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julio 2011

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Corrupción y presupuesto

Este es un país extraño. La gente está obsesionada con el espectáculo de la corrupción. Las noticias judiciales abren y cierran los noticieros. Los titulares de los periódicos dan cuenta diariamente de los fallos (y fallas) de los jueces. Los analistas no hablan de otra cosa. Todos estamos obnubilados. Y mientras tanto, mientras las audiencias judiciales concitan toda nuestra atención, el gobierno ha venido decidiendo, apresuradamente, de qué manera van a distribuirse y ejecutarse los recursos públicos en los años por venir. Más vale que prestemos atención. Veamos por qué.

El gobierno ha decidido crear tres presupuestos de inversión, tres instancias distintas de asignación de recursos. El primer presupuesto, el de siempre, el presupuesto tradicional de inversión, ha sido históricamente coordinado por Planeación Nacional y es anualmente aprobado por el Congreso de la República. El segundo presupuesto, el de regalías, creado recientemente, será asignado con base en las decisiones colegiadas de gobernadores, alcaldes y funcionarios, sin pasar por el Congreso. Y el tercero, el de Colombia Humanitaria, que agrupa los recursos para la reconstrucción y la reparación de las víctimas del invierno, es ahora responsabilidad de una junta directiva conformada por cuatro representantes del sector privado y varios ministros. Tendremos, entonces, tres presupuestos distintos: una centralizado, otro descentralizado y otro más semiprivatizado. Habrá planes de desarrollo, fondos de desarrollo regional y fondos de reconstrucción que harán la misma cosa de manera distinta.

Es como si una empresa decidiera sus inversiones anuales con base en tres consultas independientes y vinculantes, una con la junta, otra con el sindicato y otro más con un comité externo. En principio, no es claro quién coordinará los distintos presupuestos, esta especie de santísima trinidad en que se convirtió el plan de gastos del gobierno nacional. Seguramente habrá redundancias: una carretera que se financia tres veces. O desavenencias: tres carreteras que se financian por pedacitos. Planeación Nacional priorizará unas cosas. Los alcaldes y gobernadores otras diferentes. Y Colombia Humanitaria otras más. Tendremos tres presupuestos distintos y ninguno verdadero.

Pero los problemas no son sólo de coordinación. Esta semana un experto internacional en asuntos fiscales decía que el mecanismo de asignación contemplado para el presupuesto de regalías, una mesa con gobernadores en un costado, alcaldes en otro, funcionarios en el opuesto y un montón de plata en la mitad, deja mucho que desear. En el nuevo esquema, los recursos estarán mejor distribuidos geográficamente. Pero nada más. Podríamos simplemente estar distribuyendo más equitativamente la corrupción. De otro lado, Colombia Humanitaria no cuenta con la experiencia necesaria para programar un conjunto de inversiones que, según se ha dicho, pretende modificar la distribución territorial de la población y la producción. ¿Cuál es entonces el papel de Planeación Nacional? ¿Qué sentido tiene crear una agencia estatal idéntica a otra que ya existe?

El debate sobre la corrupción pasada es importante. Pero la discusión sobre la asignación de los recursos futuros es también fundamental. Durante el primer año del gobierno actual, la opinión ilustrada ha priorizado lo primero y olvidado lo segundo. En pocos años veremos las consecuencias.

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Más jueces populares

El gráfico muestra la frecuencia relativa de aparición de las palabras “magistrado/s” y “congresista/s” en los archivos electrónicos de El Tiempo y Semana. En particular, se muestra el promedio móvil de doce meses para cada mes del período 1992-2010. El buscador desarrollado por Juan Manuel Caicedo (ver una versión aquí) calcula la frecuencia relativa como el cociente entre (i) el número de apariciones de la palabra en cuestión en un mes dado y (ii) el número total de palabras publicadas en el mismo mes.

Los resultados muestran que ambas series exhiben un alto grado de comovimiento. Las noticias sobre magistrados y congresistas vienen juntas o son en muchos casos las mismas. En los últimos cinco años, la frecuencia relativa de aparición de ambas palabras crece sustancialmente, probablemente como consecuencia de los juicios de la parapolítica y otros escándalos parecidos. En el último año, por primera vez en más de una década, la expresión “magistrado” supera a la expresión “congresista”. El gráfico sugiere, creo yo, varias tendencias o fenómenos emergentes: la creciente figuración mediática de los jueces, el también creciente interés de los medios de comunicación por los escándalos políticos y la pérdida de importancia del poder legislativo con respecto al judicial. Seguramente hay otras interpretaciones. Y otras preguntas no formuladas. Este tipo de ejercicios nunca son definitivos, pero siempre, sobra decirlo, son sugestivos. Inquietantes, incluso.

