Comienzo con una aclaración. No creo en los delitos de injuria y calumnia. Considero que todas las opiniones deberían ser toleradas. No respetadas pero sí sobrellevadas con resignación o enfado. En palabras de Isaiah Berlin, “podemos discutir, atacar, condenar, rechazar con pasión y odio, pero no podemos acallar o sofocar”. La lucha contra las opiniones calumniosas, contra las mentiras y las exageraciones, debe darse en el mercado de las ideas, no en los tribunales de la justicia. Los jueces, en últimas, no pueden ser los determinantes de la justeza de todas las opiniones de los hombres públicos.
Hecha esta aclaración puedo ya entrar en materia. Considero que las razones esgrimidas por la juez de conocimiento de Bogotá que absolvió a la columnista Claudia López de los delitos de injuria y calumnia son cuestionables, absurdas para decirlo sin rodeos. La juez no hizo alusión a los derechos de la demandada. Tampoco hizo una defensa explícita de la libertad de expresión. Argumentó por el contrario que los derechos del demandante no podían ser protegidos habida cuenta de su condición de ex funcionario público. «Los funcionarios públicos tienen un derecho menor del derecho a la honra», dijo claramente. Puede colegirse, entonces, que si el demandante hubiera sido, por ejemplo, un dirigente empresarial, no un expresidente, la columnista habría sido declarada culpable. Extraña la cosa, sin duda.
Me gustaría creer que los argumentos de la juez revelan apenas sus opiniones y prejuicios personales. Pero la realidad es mucho más preocupante. Sus razones reflejan una opinión generalizada, una idea mayoritaria; a saber: los funcionarios públicos no tienen derecho a nada. Ni a la privacidad. Ni a la presunción de inocencia. Ni al buen nombre. Son literalmente ciudadanos de segunda categoría, con menos derechos que los demás. Discriminados abiertamente por cuenta de su trabajo.
El llamado Estatuto Anticorrupción, que está punto de convertirse en ley de la república, parece inspirado por la misma idea, por el mismo afán revanchista. Prescribe hasta 18 años de cárcel para un funcionario que tramite un contrato sin cumplir algunos requisitos legales: un servidor público descuidado podría terminar más tiempo en prisión que un homicida. El Estatuto crea al mismo tiempo todo tipo de inhabilidades y obligaciones. Supone que los funcionarios son culpables mientras no se pruebe lo contrario. Desconoce por lo tanto que hay muchos funcionarios honestos. Por cada Turbay o Moralesrussi (ojalá no me demanden), hay decenas de servidores públicos cumplidores de su deber.
Paradójicamente muchos de quienes, en los medios de comunicación o en el debate político, despotrican de todos los funcionarios públicos, sin distinción, abogan también por una mayor presencia del Estado. Consideran que el Estado debe hacerlo todo y piensan que los funcionarios públicos son irremediablemente corruptos. Creen en la idea del Estado pero descreen de la realidad estatal. Las políticas que promueven terminan siendo muchas veces contraproducentes, perjudiciales: alejan a los buenos funcionarios y aumentan el tamaño del botín estatal.
Volviendo al comienzo. Yo celebro el triunfo de la libertad de expresión. Pero lamento la discriminación en contra de los funcionarios. Bien valdría la pena que los jueces revanchistas volvieran a leer la Constitución.
febrero 2011
La noticia salió por todas partes. Varios comentaristas radiales dijeron que Patarroyo había vencido la maledicencia envidiosa de sus compatriotas y había mostrado claramente que sí, que es posible hacer ciencia en el Tercer Mundo: “Presentamos en el parque de Investigaciones Biomédicas de Barcelona los resultados que nos permiten un futuro bastante promisorio de la vacuna contra la malaria…la idea es que este sea un descubrimiento de Colombia para el mundo. Si se vende sería a un precio muy bajo, sin exceder los 15 centavos de dólar”, dijo Patarroyo.
Patarroyo lleva diciendo lo mismo durante casi 30 años pero esta vez, ¿quién iba a pensarlo?, los medios también le creyeron. Muchas décadas de promesas vanas no parecen haber minado su credibilidad. Las cosas no han cambiado mucho, sin embargo. Chemical Reviews no publicó el mencionado artículo. Ni en enero. Ni en febrero. Seguimos, pues, esperando la vacuna. O al menos alguna noticia sobre la misma. Esta es una historia eterna, de nunca acabar. Al túnel de La Línea, al canal interoceánico, a la navegación por el río Magdalena, a la descontaminación del río Bogotá, tendremos que sumarle ahora la vacuna de Patarroyo.
