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noviembre 2011

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Progreso

Hace ya más de 60 años, en 1949, Colombia se convirtió en el escenario de un curioso experimento. Terminada la reconstrucción de Europa, el Banco Mundial (llamado entonces el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento) decidió cambiar de rumbo, enfocar sus esfuerzos ya no en los países devastados por la guerra sino en los agobiados por el subdesarrollo. Por una serie de razones fortuitas, perdidas en los vericuetos de la historia, el Banco Mundial escogió a Colombia para afinar su nueva estrategia y optó, entonces, por enviar una misión de expertos internacionales encabezada por el economista canadiense Lauchlin Currie, quien habría de quedarse hasta el final de su vida en este país.
Lo primero que hizo la “Misión Currie” fue hacer un diagnóstico de las condiciones sociales de Colombia. Los hallazgos fueron aterradores. La gran mayoría de la población vivía en la pobreza absoluta. 90% de los colombianos jamás había usado zapatos. Decenas de miles de colegios estaban cerrados por falta de plata. “Tanto cualitativa como cuantitativamente, las viviendas son inadecuadas. La casa promedio, de unos 20 metros cuadrados, abriga 6,4 personas. Se calcula que unas 200 mil viviendas (20% del total) tienen menos de 12 metros, lo que indica un horrible hacinamiento”, reportó el informe final de la Misión. Colombia, en últimas, parecía condenada a cien o más años de soledad.

Dos generaciones después de la llegada de la “Misión Currie”, las condiciones sociales han mejorado de manera ostensible. La educación básica es casi universal. La ropa de algodón, que era considerada un lujo en los años cincuenta, es ahora una mercancía corriente. El consumo per cápita de huevos se multiplicó por cinco. En las zonas urbanas, el porcentaje de viviendas con piso de tierra pasó de 25% en el censo de 1951 a 3% en el censo de 2005. Pero no hay que ir tan atrás en tiempo para vislumbrar la mejoría. Hace 40 años, un litro de leche costaba el equivalente a 9% del salario mínimo semanal, hoy cuesta el equivalente a 2%. Hace 20 años, miles de mujeres hacían cola diariamente en el centro de Bogotá para llenar sus galones de cocinol, hoy la mayoría de los hogares pobres de la capital cuenta con gas domiciliario.

No sé de qué manera llamarán los lectores a los cambios descritos, pero yo sólo encuentro una palabra: progreso. Desigual, limitado e insuficiente, pero progreso al fin y al cabo. Sin embargo, la sola mención de la palabra “progreso”, así los hechos sean irrefutables, produce todo tipo de reacciones airadas. Muchos denigran del avance material, romantizan la pobreza, disfrazan la condescendía de simpatía: sí, ya usan zapatos, pero perdieron las tradiciones, olvidaron sus raíces, se sumaron al inmoral hormiguero de la modernidad. Otros consideran inadecuado, ofensivo incluso, medir el progreso con base en el pasado. Para ellos el único referente es la utopía, un mundo idealizado, “un paraíso de cucaña” como decía Estanislao Zuleta: sí, ya no usan cocinol, pero la educación universitaria todavía no es universal. “Reaccionarismo posprogresista” ha llamado el ensayista catalán Jordi Gracia a esta tendencia. “Es un reaccionarismo complejo y difuso pero, como todos los reaccionarismos, débil y rencoroso”. Y paradójico, agregaría yo. En esta época extraña, los llamados progresistas desprecian o minimizan el progreso. El de los demás, por supuesto.

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Derechos y recursos

Poco a poco, de manera casi imperceptible, un trascendental cambio político ha venido ocurriendo en Colombia. Los derechos sociales, que fueron inicialmente entendidos como aspiraciones de largo plazo han comenzado a ser percibidos como objetivos de corto plazo, de cumplimiento inmediato, perentorio. Los jueces, los políticos y la mayoría de los ciudadanos reclaman educación, salud y seguridad social para todo el mundo. Sin dilaciones y sin costo. En esta nueva realidad política, el Estado de Bienestar ha dejado de ser una alternativa y ha pasado a convertirse en un imperativo.

Pero el debate al respecto no ha terminado todavía. Mientras muchos señalan que el Estado de Bienestar es imprescindible para garantizar la legitimidad del sistema capitalista y la armonía social, otros afirman que su existencia es por ahora incompatible con el equilibrio fiscal y el desarrollo económico. Los primeros traen a cuento los ejemplos ya manidos de los países escandinavos, donde el Estado de Bienestar ha fortalecido y legitimado al capitalismo; los segundos mencionan los casos igualmente trillados de Grecia y otros países mediterráneos, donde el Estado Bienestar terminó siendo un lastre invencible para la prosperidad general. Cada quien usa los datos que confirman sus prejuicios y su ideología.

