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junio 2011

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La misma vaina

Enilce López, “la Gata”, nació en el municipio de Sucre, donde García Márquez vivió con sus padres durante su niñez. Varios episodios de la vida de “la Gata” pueden contarse en clave garcíamarquiana: la campesina que recorre la ribera del Magdalena vendiendo chucherías y leyendo el futuro en las manos encallecidas de sus clientes; la tía obsesiva, desalmada que va de pueblo en pueblo con su sobrina coleccionando coronas en reinados infantiles; la matrona otoñal que trata de controlar su antiguo imperio desde la cárcel apelando a unos supuestos poderes sobrenaturales.

Pero la historia de Enilce López tiene una faceta más prosaica. En los años ochenta, “la Gata” decidió invertir el capital acumulado vendiendo baratijas en el negocio del chance. Lo hizo inicialmente en Magangué y sus alrededores, no muy lejos de su lugar de nacimiento, del puerto fluvial donde alguna vez García Márquez vio pasar de largo al obispo de la zona. A finales de los años noventa “la Gata” se ganó (casi literalmente) la lotería. Con el propósito de sumar recursos para el barril sin fondo de la salud, el Estado colombiano decidió hace más de una década formalizar el chance, esto es, zonificar el país y entregarle el monopolio de cada zona al mejor postor. De la mano de Jesús María Villalobos, “el Perro”, “la Gata” monopolizó el negocio de las apuestas permanentes, primero en su zona de influencia después en buena parte de la Costa Caribe.

Poco a poco el chance fue acabando con las loterías, con un fortín histórico de los políticos tradicionales, lo que permitió, a su vez, el surgimiento de una nueva clase política. El chance, por decirlo de otra forma, refundó algunas regiones de la patria. “La Gata” primero infiltró el Estado con el fin de garantizar una concesión muy rentable y expandir su monopolio. Pero allí no paró su ambición. Con el tiempo diversificó su negocio. Eligió concejales, diputados, alcaldes y representantes. Se alió con los paramilitares. Y se convirtió, en últimas, en ama y señora del botín estatal en Bolívar, Sucre y Magdalena. En retrospectiva, la historia es de un realismo casi mágico: el Estado creó un monopolio que terminó por engullírselo. O en otras palabras, la formalización del chance tuvo un efecto inesperado: la captura estatal por parte de los empresarios formalizados.

Pero esta historia no termina todavía, tiene una faceta más inquietante, menos conocida. Según cuenta el periodista Alfredo Serrano en su último libro, el ICBF, la ONG británica Oxfam y la antigua Red de Solidaridad, unieron esfuerzos con Enilce López para ayudar a los desplazados. En su momento de auge, “la Gata” repartió mercados, organizó brigadas de salud y reconstruyó hospitales. Durante la reciente emergencia invernal, cuando las oficinas oficiales apenas despertaban, las redes al servició de “La Gata” llevaban ya un buen tiempo atendiendo a los necesitados. Todavía hoy “la Gata” controla una poderosa organización que ha reemplazado al Estado o llenado su vacío. Decir que “la Gata” capturó el Estado no es exacto. En muchas partes de Colombia “La Gata” es el Estado.

Ya García Márquez había intuido esta suerte de simbiosis. Cuando, en uno de sus cuentos, el dentista del pueblo le pregunta al alcalde a quién le pasa la cuenta, “¿a usted o al municipio?”, el alcalde responde sin mirar, “es la misma vaina”.

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Desigualdad y populismo

Colombia es el nuevo Brasil, el nuevo campeón latinoamericano de la desigualdad. Las cifras del Banco Mundial, de la Cepal y de otros centros de investigación revelan una verdad incómoda: la brecha (el abismo podríamos decir) entre ricos y pobres es mayor en Colombia que en cualquier otro país de la región. Durante la última década, la desigualdad sólo aumentó en tres países latinoamericanos: Colombia, Guatemala y Honduras. En los demás disminuyó por primera vez en mucho tiempo. Colombia tiene hoy un título incomodo, preocupante, deshonroso.

La noticia no ha recibido mucha atención por parte de los medios nacionales, ocupados, como siempre, de las rencillas políticas, de la guerra fría entre Santos y Uribe y de las escaramuzas iniciales (las batallas vendrán después) entre Garzón y Vargas Lleras. Algunos analistas han mencionado el tema tangencialmente, han especulado no tanto sobre las causas de la creciente desigualdad como sobre sus posibles consecuencias políticas, sobre las implicaciones futuras de la enorme distancia entre los ricos y los pobres de este país.

