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9 octubre, 2011

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Excitados

En 2006, en la ciudad Suiza de Basilea, tuvo lugar un peculiar simposio. Más de dos mil investigadores, científicos y artistas se reunieron para celebrar el cumpleaños número 100 de Albert Hofmann, el químico suizo que sintetizó el LSD (dietilamida de ácido lisérgico) y descubrió sus propiedades psicodélicas. El simposio generó algunas reacciones indignadas: un grupo de seguidores de la cienciología protestó a la entrada del auditorio durante varias horas. En 2006, cuarenta años después del auge del hipismo, los cruzados de las guerras culturales seguían viendo en el LSD un enemigo propicio.

Pero en el interior del auditorio, el ambiente era celebratorio. Casi festivo. Hofmann confesó que el LSD le había abierto su mente y sus ojos a los milagros de la existencia: los hippies, ya lo sabemos, nunca envejecen. Hofmann contó seguidamente que Kary Mullis, ganador del premio Nobel de química en 1993, inventor de una técnica milagrosa que permite multiplicar millones de veces un fragmento de ADN y precursor de los avances recientes de la biología molecular, había hecho su extraordinario descubrimiento ayudado por el LSD. “¿Si nunca hubiera tomado LSD, habría hecho mi descubrimiento? Lo dudo. Seriamente lo dudo”, confesó Mullis algunos años después.

Las noticias del simposio no terminaron con Mullis. Uno de los panelistas contó que Francis Crick, el codescubridor de la estructura espacial del ADN, uno de los científicos más importantes de todos los tiempos, también había usado ayudas químicas con el fin de abrir las puertas de la percepción y entender los milagros de la existencia. Cuando Crick descubrió el secreto de la vida, dicen las malas lenguas, estaba en medio de un viaje psicodélico. Del mismo modo, muchos de los pioneros de los computadores usaron LSD en busca de inspiración. Douglas Englebart inventó el mouse con la ayuda providencial del ácido mágico de Hofmann (el mouse ya está totalmente domesticado, pero es un invento peculiar, fruto sin duda de una mente excitada). Steve Jobs fue también un consumidor habitual de LSD. “Es una de las dos o tres cosas más importantes que he hecho en mi vida”, confesó alguna vez. Y Jobs, sobra decirlo, hizo muchas cosas importantes.

Varios economistas han llamado la atención recientemente sobre el estancamiento de la innovación, el déficit de creatividad, el fin de los grandes inventos, etc. Como sugirió esta semana el columnista David Brooks, Jobs, Mullis y sus compañeros de generación crecieron en medio de una cultura, ya extinguida, caracterizada por la inconformidad, la experimentación y los sueños utópicos, ingenuos tal vez, pero sin duda instigadores de la creatividad. Los manifiestos psicodélicos, con sus llamados casi místicos a vencer la inercia psicológica, “a licuar la pringosa necesidad de un estado de ánimo anacrónico”, “a rechazar las estupideces y los desatinos y aceptar con gratitud los tesoros del conocimiento acumulado”, parecen manuales de autoayuda para innovadores. No hay muchas diferencias, después de todo, entre quienes hablan de “pensar por fuera de la caja” y quienes celebran el consumo de LSD.

No se trata de volver al hipismo. Pero ante la burocratización de la innovación, ante la obsesiva contabilidad de citaciones y otras manías de la academia moderna, ante la patarroyización de muchos científicos que ya más parecen lobistas que innovadores, no caería mal un poco de éxtasis.