Hace algún tiempo, varios analistas, periodistas y académicos colombianos encontraron la clave para interpretar nuestras angustias y entender nuestros problemas. Dando muestras de una gran intuición sociológica, de una enorme capacidad para resumir lo complejo y simplificar lo diverso, lograron lo imposible: encajar una realidad desaforada, inaprehensible podríamos decir, en una sola idea reveladora, a saber: “la cultura mafiosa”. La importancia de esta innovación conceptual puede ilustrarse por medio de algunos ejemplos que no agotan, sobra decirlo, su enorme capacidad explicativa.
Bien es sabido que el consumo está en auge, que las familias colombianas, incluso las más pobres, están comprando televisores, celulares, equipos de sonido, computadores y demás. En muchos lugares los aparatos electrónicos recién importados contrastan con los pisos de tierra, las paredes de madera y los techos de zinc. ¿Cómo explicar esta inversión de las prioridades, esta contradicción de la modernidad, esta forma de esnobismo consumista? Muy sencillo: la cultura mafiosa. “Las nuevas pautas del consumo de masas traídas por el narcotráfico han influido en la definición de los objetos materiales que configuran el orden de la sociedad”, escribió recientemente un inspirado analista. Mejor dicho, si un pobre compra un televisor está, sin saberlo, inocentemente, imitando a los mafiosos.
Aparentemente la cultura mafiosa no sólo explica el consumismo de las clases populares. En opinión de algunos académicos, “el soborno para cancelar trámites o multas, la corrupción en la contratación (y la competencia desleal entre empresas privadas), la elusión de impuestos y hasta el estacionamiento de los vehículos sobre el andén” son manifestaciones del mismo fenómeno avasallante, de la cultura de la mafia. “La corrupción…y…el soborno son derivaciones del dominio del narcotráfico sobre nuestra economía y de los valores y modos de ver el mundo que acompañaron su increíble auge”, escribió recientemente un columnista y académico colombiano. “Situaciones como el narcotráfico son el ejemplo de que la mafia en Colombia está presente”, escribió otro académico en el mismo sentido. La sola frase refleja la profundidad de su pensamiento.
La violencia del “Bolillo” Gómez contra una mujer todavía innominada es un ejemplo de lo mismo, del legado sociológico del narcotráfico, dijeron algunos comentaristas esta semana. Otros fueron más allá. En su opinión, las justificaciones machistas de una congresista antioqueña, expresadas con una candidez casi desafiante, muestran que la cultura de la mafia hace ya parte de nuestra forma de pensar. Incluso Mockus, el mesías que nos iba sacar de este embrollo, nuestro gran redentor cultural, nuestra última oportunidad sobre la tierra, decidió esta semana tomar un atajo conveniente hacia la alcaldía. Nadie parece estar a salvo de una realidad cultural que nos define y nos condena.
Pero más que la cultura mafiosa, a mí me interesa otra idea, “la cultura de la cultura mafiosa”, esto es, la adhesión de muchos colombianos a una teoría que pretende explicarlo todo (el consumismo, la corrupción, la violencia, el machismo, el oportunismo, etc.) pero que al final de cuentas no explica nada. O mejor, sólo explica la ignorancia (o la pereza) de quienes recurren con frecuencia al atajo conceptual de “la cultura mafiosa”.