Podemos perorar sobre nuestro deterioro moral. O hacer frases bonitas sobre la corrupción en la era del emoticón. O señalar (nuevamente) la omnipresencia de los avivatos. O maldecir el oportunismo de los negociantes. O reiterar la venalidad de los burócratas. Podemos en fin manifestar nuestra indignación de muchas maneras. Todas entendibles. Pero todas en buena medida infructuosas.
El último escándalo de corrupción en el sistema de salud tiene una causa fundamental que ha sido olvidada en medio de la indignación general: los incentivos perversos o pervertidores. El llamado sistema de recobros es una invitación al fraude; es la ocasión que hace al ladrón, que engendra al corrupto. La corrupción no es sólo un asunto de moral. Es también la manifestación de una falla institucional, de un problema de incentivos. Veamos un ejemplo hipotético.
Un buen día el jefe de una gran empresa reúne a todos los empleados y anuncia, primero, que ha decidido congelar los salarios y, segundo, que va a poner en práctica un nuevo sistema de bonificaciones. “Para las actividades que no hacen parte de la carga normal, de la descripción de los cargos, todos podrán ahora presentar una cuenta de cobro, detallando las horas adicionales trabajadas y los gastos no cubiertos por la empresa, en transporte, materiales, etc.”, explica el jefe. “Preparen las cuentas, cobren lo que tengan que cobrar, nosotros pagaremos de manera cumplida después de una auditoría rápida”, aclara finalmente.
Algunas semanas después de la reunión, los empleados comienzan a pasar las cuentas como corresponde, con apego a la verdad y a la ética. Pero tarde o temprano, por experiencia propia o ajena, se dan cuenta de que la auditoría es inexistente, que los recobros son pagados sin reparos y que los gastos adicionales pueden facturarse a cualquier precio. Seguidamente, algunos empleados comienzan a inflar las cuentas, primero con cautela, como tanteando la situación, después de manera desvergonzada, sin reatos morales o cargos de conciencia. Al fin de cuentas han descubierto una manera sencilla para salir de pobres. Pasado un tiempo, el jefe descubre, con asombro, que los recobros han crecido de manera exponencial, que están poniendo en riesgo la viabilidad de la empresa. Decide, entonces, citar a una reunión extraordinaria. Sentado en la mitad de una larga mesa, flanqueado por el auditor interno y el revisor fiscal, denuncia indignado la corrupción reinante y promete un castigo ejemplar para los culpables. Nada dice, sin embargo, sobre el sistema perverso de bonificaciones.
Algo similar ha venido ocurriendo en el sistema de salud. El gobierno ha denunciado la corrupción. Conoce la perversidad del sistema de recobros. Pero poco ha dicho sobre cómo va a desmontar un sistema corruptor. La ley 1438 no hace nada al respecto. El proyecto de ley estatuaria ha sido archivado. El control de precios de medicamentos es parcial e insuficiente. La actualización del plan de beneficios sigue siendo una promesa eterna, una entelequia. La actualización de la Unidad de Pago por Capitación (UPC) se ha pospuesto por mucho tiempo. “Los recobros no hacen parte del sistema de salud”, ha dicho el ministro del ramo. Pero la realidad sinceramente es otra. Los recobros son el cáncer del sistema, un cuerpo extraño que podría terminar matándolo.
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En julio de 2007, en un discurso pronunciado en la Universidad de los Andes, el presidente Uribe dijo lo siguiente: “en nuestro país no deberíamos hablar de conflicto con los grupos armados, sino de desafío del terrorismo…Pero estos son elementos conceptuales, donde uno puede estar equivocado o acertado. Le he dicho al Comisionado: si hay que aceptarle al Eln que hay conflicto para hacer la paz, olvídese de mi tesis y aceptamos que hay conflicto”. Esta semana el presidente Juan Manuel Santos hizo un pronunciamiento similar: aceptó la existencia del conflicto y lo hizo por razones pragmáticas, con el propósito aparente de minimizar los efectos fiscales de la llamada ley de víctimas. El pragmatismo de Santos es similar al de Uribe. No representa un rompimiento con el pasado. Pero tiene un significado importante. Avala la premisa fundamental de la ley de víctimas, a saber: la clasificación de las víctimas en dos categorías excluyentes, las del conflicto armado (que deben ser reparadas) y las de la delincuencia común (que no tienen derecho a la reparación).
