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octubre 2011

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Marxismo de cajón

El debate sobre el futuro de la educación superior ha trascendido lo propuesto por el gobierno en el proyecto de reforma a Ley 30 de 1992, un proyecto, en mi opinión, más irrelevante que perjudicial. Con frecuencia, el debate ha sido planteado en un plano filosófico. “La reforma está dirigida a reestructurar el mercado laboral en función de la inserción acrítica y subordinada en la economía global. Los cambios en el proceso productivo…exigen…la formación de operadores competentes para hacer funcionar la nueva máquina social y productiva del capital en el país”, escribió recientemente un profesor de derecho de la Universidad Nacional. “Sólo quieren formar proletarios para el mercado laboral”, han dicho varios críticos del proyecto con particular vehemencia.

El debate filosófico es interesante, pero no es nuevo. Todo lo contrario: es un debate antiguo, casi eterno. Las opiniones citadas son variaciones sobre un mismo tema, sobre la teoría de la alienación de Marx, sobre la idea, tantas veces repetida, según la cual la división del trabajo atenta contra la esencia del individuo. Todos las reformas educativas que se han propuesto en este país, sin excepción alguna, han sido acusadas de lo mismo: de educar trabajadores obedientes, no individuos pensantes, de formar técnicos competentes pero ignorantes de las consecuencias morales o sociales de sus actos; en un frase, de ahondar una de las facetas más antipáticas del sistema: la alienación del ser humano. Puro marxismo de primer semestre.

Pero el debate es más complejo, va más allá del marxismo de cajón de algunos profesores de derecho. Paul Seabright, un economista heterodoxo con ambiciones filosóficas, planteó recientemente una interpretación más benigna de la alienación. En su opinión, la prosperidad de las sociedades modernas está sustentada en nuestra capacidad de desempeñar el papel que nos corresponde sin preocuparnos por el resultado final. La sociedad moderna –argumenta Seabright– depende de la cooperación entre millones de extraños, la cual depende, a su vez, de una moral minimalista que premie la excelencia en lo micro (hacer la tarea) y el desentendimiento de lo macro (ignorar el resultado final). En últimas, una sociedad moderna es inconcebible sin algún grado de autoalienación, sin unas instituciones que promuevan lo que Seabright llama la “visión túnel”.

Italo Calvino resume el asunto de manera dramática: “el hombre puede verse reducido a ser una langosta y aplicar sin embargo a su situación de langosta un código de disciplina y de decoro –en una palabra, un estilo– y confesarse satisfecho, no discutir ni mucho ni poco el hecho de ser langosta sino sólo el mejor modo de serlo”. La comparación es perturbadora. Pone de presente nuestra capacidad, casi ilimitada, de encontrar la realización en cualquier tarea, capacidad de la que depende, trágicamente si se quiere, la prosperidad de los ciudadanos del planeta.

En fin, la lucha de algunos profesores no es contra la reforma educativa. Ni siquiera contra el gobierno de Santos. Es una lucha contra la división del trabajo, contra el orden económico internacional, contra la humanidad incluso. Pero sus argumentos son superficiales. Carecen de un entendimiento preciso del capitalismo. Simplemente expresan un gran desprecio por el mundo como es, por el sistema que los mantiene y mortifica al mismo tiempo.

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Parálisis

Esta semana, los medios de comunicación informaron sobre varios nuevos escándalos de corrupción, revelaron nuevas listas de políticos bajo sospecha, de posibles defraudadores del Estado. La Fiscalía llamó a interrogatorio a 17 concejales bogotanos con el fin de investigar su supuesta participación en el llamado carrusel de la contratación. Al mismo tiempo la Procuraduría y la misma Fiscalía abrieron indagación preliminar en contra de 267 gobernadores, alcaldes y funcionarios de provincia por un supuesto mal manejo de los recursos destinados a la reparación de los daños y la indemnización de las víctimas del invierno. En Colombia, la celebración indebida de contratos ya no parece la excepción, sino la regla. Un contrato libre de sospecha es casi un milagro.

