedicado ahora, quién iba a creerlo, a relatar las urgencias físicas de los Nule.
Esta forma extraña de entretenimiento deja entrever un hecho más inquietante que la frivolidad inevitable de los medios de comunicación. El deseo de justicia parece estar transformándose en un sentimiento distinto, en una especie de clima de linchamiento, de sed de venganza inmediata. Hace ya muchas décadas, los ladrones eran ejecutados en espectáculos públicos, en medio de un ambiente festivo, frenético. Guardadas las proporciones, algo similar parece estar ocurriendo hoy en día. Los curiosos de a pie han sido reemplazados por internautas indignados. Pero la mezcla de curiosidad frívola y afán de venganza no ha cambiado mucho.
Sobra decirlo, el espectáculo no fortalece la justicia. Ni mengua la impunidad. Ni reduce la corrupción. El cubrimiento desaforado y superficial de los procesos judiciales (“Gracias al receso, la corbata del fiscal volvió a su puesto”) sugiere, en últimas, cierta resignación, cierta indignación pasiva. Como no hemos sido capaces de lidiar con la corrupción (los Nule fueron hasta hace poco tiempo los niños mimados de los medios, los bancos y el Estado), optamos extrañamente por convertirla en entretenimiento.
“Mi clase, en sus modestas proporciones, es para eso: para vacunar a los muchachos contra el terrible dogmatismo de la ciencia -la Ciencia como ideología y como religión, qué vanidad, qué estupidez- y para que recuerden siempre que la universidad debería formar sabios, no burócratas. Gente con criterio y conciencia, no con un Blackberry”, escribió esta semana el escritor y docente Juan Esteban Constaín en el diario El Tiempo. Como tantos profesores, Constaín desprecia el presente, los negocios, los imperativos de la economía, etc. Aspira a formar sabios, hombres y mujeres con conciencia, pero sabe o presiente, de allí su exasperación, que la mayoría de sus estudiantes terminará desoyendo sus consejos. Acabará dedicada a los negocios. A comprar barato y vender caro. Los profesores, sobra decirlo, muchas veces profesamos en vano.
Yo también soy profesor. Y tengo, lo confieso, compulsiones parecidas a las de Constaín. Pero trato, eso sí, de reprimirlas al instante. Estoy en un avión sentado en la silla de la mitad. Acaban de cerrar la puerta delantera. La azafata explica, en el tono de siempre, cómo inflar los salvavidas amarillos que jamás han salvado una vida. El pasajero del lado de la ventana está desentendido del mundo, pegado a su Blackberry, hablando sin pausa, atendiendo su negocio, preguntando por los clientes, averiguando por los pedidos; en fin, comprando barato y vendiendo caro. “Pequeñeces”, pienso para mis adentros, mirándolo por encima del hombro. Al fin y al cabo el negocio de los profesores es otro, el de las grandes preguntas, el de las ideas generales o incluso el de la formación de sabios. El esnobismo de los profesores, recapacito, es insoportable.
Mientras leí la columna de Constaín, recordé un personaje de Joseph Conrad, un tal capitán Mitchell, un burócrata sin pretensiones, encargado de la superintendencia de puertos en la provincia costera de la república ficticia de Costaguana. El capitán Mitchell no era un sabio. No tenía conciencia en el sentido grandilocuente del término. Ignoraba las grandes fuerzas que lo rodeaban. Tenía ante sí una tarea complicada y la hacía bien, con esmero y dedicación. Eso era todo. “El capitán Mitchell –escribió Conrad– era corto de visión. Para bien y para mal”; corto de visión, en últimas, como el pasajero del Blackberry o como los estudiantes de Constaín. Pero no por ello merecedor de nuestro desprecio o rechazo.
Aunque resulte paradójico, la suma de muchas pequeñeces, de los desvelos de burócratas dedicados y comerciantes obsesivos, puede conducir al progreso, a vidas más saludables, más interesantes y provechosas para más y más gente. Deidre McCloskey, una economista con inclinaciones literarias, “con criterio y conciencia”, ha argumentado recientemente que el desprecio por los mercaderes, que el esnobismo hacia los hombres de negocios ha sido históricamente un obstáculo para el avance de la economía, las artes y las ciencias. Constaín es un ejemplo reciente, otro más, de una rutina mental, de una forma de pensar que desprecia por principio las actividades ordinarias de la vida.
