Los nombres propios siempre han suscitado curiosidad y debate. Muchas conversaciones informales contienen alusiones a la extrañeza de éste o aquel nombre. O derivan en opiniones sobre las inclemencias de la vida de los sin tocayo. Hasta hace algún tiempo, sin embargo, este tema no parecía llamar la atención de los académicos o de los medios de comunicación. Pero esta situación está cambiando. Hace unos meses el diario El Tiempo publicó un editorial que planteaba una pregunta peculiar: “¿Tienen derecho los padres a adjudicar al hijo el nombre que se les ocurra?”. El mismo editorial insinuaba una respuesta: “Nuestra Constitución defiende el libre desarrollo de la personalidad, pero siempre y cuando lo ejerza el sujeto titular del derecho. Una cosa es que un adulto resuelva llamarse Deportivo Independiente Medellín (lo que ya es bastante esperpéntico) y otra muy distinta, que los progenitores condenen a una criatura indefensa a sobrellevar la gracia de Cabalgatadeportiva”.
Los nombres propios son usualmente usados por los empleadores para discriminar en contra de los aspirantes a un empleo, bien sea porque los primeros tienen preferencias de raza o de clase y asocian algunos nombres atípicos con afiliaciones raciales o socioeconómicas. O alternativamente, porque los empleadores tienen información imperfecta sobre los aspirantes y utilizan sus nombres como una forma sencilla para inferir las calificaciones y los atributos relevantes. Este comportamiento ha sido confirmado por varios estudios basados en experimentos ficticios con hojas de vida, realizados en los Estados Unidos. Los estudios mencionados comienzan por asignar aleatoriamente a las hojas de vida nombres típicamente negros (Lakisha o Jamal) o nombres tradicionalmente blancos (Emily o Greg). Una vez asignados los nombres, las hojas de vida se envían por correo a miles de potenciales empleadores tomados de los avisos clasificados de los periódicos. Los estudios muestran que los candidatos con nombres “blancos” deben enviar, en promedio, diez hojas de vida para recibir una llamada a entrevista, mientras que los candidatos con nombres “negros” deben enviar 15 en promedio. Seguramente lo mismo ocurre en Colombia. Algunos jefes de personal dicen abiertamente que discriminan según nombres o vecindarios. Otros manifiestan que descartan las hojas de vida que usan formas estandarizadas.
En últimas, este comportamiento se refleja en los salarios. Un estudio reciente realizado en la Universidad de los Andes (por Alejandro Gaviria, Carlos Medina y María del Mar Palau), muestra que un nombre atípico puede reducir el salario hasta en un 15%. El estudio compara parejas de individuos con los mismos atributos: la misma educación, la misma experiencia laboral, el mismo lugar de residencia, la misma afiliación racial y la misma educación de los padres. Simplemente uno de ellos tiene un nombre atípico y el otro un nombre común. Para los individuos con más de cinco años de educación, los “agraciados” con un nombre atípico ganan 15% menos. Para los individuos con más de once, 16% menos. Y para las mujeres con más de cinco años de educación, 17% menos.
Pero así y todo, los nombres raros son (paradójicamente) cada vez más populares. En la Costa Atlántica, el 12% de los jefes de hogar no tienen un tocayo entre los 20.000 informantes de la Encuesta de Calidad de Vida del Dane. En la Costa Pacífica, el 11% sufre del mismo exceso de originalidad. En Bogotá y en Antioquia, los porcentajes están cercanos al 5%. Y la tendencia, de nuevo, es creciente.
Muchos padres ignoran los efectos adversos de un nombre raro. O no son plenamente conscientes de los mismos. Otros sí son conscientes de los costos pero deciden ignorarlos. Muchas veces los padres escogen los nombres de sus hijos con el fin de afianzar sus identidades ideológicas o raciales. Otras veces simplemente desean expresar sus expectativas o aspiraciones con respecto a sus hijos (Yesaidú por “Yes, I Do” y Juan Jondre, por “One Hundred” son ejemplos extremos mencionados). Otras más, las escogencias son caprichosas. Los nombres mezclados o invertidos son comunes. Lo mismo que las elaboraciones sobre los nombres de personajes famosos o sobre temas recurrentes de la cultura popular. Recientemente, The New York Times reseñó el caso de Gilberto Vargas, un vendedor ambulante venezolano, quien les dio a sus cuatro hijas los nombres de Yusmary, Yusmery, Yusneidi y Yureimi, y a sus dos hijos los nombres de Kleiderman y Kleiderson. Los nombres de los niños fueron tomados del pianista francés Richard Clayderman (originalmente Phillip Pages), y los de las niñas, según el testimonio del mismo padre, fueron completamente caprichosos: ocurrencias de ocasión que, seguramente, resultarán, bastante costosas.
En suma, los nombres atípicos no sólo señalan una pertenencia social específica, sino que pueden también contribuir a deprimir las oportunidades laborales y por ende a afianzar las brechas sociales. Aparentemente los nombres se han convertido en un factor más de exclusión y discriminación. Pero más allá de las especulaciones sociológicas, 15% parece un costo muy grande para un capricho o un exceso de originalidad.