La desigualdad, se dice, es un caldo de cultivo para el populismo, para gobiernos irresponsables que sacrifican la prosperidad en aras de fantasías redistributivas, que explotan el resentimiento de los excluidos con una retórica facilista y en últimas perjudicial. El resultado electoral de Perú es usualmente traído a cuento como una advertencia sobre las consecuencias políticas de un modelo excluyente. No basta con el crecimiento económico, se argumenta. Si los pobres quedan excluidos, si la prosperidad es sólo para unos cuantos, la política tarde o temprano cobrará factura de la mano de un populista, de un demagogo irresponsable. El crecimiento desigual, se advierte, es políticamente insostenible.

La conexión causal entre desigualdad y populismo es presentada como una verdad de a puño, como una forma de determinismo ominoso. Pero la evidencia muestra otra cosa: el populismo raras veces es una consecuencia inmediata de la exclusión o la desigualdad. Ollanta Humala no es el producto de un modelo excluyente, es más bien el resultado de las rencillas políticas del establecimiento peruano. En Perú, contrario a lo que se dice, la prosperidad ha sido para todos: los ingresos de los pobres crecieron tanto como los de los ricos, la pobreza disminuyó de manera significativa, incluso la desigualdad se redujo levemente. Chávez tampoco fue una creación de la injusticia social: Venezuela ha tenido, de tiempo atrás, una desigualdad moderada. Chile y Brasil han sido históricamente mucho más desiguales y no han tenido, al menos no recientemente, gobiernos populistas. Todo lo contrario.

La creciente desigualdad no implica que Colombia será, a la vuelta de algunos años, gobernada por un emulo de Chávez. La estabilidad política podrá seguir coexistiendo, como lo ha hecho por buena parte de nuestra historia reciente, con la desigualdad social. Nuestro reto es peculiar. Consiste en disminuir la desigualdad no por temor al populismo, no por un supuesto riesgo político, sino por una razón menos urgente, más elemental, porque simplemente deberíamos ser fieles a lo que dice nuestra Constitución y han prometido por décadas nuestros gobernantes.

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Los orígenes de la «mano negra»

La «mano negra», dicen, era un bastión de la aristocracia bogotana que solía reunirse en el Jockey club y lugares parecidos a planear la defensa del país de la inminente toma comunista. Muchos se sentían orgullosos de pertenecer a un organización semiclandestina que, paradójicamente, tenía mentalidad de celula marxista:

Alfonso López Michelsen solía hacer referencias repetidas a la «mano negra». Era una forma de mostrar su rebeldía juvenil. Aquí Carlos Lleras Restrepo se queja de las ínfulas rebeldes de su rival político:

Hernán Echavarría también era mencionado a menudo como uno de los promotores de la «mano negra». Su obsesión anticomunista fue proverbial.
En fin, la mención de Santos a la «mano negra», ya repetida, es un interesante anacronismo, propio de un traidor de su clase.
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Constitución y realidad


Mucho se ha escrito recientemente sobre la Constitución de 1991. El tono predominante de los editoriales y artículos ha sido celebratorio: las tiranías celebran los cumpleaños de sus líderes; las democracias, los aniversarios de sus constituciones. En esta ocasión, el aniversario ha servido para señalar la importancia del espíritu incluyente de nuestra constitución política y de su carta de derechos. Pero debería también servir para crear conciencia sobre la relativa ineficacia del voluntarismo constitucional y sobre los límites del derecho como herramienta de cambio social.

Como lo señaló hace un tiempo el economista colombiano Eduardo Lora, la inspiración primordial de la Constitución de 1991 fue “la búsqueda de la inclusión política y social, y la reducción de las grandes disparidades e injusticias mediante la adopción de un Estado Social de Derecho”. La Constitución de 1991 consagró una serie de derechos sociales, creó un mecanismo expedito para su protección, priorizó el gasto social y condujo, en últimas, a un aumento sustancial del tamaño del Estado. Pero el avance social fue inferior al presupuestado (en un doble sentido). El Estado Social de Derecho ha tenido más efectos simbólicos que reales. Cambió el discurso pero no la realidad.

Durante los últimos veinte años los avances en educación y salud fueron notables. Pero el progreso social pareció perder dinamismo desde comienzos de los años noventa. El porcentaje de la población con Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) disminuyó más lentamente durante los últimos veinte años que en las décadas precedentes. Las coberturas de servicios públicos, en agua potable y alcantarillado en particular, dejaron de crecer. Más preocupante aún, el desempleo y la informalidad laboral aumentaron de manera significativa, se convirtieron en una realidad inescapable, trágica para la mayoría de los colombianos sin educación universitaria. En síntesis, la exclusión económica pudo mucho más que la inclusión social promovida por la Constitución de 1991.

