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julio 2007

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El deterioro institucional

Desde hace algún tiempo, varios analistas políticos y económicos han criticado la forma como la administración Uribe conduce los asuntos del Estado. Los críticos cuestionan no sólo la centralización de la toma de decisiones, sino también la impaciencia con la separación de poderes y con los funcionarios independientes. En una palabra, cuestionan la “desinstitucionalización”. Esta columna vuelve sobre lo mismo. Repite una crítica ya reiterada pero no agotada como lo muestran varias actuaciones recientes del Gobierno. El Presidente y unos cuantos asesores han centralizado la toma de decisiones. La burocracia weberiana ha dado paso a la corte palaciega. Si un alto funcionario no cumple con las tareas encomendadas, no se reemplaza; se neutraliza mediante el nombramiento de un asesor presidencial, de un cortesano que hace las veces de ministro en la sombra. Actualmente un ex director de Crédito Público resuelve, desde Palacio, algunos de los temas cruciales de la cartera de Transporte. Y una ex ministra supervisa, también desde Palacio, el avance de los tratados comerciales, un tema prioritario de la cartera de Comercio e Industria. Es un círculo vicioso. La centralización de la toma de decisiones debilita los ministerios y los ministerios debilitados alientan la centralización. Pero la desinstitucionalización no termina con el debilitamiento ministerial. La aversión para relevar los ministros ineficaces contrasta con la presteza para retirar (o cuestionar) a los funcionarios independientes. Así lo muestra, por ejemplo, el reciente relevo del superintendente financiero. Un golpe de los cortesanos a la burocracia. Una muestra de la falta de escrúpulos institucionales. Aparentemente el Presidente perdió la paciencia con un funcionario no siempre dispuesto a participar en sus ejercicios nemotécnicos (“¿cuántos microcréditos se colocaron el mes anterior?”) y no siempre resuelto a sumarse al entusiasmo de las fusiones y adquisiciones. Pero el punto es de fondo. La supervisión financiera necesita independencia de las opiniones y los amigos del Presidente. Si no es así, pierde todo sentido. Se convierte en un instrumento adicional de los cortesanos. En una sucursal más del Palacio de Nariño. “Las instituciones tienen que cooperar armónicamente en busca de los fines superiores del Estado”, dijo el Presidente esta semana en referencia a una sentencia de la Corte Suprema de Justicia que niega la posibilidad de juzgar a los paramilitares como sediciosos. Pero lo mismo pudo haber dicho en referencia a la decisión (valerosa, por cierto) del Banco de la República de incrementar la tasa de interés. El Presidente parece estar confundiendo la independencia de poderes con la subordinación de los mismos. O la cooperación con la sumisión. Cuando el Presidente habla de “unidad de Estado” o cuando pide “que no se alegue la independencia de las instituciones para eludir responsabilidades frente a esta desmovilización”, está equiparando las políticas de Gobierno con los fines del Estado. Esto es, está contribuyendo a la desinstitucionalización. El Presidente ha señalado que la confianza de los inversionistas es una de las prioridades de su Gobierno. “La confianza inversionista —ha dicho de manera reiterada— es la que finalmente garantiza crecimiento sostenido en el largo plazo”. Pero la confianza no sólo depende del éxito de la política de seguridad democrática, sino también de la calidad de las instituciones. Cuando los burócratas son reemplazados por cortesanos y cuando (al mismo tiempo) se cuestiona la independencia de la supervisión financiera, del Banco de la República y de la Corte Suprema, la incertidumbre aumenta y la confianza disminuye. La conexión no es inmediata. Pero es inevitable. La desinstitucionalización es buena para la corte de palacio. Pero mala para el resto del Estado. Es buena para el Presidente. Pero mala para el país.
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Bienvenidos los extranjeros

Alfonso López llamó alguna vez a Colombia “el Tíbet de Suramérica”. Seguramente estaba haciendo referencia a nuestro aislamiento geográfico, al enclaustramiento de nuestros centros productivos y al mismo solipsismo de nuestras élites políticas e intelectuales. Y también (probablemente) a nuestras inclinaciones proteccionistas y a nuestra inveterada incapacidad para atraer y retener inmigrantes. Esto es, a nuestra ubicación periférica, no sólo en las rutas del comercio, sino también en los rumbos de la gente. En las mentes de los viajeros. De los polinizadores de la cultura y los mensajeros de la modernidad.