Volviendo al comienzo, al papel de las universidades, no creo en la posibilidad de una pedagogía para sabios. La sabiduría es complicada, es otro cuento, está muy lejana de la miopía del capitán Mitchell y del pasajero del Blackberry. Pero más lejana aún del esnobismo nostálgico de Constaín y sus secuaces.
En sus momentos de gloria, los héroes se llenan de ínfulas pedagógicas. No paran de hablar. Disertan todo el tiempo. Aspiran a que el mundo conozca sus hazañas. Los héroes caídos, por el contrario, apenas musitan. Prefieren el silencio. Pero tienen mucho que decir. Sus historias son reales. Aleccionadoras, imprescindibles. Aunque necesitan usualmente un narrador dispuesto a resumir sus desventuras, a celebrar su caída.En 2006, Muhammad Yunus recibió el Premio Nobel de Paz por su trabajo a favor de los pobres de este mundo. Tres décadas atrás Yunus había fundado en Bangladesh, su tierra natal, un banco dedicado al negocio incierto del microcrédito, a prestarles dinero a los pobres, a los olvidados por el Estado y despreciados por el mercado. El premio Nobel ratificó su fama, lo convirtió en una especie de héroe paradójico: un banquero humanitario. Después de su coronación, Yunus recorrió el mundo predicando su credo, exponiendo los milagros del microcrédito. Sus historias parecían tomadas del evangelio. En ellas, bastaba la mano providencial del microcrédito para que los pobres se levantaran de su postración y caminaran hacia la redención económica. “Los pobres son como los bonsáis”, dijo alguna vez. “Cuando sembramos las semillas del más grande de los árboles en una maceta pequeña, obtenemos una réplica perfecta pero diminuta. Nada de malo hay en las semillas. Simplemente las condiciones no eran las adecuadas”. El microcrédito, insistía con frecuencia, es suficiente para crear las condiciones propicias, para que los pobres alcancen su potencial, casi infinito.Había en esta visión un cierto romanticismo, un optimismo fundado en la idea, siempre poderosa, de la superioridad de las soluciones simples, de las cosas pequeñas. Pero lo pequeño no siempre es hermoso. A finales del año pasado, Yunus se vio envuelto en un escándalo internacional por cuenta del manejo dudoso de unos fondos donados por la agencia de cooperación noruega al banco de los pobres. Más recientemente fue acusado por el primer ministro de Bangladesh de aprovecharse indebidamente de los más necesitados con fines económicos. Hace unas semanas fue separado de su cargo, de la dirección del banco que lo convirtió en un héroe moral, en el profeta de la economía popular.Muchos lo consideran una víctima de políticos inescrupulosos. Otros han comenzado a dudar de su heroísmo. Sea lo que sea, los líos de Yunus han puesto de presente los límites del microcrédito. El microcrédito fue considerado, primero, un remedio milagroso para la pobreza, después una manera eficaz de aumentar los ingresos de los pobres y más recientemente una simple forma adicional de rebusque, una mera estrategia de supervivencia. Incluso algunos economistas consideran que ha promovido el sobre-endeudamiento entre los pobres, que ha agravado los males que pretende resolver. Después de todo, Yunus se ganó el Premio Nobel de Paz, no el de Economía.El Premio Nobel sirvió para celebrar las buenas intenciones de Muhammad Yunus. Pero los líos recientes del banquero de los pobres han servido para algo más importante, para llamar la atención sobre la utopía del microcrédito, sobre el error de suponer que los pobres pueden superar su condición casi autónomamente. La bonsáis, debió decir Yunis, deben su talla diminuta no tanto al tamaño reducido de las macetas como a la poda temprana de sus raíces.
En 2004, a la mitad del primer período de Uribe, Santos estaba en la oposición o, al menos, en una posición incómoda, muy lejana del poder y sus encantos. Entonces todavía hacía parte del Partido Liberal. Y todavía creía que el partido de sus ancestros tenía posibilidades electorales, que se podía llegar a la presidencia enarbolando el trapo rojo. “Si el Partido Liberal vuelve a sus raíces sociales, poda su tronco de esquemas obsoletos y permite que surjan de su seno planteamientos audaces y soluciones novedosas para un país sumido en la pobreza, la desigualdad y la violencia, podrá sin duda convertirse de nuevo en el gran intérprete de las mayorías colombianas”, escribió a mediados de 2004.
