El debate filosófico es interesante, pero no es nuevo. Todo lo contrario: es un debate antiguo, casi eterno. Las opiniones citadas son variaciones sobre un mismo tema, sobre la teoría de la alienación de Marx, sobre la idea, tantas veces repetida, según la cual la división del trabajo atenta contra la esencia del individuo. Todos las reformas educativas que se han propuesto en este país, sin excepción alguna, han sido acusadas de lo mismo: de educar trabajadores obedientes, no individuos pensantes, de formar técnicos competentes pero ignorantes de las consecuencias morales o sociales de sus actos; en un frase, de ahondar una de las facetas más antipáticas del sistema: la alienación del ser humano. Puro marxismo de primer semestre.
Pero el debate es más complejo, va más allá del marxismo de cajón de algunos profesores de derecho. Paul Seabright, un economista heterodoxo con ambiciones filosóficas, planteó recientemente una interpretación más benigna de la alienación. En su opinión, la prosperidad de las sociedades modernas está sustentada en nuestra capacidad de desempeñar el papel que nos corresponde sin preocuparnos por el resultado final. La sociedad moderna –argumenta Seabright– depende de la cooperación entre millones de extraños, la cual depende, a su vez, de una moral minimalista que premie la excelencia en lo micro (hacer la tarea) y el desentendimiento de lo macro (ignorar el resultado final). En últimas, una sociedad moderna es inconcebible sin algún grado de autoalienación, sin unas instituciones que promuevan lo que Seabright llama la “visión túnel”.
Italo Calvino resume el asunto de manera dramática: “el hombre puede verse reducido a ser una langosta y aplicar sin embargo a su situación de langosta un código de disciplina y de decoro –en una palabra, un estilo– y confesarse satisfecho, no discutir ni mucho ni poco el hecho de ser langosta sino sólo el mejor modo de serlo”. La comparación es perturbadora. Pone de presente nuestra capacidad, casi ilimitada, de encontrar la realización en cualquier tarea, capacidad de la que depende, trágicamente si se quiere, la prosperidad de los ciudadanos del planeta.
En fin, la lucha de algunos profesores no es contra la reforma educativa. Ni siquiera contra el gobierno de Santos. Es una lucha contra la división del trabajo, contra el orden económico internacional, contra la humanidad incluso. Pero sus argumentos son superficiales. Carecen de un entendimiento preciso del capitalismo. Simplemente expresan un gran desprecio por el mundo como es, por el sistema que los mantiene y mortifica al mismo tiempo.