Como bien lo ha dicho el historiador Malcolm Deas, las oleadas migratorias del siglo XIX a duras penas tocaron a Colombia. La falta de desarrollo, los permanentes conflictos políticos y las plagas naturales (y hasta las humanas) ahuyentaron a la mayoría de los inmigrantes, con la excepción de unos cuantos aventureros: representantes de casas comerciales, mineros y mecánicos. El resto tomó otros rumbos. “El país estaba muy lejos de ofrecer atractivos comparables (…a los de) los Estados Unidos, Canadá, Australia, Brasil, Chile y aun Cuba”.

La ausencia de extranjeros propició la extrañeza y el recelo, los cuales probablemente contribuyeron a reforzar la tendencia original. Es el círculo vicioso del aislamiento. El historiador Rodrigo de J. García cuenta que “las personas del pueblo veían (a los extranjeros) como si vinieran de otro planeta, como personas extraordinarias y hasta de temer”. El geógrafo alemán Alfred Hettner, quien recorrió la región andina a finales del siglo XIX, notó “que, entre las clases superiores, había cierta aversión, que llegaba a la xenofobia”. El mismo sentimiento imperó por muchos años más. Pilar Vargas y Luz Marina Suaza recopilaron recientemente una serie de testimonios ilustrativos de la xenofobia imperante durante la primera mitad del siglo anterior. La opinión de Eduardo Caballero Calderón, en rechazo a la candidatura presidencial de Gabriel Turbay, muestra, por ejemplo, el lado racista de la xenofobia sabanera: “Nosotros… los que todo lo tenemos de colombianos, jamás podemos ser turbayistas… El pueblo, lo mismo yo que quien me trae la leña… tenemos lo que Turbay no tiene”. Sangre colombiana, por supuesto.

El racismo y el recelo hacia los extranjeros quedaron consignados en la legislación de la época. La Ley 114 de 1922 prohibía “la entrada al país de elementos que por sus condiciones étnicas, orgánicas o sociales sean inconvenientes para la nacionalidad y para el mejor desarrollo de la raza”. Las normas posteriores establecieron cuotas anuales de inmigrantes según su nacionalidad. Un decreto proferido en 1935 permitía la entrada al país de cinco armenios, cinco búlgaros, diez palestinos, diez sirios ycinco polacos. Con el tiempo, las normas cambiaron. Las leyes racistas se derogaron. Pero los extranjeros nunca llegaron.

La situación puede estar cambiando, sin embargo. Colombia se ha vuelto más atractiva, no sólo para el capital financiero, sino también para el capital humano. No sólo para el turista, sino también para el inmigrante. En particular, las medidas totalitarias del gobierno de Chávez, aunadas a su misma intolerancia religiosa (antisemita, en muchos casos) y a la reducción de las oportunidades económicas, ha llevado a muchos venezolanos (empresarios, intelectuales, artistas, médicos, etc.) a considerar seriamente la inmigración a Colombia. El Gobierno debería obrar con presteza y generosidad, y ofrecerles la ciudadanía colombiana. Así no sólo estaríamos beneficiándonos de la captura de cerebros y capitales, sino también rompiendo con una tradición inconveniente de aislamiento, xenofobia y cerrazón.
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1974-78

Yo no soy historiador. ni pretendo serlo. Ni quisiera hacer juicios históricos improvisados. Pero si tuviera que resaltar algunas de las realizaciones de la administración López Michelsen mencionaría, primero, su intento (inconcluso) de modernizar nuestra economía, de eliminar algunos privilegios enquistados y de acabar con el maridaje entre la burocracia aduanera y el sector privado, el cual había estimulado no sólo la corrupción de cuello blanco, sino también el contrabando y otras actividades ilegales. En segundo lugar, mencionaría su rompimiento con el conservatismo social. El divorcio civil, por ejemplo, fue una de las banderas de la campaña presidencial de López Michelsen. Ya durante su gobierno, el divorcio fue aprobado exclusivamente para los matrimonios civiles (y el concordato fue prorrogado) pero López Michelsen contribuyó a desbaratar el monopolio histórico de la Iglesia Católica sobre la legislación social.

