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septiembre 2011

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Un mundo mejor

Por mucho tiempo, el mundo estuvo dividido en dos grupos desiguales. Había un primer mundo y un tercer mundo, un grupo minoritario de países desarrollados y un grupo mayoritario, demográficamente desbocado, irredimible, de países subdesarrollados. Las distancias entre ambos grupos parecían definitivas, inmunes a los remedios caseros y a las recetas foráneas. En 1960, en los inicios de la “Alianza para el progreso”, el producto por habitante de Colombia era una décima del de Estados Unidos. En 2008, después de innumerables promesas de prosperidad–el estancamiento prolongado estimula la demagogia–, la situación no había cambiado, la proporción seguía siendo exactamente la misma: si Colombia era uno, Estados Unidos era diez.

Los pocos países que lograban moverse del tercer mundo al primero eran estudiados con una curiosidad obsesiva. Casi contraproducente. Razones no faltaban. El tránsito del mundo de los pobres al de los ricos era tan improbable que parecía milagroso, irrepetible. Pero las cosas están cambiando rápidamente. La distancia entre los dos mundos, el rico y el pobre, ha comenzado a cerrarse de manera acelerada. Pareciera que, después de todo, los países condenados a cien años de soledad sí tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.

Esta semana, el Fondo Monetario Internacional publicó su reporte anual sobre las perspectivas de la economía del mundo. Las proyecciones son representativas de la nueva realidad económica global. Durante los próximos años, las economías pobres (ahora las llaman emergentes) crecerán a una tasa promedio superior a 6%. Por su parte, las economías ricas (pronto las llamarán flotantes) crecerán a una tasa inferior a 2%. Las buenas perspectivas de las economías emergentes compensan con creces los malos resultados de las economías avanzadas. Mientras en la India el número de indigentes pasaría de 450 millones en 2005 a 90 en 2015, en Estados Unidos el número de pobres apenas creció en cinco millones durante los últimos años. La comunidad internacional ha ignorado lo primero y exagerado lo segundo. Aparentemente los pobres de los países pobres importan mucho menos que los pobres de los países ricos. La desigualdad también está en la mente.

Durante décadas y décadas, intelectuales del primer y tercer mundo, burócratas de escritorio y de salón, lamentaron de manera repetida –no era para menos– la odiosa división del mundo entre naciones opulentas y naciones miserables. Uno esperaría que, ante las nuevas circunstancias, ante la acelerada convergencia económica, los lamentos hayan bajado de intensidad. Pero uno a veces espera lo imposible: los lamentos paradójicamente han subido de tono. Como escribió recientemente Matt Ridley –la traducción es libre–, “una alianza implícita entre aristócratas nostálgicos, conservadores religiosos, ambientalistas delirantes y anarquistas iracundos pretende convencer a la gente de que el mundo fue y será una porquería”.

Pero la vida está mejorando sustancialmente para miles de millones de personas. En veinte o treinta años, por primera vez en la historia reciente de la humanidad, el destino de la mayoría de los hombres no será decidido por el hecho fortuito, aleatorio, de su país de nacimiento. Los profetas del desastre tendrán, entonces, que reconocer, uno a veces espera lo imposible, que vivimos en un mundo mejor, que todo tiempo pasado fue peor.

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Diálogo de sordos

“¿En qué mundo viven los economistas? Ahora resulta que si uno gana 200 mil pesos mensuales no es pobre. Sólo les faltó decir que en Colombia hay ricos de salario mínimo”.

“Le explico nuevamente. La indignación aparentemente cierra las entendederas. La pobreza se mide en el ámbito de los hogares, no de las personas. La línea de pobreza no debe compararse con los ingresos de un trabajador. En la mueva metodología un hogar de cinco personas deja de ser pobre cuando sus ingresos mensuales son de un millón de pesos o más”.

“Y usted cree, entonces, que menos de dos salarios mínimos son suficientes para sostener una familia de cinco personas. Con un millón de pesos a duras penas se pagan los alimentos, los servicios públicos y el transporte, y queda pendiente todo lo demás”.

“Nadie está diciendo que un millón de pesos resuelve todos los problemas. La línea de pobreza no define el fin de las carencias, las preocupaciones económicas o las frustraciones diarias. La línea simplemente calcula el valor de una canasta de alimentos adecuada y lo multiplica por 2,4. La medición no es definitiva, pero tiene un sustento técnico”.