Esta semana, en una ceremonia solemne, el presidente Juan Manuel Santos sancionó la llamada ley del primer empleo. La ley busca estimular la generación de empleo formal por medio de incentivos tributarios. Las empresas podrán ahora descontar del impuesto de renta la totalidad de los aportes parafiscales y una fracción de las contribuciones a salud y pensiones de los trabajadores nuevos que cumplan con ciertas características: menores de 28 años, desplazados, reinsertados, discapacitados, sisbenizados, madres cabeza de familia, etc. “Felicitémonos porque hemos logrado este primer gran paso…Esta ley puede considerarse como uno de los mejores frutos de la Unidad Nacional” dijo el presidente en tono satisfecho, autocelebratorio.
“Aquí aportaron todos…: el Partido Liberal del que tomamos la propuesta, el Partido de la U que procuró el beneficio de los grupos vulnerables, el Partido Conservador que impulsó la inclusión de las mujeres y Cambio Radical que propuso un tratamiento preferencial para los departamentos de la Amazonía”, señaló el presidente al final de su discurso. Resumiendo: cada partido aportó su grupo favorito, su partecita dentro del todo. Aparentemente todos quedaron contentos. Pero la ley de primer empleo terminó siendo una colección desordenada de iniciativas. Una ley distinta que beneficiara a los cotizantes primerizos, sin importar su edad, género o condición, habría sido más clara, más fácil de administrar y probablemente más eficaz. Pero reñía con los imperativos de la coalición de gobierno. En la Unidad Nacional, ya lo veremos, el todo es menor que la suma de lo que proponen las partes (o los partidos).
La ley de primer empleo revela los problemas de la coalición de gobierno, las dificultades que surgen cuando se quiere complacer a mucha gente muy distinta. El gobierno de la Unidad Nacional ha sido muy exitoso a la hora de sumar promesas. Supo incorporar en su agenda las propuestas de liberales y conservadores, de uribistas, pastranistas, samperistas y gaviristas. Pero ha sido menos eficaz a la hora de tomar decisiones. El presidente Santos parece propenso a la inacción, a los reversazos. Anunció primero la liquidación de las Corporaciones Autónomas Regionales y se arrepintió días más tarde. Propuso inicialmente el aumento de las edades de jubilación y retiró la propuesta una semana después. Dijo hace un tiempo que la puerta de la paz estaba abierta y afirmó esta semana que ya no, que estaba cerrada. Pero aclaró también que la llave no reposaba en el fondo del mar. Ya dirá que la puerta se abrió nuevamente.
Después de todo no es fácil ser uribista y no uribista simultáneamente. Tampoco lo es cosechar aplausos entre los conservadores convencidos y los liberales acérrimos. Toca prometer mucho y hacer poco. Practicar una especie de frentenacionalismo paralizante. Como en la ley de primer empleo, el éxito de la Unidad Nacional implica paradójicamente el fracaso del gobierno. O viceversa, el éxito del gobierno necesita dejar de lado una coalición imposible (su unión es todo, su intersección es nada), y plantear de una vez por todas con quién se quiere gobernar y con quién no. La política es elección de valores, ideas, aliados y rivales. Gobernar con todos equivale a no decidir nada, al titubeo más o menos insulso de los últimos días.
Esta semana el presidente del Partido Conservador, el senador caucano José Darío Salazar, señaló, con inusual vehemencia, que la violencia estaba desbordada, “salida de todo cauce”. “Si esto no toma otro rumbo el gobierno va a tener que revisar su política de seguridad” dijo de manera rotunda. Varios voceros del Partido de la U han expresado recientemente preocupaciones similares. La semana anterior, el diario El Colombiano de Medellín llamó la atención sobre un supuesto deterioro del orden público: “la situación de orden público…nos hace temer que, si no se insiste en preservar la política de Seguridad Democrática, a lo que se comprometió el Presidente,…en lugar de avanzar hacia la prosperidad, podamos retroceder a tiempos aciagos ya superados”.
¿Ha aumentado sustancialmente la violencia en Colombia? ¿Estamos en realidad retrocediendo a pasos agigantados? Con el doble propósito de responder las preguntas planteadas e introducir un poco de claridad en una controversia acalorada, dominada no por los hechos sino por las pasiones políticas, decidí esta semana consultar las cifras recientemente publicadas por el Instituto de Medicina Legal, una entidad independiente. Las cifras son todavía provisionales. Pero permiten, desde ya, un análisis objetivo del cambio en las condiciones de seguridad y una evaluación seria de la hipótesis del Senador Salazar y otros políticos nostálgicos, a saber: la violencia, como los ríos de Colombia, está salida de todo cauce.
Las cifras de Medicina Legal revelan varios hechos sorprendentes, contrarios a las opiniones más alarmistas mencionadas con anterioridad. Las cifras muestran, en particular, una disminución reciente (y sustancial) de los homicidios. En el año 2010, el número de homicidios disminuyó más de 10% con respecto al año 2009. En algunas capitales de departamento la disminución fue excepcional. En Sincelejo, Pereira y Pasto, los homicidios cayeron más de 20%. En Montería y Santa Marta también cayeron más que proporcionalmente. Nada parece sugerir, en últimas, que la violencia está desbordada, salida de sus cauces históricos.
No todos los resultados son positivos. En Riohacha, Valledupar e Ibagué, por ejemplo, la violencia homicida creció de manera preocupante. En Bogotá parece también haber aumentado. En Cali y Medellín disminuyó levemente pero se mantiene en niveles muy altos, intolerables. En muchas zonas rurales, el crimen organizado sigue haciendo de las suyas, matando con la más absoluta impunidad. Pero las cifras agregadas sugieren que la violencia no ha aumentado. Todo lo contrario. Tristemente el debate reciente sobre las condiciones de seguridad ha ocurrido en un vacío empírico. Nadie repara en los hechos. Y muchos distorsionan deliberadamente la realidad.
Los problemas de seguridad siguen siendo inmensos. Pero diciendo mentiras, exagerando la gravedad de la situación, no se van a resolver. En las últimas semanas algunos de los voceros más connotados del uribismo han vuelto a plantear, de manera velada pero insistente, una identidad según ellos incuestionable: sin Uribe no hay seguridad. Pero los hechos, los fríos hechos, muestran que esta identidad es cuestionable. Falsa para decirlo con toda claridad. Ido Uribe, la seguridad no empeoró. Parece incluso haber mejorado. Sin Uribe, sobra decirlo, también puede haber seguridad en este país.
Los juicios políticos de Vallejo son hipérboles de un alma desencantada. Vallejo dispara para todos los lados. Sin dirección aparente. Pero esta vez, creo yo, dio en el blanco. Cada vez más, Colombia se asemeja a una república de tinterillos en busca de un sueldo o de una pensión, de una renta permanente y cuantiosa. Después de décadas de práctica, los tinterillos han logrado infiltrar el Estado desde adentro. Manipulan y explotan a su favor la asignación de recursos públicos. Son buscadores de rentas que se valen de toda suerte de artimañas: carruseles, tutelas, leyes y micos de muchos pelambres.
Por esas coincidencias de la vida, mientras Vallejo leía su discurso rabioso, los medios de comunicación informaban sobre la última maniobra de un grupo de tinterillos. El año pasado, veinte o más profesionales del derecho hicieron su torcido. Fueron nombrados magistrados del Consejo de la Judicatura por dos o tres meses, el tiempo suficiente para recoger unos milloncitos y aumentar la base de su pensión. Unos llegaban y otros salían coordinadamente. El “carrusel” tenía un único objetivo: la captura de rentas. Varios de los favorecidos, ex magistrados en teoría, aprovechados en la práctica, se jubilaron después de la consabida vuelta en el consabido carrusel a disfrutar de su “destino” como dice Vallejo que decían nuestros antepasados.
Hace dos semanas la prensa nacional llamó la atención sobre una maniobra similar, una iniciativa legal promovida por el senador del Polo Democrático Luis Carlos Avellaneda y aprobada por el Congreso de la República en diciembre pasado. La iniciativa pretende otorgarles una pensión de gracia, en este caso, una renta adicional, a más de siete mil maestros. Avellaneda había litigado a favor de muchos de los posibles beneficiarios, uno de sus antiguos socios es actualmente el apoderado de miles de ellos pero el senador parece no inmutarse: los buscadores rentas suelen ser un poco desvergonzados. Avellaneda incluso se reunió con el vicepresidente Angelino Garzón, un posible aliado en su empresa. Si el presidente Santos no objeta la ley en los próximos días, las rentas capturadas ascenderían, según los cálculos del gobierno, a varios billones de pesos.
Hace algunos meses, el procurador Alejandro Ordoñez, otro tinterillo, señaló que las pensiones de los magistrados y otros funcionarios de la rama judicial deberían liquidarse con base en un régimen especial expedido hace 40 años. De manera desvergonzada, el procurador amenazó con sanciones disciplinarias a los funcionarios que incumplieran sus nefastas instrucciones. De nuevo, hay varios billones de pesos en juego. A este paso terminaremos arruinados. Los tinterillos, lo dijo el mismo Vallejo, podrían parrandearse nuestro destino. Ya como mínimo han asegurado el suyo.