Esta clasificación es cuestionable. Conceptualmente problemática. El economista Mauricio Rubio planteó el problema de manera precisa hace ya más de veinte años: “más allá de las muertes ordenadas o ejecutadas directamente por miembros de las organizados armadas, es necesario tener en cuenta aquellas que, de una u otra manera, ocurren o se ven facilitadas por la presencia de tales organizaciones”. Los grupos armados disminuyen la eficacia de la justicia, aumentan la disponibilidad de armas de fuego, reducen la cohesión social y contribuyen por lo tanto al incremento de los homicidios comunes. No casualmente, los municipios donde históricamente han operado estos grupos han tenido también mayores niveles de criminalidad y violencia. El conflicto mata de muchas formas diferentes: unas directas y otras indirectas.
En Colombia, el narcotráfico, el conflicto y la delincuencia se han reforzado mutuamente. El narcotráfico financió la expansión de los grupos armados. El conflicto contribuyó al crecimiento del narcotráfico, de los cultivos de coca específicamente. Y el crimen organizado pescó en el río revuelto por los mafiosos, los guerrilleros y las paramilitares. Estas interacciones hacen muy difícil la clasificación de las víctimas. ¿Son los jóvenes asesinados todos los días en la Comuna 13 de Medellín víctimas del conflicto, el narcotráfico o la delincuencia común? ¿Hay alguna diferencia sustancial entre un policía ultimado por los sicarios de Pablo Escobar y un soldado asesinado por las Farc o los paramilitares? ¿Tiene algún sentido distinguir entre el asesinato de tres indigenistas norteamericanos por parte de las Farc en 1999 y el de dos biólogos colombianos por parte de una banda criminal a comienzos de este año? Estas preguntas y otras similares han sido convenientemente ignoradas por los ponentes de la ley de víctimas. Todos han pasado de agache.
En suma, el pragmatismo de los ponentes (y del mismo gobierno) no sólo es conceptualmente equivocado sino también moralmente cuestionable. El proyecto actual, que está a punto de ser aprobado, beneficia a unas víctimas y se olvida de todas las demás. Como si el sufrimiento de las familias, de tantos y tantos deudos, dependiera por alguna razón misteriosa de quién apretó el gatillo.
El domingo primero de mayo, en la plaza de San Pedro, Juan Pablo II será declarado beato por Benedicto XVI. La ceremonia de beatificación contará con la presencia de importantes personalidades de todo el mundo. Allí estarán el príncipe de Asturias, el primer ministro francés, el presidente mexicano, la primera dama de la República Dominicana, etc. Colombia estará representada por la canciller María Angela Holguín, por los presidentes de los partidos políticos (ojalá no lleven carriel) y por las altas autoridades eclesiásticas. Los asistentes serán testigos privilegiados de un hecho histórico, inusual: por primera vez en mil años un papa será beatificado por su sucesor.
Pero la rápida beatificación de Juan Pablo II no es un hecho aislado. Todo lo contrario. Es representativo de una tendencia, de la misteriosa multiplicación de los beatos y los santos durante los últimos dos papados. El economista Robert Barro, profesor de la Universidad de Harvard, candidato al premio Nobel de economía, un investigador serio, aplomado, publicó recientemente un minucioso análisis de las beatificaciones y las canonizaciones ordenadas por los últimos 38 papas. El análisis comprende más de 400 años de historia pontificia: comienza en 1590 con Sixto V y termina en 2010 con Benedicto XVI.
“Para cada papa –escribe Barro, en el estilo circunspecto de los académicos– computamos la tasa anual de beatificación”. Los papas estudiados nombraron en promedio un beato por año. En general fueron recatados, económicos, amarretes en sus bendiciones. Pero los últimos dos papas rompieron una larga tradición. Comenzaron a beatificar a diestra y siniestra. Como alma que lleva el diablo. Juan Pablo II proclamó 319 beatos en sus 26 años de papado, más de 12 por año en promedio. Benedicto XVI no se ha quedado atrás. Está beatificando a la no despreciable tasa de 11 anuales. Ya lleva más de 60 beatos a cuestas.
