El debate político colombiano parece haber entrado en una nueva etapa de pugnacidad. El argumento ha sido reemplazado por el insulto. Por la descalificación personal. Y esta última ha asumido (con alarmante frecuencia) la forma odiosa del enjuiciamiento familiar: el primo de Pablo, el hermano de Santiago, el cuñado de Simón, el primo de Mario, etc. Hoy en día, en Colombia, si se quiere cuestionar a un hombre público, basta con encontrar un pariente sospechoso. El pasado familiar se convirtió en un arma política eficaz. O, al menos, en una forma rentable de descalificación. Tristemente la genealogía parece haber reemplazado a la ideología. Uno de los aspectos más odiosos de la sociedad colombiana son las roscas. Los consulados, las embajadas y muchos cargos públicos parecen haber sido escriturados a algunas dinastías políticas. La meritocracia sólo funciona en la prédica, porque en la práctica los apellidos valen más que la preparación o la capacidad. Además, la falta de meritocracia no está circunscrita al sector público. En el sector privado, las conexiones familiares también cuentan: muchas veces más que el esfuerzo individual o que el talento propio o que los títulos profesionales. Con la notable excepción de las admisiones a las universidades, los lazos familiares siguen siendo una forma eficaz de colarse en la fila del mérito. Curiosamente, muchos comentaristas sociales (y algunos políticos) denigran de la antimeritocracia colombiana mientras atacan a sus contradictores por sus vínculos familiares. En un caso, critican el uso de los lazos familiares como sustitutos del mérito; en el otro, aceptan su utilización como indicadores de la virtud. Primero se muestran indignados por las conexiones familiares, luego las explotan con fines políticos. Esta contradicción lógica es una forma de hipocresía que refleja, entre otras cosas, la facilidad con la que se asumen posturas progresistas al mismo tiempo que se adoptan conductas excluyentes. Quienes utilizan los lazos familiares para descalificar a sus contrincantes están, involuntaria o deliberadamente, defendiendo las oportunidades heredadas y los privilegios de clase. Cuando, para usar un ejemplo concreto, el columnista Felipe Zuleta critica al consejero presidencial José Obdulio Gaviria por tener un vínculo familiar con el extinto narcotraficante Pablo Escobar, está poniendo los apellidos por encima de los argumentos. Uno puede criticar a José Obdulio por muchas razones, yo mismo lo he hecho en varias oportunidades, pero enrostrarle repetidamente sus lazos familiares no sólo demuestra cierta desidia argumentativa, sino también una evidente inclinación clasista. Los apellidos no establecen una escala moral inmodificable. La virtud no puede inferirse de la genealogía. La decencia o la honestidad no son atributos heredados. De allí la injusticia de los enjuiciamientos familiares. En un debate reciente, el Presidente Uribe tuvo que responder no sólo por sus actos, sino también por los de sus parientes. Muchas conductas ajenas fueron denunciadas como si fueran propias. “Fue muy buen hijo, compañero inmejorable de mi madre. Buen hermano y buen esposo”, dijo el Presidente Uribe de su hermano Santiago. “Yo no creo que el senador, hijo de un tío abuelo mío, tenga esas inclinaciones”, dijo de su primo Mario. Nadie señaló la extrañeza de la situación: de las acusaciones y de las aclaraciones. La mayoría parece haber aceptado que los enjuiciamientos familiares hacen parte del juego democrático: que los hombres públicos deben responder por los actos de sus parientes. Así las cosas, no sobra reiterar que quienes aceptan este tipo de juicios indirectos están aceptando, así sea implícitamente, las prácticas antimeritocráticas y los argumentos de clase.
Daily Archives: