Cuando el resultado final se sabe desde el comienzo, las elecciones se convierten en una especie de simulación. Parecen una gran operación algebraica que corresponde resolver paso a paso pero cuyo resultado se conoce de antemano. A veces, por supuesto, surge la tentación de evitar los cálculos innecesarios y saltar de una vez al resultado final. Pero afortunadamente las elecciones no son sólo una contienda; son también una comedia: una representación donde los actores enfrentan la difícil tarea de ganar y perder con dignidad. En esta oportunidad, los vencidos y el vencedor han ofrecido algunas enseñanzas perdurables. Como para una clase de cívica o para un libro de Paulo Coelho.
Primero cabe hablar de los vencidos. Gaviria, Serpa y Mockus se han ocupado del álgebra inútil de la campaña con un empeño que contrasta con el aspecto ineluctable del resultado. Han expuesto sus ideas —sobre la libertad individual, sobre la inequidad social, sobre la transformación cultural— con elocuencia y convicción. Han evitado el desgano propio de la derrota cantada. Han mostrado vergüenza deportiva. En ocasiones, sobra decirlo, resulta difícil salir a jugar un segundo tiempo de trámite con el marcador cuatro a cero en contra. Pero los vencidos se han tomado en serio su papel de perdedores comprometidos.
Sus actuaciones han sido una buena muestra de la estética del fracaso. De la belleza rara de las causas perdidas. Dice Fernando Pessoa: “La única actitud digna de un hombre superior es el persistir tenaz en una actividad que se reconoce inútil, el hábito de una disciplina que sabe estéril, y el uso fijo de normas de pensamiento filosófico y metafísico cuya utilidad se percibe como sospechosa”. Mockus, por ejemplo, ha llevado este antipragmatismo al extremo inquietante de aplicarse cada vez con mayor disciplina a un discurso cada vez más inefectivo. Pero los perdedores convencidos, diría Pessoa, poseen una dignidad que no tienen los ganadores prácticos.
Cabe ahora hablar del vencedor. Obsesionado desde el comienzo con un triunfo aplastante, ha dejado que la milimetría estratégica imponga todas las prioridades. Su campaña ha sido una acumulación de victorias inútiles (“toda victoria inútil es un crimen”, leí alguna vez en un inventario de imperativos categóricos). A veces, incluso, queda la impresión de que el objetivo de la victoria total ha justificado el uso de medios desmedidos. O, al menos, la inobservancia de ciertas normas necesarias: reconocer al rival, darle la cara, no menospreciarlo por cuenta de la ventaja manifiesta. Dice el autor italiano Claudio Magris: “Vencedor… es quien no se deja deslumbrar por su propia idiosincrasia y no idolatra sus debilidades, sino que reconoce, por encima de él, unos valores y una ley respecto a los cuales su psicología o sus vicisitudes personales son de una importancia secundaria”. Con el presidente Uribe, sin embargo, el deseo envolvente de acumular ventaja es una psicología preponderante ante la que nada resulta secundario.
Por supuesto, existen formas de ganar y formas de perder: todo es cuestión de método. Quisiera, para terminar, reiterar mi admiración por el método de los vencidos: su perseverancia que no podía alcanzar. Su esfuerzo y dedicación en medio de un trance desigual. Pues los vencidos, en últimas, son tan necesarios para la democracia como el mismo vencedor.