Esta semana el presidente del Partido Conservador, el senador caucano José Darío Salazar, señaló, con inusual vehemencia, que la violencia estaba desbordada, “salida de todo cauce”. “Si esto no toma otro rumbo el gobierno va a tener que revisar su política de seguridad” dijo de manera rotunda. Varios voceros del Partido de la U han expresado recientemente preocupaciones similares. La semana anterior, el diario El Colombiano de Medellín llamó la atención sobre un supuesto deterioro del orden público: “la situación de orden público…nos hace temer que, si no se insiste en preservar la política de Seguridad Democrática, a lo que se comprometió el Presidente,…en lugar de avanzar hacia la prosperidad, podamos retroceder a tiempos aciagos ya superados”.
¿Ha aumentado sustancialmente la violencia en Colombia? ¿Estamos en realidad retrocediendo a pasos agigantados? Con el doble propósito de responder las preguntas planteadas e introducir un poco de claridad en una controversia acalorada, dominada no por los hechos sino por las pasiones políticas, decidí esta semana consultar las cifras recientemente publicadas por el Instituto de Medicina Legal, una entidad independiente. Las cifras son todavía provisionales. Pero permiten, desde ya, un análisis objetivo del cambio en las condiciones de seguridad y una evaluación seria de la hipótesis del Senador Salazar y otros políticos nostálgicos, a saber: la violencia, como los ríos de Colombia, está salida de todo cauce.
Las cifras de Medicina Legal revelan varios hechos sorprendentes, contrarios a las opiniones más alarmistas mencionadas con anterioridad. Las cifras muestran, en particular, una disminución reciente (y sustancial) de los homicidios. En el año 2010, el número de homicidios disminuyó más de 10% con respecto al año 2009. En algunas capitales de departamento la disminución fue excepcional. En Sincelejo, Pereira y Pasto, los homicidios cayeron más de 20%. En Montería y Santa Marta también cayeron más que proporcionalmente. Nada parece sugerir, en últimas, que la violencia está desbordada, salida de sus cauces históricos.
No todos los resultados son positivos. En Riohacha, Valledupar e Ibagué, por ejemplo, la violencia homicida creció de manera preocupante. En Bogotá parece también haber aumentado. En Cali y Medellín disminuyó levemente pero se mantiene en niveles muy altos, intolerables. En muchas zonas rurales, el crimen organizado sigue haciendo de las suyas, matando con la más absoluta impunidad. Pero las cifras agregadas sugieren que la violencia no ha aumentado. Todo lo contrario. Tristemente el debate reciente sobre las condiciones de seguridad ha ocurrido en un vacío empírico. Nadie repara en los hechos. Y muchos distorsionan deliberadamente la realidad.
Los problemas de seguridad siguen siendo inmensos. Pero diciendo mentiras, exagerando la gravedad de la situación, no se van a resolver. En las últimas semanas algunos de los voceros más connotados del uribismo han vuelto a plantear, de manera velada pero insistente, una identidad según ellos incuestionable: sin Uribe no hay seguridad. Pero los hechos, los fríos hechos, muestran que esta identidad es cuestionable. Falsa para decirlo con toda claridad. Ido Uribe, la seguridad no empeoró. Parece incluso haber mejorado. Sin Uribe, sobra decirlo, también puede haber seguridad en este país.