Algo similar ha ocurrido con las tasas de canonización. Históricamente los papas canonizaban a duras penas un beato cada año. En su largo papado Juan Pablo II canonizó tres anuales en promedio. Benedicto XVI está canonizando al endemoniado ritmo de seis beatos por año. ¿Qué explica la exuberancia de los dos últimos papas, su fiebre beatificante y santificadora? La respuesta no es simple. Al fin de cuentas estamos ante asuntos divinos que involucran milagros y otras hazañas difíciles de discernir para el común de los mortales.
Barro propone, sin embargo, una explicación interesante. Malpensada, podríamos decir. En su opinión, Juan Pablo II y Benedicto XVI convirtieron el santoral en un instrumento político. O politiquero. Ambos nombraron beatos y santos de manera selectiva. Los nombramientos se concentraron en los países donde la competencia de la iglesia católica con las iglesias evangélicas era más intensa; esto es, el santoral se usó estratégicamente para conseguir o conservar los fieles. Y probablemente también para pagarles favores al Opus Dei y a otras organizaciones aliadas en la lucha política al interior del catolicismo. Resumiendo: el Vaticano ha venido usando una forma extraña de clientelismo, una práctica non sancta sin duda.
Quién iba pensarlo pero los presidentes de los partidos políticos colombianos, nuestros representantes en la ceremonia, tienen mucho en común con los dos últimos pontífices. Dios los cría…
La corrupción ha sido definida como el aprovechamiento del poder del Estado (incluido su poder económico) por parte de individuos o empresas particulares con fines de lucro. Esta definición incluye muchas de las formas más comunes de corrupción; incluye, por ejemplo, al funcionario que negocia la adjudicación de contratos, al burócrata que cobra por expedir un permiso, al regulador que es capturado por las empresas reguladas, al magistrado que vende los fallos al mejor postor, al policía que trabaja veladamente para la mafia, etc. En todos los ejemplos anteriores, el poder del Estado ha sido vendido, alquilado o subastado por alguno de sus agentes.
Pero la corrupción va más allá de la definición y los ejemplos anteriores. Los casos más visibles de corrupción tienen que ver con el Estado, con el robo de los recursos públicos o con los abusos sistemáticos de poder. Pero hay formas de corrupción que no involucran directamente al Estado. También hay corrupción, creo yo, cuando un individuo o un grupo de personas traicionan la confianza del público con fines pecuniarios. En este caso, como en los ejemplos del párrafo anterior, la corrupción enriquece a unos pocos a costa de un bien público fundamental, a costa de la confianza general en las instituciones.
Hay corrupción, por ejemplo, cuando los economistas se presentan ante el público como analistas imparciales de las políticas públicas o de la realidad económica pero, en realidad, son agentes a sueldo de poderosos intereses financieros, comerciales o industriales (el documental Trabajo confidencial denuncia este tipo de corrupción con eficacia y algo malevolencia). Hay corrupción cuando los científicos, quienes usualmente disfrutan de una reputación de objetividad e independencia, actúan veladamente en pro de intereses privados. Los ejemplos abundan. Ronald A. Fisher, el estadístico más importante del siglo XX, negó de manera tozuda la existencia de una conexión significativa entre el consumo de tabaco y el cáncer de pulmón. Fisher mantuvo una controvertida (y no siempre clara) relación profesional con la industria tabacalera.
Hay corrupción (o puede haberla al menos) en las complicadas relaciones de los médicos con las compañías farmacéuticas, relaciones que involucran atenciones, viajes y regalos no declarados. Hoy hay funcionarios públicos presos por faltas comparativamente menores. En privado, muchos médicos cuestionan estas relaciones. En público, pocos lo hacen. Hay corrupción cuando los periodistas asumen el doble papel de opinadores independientes y asesores o consejeros de empresas privadas u oficinas estatales. En este caso, los periodistas están traicionando la confianza del público: mucha gente cree, ingenuamente, estar leyendo u oyendo análisis independientes cuando, en realidad, están consumiendo opiniones compradas o amañadas. Al final, ya lo dijimos, unos pocos ganan y muchos pierden.