Los directores de los organismos de control han convertido la lucha anticorrupción en una cruzada. El Procurador investiga a los políticos que hacen política (las leyes se lo permiten). La Contralora prohibió las vigencias futuras, un recurso presupuestal indispensable para la ejecución de obras que tardan más de un año. La Fiscal parece más preocupada por los titulares que por la justicia. Incluso el mismo gobierno ha convertido las denuncias en un espectáculo. Muchos ministros no hacen, denuncian. Parecen interventores, no ejecutivos. El mundo al revés.

Las consecuencias han sido infortunadas. El Estado colombiano se ha tornado más ineficiente. La ejecución está rezagada, paralizada en algunos casos. En el sector agropecuario, por ejemplo, está 30 puntos por debajo de los máximos históricos (un desastre); en el Ministerio del Interior, el porcentaje es parecido. El llamado Fondo de Adaptación no ha ejecutado un solo peso. El invierno arrecia nuevamente y las obras brillan por su ausencia: hay denuncias, investigaciones, escándalos y poco más. El mismo gobierno que no ha sido capaz de contratar algunas obras menores, pretende, durante los próximos años, crear la institucionalidad necesaria para restituir millones de hectáreas y reconstruir medio país. El divorcio entre las ambiciones y los resultados es evidente. En general, cada vez pedimos más Estado y cada vez confiamos menos en sus representantes.

En medio de este panorama, el tratamiento oportunista de la corrupción es preocupante. Los medios de comunicación deberían hacerle un seguimiento detallado a algunos de los escándalos previos: a veces conviene actualizar la indignación. Por ejemplo, el escándalo de los recobros al sistema de salud resultó siendo un falso positivo. Aparentemente una exfuncionaria del Ministerio de la Protección Social recibió 300 millones de pesos de manera ilegal. Probablemente algunos recobros se pagaron sin cumplir con todos los requisitos legales. Pero, al fin de cuentas, los hallazgos probados no superan los cinco mil millones de pesos. El Presidente había advertido sobre un posible desfalco de varios billones de pesos. El amarillismo presidencial, ya lo dijimos, puede tener consecuencias infortunadas.

El principal problema del Estado colombiano no es la corrupción, es la ineficacia, la incapacidad de ejecución. El problema no es nuevo, pero parece haberse agravado durante el gobierno actual. Paradójicamente el santismo terminó convertido en una versión oportunista del mockusianismo: los recursos públicos son tan sagrados que simplemente no se gastan.

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Cuestión de principios

“El TLC con EE.UU. permitirá como mínimo 1% más de crecimiento en el PIB, 250 mil nuevos trabajos y aumentar las exportaciones en 6%”, escribió el Presidente Santos en Twitter el jueves en la mañana. El impacto podría ser menor. Mucho menor incluso. No lo sabemos. No podemos saberlo. Los números en cuestión son una apuesta, una creencia disfrazada de certidumbre aritmética. El efecto del TLC es incuantificable. Depende de muchas cosas imposibles de prever, del surgimiento de nuevos negocios, por ejemplo. Las preferencias arancelarias, creadas hace 20 años, tuvieron un efecto positivo sobre la economía peruana, contribuyeron al surgimiento y posterior desarrollo de varios negocios de exportación agrícola: los espárragos y el brócoli, entre otros. En Colombia, por el contrario, las mismas preferencias no impulsaron la aparición de nuevos sectores exportadores.

La defensa del TLC no debería sustentarse en números inciertos. Inventados. Los argumentos tienen que ser de otro tipo. Conceptuales. Lógicos. Incluso ideológicos. Colombia ha vivido muchos años ensimismada, escondida en sus montañas. Nunca, en 200 años, hemos tenidos vías de comunicación confiables, que conecten eficazmente las cordilleras con el mar. Los opositores del TLC argumentan que la falta de infraestructura es un escollo insuperable, una razón para desechar el tratado. Pero su lógica es confusa. La mala infraestructura constituye una forma eficaz de proteccionismo, una manera indirecta de restarle relevancia al tratado, de entorpecer tanto las exportaciones como las importaciones. Sin quererlo, involuntariamente, Andrés Uriel Gallego contribuyó a la causa proteccionista. El MOIR debería rendirle un homenaje. En fin, la mala infraestructura no es una razón para oponerse al TLC. Más bien, el tratado es una razón para construir, de una vez por todas, las carreteras que nos conecten con el mundo.