Un artículo académico escrito recientemente por tres jóvenes economistas franceses aporta algunos datos adicionales para el debate de marras. El artículo muestra que, en Europa, el Estado de Bienestar tiene dos caras distintas. En los países nórdicos donde los ciudadanos no abusan de los beneficios, pagan cumplidamente sus impuestos y confían en el civismo de sus coterráneos, el Estado es generoso y eficiente: cada quien aporta lo que puede y recibe lo que necesita. En varios países mediterráneos, donde muchos ciudadanos abusan del sistema y desconfían de los demás, el Estado es al mismo tiempo abultado e ineficiente: la mayoría recibe más de lo que necesita y aporta mucho menos de lo que puede. En últimas, el funcionamiento del Estado de Bienestar depende de la existencia de una mayoría que respete las reglas y confíe en el comportamiento de los demás. Sin esta mayoría, habrá mayor gasto, pero no mejores resultados. En los países mediterráneos, por ejemplo, el mayor gasto social no ha mejorado la calidad de la educación, la salud y la seguridad social.

Este hallazgo tiene una implicancia inmediata para el debate sobre la reforma a la educación superior, a saber: sin un cambio cultural, sin más y mejores mecanismos de control social, un aumento en el gasto no traería necesariamente una mejoría en los resultados, en la calidad de la educación en particular. Así, los estudiantes deberían protestar no sólo por la escasez de recursos sino también por la ineficiencia y la corrupción. Hasta ahora poco o nada han dicho acerca del clientelismo que aqueja la Universidad Distrital, de las pensiones que desangran muchas universidades regionales, de los escándalos que afectan a varias universidades del viejo Caldas, etc.

En fin, el goce efectivo de derechos (para usar la dicción corriente) o la mayor calidad de la educación (para mencionar el reclamo frecuente) no son sólo cuestión de plata. El Estado de Bienestar, ya lo dijimos, es una realidad más cultural que presupuestal. Por desgracia, hay muchos derechos que el dinero no puede comprar.

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Voracidad

¿Qué tienen en común los estudiantes colombianos, los ocupantes de Wall Street y los indignados españoles o griegos? Casi nada. Más allá de las apariencias y de la retórica antisistema, los motivos reales del descontento, las causas últimas de la agitación social son diferentes. Los ocupantes de Wall Street, de la Plaza de Mayor y de la Plaza de Bolívar no son compañeros de los mismos infortunios. Enfrentan problemas distintos. Opuestos incluso.

En Grecia, en Italia y en la misma España, el problema es la quiebra del estado de bienestar, el fracaso de la socialdemocracia al debe, de la idea (extraña) según la cual los ciudadanos tienen derechos que superan por mucho su disposición a pagar por ellos. En buena parte de Europa, el estado de bienestar tendrá que reducirse sustancialmente. El ajuste será inevitable: habrá menos empleos, menos subsidios y menores salarios. Pero nadie quiere perder lo suyo: los trabajadores quieren conservar las gabelas; los jóvenes, los subsidios, etc. No hay acuerdo sobre quién pagará los platos rotos de la quiebra estatal. Las protestas son el reflejo de ese desacuerdo, de las tensiones sociales generadas por el empobrecimiento.

En Estados Unidos, el problema no es la quiebra del estado de bienestar, sino el rompimiento del contrato social. A diferencia de los europeos, los estadounidenses fueron históricamente tolerantes a la desigualdad: soportaban, de buena gana incluso, la opulencia ajena, el enriquecimiento de unos pocos, pues sabían o creían que era uno de los costos a pagar por la prosperidad, por el progreso continuo de la clase media. Pero este contrato se rompió en mil pedazos. Ahora hay enriquecimiento de una minoría (el proverbial 1%) sin prosperidad general: los ingresos de la clase media no han crecido en una generación. Las protestas son, en últimas, el reflejo más visible de la insatisfacción con un sistema que genera desigualdad y no crea prosperidad. Los ocupantes de Wall Street lamentan no tanto la disminución del Estado, como la consolidación de un orden injusto en el cual los ganadores se quedan con casi todo.