En últimas, la corrupción no comienza ni termina con los funcionarios públicos. No voy a decir que la corrupción es inherente a la naturaleza humana. No lo creo así. Pero sí quisiera señalar que es mucho más generalizada de lo que usualmente se reconoce. Si queremos sinceramente acabar con la corrupción deberíamos iniciar por combatir la hipocresía.
“Ignacio Rodríguez…era un muchacho de la sociedad samaria sobre quien no había duda”, escribió Tomás Uribe en una carta publicada el viernes por este diario en la que explicaba sus tratos con un político costeño hoy preso en los Estados Unidos. “Tanto al Sr. Rodríguez como a su familia los precedía una excelente reputación, la cual pueden corroborar distinguidas personas de la sociedad samaria…”, escribió el mismo Tomás Uribe en un comunicado divulgado por la prensa nacional a mitad de semana. Hace ya varios años, el padre de Tomás, el expresidente Álvaro Uribe Vélez, usó un argumento similar para justificar el nombramiento de Jorge Noguera, otro muchacho de la sociedad samaria, en la dirección del DAS: «era una persona que había trabajado en Santa Marta, tenía buena reputación, una familia honorable…”.
Los argumentos mencionados son algo más que una excusa de ocasión para el pecado peligroso de las malas amistades. Son también un ejemplo inequívoco, revelador de un sesgo generalizado pero no por ello menos antipático. Tomás Uribe parece suponer que la pertenencia a cierto círculo social señala o predice el buen comportamiento. Como si la prestancia moral fuese hereditaria. Como si el origen o la afiliación social permitiera juzgar el carácter o adivinar la conducta. Si mis tratos hubieran sido con un joven de una familia desconocida o de un estrato intermedio, sugiere Tomás, mis contradictores tendrían razón en cuestionar mi comportamiento. Pero mis relaciones fueron con un joven de la alta sociedad, alejado en principio de los malos pasos, de los negocios turbios.
El argumento de Tomás Uribe puede resumirse en una frase: no soy culpable pues me mezclé con la gente que tocaba. El raciocinio no es nuevo. Ni original. Todo lo contrario. Es representativo de una rutina mental excluyente, discriminante. Veamos un ejemplo. La Universidad de los Andes tiene un programa de becas para bachilleres sobresalientes de estratos bajos. Cientos de nuevos estudiantes becados inician sus estudios cada año. Muchos descuellan académicamente. Se gradúan con honores o promedios destacados. Pero no consiguen trabajo con la misma facilidad que sus compañeros más privilegiados. Su ingreso al mercado laboral es con frecuencia frustrante. No son muchachos de la alta sociedad. No pertenecen a familias honorables. Y el origen social incide, ya lo vimos, sobre los juicios y los prejuicios de los demás, de los futuros empleadores en este caso.
Muchos empleadores, dicen los que saben, filtran las hojas de vida con base en los lugares de residencia, en los nombres propios, en las referencias personales, esto es, en los marcadores obvios del origen social. Y lo hacen de manera rutinaria, casi automática, con la misma naturalidad (inocente en apariencia) de la carta de Tomás Uribe. Los prejuicios de clase no suelen ser estridentes. Pero su acumulación silenciosa es nefasta, reduce las posibilidades de movilidad social, concentra las oportunidades en los mismos muchachos de la alta sociedad.
En últimas, la candidez de Tomás Uribe llama la atención sobre una forma velada pero poderosa de exclusión social. Ojalá comenzaramos a aceptar de una vez por todas que muchas familias honorables no lo son tanto, que muchos jóvenes de la alta sociedad no tienen miras muy elevadas y que el origen o la procedencia social poco o nada tiene que ver con el talento y la rectitud.
Su llegada al aeropuerto El Dorado me recordó otras épocas, ya idas, cuando nuestros campeones de ciclismo o de boxeo eran recibidos por cientos de fotógrafos angustiados, desesperados por una imagen reveladora. ¿Ya llegaron?”, preguntaba la gente en la calle con una especie de curiosidad exasperada. Pero el martes en horas de la tarde terminó la espera. Los campeones de la corrupción llegaron en un avión de Iberia procedente de Roma, “cargados de pruebas” según informó la prensa. Vestían no los atuendos coloridos de los héroes del deporte, sino unos chalecos abultados, a prueba de balas. Fueron llevados directamente al búnker de la Fiscalía. “¿Habrá alguna foto de los señores Nule en el calabozo?”, me preguntó un taxista desprevenidamente. La corrupción, pensé, se convirtió en el nuevo espectáculo nacional.