Por aquella época, según relata el ex canciller Jaime Bermúdez en sus memorias (algo insípidas) del primer gobierno de Uribe, empezaron los coqueteos entre Santos y Uribe. Los primeros contactos no fueron espontáneos. Por el contrario, necesitaron de un componedor o celestino, hoy caído en desgracia. Cuenta Bermúdez que fue José Obdulio Gaviria (nadie más) quien primero le sugirió a Santos que se uniera a Uribe y apoyara la reelección. Si esta se aprueba, “se ubicaría en muy buena posición política y, en caso de no aprobarse, sería una persona que podría actuar en el panorama de la sucesión”, dice Bermúdez que le dijo José Obdulio al hoy presidente Santos. El celestino, cabe reconocerlo, hizo bien su trabajo.
Santos captó el mensaje, previó un camino cierto hacia la presidencia. Y lo recorrió más tarde con una paciencia casi maquiavélica. En 2005 ya se había convertido en el principal escudero de Uribe. Salió, por ejemplo, a contradecir a Alfonso López Michelsen cuando el ex presidente liberal llamó a cerrar filas en contra de la reelección. Fundó el partido de la U con el propósito único de apoyar la segunda candidatura de Uribe. Fue nombrado Ministro de Defensa. Esperó calladamente, con un servilismo sobreactuado, el fracaso (más o menos cierto) del segundo embate reeleccionista. Y finalmente fue elegido presidente de Colombia con los votos de Uribe.
Santos sacó provecho de Uribe. Y Uribe sacó provecho de Santos. En teoría de juegos, eso se llama un equilibrio. Pero las circunstancias cambiaron. Los intereses ya no están alineados. Y no habrá celestino capaz de recomponer una relación sin sentido. Hoy Santos está con Vargas. Peñalosa, con Uribe. Pastrana anda buscando pareja (Samper está disponible). En fin la política es cambiante, estratégica. La teoría de juegos es la esencia de la ciencia política moderna. Los estudiosos de estos asuntos reconocen, en últimas, que los políticos se juntan y se separan no tanto por cuenta de las ideas como de los intereses. Quienes suponen o desean lo contrario no saben donde viven. O mejor, viven en otro planeta.
El Plan Nacional de Desarrollo, o mejor, la institucionalidad de la planeación económica en Colombia, ha sido cuestionada recientemente. Algunos creemos que no tiene sentido, que se ha convertido en un ejercicio peligroso, en una feria de articulitos. Otros creen que tiene validez, que es, al menos, un contrapeso a las tendencias tecnocráticas o centralizadoras.
No voy a volver sobre este debate. Al respecto ya casi todo se ha dicho. Quiero simplemente traer a cuento algunos de los nuevos articulitos incorporados a la ponencia para primer debate del proyecto de ley de plan de desarrollo. Los articulitos hablan por sí solos.
El coordinador de ponentes de la ley del plan en la Cámara de Representantes es Angel Custodio Cabrera, un parlamentario conocido por ser el agente o intermediario de las Madres Comunitarias. Mejor dicho, las Madres Comunitarias son su clientela. Este hecho explica los siguientes articulitos y otros más por el estilo:
TARIFAS PARA HOGARES COMUNITARIOS. Para efecto del cálculo de las tarifas de acueducto, alcantarillado, aseo, energía y gas domiciliario, los inmuebles de uso residencial donde funcionan los hogares comunitarios de bienestar y sustitutos serán considerados estrato uno (1). El Gobierno Nacional reglamentará la aplicación de este artículo.”
BONIFICACIÓN PARA LAS MADRES COMUNITARIAS. Durante las vigencias 2012, 2013 y 2014 la bonificación que se les reconoce a las madres comunitarias tendrá un incremento corresponderte al doble del IPC publicado por el DANE.