Las grandes disparidades sociales tampoco disminuyeron. Todo lo contrario. La desigualdad del ingreso aumentó, primero rápidamente y después a un ritmo menor. Los indicadores actuales de concentración del ingreso son los mayores de los últimos 50 años. Resulta paradójico que, precisamente en el vigésimo aniversario de la promulgación de la Constitución de 1991, Colombia haya pasado a ser el país más desigual de América Latina. Al fin y al cabo el Estado Social de Derecho tenía como objetivo preponderante la reducción las desigualdades sociales. Pero la realidad económica fue más fuerte que la ficción constitucional.

Las explicaciones a la paradoja anterior abundan. Algunos culpan a las reformas liberales de los años noventa. Otros, a la corrupción y a la confusión de competencias entre el gobierno nacional y los gobiernos regionales. Otros más, a la inseguridad y la violencia. Sea cual fuere la explicación, el contraste entre las intenciones y los resultados es innegable. «No seremos los mismos”, dijo el Presidente Santos este viernes al sancionar la Ley de Víctimas en un tono reminiscente al de hace veinte años. Sin ánimo de hacer de aguafiestas, no sobra recordar la gran enseñanza de este nuevo aniversario de la Constitución de 1991: las normas por sí solas no cambian la realidad.

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Narcotráfico en Antioquia

El Centro de Estudios Políticos de La Universidad Eafit acaba de publicar un libro sobre economía criminal y narcotráfico en Antioquia. El libro contiene tres ensayos independientes que, en conjunto, dan luces sobre el pasado y el presente del crimen organizado en este departamento. El último ensayo, escrito por el investigador costeño Gustavo Duncan, intenta responder una pregunta antigua, recurrente: ¿por qué la exportación de cocaína surgió primero en Antioquia? ¿Cómo se explica la preeminencia inicial de los antioqueños? ¿Por qué los costeños jugaron un papel subordinado a pesar de su experiencia en el tráfico de marihuana? Duncan pone en duda algunas de las explicaciones culturalistas más comunes. Cuestiona, en particular, que la ventaja de los antioqueños provenga de una mayor predisposición hacia el crimen o de una cultura de violación de las normas. Científicos sociales y comentaristas de prensa han ilustrado esta tesis con base en una supuesta admonición de las abuelas antioqueñas a sus nietos: “consiga plata mijo, consígala honradamente pero si no puede… ¡consiga plata, mijo!”. Pero la frase anterior no es una ocurrencia perversa de las matronas paisas sino una máxima irónica del poeta latino Horacio, como bien lo señaló el historiador Jorge Orlando Melo hace un tiempo. Algunas explicaciones culturalistas, sobra decirlo, nunca han tenido mucho respeto por los hechos del mundo.Duncan anota que “la diferencia de los antioqueños con el resto de Colombia no estuvo en la cultura de violación de las normas…” sino en el sentido comercial, en los hábitos y las habilidades para el intercambio. Los costeños pobres, desventajados, dice Duncan, carecían de las habilidades necesarias para participar autónomamente en un negocio complejo, sofisticado. Muchos antioqueños, por el contrario, tenían habilidades comerciales evidentes, estaban habituados a las urgencias del intercambio. Sin estas habilidades, los antioqueños de origen humilde no habrían nunca podido dar el salto definitivo, improbable, de delincuentes locales a empresarios internacionales, a exportadores de cocaína.Las habilidades comerciales de los antioqueños, dice Duncan, son a su vez el resultado de una historia conocida. En muchas otras regiones de Colombia, los campesinos no tuvieron históricamente una participación activa en el comercio, su mundo estuvo circunscrito a la realidad excluyente, jerarquizada de la hacienda. En Antioquia, por el contrario, muchos pequeños propietarios tomaron parte en actividades comerciales de manera regular. Con el tiempo, el comercio amplió el panorama, multiplicó las ambiciones y creo unas habilidades prácticas innegables: todavía hoy, en muchos pueblos de Colombia, el comercio al por menor es dominado por antioqueños. Estas habilidades, ya lo vimos, fueran fundamentales en los orígenes del narcotráfico, en la preeminencia inicial de los habitantes de Antioquia.La tesis de Gustavo Duncan representa una ruptura importante (necesaria, diría yo) con una tradición moralista que ha querido ver en el narcotráfico un síntoma de todos nuestros males, un espejo incomodo, revelador. Las cosas son aparentemente mucho más complejas. En Antioquia, el narcotráfico fue el resultado no sólo de los males de la sociedad, sino también de sus virtudes más celebradas.