Esta semana el pueblo colombiano manifestó su rechazo unánime al secuestro y a la violencia. Millones de personas se unieron para protestar en contra de quienes han convertido el dolor humano en un instrumento de chantaje. Pero la lucha no ha terminado. Continúa. Y en muchos frentes. Quiero referirme en esta columna a uno de ellos, el del lenguaje. Desde hace siglos, el lenguaje ha sido manipulado por los violentos para hacer que los asesinatos parezcan respetables y las mentiras luzcan verdaderas. Los violentos no sólo secuestran a la gente, hacen lo propio con las palabras.
Los violentos aspiran a ennoblecer sus actos con argucias semánticas. O, al menos, quieren disfrazarlos con palabras benignas. A los “secuestrados” los llaman “retenidos” y a los “secuestros”, “retenciones”. Con el tiempo, el lenguaje usado para justificar la violencia se convierte en la norma seguida por los comunicadores y los intelectuales comprometidos. Muchos de ellos adoptan el lenguaje del eufemismo. Dicen, por ejemplo: “la sociedad civil reclama un cese de hostilidades” cuando deberían decir “la gente pide que dejen de matar y secuestrar”. Hablan de “actores armados del conflicto” cuando deberían hablar de guerrilleros y paramilitares. Sus palabras mansas sugieren que la violencia es simplemente una representación en la que cada cual desempeña un papel azaroso.
El comunicado publicado por las Farc sobre la masacre de los diputados lamenta la supuesta “tragedia”. Dice el comunicado en uno de sus apartes: “a los familiares de los diputados fallecidos les manifestamos nuestro profundo pesar por la tragedia”. Muchos medios nacionales repitieron el eufemismo. Hablaron de la “tragedia de los diputados” como si se tratara de un terremoto. Como si los masacrados hubiesen sido víctimas de unas circunstancias fortuitas. Como si no existieran culpables. Lamentablemente los medios no parecen darse cuenta de las consecuencias de las palabras mansas. De los efectos adversos del encubrimiento semántico.
Pero las palabras tienen consecuencias. El escritor inglés Steven Poole cuenta que, hace ya muchos años, en China, un famoso pensador dijo sabiamente que si fuese nombrado emperador su primera acción sería rectificar los nombres de las cosas. Cuando los nombres son incorrectos, los discursos pierden sensatez, las ideas no se ejecutan, las penas no guardan concordancia con los crímenes y la gente no sabe qué hacer. O como dice el mismo Poole: la realidad pierde sentido. Se impone la realidad virtual de los violentos.
En últimas, el rechazo a la violencia implica también un rechazo categórico al lenguaje de los violentos. No sólo a sus insultos. También a sus eufemismos. Los voceros de las Farc dijeron esta semana lo siguiente: “lo que el pueblo ha manifestado de múltiples maneras —y seguirá manifestando— es su ferviente deseo por la PAZ, por el respeto al derecho a la vida, porque este derecho sea el eje primordial de la acción del Estado y de todas las fuerzas de la sociedad en su conjunto”. No sólo la deformación del lenguaje es repugnante. También llama la atención la facilidad con la que muchos políticos y opinadores de oficio repiten las mismas palabras deformadas. Así, no sobra repetir que la rectificación de los nombres de las cosas es el primer paso en la derrota de los violentos.