La revolución ruidosa de la motocicleta ha ocurrido de manera súbita, intempestiva. Ha sido impulsada por la apreciación del peso (que implica bajos precios), la caída en la tasa de interés (que implica créditos baratos) y por la misma informalidad laboral (que implica la generalización del rebusque). En los últimos años, la economía colombiana no ha producido muchos empleos formales en la industria y en la agricultura, pero ha generado cientos de miles de mototaxistas en las ciudades intermedias y de mensajeros motorizados en las ciudades más grandes. Hoy en día más de tres millones de personas viven de las motos. Un estudio reciente del Banco de la República muestra que, en la ciudad de Sincelejo, los empleos asociados directa e indirectamente al mototaxismo (conductores, mecánicos, almacenistas, comerciantes, etc.) equivalen a 43% de la población económicamente activa. “Esta cifra refleja el alcance de esta actividad y constituye una de las principales razones por las cuales resulta ineficiente su prohibición”, dice el estudio de manera recatada, como si la prohibición de una actividad que genera casi la mitad de los empleos fuera apenas un asunto de eficiencia económica.
Hace diez años los ensambladores colombianos producían 50 mil motos anuales, actualmente producen más de 400 mil. Dos terceras partes de los compradores ganan menos de dos salarios mínimos. 40% deriva ingresos directos del uso de la motocicleta. Los beneficios sociales de la revolución ruidosa, medidos en plata o en tiempo, han sido notables. Pero todas las revoluciones traen problemas. Los accidentes de tránsito han aumentado sustancialmente. En Sincelejo, por ejemplo, 20% de los mototaxistas reporta haber sufrido un accidente durante el último año. En otras ciudades, la accidentalidad es relativamente menor y parece estar disminuyendo.
La revolución de la motocicleta ofende la sensibilidad de mucha gente. Algunos románticos ya lamentan el fin de una tradición (la del burro, por ejemplo). En Bogotá las autoridades quieren prohibir la circulación de motos de dos tiempos, supuestamente por razones ambientales. Pero este ambientalismo clasista es sospechoso, refleja un sesgo estético, una aprehensión odiosa hacia la democratización del transporte particular. No creo sinceramente que una moto de dos tiempos contamine más que una camioneta de cuatro mil centímetros cúbicos. Pero nadie ha propuesto prohibir la circulación de camionetas. La ley es sólo es para los de moto.
En fin, a pesar del clasismo soterrado, el creciente consumo de bienes durables (teléfonos celulares, computadores, motos y demás) sólo tiene un nombre: progreso.