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Decenas y decenas de leyes

Hace ya un mes, en una conferencia gremial, el ministro del Interior y Justicia, Germán Vargas Lleras, celebró, en tono ufano, el éxito legislativo del primer año de gobierno. “Aprobamos decenas y decenas de leyes…La Unidad Nacional funcionó divinamente«, dijo orgulloso. Esta semana, el ex presidente del Senado, Armando Benedetti, señaló, con inocultable satisfacción, que más de 280 proyectos habían sido aprobados durante su mandato. El presidente Santos fue aún más lejos. “Lo que el Congreso ha logrado en estos diez meses no tiene precedentes en la historia reciente del país”, declaró hace unos días.

El miércoles, durante la instalación de una nueva legislatura, el presidente celebró de nuevo la exuberancia legislativa de su primer año de gobierno. “La primera legislatura fue histórica. ¡Que no se quede atrás la segunda! ¡Vamos a cumplirle a Colombia! ¡Vamos a seguir demostrando para qué sirve la Unidad Nacional!”, dijo. En la misma ceremonia, el presidente enumeró los nuevos retos legislativos de su gobierno. La lista es larga. Larguísima, diría yo: el Código General del Proceso, el Código Penitenciario, la Ley de Jueces de Paz, el Estatuto de Arbitraje, el Código Nacional de Tránsito, el Código Electoral, el Estatuto de la Oposición, la Ley de la Mujer, la de Jóvenes, la de Discapacidad, la de Derechos de Autor, la de Bomberos, la de Voluntariado, la de Defensoría Integral para miembros de la Fuerza Pública, la autorización para la venta de un porcentaje de Ecopetrol, el Código de Minas y las reformas al Régimen Municipal y Departamental.

Probablemente la Unidad Nacional volverá a funcionar divinamente. Decenas y decenas de proyectos serán aprobados con una eficiencia casi industrial. Tendremos otra legislatura histórica, y gobierno y congreso celebrarán una vez más su éxito conjunto, medido, como siempre, por la cantidad de nuevos artículos y parágrafos. Pero la conveniencia de la exuberancia legislativa no es obvia. ¿Tiene sentido medir el éxito del congreso por la cantidad de leyes aprobadas? ¿Es posible discutir seriamente centenares de proyectos en unos pocos meses? ¿Es la calidad de las nuevas leyes tan notable como su cantidad? Yo sinceramente no lo creo.

El congreso no es una línea de ensamblaje. Su desempeño debe medirse no tanto por la cantidad de leyes aprobadas, como por la calidad de los debates realizados. Las decenas y decenas de nuevas leyes no son una prueba del éxito del Congreso colombiano, sino una muestra de su debilidad, de la subordinación de los parlamentarios a los designios del gobierno. En los últimos meses, el Congreso ha perdido incluso su protagonismo histórico en los debates de control político. El debate más importante sobre el sistema de salud tuvo lugar este semestre no en el Capitolio, sino en el Palacio de Justicia, en la sede de la Corte Constitucional. Los funcionarios ya no rinden cuentas ante los congresistas, sino ante la fiscalía y los organismos de control. En últimas, la judicialización de la política es otro síntoma del debilitamiento del Congreso.

Si las cosas siguen como van, el congreso podría convertirse en un simple notario del gobierno de la Unidad Nacional. Sería una pérdida. No sólo para los parlamentarios sino también para la democracia colombiana.

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La noticia comenzó a crecer a mediados de la semana. Fue anunciada a medias, insinuada apenas, por el presidente Santos el miércoles en la mañana, con el motivo aparente de generar expectativa, de despertar el apetito de un país hambriento de escándalos. El jueves la prensa ya anunciaba el desastre: un nuevo escándalo de corrupción medido, como siempre, en billones de pesos. “Fraude en la DIAN sería de varios billones de pesos”, tituló el diario El Tiempo en anticipación a la rueda de prensa que revelaría los detalles del desfalco.

El jueves en la mañana el gobierno reveló finalmente los pormenores del asunto de manera teatral. El presidente en el centro de una larga mesa, flanqueado por funcionarios circunspectos, anunció las malas noticias que el país esperaba con una suerte de alegría maligna, con la felicidad que produce la indignación. Este es apenas uno de los brazos del pulpo”, dijo de manera ominosa. Pero las cifras reveladas decepcionaron a más de uno. El escándalo no ascendió a siete billones, ni a cuatro, ni a dos. Según el reporte oficial, todavía preliminar, el desfalco a la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN) podría ascender a 300 mil millones de pesos anuales. Mucha plata, es cierto. Pero apenas una fracción de lo anunciado en la víspera por periodistas dados a exagerar las exageraciones oficiales.
Algo similar ocurrió cuando el gobierno reveló, hace unos meses, el escándalo de los recobros al sistema de salud. La puesta en escena fue la misma. Las metáforas presidenciales, semejantes (el presidente no habló, entonces, de un solo brazo del pulpo, sino de la punta del iceberg). Y los billones anunciados tampoco aparecieron por ninguna parte. El presidente reconoció esta semana que el desfalco a la salud no ascendía a varios billones como había sido anticipado, sino a una cifra mucho menor, equivalente a la sumatoria de los hallazgos iniciales, esto es, a la proverbial punta del iceberg.
La punta del iceberg de la salud resultó igual al iceberg. Del mismo modo, el gran pulpo de la DIAN tiene aparentemente un solo brazo. En una entrevista televisada, el director de esta entidad reconoció que no había más investigaciones en curso, ni más desfalcos conocidos, ni más escándalos en ciernes, esto es, aceptó cándidamente que el presidente estaba exagerando. Las investigaciones anticorrupción merecen el aplauso general. Pero el gobierno ha hecho de las mismas un espectáculo inconveniente. Ha alimentado la exageración. Ha permitido la especulación amarillista. Y ha contribuido por lo tanto a minar la confianza del público en el Estado y en las instituciones democráticas. Algunas ONG son dadas a la exageración estratégica, a la inflación deliberada de las cifras con el objetivo entendible de llamar la atención. Pero el gobierno, sobra decirlo, no debería actuar de la misma manera. Una cosa es ser activista, otra muy distintas es ser funcionario. O presidente.
La responsabilidad del gobierno es doble. Debe combatir la corrupción sin miramientos, pero debe al mismo tiempo generar confianza y credibilidad en el Estado. Se trata, en últimas, no sólo de reducir la corrupción a sus justas proporciones, sino también de presentar el problema en sus justas dimensiones. La exageración deliberada no es buen gobierno: es propaganda.

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La revolución ruidosa

Un reportero del Canal Caracol informó la semana anterior que los campesinos de algunos pueblos del departamento de Bolívar han roto una tradición centenaria y han reemplazado al burro por la motocicleta. “El burro soporta ahora su carga más pesada: la marginalización y el olvido”, dijo con evidente nostalgia. Esta suerte de cambio tecnológico ha ocurrido no sólo en Bolívar, sino en toda la región Caribe, en la zona cafetera y en buena parte del oriente del país. Ya va siendo hora de actualizar el atuendo de Juan Valdez. La mula debería cambiarse por una motocicleta; el sombrero aguadeño, por un casco duro; el poncho, por un chaleco luminoso; etc. Estamos, toca aceptarlo, en el capitalismo del siglo XXI.

La revolución ruidosa de la motocicleta ha ocurrido de manera súbita, intempestiva. Ha sido impulsada por la apreciación del peso (que implica bajos precios), la caída en la tasa de interés (que implica créditos baratos) y por la misma informalidad laboral (que implica la generalización del rebusque). En los últimos años, la economía colombiana no ha producido muchos empleos formales en la industria y en la agricultura, pero ha generado cientos de miles de mototaxistas en las ciudades intermedias y de mensajeros motorizados en las ciudades más grandes. Hoy en día más de tres millones de personas viven de las motos. Un estudio reciente del Banco de la República muestra que, en la ciudad de Sincelejo, los empleos asociados directa e indirectamente al mototaxismo (conductores, mecánicos, almacenistas, comerciantes, etc.) equivalen a 43% de la población económicamente activa. “Esta cifra refleja el alcance de esta actividad y constituye una de las principales razones por las cuales resulta ineficiente su prohibición”, dice el estudio de manera recatada, como si la prohibición de una actividad que genera casi la mitad de los empleos fuera apenas un asunto de eficiencia económica.

Hace diez años los ensambladores colombianos producían 50 mil motos anuales, actualmente producen más de 400 mil. Dos terceras partes de los compradores ganan menos de dos salarios mínimos. 40% deriva ingresos directos del uso de la motocicleta. Los beneficios sociales de la revolución ruidosa, medidos en plata o en tiempo, han sido notables. Pero todas las revoluciones traen problemas. Los accidentes de tránsito han aumentado sustancialmente. En Sincelejo, por ejemplo, 20% de los mototaxistas reporta haber sufrido un accidente durante el último año. En otras ciudades, la accidentalidad es relativamente menor y parece estar disminuyendo.

La revolución de la motocicleta ofende la sensibilidad de mucha gente. Algunos románticos ya lamentan el fin de una tradición (la del burro, por ejemplo). En Bogotá las autoridades quieren prohibir la circulación de motos de dos tiempos, supuestamente por razones ambientales. Pero este ambientalismo clasista es sospechoso, refleja un sesgo estético, una aprehensión odiosa hacia la democratización del transporte particular. No creo sinceramente que una moto de dos tiempos contamine más que una camioneta de cuatro mil centímetros cúbicos. Pero nadie ha propuesto prohibir la circulación de camionetas. La ley es sólo es para los de moto.

