El gesto político del presidente es interesante. Y previsible. Más vale una foto con las familias de los mineros muertos que otra distinta, más glamurosa con los dueños del mundo, con los habituales de Davos: Clinton, Bono, Gates y demás. Pero más allá de los motivos presidenciales, el hecho cierto, la triste verdad de esta y otras tragedias similares es que la “locomotora” minera (las otras no arrancan todavía) parece estar fuera de control, ha venido operando, por muchos años ya, en un vacío institucional. En seis meses, el gobierno no ha hecho nada para remediar este problema. Las presentaciones del plan de desarrollo, repetidas muchas veces, simplemente señalan la necesidad de “fortalecer el marco institucional del sector minero” y “desarrollar estrategias para formalizar la minería”. Por ahora solo hay enunciados generales. Y gestos de buena voluntad.
El regreso prematuro de Santos, la contratación del juez español Baltasar Garzón, el reajuste del salario mínimo, para mencionar sólo algunos ejemplos recientes, no pretenden resolver los problemas del sector minero, la justicia o el mercado de trabajo; son gestos convenientes, trucos publicitarios si se quiere. Todos los políticos recurren a esta suerte de demagogia. Pero la alta popularidad de algunos mandatarios y ex mandatarios latinoamericanos parece estar agravando el problema, exacerbando la superficialidad democrática. Hemos caído, por llamarlo de alguna forma, en el síndrome del 70%. Cualquier porcentaje de aceptación inferior es considerado preocupante, prende las alarmas de los asesores. La medianía estadística se ha convertido en una preocupación preponderante. El narcisismo presidencial está desbordado. En su primer encuentro con el entonces presidente Lula, Santos mencionó (no pudo evitarlo) que mientras su porcentaje de aceptación había llegado al 90%, el de Lula apenas superaba el 85%.
Un porcentaje de aceptación o aprobación de 70% o más puede ser un síntoma preocupante, una manifestación inmediata de cierta complacencia, encantamiento o suspensión de la incredulidad. Puede incluso llamar la atención sobre una enfermedad mayor: la coexistencia de un público complaciente y un gobierno superficial, adepto a los gestos dramáticos. Por el contrario, un porcentaje de aceptación cercano a 50% revela un escepticismo saludable, un grado conveniente de polarización. Yo prefiero incluso la paradoja de Perú, donde el progreso socioeconómico coincide con la impopularidad presidencial, a una paradoja opuesta, casi trágica, en la cual, para usar un giro conocido, “el presidente va bien pero el país va mal”.