El TLC también podría contribuir a desmontar uno de los aspectos más irritantes de nuestra realidad económica: los privilegios de los terratenientes. No casualmente los ganaderos y los arroceros se oponen al tratado con particular vehemencia. Unos y otros quieren conservar la excesiva protección que ha causado, entre otras cosas, una valorización exorbitante de la tierra. Las rentas que crea el proteccionismo agrícola terminan siendo capturadas por los dueños de las grandes haciendas. Paradójicamente, la izquierda proteccionista ha terminado, involuntariamente tal vez–nadie sabe para quién trabaja–, defendiendo los intereses de los terratenientes. Fedegan y el MOIR están del mismo lado, unos por interés, otros por ideología. Reaccionarios y radicales se oponen al TLC con la misma fiereza con la que se han opuesto a ley de restitución de tierras. Ambos prefieren el statu quo: un país aislado y protegido.

El TLC no es la panacea. Apenas nos pone en igualdad de condiciones con Chile, Perú y los países centroamericanos. Yo dudo de las cuentas alegres del gobierno. Pero si el TLC contribuye a conectarnos medianamente con el mundo, a diluir algunas rentas odiosas y a tener unas condiciones de acceso similares a las de nuestros competidores regionales, habrá logrado su cometido. Sea lo que fuere, siempre que se juntan reaccionarios y radicales para defender el statu quo incumbe ponerse del otro lado. Por principio. Sin mirar los números.

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Excitados

En 2006, en la ciudad Suiza de Basilea, tuvo lugar un peculiar simposio. Más de dos mil investigadores, científicos y artistas se reunieron para celebrar el cumpleaños número 100 de Albert Hofmann, el químico suizo que sintetizó el LSD (dietilamida de ácido lisérgico) y descubrió sus propiedades psicodélicas. El simposio generó algunas reacciones indignadas: un grupo de seguidores de la cienciología protestó a la entrada del auditorio durante varias horas. En 2006, cuarenta años después del auge del hipismo, los cruzados de las guerras culturales seguían viendo en el LSD un enemigo propicio.

Pero en el interior del auditorio, el ambiente era celebratorio. Casi festivo. Hofmann confesó que el LSD le había abierto su mente y sus ojos a los milagros de la existencia: los hippies, ya lo sabemos, nunca envejecen. Hofmann contó seguidamente que Kary Mullis, ganador del premio Nobel de química en 1993, inventor de una técnica milagrosa que permite multiplicar millones de veces un fragmento de ADN y precursor de los avances recientes de la biología molecular, había hecho su extraordinario descubrimiento ayudado por el LSD. “¿Si nunca hubiera tomado LSD, habría hecho mi descubrimiento? Lo dudo. Seriamente lo dudo”, confesó Mullis algunos años después.

Las noticias del simposio no terminaron con Mullis. Uno de los panelistas contó que Francis Crick, el codescubridor de la estructura espacial del ADN, uno de los científicos más importantes de todos los tiempos, también había usado ayudas químicas con el fin de abrir las puertas de la percepción y entender los milagros de la existencia. Cuando Crick descubrió el secreto de la vida, dicen las malas lenguas, estaba en medio de un viaje psicodélico. Del mismo modo, muchos de los pioneros de los computadores usaron LSD en busca de inspiración. Douglas Englebart inventó el mouse con la ayuda providencial del ácido mágico de Hofmann (el mouse ya está totalmente domesticado, pero es un invento peculiar, fruto sin duda de una mente excitada). Steve Jobs fue también un consumidor habitual de LSD. “Es una de las dos o tres cosas más importantes que he hecho en mi vida”, confesó alguna vez. Y Jobs, sobra decirlo, hizo muchas cosas importantes.