A la usanza de Agro ingreso Seguro, la ponencia contiene otro articulito que busca pasarle al Estado la mitad de la cuenta de energía de la operación de los distritos de riego que requieren bombas eléctricas. ¡Qué todo sea por la locomotora agrícola!
SUBSIDIO DE ENERGÍA PARA DISTRITOS DE RIEGO: La Nación asignará un monto de recursos destinados a cubrir el valor correspondiente a un porcentaje del cincuenta por ciento (50%) del costo de la energía eléctrica y gas natural que consuman los distritos de riego que utilicen equipos electromecánicos para su operación debidamente comprobado por las empresas prestadoras del servicio respectivo , de los usuarios de los distritos de riego y de los distritos de riego administrados por el Estado o por las Asociaciones de Usuarios debidamente reconocidos por el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural.
La locomotora de la infraestructura también necesita su articulito. O mejor, su fondo (fondo en Colombia significa, por supuesto, sin fondo). Los camioneros, ni más faltaba, también tienen quien los represente.
FONDO CUENTA DE RENOVACIÓN.El Gobierno Nacional creará un Fondo de Renovación de Vehículos de Servicio Público de Transporte Terrestre Automotor de Carga con recursos de la Nación destinados a fomentar la formalización empresarial y la modernización de la flota de vehículos que contribuyan al desarrollo de un sector de clase mundial, el cual será administrado por el Ministerio de Transporte. El Gobierno Nacional reglamentará su funcionamiento y organización y las fuentes de recursos que podrán ser parte de este fondo.
Y como el Estado puede con todo, es un barril sin fondo, ¿por qué no subsidiar completamente los intereses de los créditos educativos? 0 ¿condonar también parte de las deudas viejas. Este articulito, sin querer queriendo, acabaría con el ICETEX.
SUBSIDIOS EDUCACIÓN SUPERIOR. A los beneficiarios de créditos de educación superior de bajas condiciones socioeconómicas pertenecientes a los niveles SISBEN que se establezcan para el efecto, otorgados a través del ICETEX para estudios de pregrado, se les concederá un subsidio equivalente al 100% de los intereses que se generen por dicho crédito. El beneficiario asumirá el pago del capital, más la inflación causada durante la vigencia del crédito, de acuerdo a los datos publicados por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística – DANE.
Y todo no puede ser para los civiles. Los hombres y mujeres de uniforme también merecen su tajada de la torta presupuestal. Veamos:
PERSONAL DEL NIVEL EJECUTIVO DE LA POLICÍA NACIONAL. El Gobierno Nacional apropiará las partidas presupuestales necesarias para superar el represamiento de los ascensos del personal del nivel ejecutivo de la Policía Nacional.
UNIVERSIDAD DE LA DEFENSA. En el marco del fortalecimiento de las Fuerzas Militares y la consolidación de una cultura de Seguridad y Defensa Nacional, transfórmese la Esuela superior de Guerra de las Fuerzas Militares de Colombia en Universidad de Defensa, cuyos objetivos son la formación avanzada, la realización de investigaciones, el desarrollo científico tecnológico, la prestación de servicios y la cooperación nacional e internacional en el área de la seguridad y la defensa.
En fin, el Plan Nacional de Desarrollo es un ejemplo perfecto, casi de libro de texto, de la búsqueda de rentas, de los muchos intereses que se tiran de cabezas a la piñata presupuestal.
“En Colombia el socialismo está funcionando más o menos bien pero el capitalismo está en crisis”, me dijo un colega extranjero hace ya varios meses. Inicialmente no entendí la frase. Me pareció un típico comentario desatinado, producto de la desinformación y los prejuicios. “¿Cómo así?”, pregunté sin mucho interés, más por cortesía que por curiosidad. “Pues así tal cual”, respondió mi interlocutor sin inmutarse, como si estuviera repitiendo una obviedad. “En Colombia, el acceso a los servicios sociales básicos ha aumentado de manera significativa. Los pobres cuentan con más y mejor Estado. Pero sus oportunidades económicas son exiguas. Un empleo formal de un salario mínimo es un privilegio”.
