Iba a escribir esta columna sobre la errática toma de decisiones del Gobierno en materia económica. Sobre las desautorizaciones públicas (y consuetudinarias) del presidente al ministro de Hacienda. Sobre las insinuaciones indebidas del Ejecutivo a la Junta Directiva del Banco de la República. Incluso iba a señalar que si el presidente de una empresa privada listada en bolsa anuncia, primero, que va a emitir acciones y, luego, que no va a hacerlo, se expone a una severa sanción por parte de la Superintendencia Financiera. Pero el manejo de la economía pasa a un segundo plano cuando los asesinos saltan a escena. El oficio de opinar cada semana impone algunas obligaciones. Y una de ellas, creo yo, es el repentismo: la obligación de pronunciarse de manera apresurada sobre asuntos inaplazables.
Quiero opinar, entonces, sobre los extravíos de algunos sectores políticos y de opinión. Y, en particular, sobre la propaganda pacifista que, ante la certeza de la barbarie, simplemente señala que un lado es tan malo como el otro. La “Carta de los intelectuales y artistas por la paz”, publicada por el diario El Tiempo la semana anterior, expresa de manera precisa (y hasta clarividente) la perversidad del pacifismo colombiano. “Los artistas, escritores e intelectuales —dicen los firmantes de la Carta— llamamos a conformar una resistencia por la cultura de la vida, la tolerancia y la justicia. Si los ejércitos en pugna quieren la paz, que detengan el fuego y acepten un diálogo honesto, de cara al país y a la comunidad internacional”. El pacifismo hirsuto no distingue. Generaliza. Arropa a todo el mundo bajo el mismo juicio pusilánime.
Los ejemplos siguen. Véan lo que escribió en su blog el columnista Felipe Zuleta en alusión al comunicado del Gobierno sobre la masacre: “Desafortunadamente el comunicado está firmado por Álvaro Uribe Vélez, un ciudadano tan cuestionado como el mismo Manuel Marulanda”. O lo que escribieron, en un pronunciamiento publicado el jueves en la tarde, los voceros del Polo Democrático Alternativo (PDA): “El total esclarecimiento de los hechos, interpretados de manera contradictoria por los actores del conflicto, es condición esencial para que el país pueda evaluar con fundamento la gravedad de lo ocurrido”. Este pronunciamiento es un ejemplo perfecto de propaganda pacifista. En ningún momento, condena de manera explícita a las Farc. Incapaces de llamar las cosas por su nombre, los voceros del PDA utilizan la ambigüedad para disfrazar la cobardía.
Sobre los voceros del PDA, cabe decir lo mismo que dijo Eduardo Escobar sobre ‘los intelectuales’: “olvidan que a veces justificaron el horror que los espanta”. Y sobre el pacifismo en general (y sobre los extravíos del PDA, en particular) conviene citar nuevamente a Orwell: “la mayoría de los pacifistas pertenecen a oscuras sectas religiosas o son simplemente filántropos que no aceptan la muerte violenta y prefieren no pensar más allá de este punto. Pero hay una minoría de intelectuales pacifistas cuyo motivo real aunque no reconocido parece ser el odio a la democracia occidental y la admiración hacia el totalitarismo”.
La propaganda pacifista está basada en una identidad cuestionable: paz = pacifismo. Una identidad que conduce a la supuesta equivalencia de los “actores del conflicto” o de los “ejércitos en pugna”. Y que puede tener consecuencias peligrosas. En el mejor de los casos, genera una gran confusión. Y en el peor, alienta el ímpetu de los asesinos.
Quiero opinar, entonces, sobre los extravíos de algunos sectores políticos y de opinión. Y, en particular, sobre la propaganda pacifista que, ante la certeza de la barbarie, simplemente señala que un lado es tan malo como el otro. La “Carta de los intelectuales y artistas por la paz”, publicada por el diario El Tiempo la semana anterior, expresa de manera precisa (y hasta clarividente) la perversidad del pacifismo colombiano. “Los artistas, escritores e intelectuales —dicen los firmantes de la Carta— llamamos a conformar una resistencia por la cultura de la vida, la tolerancia y la justicia. Si los ejércitos en pugna quieren la paz, que detengan el fuego y acepten un diálogo honesto, de cara al país y a la comunidad internacional”. El pacifismo hirsuto no distingue. Generaliza. Arropa a todo el mundo bajo el mismo juicio pusilánime.
Los ejemplos siguen. Véan lo que escribió en su blog el columnista Felipe Zuleta en alusión al comunicado del Gobierno sobre la masacre: “Desafortunadamente el comunicado está firmado por Álvaro Uribe Vélez, un ciudadano tan cuestionado como el mismo Manuel Marulanda”. O lo que escribieron, en un pronunciamiento publicado el jueves en la tarde, los voceros del Polo Democrático Alternativo (PDA): “El total esclarecimiento de los hechos, interpretados de manera contradictoria por los actores del conflicto, es condición esencial para que el país pueda evaluar con fundamento la gravedad de lo ocurrido”. Este pronunciamiento es un ejemplo perfecto de propaganda pacifista. En ningún momento, condena de manera explícita a las Farc. Incapaces de llamar las cosas por su nombre, los voceros del PDA utilizan la ambigüedad para disfrazar la cobardía.
Sobre los voceros del PDA, cabe decir lo mismo que dijo Eduardo Escobar sobre ‘los intelectuales’: “olvidan que a veces justificaron el horror que los espanta”. Y sobre el pacifismo en general (y sobre los extravíos del PDA, en particular) conviene citar nuevamente a Orwell: “la mayoría de los pacifistas pertenecen a oscuras sectas religiosas o son simplemente filántropos que no aceptan la muerte violenta y prefieren no pensar más allá de este punto. Pero hay una minoría de intelectuales pacifistas cuyo motivo real aunque no reconocido parece ser el odio a la democracia occidental y la admiración hacia el totalitarismo”.
La propaganda pacifista está basada en una identidad cuestionable: paz = pacifismo. Una identidad que conduce a la supuesta equivalencia de los “actores del conflicto” o de los “ejércitos en pugna”. Y que puede tener consecuencias peligrosas. En el mejor de los casos, genera una gran confusión. Y en el peor, alienta el ímpetu de los asesinos.