Desde hace algún tiempo, varios analistas políticos y económicos han criticado la forma como la administración Uribe conduce los asuntos del Estado. Los críticos cuestionan no sólo la centralización de la toma de decisiones, sino también la impaciencia con la separación de poderes y con los funcionarios independientes. En una palabra, cuestionan la “desinstitucionalización”. Esta columna vuelve sobre lo mismo. Repite una crítica ya reiterada pero no agotada como lo muestran varias actuaciones recientes del Gobierno. El Presidente y unos cuantos asesores han centralizado la toma de decisiones. La burocracia weberiana ha dado paso a la corte palaciega. Si un alto funcionario no cumple con las tareas encomendadas, no se reemplaza; se neutraliza mediante el nombramiento de un asesor presidencial, de un cortesano que hace las veces de ministro en la sombra. Actualmente un ex director de Crédito Público resuelve, desde Palacio, algunos de los temas cruciales de la cartera de Transporte. Y una ex ministra supervisa, también desde Palacio, el avance de los tratados comerciales, un tema prioritario de la cartera de Comercio e Industria. Es un círculo vicioso. La centralización de la toma de decisiones debilita los ministerios y los ministerios debilitados alientan la centralización. Pero la desinstitucionalización no termina con el debilitamiento ministerial. La aversión para relevar los ministros ineficaces contrasta con la presteza para retirar (o cuestionar) a los funcionarios independientes. Así lo muestra, por ejemplo, el reciente relevo del superintendente financiero. Un golpe de los cortesanos a la burocracia. Una muestra de la falta de escrúpulos institucionales. Aparentemente el Presidente perdió la paciencia con un funcionario no siempre dispuesto a participar en sus ejercicios nemotécnicos (“¿cuántos microcréditos se colocaron el mes anterior?”) y no siempre resuelto a sumarse al entusiasmo de las fusiones y adquisiciones. Pero el punto es de fondo. La supervisión financiera necesita independencia de las opiniones y los amigos del Presidente. Si no es así, pierde todo sentido. Se convierte en un instrumento adicional de los cortesanos. En una sucursal más del Palacio de Nariño. “Las instituciones tienen que cooperar armónicamente en busca de los fines superiores del Estado”, dijo el Presidente esta semana en referencia a una sentencia de la Corte Suprema de Justicia que niega la posibilidad de juzgar a los paramilitares como sediciosos. Pero lo mismo pudo haber dicho en referencia a la decisión (valerosa, por cierto) del Banco de la República de incrementar la tasa de interés. El Presidente parece estar confundiendo la independencia de poderes con la subordinación de los mismos. O la cooperación con la sumisión. Cuando el Presidente habla de “unidad de Estado” o cuando pide “que no se alegue la independencia de las instituciones para eludir responsabilidades frente a esta desmovilización”, está equiparando las políticas de Gobierno con los fines del Estado. Esto es, está contribuyendo a la desinstitucionalización. El Presidente ha señalado que la confianza de los inversionistas es una de las prioridades de su Gobierno. “La confianza inversionista —ha dicho de manera reiterada— es la que finalmente garantiza crecimiento sostenido en el largo plazo”. Pero la confianza no sólo depende del éxito de la política de seguridad democrática, sino también de la calidad de las instituciones. Cuando los burócratas son reemplazados por cortesanos y cuando (al mismo tiempo) se cuestiona la independencia de la supervisión financiera, del Banco de la República y de la Corte Suprema, la incertidumbre aumenta y la confianza disminuye. La conexión no es inmediata. Pero es inevitable. La desinstitucionalización es buena para la corte de palacio. Pero mala para el resto del Estado. Es buena para el Presidente. Pero mala para el país.
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