El economista sentencioso, cabe reconocerlo, tenía toda la razón. Su diagnóstico resultó exacto. Clarividente incluso. Fue confirmado esta semana por varios estudios independientes. En primer lugar, los resultados de la Encuesta Nacional de Demografía y Salud, presentados el viernes por Profamilia, confirmaron el avance del socialismo, esto es, de los indicadores sociales que dependen directamente de la acción estatal. La asistencia escolar de los niños entre 6 y 15 años de edad aumentó de manera sustancial durante el último lustro y ya supera el 95%. La cobertura de aseguramiento en salud está cercana al 90%. La atención prenatal alcanzó el 92% de la población relevante. El porcentaje de niños de dos años con esquemas completos de vacunación pasó del 50% en 2005 al 80% en 2010. En fin, el progreso ha sido sustancial.
En la tierra de la fracasomanía, los resultados anteriores podrían parecer sorprendentes. Pero en realidad no deberían serlo. Reflejan el aumento significativo del gasto social, la protección constitucional a los presupuestos de educación y salud, y la continuidad de las políticas públicas; reflejan, en últimas, el éxito, matizado, parcial, incompleto, pero éxito al fin de cuentas, de algunas políticas de Estado.
Por otra parte, varios estudios internacionales, revelados también recientemente, han mostrado un hecho preocupante, negativo: Colombia es el nuevo nuevo campeón latinoamericano de la desigualdad. En la mayoría de los países de la región, la desigualad disminuyó en los últimos cinco años; en Colombia, por el contrario, aumentó durante el mismo lapso. El capitalismo colombiano ha creado una brecha, casi un abismo, entre los trabajadores con educación superior y el resto: los primeros tienen, en general, acceso a empleos formales con salarios decentes; los segundos están excluidos de la economía moderna, condenados a la informalidad, a ocupaciones mal remuneradas, con ingresos inferiores a un salario mínimo. En Colombia, a diferencia de otros países latinoamericanos, el progreso social viene más por cuenta del Estado que del mercado.
El gobierno del presidente Santos no parece interesado en revertir esta situación. Ha anunciado la ampliación y el mejoramiento de muchos programas sociales. Aspira a seguir entregando subsidios a desplazados, informales, reinsertados, víctimas, etc. Pero ha esquivado el debate necesario sobre el mal funcionamiento del mercado laboral. Y no parece muy consciente de los malos resultados distributivos. Siempre habrá mucho por mejorar en la política social. Pero, como diría mi colega, el sentencioso, el gran problema de la economía colombiana no es el socialismo, es el capitalismo.
Los orígenes de la exportación de cocaína a gran escala, de una actividad empresarial que conquistó rápidamente los mercados internacionales, son todavía misteriosos.
Los historiadores no han sido capaces de desentrañar las claves del éxito de los primeros grandes traficantes colombianos. El tráfico de cocaína surgió en los años setenta en medio de una economía cerrada. Aislada del mundo. “Colombia es el Tíbet suramericano”, decía entonces Alfonso López Michelsen. Los empresarios locales no pensaban en exportar. Les era más fácil explotar las rentas propias de un mercado sobreprotegido. No tenían necesidad de innovar. Todo se vendía fácilmente. Había que esperar varios meses para comprar un Renault 4. Los traficantes de cocaína rompieron con esa tradición. Se adelantaron 20 años a la Apertura Económica.
Escudriñando los archivos electrónicos de la prensa colombiana, indagando sobre los orígenes del tráfico de cocaína, me topé con un hecho curioso, casi irónico, una nota de pie de página de nuestra historia reciente que, en mi opinión, bien merece una columna. La primera alusión a Pablo Escobar en la prensa colombiana, en el diario El Tiempo en particular, no tiene nada que ver con el narcotráfico. Ni con las actividades políticas del más célebre de nuestros mafiosos. Ni tampoco con su altruismo ostentoso, perturbador. Las primeras noticias sobre Pablo Escobar, publicadas todas en 1979, dan cuenta de sus logros como piloto novato de la copa Renault 4: un espectáculo que resumía el espíritu de los tiempos, las costumbres parroquiales de un país enclaustrado.
