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23 enero, 2011

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Una fábula sin moraleja

Llevado por una irresistible curiosidad por las tragedias ajenas, leí esta semana la noticia sobre Juliana Sosa, la modelo colombiana capturada en compañía de un mafioso mexicano. Leí también los insultos de cientos de foristas indignados ante «una mujer sin principios», «dispuesta a venderse al mejor postor», sea el que sea. Mientras repasaba la indignación soez de los lectores, recordé una historia inquietante relatada por el filósofo francés Bernard-Henry Lévy en uno de sus últimos libros. Voy a contarla nuevamente en clave colombiana. Pero, aclaro, no se trata de una historia doméstica sino de una fábula universal, antropológica podríamos decir.

Manuel vivió los primeros años de su vida en un pueblo como tantos otros, común y corriente, venido a menos, arruinado por los giros impredecibles de la economía. Abandonó el pueblo antes de cumplir veinte años. Hizo una gran fortuna y regresó muchos años más tarde, convertido ya en un potentado. Inicialmente nadie lo reconoció. Ninguno de los habitantes del pueblo concebía, podía imaginar siquiera, que aquel joven humilde, un simple ayudante de tienda, fuera ahora el dueño de una fortuna magnífica, casi inverosímil.

Pero pasadas algunas semanas, Manuel reveló su identidad: “recuerdan un joven modesto que abandonó este pueblo hace ya muchos años, humillado, expulsado como un perro pues supuestamente le había robado unos cuantos pesos al señor Alfredo, al dueño de la tienda; pues bien, ese soy yo, Manuel”. “Este pueblo está desahuciado, no tiene futuro. Les ofrezco varios miles de millones de pesos para repartir entre todos sus habitantes. Sólo pido una cosa a cambio: la cabeza de Alfredo, el culpable de mi destierro, el causante de la más grande humillación de mi vida”.

Los habitantes del pueblo reaccionaron indignados ante la propuesta de Manuel. “Se trata de una chantaje inaceptable”, dijeron en coro. “Nosotros somos gente decente”, repitieron con firmeza. Pero, días más tarde, el pueblo comenzó a cambiar. Los muchachos estrenaron tenis nuevos, de varios pisos. Las mujeres cambiaron sus vestidos tradicionales por otros más ostentosos, de telas delgadas. El jefe de la policía, a quien Alfredo visitó alarmado ante las miradas recelosas de sus paisanos, exhibía ahora un nuevo diente de oro. El párroco pudo al fin arreglar la fachada de la sacristía. Hubo televisores y equipos de sonido para todo el mundo. En fin, el pueblo, en conjunto, entero, comenzó a venderse. Poco a poco.

“Manuel tiene razón. Alfredo se portó como un patán. Además, es un tipo egoísta, amarrete. Nadie entiende por qué no se va de una vez por todas y permite que llegue la prosperidad al pueblo que dice querer tanto”, dijo uno de los jóvenes de tenis nuevos en un arranque de sinceridad. Pocos días después, Alfredo apareció asesinado en un rincón de su tienda de abarrotes. Desde entonces el pueblo ha vuelto a ser un lugar prospero. Manuel, el artífice de los cambios, es querido y admirado al mismo tiempo, una cosa se ha vuelto indistinguible de la otra.

Volviendo al comienzo, a la realidad de este mundo, no quisiera defender a Juliana Sosa. Pero su historia me parece tan ordinaria. Representa no tanto una perversidad individual o cultural como una inclinación antropológica. La humanidad, ya lo sabemos, no es una especie moralmente muy admirable. Parece siempre dispuesta a venderse. Y a matar. Por cualquier cosa.