La audiencia de imputación de cargos parecía un evento deportivo. Había cámaras por todos lados. Los periodistas no cabían en la sala. Los curiosos luchaban por una silla vacía. Los principales diarios transmitieron los alegatos en sus páginas de internet. Los noticieros de televisión emitieron boletines especiales. Varios periodistas dieron cuenta de los hechos, minuto a minuto, jugada a jugada, como si se tratase de un partido de fútbol. Nadie quería perderse un solo detalle. La corrupción como entretenimiento, como espectáculo de masas, alcanzó esta semana niveles delirantes. Insospechados, en mi opinión.
La transmisión en línea reveló la extrañeza del espectáculo. “Las barras se dividen entre los que quieren que terminen la audiencia y los que quieren que la aplacen”, informó La Silla Vacía el jueves en la tarde. “Los Nule no han vuelto, pero los abogados ya llegaron y las barras se van llenando”, escribió el mismo medio minutos más tarde, sin ningún asomo de ironía, como si todo este espectáculo fuese natural, rutinario. “Manuel Nule se para a hacer ‘pipi’ y cuando regresa las cámaras fotográficas se disparan”, informó Norbey Quevedo, uno de los reporteros más acuciosos de este país, dedicado ahora, quién iba a creerlo, a relatar las urgencias físicas de los Nule.
Esta forma extraña de entretenimiento deja entrever un hecho más inquietante que la frivolidad inevitable de los medios de comunicación. El deseo de justicia parece estar transformándose en un sentimiento distinto, en una especie de clima de linchamiento, de sed de venganza inmediata. Hace ya muchas décadas, los ladrones eran ejecutados en espectáculos públicos, en medio de un ambiente festivo, frenético. Guardadas las proporciones, algo similar parece estar ocurriendo hoy en día. Los curiosos de a pie han sido reemplazados por internautas indignados. Pero la mezcla de curiosidad frívola y afán de venganza no ha cambiado mucho.
Sobra decirlo, el espectáculo no fortalece la justicia. Ni mengua la impunidad. Ni reduce la corrupción. El cubrimiento desaforado y superficial de los procesos judiciales (“Gracias al receso, la corbata del fiscal volvió a su puesto”) sugiere, en últimas, cierta resignación, cierta indignación pasiva. Como no hemos sido capaces de lidiar con la corrupción (los Nule fueron hasta hace poco tiempo los niños mimados de los medios, los bancos y el Estado), optamos extrañamente por convertirla en entretenimiento.
“Mi clase, en sus modestas proporciones, es para eso: para vacunar a los muchachos contra el terrible dogmatismo de la ciencia -la Ciencia como ideología y como religión, qué vanidad, qué estupidez- y para que recuerden siempre que la universidad debería formar sabios, no burócratas. Gente con criterio y conciencia, no con un Blackberry”, escribió esta semana el escritor y docente Juan Esteban Constaín en el diario El Tiempo. Como tantos profesores, Constaín desprecia el presente, los negocios, los imperativos de la economía, etc. Aspira a formar sabios, hombres y mujeres con conciencia, pero sabe o presiente, de allí su exasperación, que la mayoría de sus estudiantes terminará desoyendo sus consejos. Acabará dedicada a los negocios. A comprar barato y vender caro. Los profesores, sobra decirlo, muchas veces profesamos en vano.
Yo también soy profesor. Y tengo, lo confieso, compulsiones parecidas a las de Constaín. Pero trato, eso sí, de reprimirlas al instante. Estoy en un avión sentado en la silla de la mitad. Acaban de cerrar la puerta delantera. La azafata explica, en el tono de siempre, cómo inflar los salvavidas amarillos que jamás han salvado una vida. El pasajero del lado de la ventana está desentendido del mundo, pegado a su Blackberry, hablando sin pausa, atendiendo su negocio, preguntando por los clientes, averiguando por los pedidos; en fin, comprando barato y vendiendo caro. “Pequeñeces”, pienso para mis adentros, mirándolo por encima del hombro. Al fin y al cabo el negocio de los profesores es otro, el de las grandes preguntas, el de las ideas generales o incluso el de la formación de sabios. El esnobismo de los profesores, recapacito, es insoportable.