Varios economistas han llamado la atención recientemente sobre el estancamiento de la innovación, el déficit de creatividad, el fin de los grandes inventos, etc. Como sugirió esta semana el columnista David Brooks, Jobs, Mullis y sus compañeros de generación crecieron en medio de una cultura, ya extinguida, caracterizada por la inconformidad, la experimentación y los sueños utópicos, ingenuos tal vez, pero sin duda instigadores de la creatividad. Los manifiestos psicodélicos, con sus llamados casi místicos a vencer la inercia psicológica, “a licuar la pringosa necesidad de un estado de ánimo anacrónico”, “a rechazar las estupideces y los desatinos y aceptar con gratitud los tesoros del conocimiento acumulado”, parecen manuales de autoayuda para innovadores. No hay muchas diferencias, después de todo, entre quienes hablan de “pensar por fuera de la caja” y quienes celebran el consumo de LSD.

No se trata de volver al hipismo. Pero ante la burocratización de la innovación, ante la obsesiva contabilidad de citaciones y otras manías de la academia moderna, ante la patarroyización de muchos científicos que ya más parecen lobistas que innovadores, no caería mal un poco de éxtasis.

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El sur también existe

Usualmente se dice que en Colombia coexisten dos países distintos, casi opuestos, un centro próspero y una periferia atrasada, unas laderas y mesetas densamente pobladas donde el Estado es una realidad y unas selvas y llanuras menos populosas donde el Estado es tan sólo una ficción, una Colombia temperada y otra tropical. “Nuestras cordilleras son verdaderas islas de la salud rodeadas de un océano de miasmas”, escribió Miguel Samper en el siglo XIX. Esta clasificación es imperfecta, parcial, descomedida incluso, pero iluminante. Explica de la única manera posible: simplificando.


Quiero proponer una clasificación distinta. Imperfecta, especulativa, apenas sugerente, pero fructífera en mi opinión. Desde hace un tiempo, Colombia se ha venido dividiendo en dos países distintos: el del norte y el del sur, uno de Cali hacia arriba (me estoy imaginando un paralelo que pasa por la ciudad de Cali y continua hacia el oriente) y otro de Cali hacia abajo, uno donde existen asomos de modernidad económica y otro donde el futuro luce aún peor que el pasado. En suma, hay un país en trance de transformación y otro que parece moverse en sentido contrario: la república cocalera del sur. Estos ejercicios, ya lo dije, pueden ser descomedidos.

Cartagena, Barranquilla e incluso Santa Marta están creciendo aceleradamente; el aumento del comercio está corrigiendo un disparate histórico: la concentración de la actividad económica en las laderas andinas, más cerca de las estrellas, pero muy lejos del mar. Medellín está transformando su economía poco a poco, de la manufactura está moviéndose hacia los servicios especializados. Una ecología de pequeñas y medianas empresas, algunas con vocación exportadora, ha surgido en Bucaramanga y sus alrededores. Villavicencio parece destinada a convertirse en la capital petrolera del oriente. Bogotá disfruta de una doble ventaja: la de su tamaño y la de la presencia Estado. En fin, muchas ciudades y regiones de Colombia tienen una vocación económica clara, no consolidada pero sí evidente.

En la república del sur, de Cali hacia abajo, del puente para allá, la situación es distinta. No parece existir una vocación económica más allá del narcotráfico y la corrupción, del negocio de la droga y del negocio de robarle al Estado. La plata del narcotráfico permite capturar al Estado y la captura estatal facilita, a su vez, la operación del negocio de la droga. Es un círculo vicioso tan perjudicial como poderoso. No sucede solamente en el sur de Colombia. Pero allí es predominante. No es casual que Cauca y Nariño se hayan convertido en el epicentro de la guerra, que DMG y DRFE hayan surgido precisamente en el sur (el espejismo de las pirámides ocurrió en medio de la aridez económica), que la canciller se haya reunido esta semana con su homólogo ecuatoriano a hablar de refugiados, de quienes huyen de la violencia y del atraso.

Infortunadamente muy poco se está haciendo para contrarrestar la tendencia descrita. Hay una retórica oficial, repetida insistentemente, sobre la necesidad de cerrar las brechas regionales. Pero la retórica no está acompañada de políticas concretas. “El aumento del pie de fuerza no es suficiente…necesitamos desarrollo”, dijo Antonio Navarro esta semana. Y tiene razón. La república del sur está ocupada militarmente, pero no mucho más. Ya casi parece otro país.