En Colombia, el problema es otro. El tamaño del Estado está creciendo. Los recortes parecen cosa del pasado. Aunque la desigualdad no ha disminuido, los ingresos de la mayoría van en aumento. La clase media se duplicó en menos de una década. El progreso es innegable. Pero las expectativas de una bonanza económica, de una riqueza casi caída del cielo, han elevado las expectativas de la gente. Todo el mundo quiere más. Los médicos quieren cobertura universal de salud sin ningún límite. Los estudiantes quieren educación superior gratuita y de calidad para todos. Los jueces quieren una renta permanente de 2 o 3% del PIB. Los empresarios quieren mejor infraestructura y menores impuestos. Los ciudadanos quieren servicios públicos gratuitos. En fin, las expectativas de prosperidad han multiplicado los apetitos, las aspiraciones (todavía insatisfechas) de muchos grupos sociales. Voracidad llaman algunos economistas a este fenómeno.

El cuento es simple. En Europa y Estados Unidos, las protestas son consecuencia del empobrecimiento real; en Colombia, del enriquecimiento supuesto. Allá se quejan por lo perdido. Aquí por lo no ganado. Allá los problemas políticos son acuciantes. Aquí apenas emergentes. Allá está en juego el presente. Aquí nos estamos jugando el futuro.

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Un intelectual periférico

Su padre y sus hermanos eran comerciantes en una ciudad intermedia, escondida entre las montañas como tantas otras en este país. La fortuna de su familia era exigua, insuficiente para patrocinar sus ambiciones científicas, sus sueños de grandeza. Siempre había querido hacer Ciencia. Con mayúscula. Como toca. Pero había nacido en el país equivocado, “un país bárbaro donde la ciencia es ignorada y despreciada”, un país ubicado en la periferia intelectual del planeta. El comercio puede ejercerse en cualquier parte, la Ciencia no.

Pero nunca desfalleció. Trató con todas sus fuerzas de superar la carencia de medios propicios y mentes afines. Compensaba con su empeño la adversidad del entorno. Fue invitado a publicar en una de las pocas revistas locales, una publicación casi clandestina que apenas sumaba 50 suscriptores. Se hizo conocer de los pares nacionales. Consiguió una carta de recomendación de la gran eminencia local, el señor M. Pero sabía que su futuro dependía de los buenos oficios de un investigador extranjero: los intelectuales periféricos no vuelan solos.

De manera casi providencial pudo establecer contacto con una eminencia internacional, el señor H., quien había llegado a este país en busca de datos y experiencias, no de colaboradores. Trabajó con él por unos días. Trató de impresionarlo. Sabía que necesitaba convencer su intelecto y conquistar su corazón: su ingreso al mundo de la Ciencia dependía de la buena voluntad del extranjero. Pero fracasó en su intento. Por razones misteriosas, el extranjero decidió cerrarle la puerta en sus narices. De nada valieron sus publicaciones locales, su reputación nacional, sus esfuerzos previos.

Aceptó el rechazo con resignación. Siguió adelante con sus pesquisas. Fundó una revista. Formó unos cuantos discípulos. No renunció a sus sueños, simplemente los acomodó a sus posibilidades. Pero la vida en los confines geográficos de la academia suele ser extraña. “Hago lo que puedo. Me empeño hasta donde mis fuerzas me alcanzan. Pero las dificultades son muchas. Mi soledad es insondable. Por meses he intentado discutir con alguien las ideas que barrunto y no he encontrado a nadie. Trabajo en medio de la soledad y el aislamiento”, escribió en su diario con la sinceridad de los desesperados.

Pero la corriente de la vida lo arrastró hacia un destino inesperado. Sin querer, empujado por las circunstancias de su tiempo y las lisonjas de sus amigos, entró al mundo de la política, de las conspiraciones y las traiciones. “En los problemas de organizar el Estado, de imaginar un derecho distinto, de condenar o absolver el actual, soy un aficionado, un ignorante”, escribió con la misma sinceridad de siempre. Al final, a pesar de sus dudas, de su desprecio por las luchas políticas, terminó sacrificando su vida por una causa que no entendía plenamente. Quiso hacer Ciencia con mayúscula, pero acabó, trágicamente, haciendo política con minúscula. Los intelectuales periféricos quieren hacer lo que no pueden y pueden hacer lo que no quieren.

Nota: esta columna está basada en la novela Diario de la luz y las tinieblas escrita por el economista Samuel Jaramillo. La novela cuenta la vida de Francisco José de Caldas, pero también, guardadas las proporciones, la de Samuel y la de nosotros sus colegas, los académicos periféricos.