Su padre y sus hermanos eran comerciantes en una ciudad intermedia, escondida entre las montañas como tantas otras en este país. La fortuna de su familia era exigua, insuficiente para patrocinar sus ambiciones científicas, sus sueños de grandeza. Siempre había querido hacer Ciencia. Con mayúscula. Como toca. Pero había nacido en el país equivocado, “un país bárbaro donde la ciencia es ignorada y despreciada”, un país ubicado en la periferia intelectual del planeta. El comercio puede ejercerse en cualquier parte, la Ciencia no.
Pero nunca desfalleció. Trató con todas sus fuerzas de superar la carencia de medios propicios y mentes afines. Compensaba con su empeño la adversidad del entorno. Fue invitado a publicar en una de las pocas revistas locales, una publicación casi clandestina que apenas sumaba 50 suscriptores. Se hizo conocer de los pares nacionales. Consiguió una carta de recomendación de la gran eminencia local, el señor M. Pero sabía que su futuro dependía de los buenos oficios de un investigador extranjero: los intelectuales periféricos no vuelan solos.
De manera casi providencial pudo establecer contacto con una eminencia internacional, el señor H., quien había llegado a este país en busca de datos y experiencias, no de colaboradores. Trabajó con él por unos días. Trató de impresionarlo. Sabía que necesitaba convencer su intelecto y conquistar su corazón: su ingreso al mundo de la Ciencia dependía de la buena voluntad del extranjero. Pero fracasó en su intento. Por razones misteriosas, el extranjero decidió cerrarle la puerta en sus narices. De nada valieron sus publicaciones locales, su reputación nacional, sus esfuerzos previos.
Aceptó el rechazo con resignación. Siguió adelante con sus pesquisas. Fundó una revista. Formó unos cuantos discípulos. No renunció a sus sueños, simplemente los acomodó a sus posibilidades. Pero la vida en los confines geográficos de la academia suele ser extraña. “Hago lo que puedo. Me empeño hasta donde mis fuerzas me alcanzan. Pero las dificultades son muchas. Mi soledad es insondable. Por meses he intentado discutir con alguien las ideas que barrunto y no he encontrado a nadie. Trabajo en medio de la soledad y el aislamiento”, escribió en su diario con la sinceridad de los desesperados.
Pero la corriente de la vida lo arrastró hacia un destino inesperado. Sin querer, empujado por las circunstancias de su tiempo y las lisonjas de sus amigos, entró al mundo de la política, de las conspiraciones y las traiciones. “En los problemas de organizar el Estado, de imaginar un derecho distinto, de condenar o absolver el actual, soy un aficionado, un ignorante”, escribió con la misma sinceridad de siempre. Al final, a pesar de sus dudas, de su desprecio por las luchas políticas, terminó sacrificando su vida por una causa que no entendía plenamente. Quiso hacer Ciencia con mayúscula, pero acabó, trágicamente, haciendo política con minúscula. Los intelectuales periféricos quieren hacer lo que no pueden y pueden hacer lo que no quieren.
Nota: esta columna está basada en la novela Diario de la luz y las tinieblas escrita por el economista Samuel Jaramillo. La novela cuenta la vida de Francisco José de Caldas, pero también, guardadas las proporciones, la de Samuel y la de nosotros sus colegas, los académicos periféricos.