Hace ya varios años, el Banco Mundial publicó un libro con una colección de testimonios de los pobres de Colombia. En el segundo capítulo, el libro recoge varias frases sueltas que resumen el tema de esta columna. “Con un empleo uno vive feliz”, dijo un joven de Medellín con una sencillez que no deja duda. “Estar bien es tener trabajo”, dijo una mujer de Barrancabermeja con la misma naturalidad. Para ambos, el bienestar depende del empleo. No de cualquier trabajo. Pero sí de un empleo que ofrezca un ingreso cierto y unas condiciones dignas. La felicidad, en últimas, está asociada al empleo formal. A lo mundano más que a lo sublime.
Una encuesta reciente, realizada por la Universidad de los Andes, en asocio con Invamer-Gallup, refuerza los testimonios recogidos por el Banco Mundial. 35% de los ocupados y 30% de los pobres reportan sentirse “muy satisfechos con su vida”, mientras apenas 20% de los desocupados manifiesta lo mismo. De la misma manera, el porcentaje de “insatisfechos” es dos veces mayor para los desocupados que para los ocupados. Los desocupados también tienden a ser más pesimistas, más renuentes a creer que es posible enfrentar unas circunstancias adversas o influir sobre la propia vida. “De qué sirve ser bachiller si al final uno queda igual: sin trabajo, en rebusque. Por eso yo me salí”, dijo un adolescente de Medellín. Y su testimonio resume la apatía causada por la desaparición del trabajo formal.
Varios investigadores sociales han demostrado, con base en estudios detallados, tanto etnográficos como estadísticos, que el trabajo formal no es simplemente una manera de asegurar un sustento. El trabajo define las dimensiones espaciales y temporales de la vida: dónde estamos y hasta cuándo. Sin ocupación regular, la vida (incluso la vida familiar) pierde coherencia. Los incentivos materiales y morales para hacer un buen uso del tiempo desaparecen. El tiempo transcurre sin estructura. Sin disciplina. Y muchas veces sin significado.
Pero el punto de esta columna no es académico: es político. Propone un predicamento sencillo. Intenta rescatar un lugar común que, por razones extrañas, es comúnmente ignorado. A saber: el empleo debe ser el propósito primordial de la acción colectiva. Debe convertirse en un fin en sí mismo. O, mejor, en el fin de todo lo demás. Si así lo aceptamos, deberíamos, entonces, rechazar las medidas antiempleo: el asistencialismo pagado con impuestos al trabajo, la idea de sumar subsidios en lugar de sumar empleos y la tendencia a maximizar la inversión en lugar de multiplicar el trabajo.
“Nosotros no queremos medir la economía en función del crecimiento. Para nosotros, más importante que ello es medir la economía en función de las tasas de inversión… Son las tasas de inversión las que permiten los recursos para hacer sostenible la política de Seguridad Democrática y para cumplir con las metas de inversión social”, dijo recientemente el presidente Uribe. Y sus palabras no dejan dudas: la inversión privada y los programas sociales, más que el empleo, son las prioridades del manejo de la economía. El empleo es un subproducto: el resultado secundario de la búsqueda de otras prioridades. Resulta paradójico, en últimas, que el continuo trabajar, trabajar y trabajar no tenga como referente principal el utilitarismo del empleo: la receta que llevaría a la maximización del bienestar colectivo, la fórmula simple de la felicidad: trabajo, trabajo y trabajo.