También valdría la pena mencionar, dado el contraste con la actitud sometida de la administración Uribe, la independencia (la dignidad, podríamos decir) con la cual la administración López Michelsen manejó sus relaciones con los Estados Unidos. En octubre de 1975, López renunció a la ayuda externa americana. “Hemos concluido —le dijo a un reportero del New York Times— que la ayuda externa crea una dependencia económica que no es saludable y menoscaba algunas de nuestras iniciativas de desarrollo”. En febrero de 1976, cuando Henry Kissinger, entonces de visita a Colombia, trató de presionarlo para que condenara la intervención cubana en Angola, López se limitó a señalar que no era la primera vez que un país de este hemisferio intervenía en otro continente.

Pero, a la hora de los balances históricos, el cuatrienio 1974-78 no será recordado por las realizaciones del gobierno de López Michelsen. Durante estos cuatro años, Colombia se consolidó como el primer exportador mundial de cocaína y su historia contemporánea se dividió en dos: antes y después de la coca (AC y DC). Algunos han acusado a López de haber permitido, por omisión, la consolidación de una industria criminal de dimensiones insospechadas. Su reunión con Pablo Escobar, en mayo de 1984, en Panamá, contribuyó seguramente a alentar estas acusaciones. Pero López fue simplemente un testigo privilegiado de una dinámica imprevisible. A nadie, creo yo, se le puede acusar de falta de clarividencia. Al final de su mandato, López expidió un decreto que absolvía a los miembros de la Policía y del Ejército de cualquier cargo por abuso de fuerza en el curso de operaciones contra el narcotráfico. Pero este voluntarismo de última hora resultó tan inocuo como las otras medidas de fuerza intentadas por sus sucesores.

En marzo de 1978, en medio de la agitada contienda presidencial para elegir el sucesor de Alfonso López Michelsen, David Vidal, entonces corresponsal extranjero del New York Times, escribió un extenso reportaje sobre Colombia en el que señalaba, entre otras cosas, que “los narcotraficantes han surgido no sólo como una nueva clase económica, sino también como una poderosa fuerza política, con enlaces corruptos en todos los niveles de gobierno”. Decía también el reportaje que “los dineros ilícitos afectaron las elecciones de Congreso, en las cuales muchos votos fueron comprados a diez dólares por unidad, particularmente en la Costa Atlántica”. Y citaba, para terminar, la opinión de un oficial de la Policía: “Nosotros ni siquiera aspiramos a detener el tráfico pero podemos mantener la presión con la esperanza de que el precio permanezca alto y la gente no pueda conseguir la droga”.

Las coincidencias del reportaje citado con la situación actual, pasados ya treinta años, son casi inverosímiles. Y confirman, creo yo, la conclusión de esta columna: Alfonso López Michelsen fue el primer presidente de la nueva era, de la Colombia DC, el mismo país en el que seguimos viviendo. Y en el que aparentemente viviremos por muchos años más.
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Crecimiento y pobreza

La pregunta sobre la relación entre crecimiento económico y pobreza es una pregunta empírica. En particular, uno quisiera saber si el crecimiento económico ocasiona: (i) un aumento más que proporcional, (ii) un aumento menos que proporcional, o (iii) una disminución en el ingreso de los pobres.

El escenario (iii) es bastante improbable. Yo no conozco ningún ejemplo real. Existen, eso sí, algunos ejemplos imaginados: un titular reciente de la revista Semana, entre ellos. En últimas, los supuestos efectos adversos del crecimiento sobre la pobreza tienen que ver más con las opiniones de algunos ideólogos que con la realidad de alguna economía. Los dos primeros escenarios son probables. El compendio de la evidencia empírica muestra que, en promedio, los ingresos de los pobres crecen a una tasa similar a la de la economía. Pero la varianza de la elasticidad es bastante grande.