“¿Por qué la tecnocracia tiene que decidir solita quién es pobre y quién no? Un grupito de economistas, acostumbrado a observar el país a través de sus pantallas de computador, sin sensibilidad y experiencia, quiere ahora monopolizar la medición de la pobreza y la desigualdad. Los economistas olvidan que la medición de la pobreza implica juicios de valor, consideraciones éticas que van más allá de la estadística”.

“Pero alguien tiene que hacerlo, alguien tiene que definir la línea arbitraria que define el umbral de la pobreza. No son sólo economistas, hay también estadísticos, demógrafos, nutricionistas, profesionales idóneos que no están en el negocio de la indignación o la política”.

“Los economistas no son ajenos a la política. Simplemente son menos directos. Usualmente disfrazan sus ideas políticas, su ideología particular de consideraciones instrumentales. Los economistas son políticos solapados”.

“¿Qué propone entonces? ¿Qué hagamos un referendo para definir la línea de pobreza? ¿Qué sometamos esta decisión al constituyente primario? ¿Qué reemplacemos la odiosa tecnocracia por la sacrosanta democracia?”

“Pues no estaría mal abrir la discusión, oír más opiniones, acabar con el monopolio odioso de los economistas. La ampliación de la democracia requiere acabar con los reductos sagrados de la tecnocracia”.

“Tengo una idea mejor. Démosle a la oficina de la vicepresidencia la prerrogativa de definir la línea de pobreza. El vicepresidente actual, con la ayuda del milagroso de Buga o de un comité eclesiástico sensible al sufrimiento humano, actuaría seguramente con toda justeza”.

«La ironía esconde la falta de argumentos. Como si bastara un chistecito para saldar la discusión».

“En mi propuesta Angelino podría fijar la línea de pobreza en 3 millones de pesos para la misma familia de cinco personas. Tendríamos una tasa de pobreza de 70% o más. Habría mucha gente contenta, incluida toda la izquierda miserabilista, pero el sufrimiento humano sería exactamente el mismo. Nada cambiaría”.

“Al menos las cifras reflejarían fielmente la realidad de este país empobrecido”.

“¿La realidad de quién? ¿La del vicepresidente?”.

“Definitivamente con usted no se puede hablar”.

“Con usted menos. Vaya y lidere un movimiento de indignados”.

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Propuesta de copia

En medio de una gran expectativa, alimentada por la sucesión de malas noticias económicas, el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, pronunció el jueves anterior uno de los discursos más importantes de su presidencia. Con su elocuencia tradicional, mirando al infinito y más allá, Obama presentó los principales lineamientos de un plan de empleo que pretende devolverle la esperanza a millones de desocupados y la confianza a cientos de millones de consumidores. Después del colapso de Lehman Brothers y la subsecuente crisis económica, la tasa de desempleo de los Estados Unidos subió rápidamente, pasó de 5% en 2008 a 9% en 2009, y desde entonces no ha vuelto a bajar, ha permanecido indiferente a las palabras de Obama y a las medidas, desesperadas muchas veces, de su gobierno.

Obama señaló que el plan propuesto debería ser aprobado inmediatamente, sin mayores controversias. Pero las controversias no se hicieron esperar. El plan, dijeron algunos, no aborda el principal problema de la economía de los Estados Unidos: el desplazamiento de la producción de manufacturas hacia China y otros países. El plan, dijeron otros, no tiene en cuenta el fracaso del primer paquete de estímulo económico, la ineficacia probada del keynesianismo. El plan, dijeron otros más, busca primordialmente un objetivo político: no es un plan de empleo, sino de reelección.

Pero más allá de las dudas razonables y la inevitable suspicacia, el plan de Obama hace lo que razonablemente puede hacerse, agota el universo de lo posible. En esencia el plan tiene dos partes. La primera plantea una reducción sustancial de los impuestos a la nómina con el fin de incentivar la generación de empleo por parte del sector privado. La segunda propone un ambicioso paquete de inversiones en educación e infraestructura con el fin de impulsar la contratación directa de trabajadores y aumentar la demanda agregada. El Estado no controla directamente la tasa de desempleo. Puede apenas reducir los impuestos al trabajo y aumentar el gasto público en actividades intensivas en mano de obra. Obama pretende hacer ambas cosas simultáneamente. La teoría económica no tiene mucho más que ofrecerle.

En Colombia, el presidente Santos dijo que quería copiar el modelo chileno. También ha manifestado su admiración por el modelo brasileño. Ya querrá también copiar el modelo coreano o japonés. Para seguir con el mismo espíritu emulador, tengo una propuesta sencilla (lo digo sin la menor ironía): copiar el plan de empleo de Obama. Tal cual. Igualitico. El gobierno debería usar la próxima reforma tributaria para disminuir de manera permanente los impuestos a la nómina: las contribuciones a la salud podrían, por ejemplo, reemplazarse con impuestos generales. Asimismo, debería acelerar las inversiones en infraestructura de transporte y multiplicar las inversiones en infraestructura de educación. El deterioro de las instalaciones educativas es lamentable en muchas partes del país. (Un paréntesis: algún medio de comunicación debería darse a la tarea de mostrar la penosa realidad de muchas escuelas y colegios).

La tasa de desempleo en Colombia está todavía dos puntos por encima de la tasa de los Estados Unidos. Mientras aquí estamos celebrando, allá están alarmados. Tal vez valdría la pena también imitar la preocupación y el sentido de urgencia.

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Discriminados

El Congreso de Colombia, en su inmensa sabiduría, aprobó esta semana un nuevo proyecto de ley que busca penalizar la discriminación “por razones de raza, etnia, religión, nacionalidad, ideología política o filosófica, sexo u orientación sexual”. Con la nueva norma, los empleadores que rechacen a un aspirante o despidan a un trabajador con base en alguna de las razones mencionadas, podrán ser enviados a la cárcel. “La nueva ley es un homenaje a la igualdad”, afirmó Alfonso Prada, el coordinador de ponentes. «Con la aprobación de esta ley, el Congreso avanza en el reconocimiento frente a la poblaciones vulnerables», dijo Germán Rincón Perfetti, un abogado justiciero que ha presentado más de 1.400 tutelas.


Pero el Congreso dejó de lado a varias poblaciones vulnerables, no tuvo en cuenta algunas formas conocidas de discriminación. La tarea, señores congresistas, no está concluida. La lucha por la igualdad no puede tener pausa. Hace apenas unos días, el economista gringo Daniel S. Hamermesh publicó un libro que cuantifica minuciosamente una de las caras más odiosas de la discriminación, no sólo en Colombia sino en todo el mundo: la discriminación basada en la apariencia física. Las feas ganan en promedio 12% menos que las bonitas con la misma educación, preparación y experiencia. A los feos les va peor todavía: ganan 20% menos que sus congéneres más agraciados. Según Hamermesh, los abogados mejor parecidos que inician su carrera en el sector público tienen una probabilidad mayor de pasar al sector privado y mejorar sus ingresos. Los otros, los más feítos, permanecen en las oficinas estatales, mal pagados y rodeados de sus semejantes. Por desgracia la investigación no dice nada sobre la apariencia de los abogados justicieros, de los señores de la tutela.


Hace dos años, en conjunto con dos colegas economistas, un hombre y una mujer en estricto cumplimiento de la ley de cuotas, encontramos, en el mismo espíritu de las investigaciones de Hamermesh, que los sin tocayo, los perjudicados ya no por la lotería de la genética sino por la creatividad (malsana) de los padres, ganan en promedio 11% menos. Las mujeres son las más perjudicadas en este caso. Una mujer universitaria con un nombre atípico, una Belkyss, Glenis o Villely –los nombres son reales–, puede terminar devengando, por cuenta de la discriminación generalizada, hasta 30% menos que una mujer con características similares y un nombre corriente, Catalina, Mónica o simplemente María. El nombre puede ser tan importante como el rostro. La discriminación, ya lo dijimos, tiene muchas caras.


Jeffrey Grogger, otro economista gringo, analizó recientemente otra forma distinta de discriminación, la asociada a los acentos, a ciertas formas impopulares de dicción. En los Estados Unidos, un acento típicamente negro disminuye los ingresos 10%. En Colombia, un país de regiones, de muchos acentos, con un menú variado para el gusto de los discriminadores, los resultados podrían ser aún peores. Ni me quiero imaginar la suerte de un abogado mal parecido, con un nombre atípico y un acento raro. La vida es dura.


En fin, el Congreso debe completar su tarea. Proteger a los feos, a los sin tocayo y a tantos otros discriminados. En este país, la orgullosa patria de Santander, las armas nos dieron la independencia pero sólo las leyes nos darán la prosperidad, la igualdad y todo lo demás.