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16 junio, 2007

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El dopaje académico

Hace unos días, la prensa internacional divulgó una noticia que pasó desapercibida en la prensa nacional, cada vez más autista y monotemática. Decía la noticia que, en el distrito financiero de Shanghai, el corazón económico de la república China, muchos padres de familia recurren a todo tipo de artimañas con el propósito de conseguir una dosis de ritalina para sus hijos adolescentes en trance de presentar los exámenes de ingreso a la universidad. La ritalina es usada comúnmente para tratar la hiperactividad de los niños. Pero algunos despistados (entre quienes se cuentan los ansiosos padres de familia) creen que ésta incrementa la concentración en los adolescentes y puede por lo tanto mejorar su desempeño en las maratónicas (y decisivas) pruebas. Los padres chinos no son los únicos que apelan al dopaje académico. Los ingleses han recurrido a las mismas mañas químicas. Probablemente lo mismo ocurre en los Estados Unidos. Y en Colombia, donde el examen del ICFES tiene, para muchas familias de clase media, toda la fuerza de un destino.

El dopaje académico es una consecuencia previsible de la presión por resultados. Un ingrediente menor de la inveterada receta del éxito adolescente: la combinación del garrote de la presión paterna y la zanahoria del ego propio. El entrenamiento para la vida en la meritocracia comienza desde muy temprano, con los CDs de Mozart y la estimulación temprana. Y continúa con las guarderías especializadas, las absurdas pruebas de admisión a los cuatro años, las tutorías y las actividades extracurriculares. Son dieciocho años de preparación para una competencia de un fin de semana. Así, un empujoncito químico en las postrimerías de la larga carrera no está de más. Los beneficios son dudosos. Pero los costos del fracaso son incuestionables.

Muchos de quienes consiguen ingresar a una universidad de prestigio continúan la alocada carrera del mérito. En las universidades, los estudiantes desarrollan lo que el ensayista David Brooks ha llamado la mentalidad del promedio. En la meritocracia, un interés genuino por el tema de estudio es una distracción inconveniente. Un desperdicio de energía. Una forma de ineficiencia. Muchos estudiantes creen que cada examen, cada trabajo, cada materia, es una prueba definitiva; consideran (con razón o sin ella) que un simple titubeo estropeará el número que define sus vidas y definirá sus oportunidades.

De manera extraña, cuando llega el día del grado, el darwinismo se convierte en hippismo. Los padres que acuden felices a los grados, los mismos que posan satisfechos en la foto con el diploma (el destete definitivo de este mamífero diletante), deben soportar largos discursos sobre la igualad, la fraternidad, la solidaridad, etc. Los discursos nos invitan a comer más helados, a admirar los pliegues de las cosas, a acariciar el terciopelo del durazno antes de proseguir con el consabido mordisco. Todos sin excepción revelan una hipocresía tan empalagosa que envidiaría hasta el mismo Pablo Milanés.

Pero terminada la ceremonia, la meritocracia continúa. La vida vuelve a lo mismo. A lo que el poeta Elkin Restrepo llama la búsqueda de salidas al más breve extravío, la ardua tarea por alcanzar lo que nadie en verdad nos ha pedido. Pues, en últimas, uno puede refinar las formas de la protesta, sofisticar el discurso, ridiculizar el asunto, dar patadas de ahogado, pero todo será en vano. La pelea está pérdida. La meritocracia ya impuso sus reglas. Ya definió el camino. Y nadie infortunadamente ha descubierto aún una forma efectiva de dopaje.