Mientras leí la columna de Constaín, recordé un personaje de Joseph Conrad, un tal capitán Mitchell, un burócrata sin pretensiones, encargado de la superintendencia de puertos en la provincia costera de la república ficticia de Costaguana. El capitán Mitchell no era un sabio. No tenía conciencia en el sentido grandilocuente del término. Ignoraba las grandes fuerzas que lo rodeaban. Tenía ante sí una tarea complicada y la hacía bien, con esmero y dedicación. Eso era todo. “El capitán Mitchell –escribió Conrad– era corto de visión. Para bien y para mal”; corto de visión, en últimas, como el pasajero del Blackberry o como los estudiantes de Constaín. Pero no por ello merecedor de nuestro desprecio o rechazo.
Aunque resulte paradójico, la suma de muchas pequeñeces, de los desvelos de burócratas dedicados y comerciantes obsesivos, puede conducir al progreso, a vidas más saludables, más interesantes y provechosas para más y más gente. Deidre McCloskey, una economista con inclinaciones literarias, “con criterio y conciencia”, ha argumentado recientemente que el desprecio por los mercaderes, que el esnobismo hacia los hombres de negocios ha sido históricamente un obstáculo para el avance de la economía, las artes y las ciencias. Constaín es un ejemplo reciente, otro más, de una rutina mental, de una forma de pensar que desprecia por principio las actividades ordinarias de la vida.
Volviendo al comienzo, al papel de las universidades, no creo en la posibilidad de una pedagogía para sabios. La sabiduría es complicada, es otro cuento, está muy lejana de la miopía del capitán Mitchell y del pasajero del Blackberry. Pero más lejana aún del esnobismo nostálgico de Constaín y sus secuaces.
En sus momentos de gloria, los héroes se llenan de ínfulas pedagógicas. No paran de hablar. Disertan todo el tiempo. Aspiran a que el mundo conozca sus hazañas. Los héroes caídos, por el contrario, apenas musitan. Prefieren el silencio. Pero tienen mucho que decir. Sus historias son reales. Aleccionadoras, imprescindibles. Aunque necesitan usualmente un narrador dispuesto a resumir sus desventuras, a celebrar su caída.En 2006, Muhammad Yunus recibió el Premio Nobel de Paz por su trabajo a favor de los pobres de este mundo. Tres décadas atrás Yunus había fundado en Bangladesh, su tierra natal, un banco dedicado al negocio incierto del microcrédito, a prestarles dinero a los pobres, a los olvidados por el Estado y despreciados por el mercado. El premio Nobel ratificó su fama, lo convirtió en una especie de héroe paradójico: un banquero humanitario. Después de su coronación, Yunus recorrió el mundo predicando su credo, exponiendo los milagros del microcrédito. Sus historias parecían tomadas del evangelio. En ellas, bastaba la mano providencial del microcrédito para que los pobres se levantaran de su postración y caminaran hacia la redención económica. “Los pobres son como los bonsáis”, dijo alguna vez. “Cuando sembramos las semillas del más grande de los árboles en una maceta pequeña, obtenemos una réplica perfecta pero diminuta. Nada de malo hay en las semillas. Simplemente las condiciones no eran las adecuadas”. El microcrédito, insistía con frecuencia, es suficiente para crear las condiciones propicias, para que los pobres alcancen su potencial, casi infinito.Había en esta visión un cierto romanticismo, un optimismo fundado en la idea, siempre poderosa, de la superioridad de las soluciones simples, de las cosas pequeñas. Pero lo pequeño no siempre es hermoso. A finales del año pasado, Yunus se vio envuelto en un escándalo internacional por cuenta del manejo dudoso de unos fondos donados por la agencia de cooperación noruega al banco de los pobres. Más recientemente fue acusado por el primer ministro de Bangladesh de aprovecharse indebidamente de los más necesitados con fines económicos. Hace unas semanas fue separado de su cargo, de la dirección del banco que lo convirtió en un héroe moral, en el profeta de la economía popular.Muchos lo consideran una víctima de políticos inescrupulosos. Otros han comenzado a dudar de su heroísmo. Sea lo que sea, los líos de Yunus han puesto de presente los límites del microcrédito. El microcrédito fue considerado, primero, un remedio milagroso para la pobreza, después una manera eficaz de aumentar los ingresos de los pobres y más recientemente una simple forma adicional de rebusque, una mera estrategia de supervivencia. Incluso algunos economistas consideran que ha promovido el sobre-endeudamiento entre los pobres, que ha agravado los males que pretende resolver. Después de todo, Yunus se ganó el Premio Nobel de Paz, no el de Economía.El Premio Nobel sirvió para celebrar las buenas intenciones de Muhammad Yunus. Pero los líos recientes del banquero de los pobres han servido para algo más importante, para llamar la atención sobre la utopía del microcrédito, sobre el error de suponer que los pobres pueden superar su condición casi autónomamente. La bonsáis, debió decir Yunis, deben su talla diminuta no tanto al tamaño reducido de las macetas como a la poda temprana de sus raíces.
En 2004, a la mitad del primer período de Uribe, Santos estaba en la oposición o, al menos, en una posición incómoda, muy lejana del poder y sus encantos. Entonces todavía hacía parte del Partido Liberal. Y todavía creía que el partido de sus ancestros tenía posibilidades electorales, que se podía llegar a la presidencia enarbolando el trapo rojo. “Si el Partido Liberal vuelve a sus raíces sociales, poda su tronco de esquemas obsoletos y permite que surjan de su seno planteamientos audaces y soluciones novedosas para un país sumido en la pobreza, la desigualdad y la violencia, podrá sin duda convertirse de nuevo en el gran intérprete de las mayorías colombianas”, escribió a mediados de 2004.
Por aquella época, según relata el ex canciller Jaime Bermúdez en sus memorias (algo insípidas) del primer gobierno de Uribe, empezaron los coqueteos entre Santos y Uribe. Los primeros contactos no fueron espontáneos. Por el contrario, necesitaron de un componedor o celestino, hoy caído en desgracia. Cuenta Bermúdez que fue José Obdulio Gaviria (nadie más) quien primero le sugirió a Santos que se uniera a Uribe y apoyara la reelección. Si esta se aprueba, “se ubicaría en muy buena posición política y, en caso de no aprobarse, sería una persona que podría actuar en el panorama de la sucesión”, dice Bermúdez que le dijo José Obdulio al hoy presidente Santos. El celestino, cabe reconocerlo, hizo bien su trabajo.
Santos captó el mensaje, previó un camino cierto hacia la presidencia. Y lo recorrió más tarde con una paciencia casi maquiavélica. En 2005 ya se había convertido en el principal escudero de Uribe. Salió, por ejemplo, a contradecir a Alfonso López Michelsen cuando el ex presidente liberal llamó a cerrar filas en contra de la reelección. Fundó el partido de la U con el propósito único de apoyar la segunda candidatura de Uribe. Fue nombrado Ministro de Defensa. Esperó calladamente, con un servilismo sobreactuado, el fracaso (más o menos cierto) del segundo embate reeleccionista. Y finalmente fue elegido presidente de Colombia con los votos de Uribe.
Santos sacó provecho de Uribe. Y Uribe sacó provecho de Santos. En teoría de juegos, eso se llama un equilibrio. Pero las circunstancias cambiaron. Los intereses ya no están alineados. Y no habrá celestino capaz de recomponer una relación sin sentido. Hoy Santos está con Vargas. Peñalosa, con Uribe. Pastrana anda buscando pareja (Samper está disponible). En fin la política es cambiante, estratégica. La teoría de juegos es la esencia de la ciencia política moderna. Los estudiosos de estos asuntos reconocen, en últimas, que los políticos se juntan y se separan no tanto por cuenta de las ideas como de los intereses. Quienes suponen o desean lo contrario no saben donde viven. O mejor, viven en otro planeta.