¿Qué ha ocurrido en Colombia durante los últimos años? Para responder esta pregunta conviene estudiar la evidencia analizada por Adriana Cardozo en sus tesis doctoral de la Universidad de Goettingen. Los datos fueron presentados recientemente en la segunda reunión del capítulo colombiano de la NIP (Network of Inequality and Poverty). Y pueden resumirse en la grafica que acompaña esta entrada. La misma muestra (para cada percentil) el crecimiento del ingreso de los hogares en los primeros años de la recuperación: 2002-2005. El ingreso de los más pobres creció a una tasa superior a la del resto de los hogares. Mientras la tasa media anual apenas superó el 5%, la correspondiente a los más pobres superó ampliamente el 10%.

Este resultado puede explicarse en buena parte por la caída sustancial del ingreso de los hogares más pobres durante la crisis de fin de siglo. Pero esta explicación simplemente refuerza la conclusión. En los últimos años (para bien y para mal), los pobres sufrieron más que proporcionalmente con la crisis. Y se han beneficiado más que proporcionalmente con la recuperación.

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El encubrimiento semántico

Esta semana el pueblo colombiano manifestó su rechazo unánime al secuestro y a la violencia. Millones de personas se unieron para protestar en contra de quienes han convertido el dolor humano en un instrumento de chantaje. Pero la lucha no ha terminado. Continúa. Y en muchos frentes. Quiero referirme en esta columna a uno de ellos, el del lenguaje. Desde hace siglos, el lenguaje ha sido manipulado por los violentos para hacer que los asesinatos parezcan respetables y las mentiras luzcan verdaderas. Los violentos no sólo secuestran a la gente, hacen lo propio con las palabras.

Los violentos aspiran a ennoblecer sus actos con argucias semánticas. O, al menos, quieren disfrazarlos con palabras benignas. A los “secuestrados” los llaman “retenidos” y a los “secuestros”, “retenciones”. Con el tiempo, el lenguaje usado para justificar la violencia se convierte en la norma seguida por los comunicadores y los intelectuales comprometidos. Muchos de ellos adoptan el lenguaje del eufemismo. Dicen, por ejemplo: “la sociedad civil reclama un cese de hostilidades” cuando deberían decir “la gente pide que dejen de matar y secuestrar”. Hablan de “actores armados del conflicto” cuando deberían hablar de guerrilleros y paramilitares. Sus palabras mansas sugieren que la violencia es simplemente una representación en la que cada cual desempeña un papel azaroso.

El comunicado publicado por las Farc sobre la masacre de los diputados lamenta la supuesta “tragedia”. Dice el comunicado en uno de sus apartes: “a los familiares de los diputados fallecidos les manifestamos nuestro profundo pesar por la tragedia”. Muchos medios nacionales repitieron el eufemismo. Hablaron de la “tragedia de los diputados” como si se tratara de un terremoto. Como si los masacrados hubiesen sido víctimas de unas circunstancias fortuitas. Como si no existieran culpables. Lamentablemente los medios no parecen darse cuenta de las consecuencias de las palabras mansas. De los efectos adversos del encubrimiento semántico.

Pero las palabras tienen consecuencias. El escritor inglés Steven Poole cuenta que, hace ya muchos años, en China, un famoso pensador dijo sabiamente que si fuese nombrado emperador su primera acción sería rectificar los nombres de las cosas. Cuando los nombres son incorrectos, los discursos pierden sensatez, las ideas no se ejecutan, las penas no guardan concordancia con los crímenes y la gente no sabe qué hacer. O como dice el mismo Poole: la realidad pierde sentido. Se impone la realidad virtual de los violentos.

En últimas, el rechazo a la violencia implica también un rechazo categórico al lenguaje de los violentos. No sólo a sus insultos. También a sus eufemismos. Los voceros de las Farc dijeron esta semana lo siguiente: “lo que el pueblo ha manifestado de múltiples maneras —y seguirá manifestando— es su ferviente deseo por la PAZ, por el respeto al derecho a la vida, porque este derecho sea el eje primordial de la acción del Estado y de todas las fuerzas de la sociedad en su conjunto”. No sólo la deformación del lenguaje es repugnante. También llama la atención la facilidad con la que muchos políticos y opinadores de oficio repiten las mismas palabras deformadas. Así, no sobra repetir que la rectificación de los nombres de las cosas es el primer paso en la derrota de los violentos.