¿Cuántos economistas, oí decir varias veces esta semana, ganan un salario mínimo o una suma parecida? Esta pregunta retórica ilustra una forma de descalificación común y corriente, previsible, de todos los días. “Los economistas hablan mucho de empleo pero jamás han creado un puesto de trabajo”, solía decir un ex ministro del gobierno anterior en respuesta a sus críticos. “Nunca han pagado una nómina en su vida”, dicen los empresarios con frecuencia. “No conocen el país, no se han untado de pueblo, no entienden las angustias de las regiones”, afirman los políticos de manera rutinaria.
Estos reclamos no sólo son dirigidos en contra de los economistas. Periodistas y comentaristas de otras profesiones reciben reproches similares. “¿Cómo puede alguien que nunca hizo política en Córdoba o en el Cesar hablar de paramilitarismo o de conexiones con los paramilitares?”, se dice con frecuencia. “Qué tan fácil es opinar desde la comodidad de las aulas o de los salones bogotanos, o pontificar desde la distancia, muy lejos de las regiones, de una realidad compleja y acuciante, incomprensible para quienes no la han experimentado de cerca”, se argumenta de manera reiterativa, insistente.
Los argumentos anteriores tienen una marca similar, parecen cortados con la misma tijera; todos invocan, a su favor, una suerte de empirismo vulgar, esto es, todos sugieren que la experiencia continua, sostenida, es una condición insustituible para entender la realidad. Así, sólo los empresarios entienden a ciencia cierta el funcionamiento de la economía, sólo los pobres pueden opinar sobre la realidad y las causas de la pobreza y sólo la práctica rutinaria (la etnografía obligatoria de la vida) nos capacita intelectual y moralmente para entender el mundo y juzgar a nuestros semejantes. Los otros, quienes opinan sin la experiencia requerida, son teóricos, distantes, desubicados o indolentes.
Esta forma de empirismo es muy popular. Tiene adeptos en la política, en los medios de comunicación, en los negocios, incluso en el sector de la educación. «Solo un médico puede ser Ministro de Salud», dicen algunos con celo gremialista. «Solo los conductores de buseta pueden diseñar los sistemas de transporte», dirán otros en la misma lógica. Pero el empirismo vulgar es demagógico. Incluso peligroso. El contacto permanente con la realidad no siempre abre la mente; por el contrario, la cierra muchas veces. Y poco o nada enseña sobre las causas y los efectos de muchos fenómenos económicos o sobre los determinantes de los problemas más urgentes o sobre la mejor forma de resolverlos. “Pagar la nómina” en nada instruye sobre el comportamiento del mercado de trabajo.
Los argumentos de muchos economistas son cuestionables. Pero los críticos deberían refinar sus alegatos. El empirismo vulgar es una forma de evadir el debate, de sustituirlo por una descalificación facilista, sin sentido. El empirismo vulgar sirve para crear indignación, para aumentar la popularidad de sus voceros, pero no contribuye al debate. No aporta nada. Genera calor, no luz.