En fin, a pesar del clasismo soterrado, el creciente consumo de bienes durables (teléfonos celulares, computadores, motos y demás) sólo tiene un nombre: progreso.

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La constitución de El Alacrán

En su columna de esta semana Ricardo Silva Romero mencionó un pasquin colombiano perdido en la historia de los tiempos, un periodico comunistoide que circuló en este país entre enero y febrero de 1849: El Alacrán.

El primer número de El Alacrán fue publicado el 28 de enero de 1849, el séptimo (y último) el 22 de febrero del mismo año. Todavía vale la pena leer este periodiquito efímero: al azar, sin orden, sin reparar en los protagonistas de la comedia política del momento, ya todos olvidados. La ironía (en este caso en verso), la burla, la crítica conscientemente destructiva son una buena defensa (entonces y ahora) contra la pomposidad y la estupidez de la política.

El número 5, publicado el 15 de febrero de 1849, contiene un “proyecto de constitución política para la Nueva Granada”. El Alacrán inauguró el humor constitucional en Colombia, una tradición completamente olvidada en medio del bienpensantismo que ha acompañado el vigésimo aniversario de la Constitución de 1991. Aquí está la constitución de El Alacrán. Está mejor redactada (y es más realista) que la de 1991.

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Seguridad sin defensa

¿Quién tiene razón en el debate sobre el deterioro (o la mejoría) de las condiciones de seguridad? ¿Los pesimistas o los optimistas? ¿Los voceros de la oposición uribista o los pregoneros de la versión oficial? No es fácil saberlo. El debate es complejo. Los hechos, confusos. Y las cifras, contradictorias. Sea lo que fuere, los argumentos del gobierno dejan mucho que desear. Revelan cierta hipocresía y un evidente desprecio por los hechos y las opiniones de la gente. Veamos.

Los voceros del gobierno han dicho que la percepción de inseguridad es producto de la manipulación de la opinión pública por parte de políticos oportunistas y reporteros amarillistas. En varias ocasiones, han expresado su extrañeza por la politización del debate, han lamentado la falta de unidad, de consenso ante un tema de interés nacional. Pero estos lamentos son inconsecuentes. El presidente Santos, cabe recordar, reveló de manera oportunista la muerte de “Manuel Marulanda” y sacó provecho político de la “Operación Jaque”. Durante su campaña a la presidencia, usó el miedo como arma electoral. Su victoria obedeció en un alto grado a tal estrategia. Quejarse ahora de la politización de la seguridad no tiene sentido, es casi una forma de cinismo. El gobierno está siendo víctima de su propio invento.

Con evidente optimismo, el presidente Santos ha planteado que los ataques de las Farc y la percepción de inseguridad son manifestaciones superficiales de tendencias positivas. En su opinión, las Farc atacan porque están derrotadas y las gente se siente más insegura porque los periodistas han tenido que recurrir a la reportería minuciosa de la criminalidad, a la reiteración de la crónica roja, como consecuencia de la desaparición de muchos problemas otrora acuciantes: las chuzadas, los falsos positivos, los conflictos institucionales, etc. Esto es, las cosas lucen mal porque van bien. O en otras palabras, las malas noticias son buenas noticias disfrazadas. No quisiera pecar de pesimista, pero este optimismo presidencial me parece exagerado, casi un desafío al sentido común.

Los argumentos del ministro Rivera no son mucho mejores. Esta semana el ministro trajo a cuento su teoría de las microextorsiones. La percepción de inseguridad ha aumentado, dijo, como resultado de la multiplicación de la intimidación callejera, del mendigo que amenaza para acrecentar la limosna o el holgazán que intimida para forzar una ayuda. Pero esta teoría no tiene (no puede tener) ningún sustento. Al respecto no hay datos. Probablemente el Ministro basa sus elucubraciones en unas cuantas anécdotas callejeras. El general Naranjo también ha esgrimido una teoría cuestionable. La lucha contra la criminalidad, ha dicho, se ha visto entorpecida por la ausencia de una reglamentación eficaz del acto legislativo que prohibió el consumo de drogas. Este argumento no tiene asidero. El aumento del microtráfico poco o nada tiene que ver con la despenalización del consumo. Además, la policía cuenta con suficientes herramientas legales para combatir a los dueños del negocio de la droga. Las razones del general Naranjo son más una excusa que una explicación.

En fin, los argumentos del gobierno muestran cierto afán por enterrar la cabeza en la tierra. O peor, por contemplar la realidad con los ojos engañosos de la complacencia.