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7 agosto, 2011

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Lulismo

“Cuando sea grande quiero ser como Lula”, dijo el presidente Santos el jueves anterior. Razones no le faltan. Luiz Inácio Lula da Silva es considerado el artífice de la gran transformación social de Brasil; el gran visionario que despertó a un gigante dormido, una nación agobiada durante muchos años por la inmensa brecha entre sus resultados (mediocres) y sus aspiraciones (inmensas). En la última década, más de 30 millones de brasileños salieron de la pobreza, impulsados por la combinación virtuosa de una economía dinámica y una política social expansiva. Al mismo tiempo, Brasil alcanzó lo que siempre había soñado: un protagonismo mundial que trascendiera su actuación en las canchas de fútbol.

El Lulismo está de moda. Ya los estudiosos de la riqueza de las naciones no hablan del “Consenso de Washington”, sino del “Consenso de Brasilia”. Los presidentes latinoamericanos, una vez elegidos, viajan primero a Brasil que a cualquier otro destino. Van en busca de los secretos del Lulismo, de la esquiva receta del desarrollo. Así lo hicieron Humala, Santos, Mujica, Funes y otros. “Lula tuvo más visión que cualquier economista, sociólogo, financista o analista”, le dijo recientemente un alcalde brasileño al Financial Times. Los expertos, quiso decir, no ven más allá de sus teorías empaquetadas, de sus modelos de mentiras; Lula tuvo el valor de atreverse a mirar más lejos.

Pero ¿cuál es, en últimas, la esencia del lulismo? La respuesta no es fácil. Antes que Lula, Fernando Henrique Cardoso, su antecesor en la presidencia, estabilizó la economía de Brasil, rompió con una larga tradición de excesos monetarios. Mucho antes que Brasil, México introdujo los programas de subsidios directos, las famosas transferencias condicionadas que llegan hoy a más de 11 millones de hogares brasileños. Lula disfrutó de las mejores condiciones externas de la historia reciente de su país. Pero el mérito no debe confundirse con la suerte. El primero puede replicarse, la segunda no.

La clave del Lulismo es posiblemente el crédito abundante, generalizado, desbordado si se quiere. “Hoy no necesitamos la espada de Bolívar, sino los bancos de inversión y crédito”, dijo Lula está semana en Bogotá. La idea es innovadora, casi extraña: el crédito como instrumento emancipador, los bancos como agentes revolucionarios, el endeudamiento como redentor social. En Brasil, el crédito ha crecido a una tasa anual superior a 20% durante los últimos ocho años. Actualmente hay 150 millones de tarjetas de crédito en la calle; en 2003 había 50 millones. La nueva clase media ha comprado de todo: casas, carros, motos, computadores, neveras, etc. Las tasas de interés están en la luna, pero el frenesí parece no tener fin. Hoy una familia típica destina 20% de sus ingresos a pagar intereses. En fin, el Lulismo tiene mucho de entusiasmo consumista al debe.

Con razón, ya muchos han empezado a dudar del futuro de la economía de Brasil, a temer que el exceso de endeudamiento llegue a un final abrupto y catastrófico. Mientras tanto los problemas estructurales de la economía (la baja inversión, la mala infraestructura, la pobre educación, etc.) siguen sin resolver. “Lula es el hombre”, como bien dijo Obama hace un tiempo. El presidente Santos tiene razón en querer emularlo: “en política, lo que parece, es». Pero la sostenibilidad del Lulismo todavía es incierta. Por decir lo menos.