“Entre los novatos se destacan Lucio Bernal, de Bogotá; Pablo Escobar, Gustavo Gaviria y Juan Yepes, todos de la capital antioqueña”, reportó El Tiempo a mediados de 1979. “Volantes como Pablo Escobar están en plena alza…Escobar marcha segundo en la general a 13 puntos del puntero”, informó el mismo diario semanas más tarde. Uno de los carros de carreras de Escobar, un Renault 4 de color blanco, está exhibido actualmente en la Hacienda Nápoles. Constituye un símbolo involuntario del país cerrado, aislado donde nació y creció el tráfico de cocaína.
El economista venezolano Ricardo Hausmann dijo alguna vez que, después del café, Colombia no ha tenido ninguna buena idea. Pero Hausmann no tiene razón. Después del café, tuvimos unos empresarios exitosos, visionarios, que rompieron con muchas décadas de enclaustramiento: los exportadores de cocaína. Han pasado muchos años desde entonces. El Renault 4 es ya una pieza de museo. Pero el espíritu de los pioneros se mantiene presente. Esta semana, tristemente, el gobierno de los Estados Unidos anunció que Colombia sigue siendo el principal exportador de cocaína del mundo.
Comienzo con una aclaración. No creo en los delitos de injuria y calumnia. Considero que todas las opiniones deberían ser toleradas. No respetadas pero sí sobrellevadas con resignación o enfado. En palabras de Isaiah Berlin, “podemos discutir, atacar, condenar, rechazar con pasión y odio, pero no podemos acallar o sofocar”. La lucha contra las opiniones calumniosas, contra las mentiras y las exageraciones, debe darse en el mercado de las ideas, no en los tribunales de la justicia. Los jueces, en últimas, no pueden ser los determinantes de la justeza de todas las opiniones de los hombres públicos.
Hecha esta aclaración puedo ya entrar en materia. Considero que las razones esgrimidas por la juez de conocimiento de Bogotá que absolvió a la columnista Claudia López de los delitos de injuria y calumnia son cuestionables, absurdas para decirlo sin rodeos. La juez no hizo alusión a los derechos de la demandada. Tampoco hizo una defensa explícita de la libertad de expresión. Argumentó por el contrario que los derechos del demandante no podían ser protegidos habida cuenta de su condición de ex funcionario público. «Los funcionarios públicos tienen un derecho menor del derecho a la honra», dijo claramente. Puede colegirse, entonces, que si el demandante hubiera sido, por ejemplo, un dirigente empresarial, no un expresidente, la columnista habría sido declarada culpable. Extraña la cosa, sin duda.
Me gustaría creer que los argumentos de la juez revelan apenas sus opiniones y prejuicios personales. Pero la realidad es mucho más preocupante. Sus razones reflejan una opinión generalizada, una idea mayoritaria; a saber: los funcionarios públicos no tienen derecho a nada. Ni a la privacidad. Ni a la presunción de inocencia. Ni al buen nombre. Son literalmente ciudadanos de segunda categoría, con menos derechos que los demás. Discriminados abiertamente por cuenta de su trabajo.
El llamado Estatuto Anticorrupción, que está punto de convertirse en ley de la república, parece inspirado por la misma idea, por el mismo afán revanchista. Prescribe hasta 18 años de cárcel para un funcionario que tramite un contrato sin cumplir algunos requisitos legales: un servidor público descuidado podría terminar más tiempo en prisión que un homicida. El Estatuto crea al mismo tiempo todo tipo de inhabilidades y obligaciones. Supone que los funcionarios son culpables mientras no se pruebe lo contrario. Desconoce por lo tanto que hay muchos funcionarios honestos. Por cada Turbay o Moralesrussi (ojalá no me demanden), hay decenas de servidores públicos cumplidores de su deber.
Paradójicamente muchos de quienes, en los medios de comunicación o en el debate político, despotrican de todos los funcionarios públicos, sin distinción, abogan también por una mayor presencia del Estado. Consideran que el Estado debe hacerlo todo y piensan que los funcionarios públicos son irremediablemente corruptos. Creen en la idea del Estado pero descreen de la realidad estatal. Las políticas que promueven terminan siendo muchas veces contraproducentes, perjudiciales: alejan a los buenos funcionarios y aumentan el tamaño del botín estatal.
Volviendo al comienzo. Yo celebro el triunfo de la libertad de expresión. Pero lamento la discriminación en contra de los funcionarios. Bien valdría la pena que los jueces revanchistas volvieran a leer la Constitución.