La futurología siempre ha sido un ejercicio peligroso. Pero es también una manía inevitable. Como dice el psicólogo Daniel Gilbert, la futurología no es una ocupación de unos cuantos gurús: es una compulsión de la especie. Los lóbulos frontales del cerebro (la libra adicional de materia gris que nos diferencia de los otros primates) son una máquina del tiempo, una especie de bola de cristal anatómica, que nos permite experimentar anticipadamente el futuro. Los otros animales viven atrapados en el presente. Los seres humanos tenemos, al menos, una salida mental. Un escape propicio hacia el futuro.
Pero nuestras excursiones futuristas nunca llegan muy lejos. La sombra del presente cubre la imaginación del futuro. Es lo que algunos psicólogos llaman presentismo: la tendencia a imaginar el futuro como el presente con un pequeño giro. “La realidad del momento —dice el mismo Gilbert— es tan palpable y poderosa que mantiene amarrada la imaginación en una órbita estrecha de la que nunca escapa completamente”. Cuando vamos al supermercado después de haber comido más de la cuenta, compramos menos víveres que de costumbre. La barriga llena del presente nos impide anticipar el inevitable apetito del futuro. Hasta en los actos más rutinarios y mundanos, terminamos confundiendo el futuro con el presente.
El presentismo también afecta a los futurólogos profesionales. A quienes han hecho de sus lóbulos prefrontales una caja registradora. Hace una década, muchos analistas gringos, obnubilados por la supuesta nueva realidad de la nueva economía, predijeron que los precios de las acciones crecerían exponencialmente. Que las crisis económicas eran un asunto del pasado. Que estábamos viviendo en un mundo nuevo. Pero sus predicciones no fueron más que extrapolaciones exageradas. La barriga llena les impidió imaginar lo inevitable: los ciclos de la economía, la explosión de la burbuja y el fin de la fiesta.
Un fenómeno similar podría presentarse en Colombia. Algunos analistas (y el mismo Gobierno) han argumentado con vehemencia que hemos entrado en una nueva realidad. Que el desequilibrio fiscal quedó atrás. Que la inversión extranjera seguirá aumentando. Que las altas tasas de crecimiento continuarán indefinidamente. En fin, que el presente es el futuro. Pero la barriga llena puede distorsionar la imagen del futuro. O, dicho de otra manera, las extrapolaciones del presente pueden llevar a confundir la estructura con la coyuntura, el mejor mañana con el mismo ayer.
Al menos en materia económica, el presentismo es perjudicial. En los tiempos malos puede llevarnos al derrotismo, a exagerar los problemas; en los buenos, a la complacencia, a negar las dificultades. No sobra, entonces, insistir en lo mismo de siempre: en los desequilibrios fiscales, en el estancamiento del empleo formal, en la creciente corrupción y el permanente clientelismo. Esto es, en los problemas pendientes. Pues la barriga llena (o el ego henchido) no debería hacernos olvidar que el presente puede ser un espejismo. “Aquí no pasa nada, salvo el tiempo”, dijo el poeta. Y sus palabras constituyen una sana advertencia acerca de los excesos del presentismo.
Pero nuestras excursiones futuristas nunca llegan muy lejos. La sombra del presente cubre la imaginación del futuro. Es lo que algunos psicólogos llaman presentismo: la tendencia a imaginar el futuro como el presente con un pequeño giro. “La realidad del momento —dice el mismo Gilbert— es tan palpable y poderosa que mantiene amarrada la imaginación en una órbita estrecha de la que nunca escapa completamente”. Cuando vamos al supermercado después de haber comido más de la cuenta, compramos menos víveres que de costumbre. La barriga llena del presente nos impide anticipar el inevitable apetito del futuro. Hasta en los actos más rutinarios y mundanos, terminamos confundiendo el futuro con el presente.
El presentismo también afecta a los futurólogos profesionales. A quienes han hecho de sus lóbulos prefrontales una caja registradora. Hace una década, muchos analistas gringos, obnubilados por la supuesta nueva realidad de la nueva economía, predijeron que los precios de las acciones crecerían exponencialmente. Que las crisis económicas eran un asunto del pasado. Que estábamos viviendo en un mundo nuevo. Pero sus predicciones no fueron más que extrapolaciones exageradas. La barriga llena les impidió imaginar lo inevitable: los ciclos de la economía, la explosión de la burbuja y el fin de la fiesta.
Un fenómeno similar podría presentarse en Colombia. Algunos analistas (y el mismo Gobierno) han argumentado con vehemencia que hemos entrado en una nueva realidad. Que el desequilibrio fiscal quedó atrás. Que la inversión extranjera seguirá aumentando. Que las altas tasas de crecimiento continuarán indefinidamente. En fin, que el presente es el futuro. Pero la barriga llena puede distorsionar la imagen del futuro. O, dicho de otra manera, las extrapolaciones del presente pueden llevar a confundir la estructura con la coyuntura, el mejor mañana con el mismo ayer.
Al menos en materia económica, el presentismo es perjudicial. En los tiempos malos puede llevarnos al derrotismo, a exagerar los problemas; en los buenos, a la complacencia, a negar las dificultades. No sobra, entonces, insistir en lo mismo de siempre: en los desequilibrios fiscales, en el estancamiento del empleo formal, en la creciente corrupción y el permanente clientelismo. Esto es, en los problemas pendientes. Pues la barriga llena (o el ego henchido) no debería hacernos olvidar que el presente puede ser un espejismo. “Aquí no pasa nada, salvo el tiempo”, dijo el poeta. Y sus palabras constituyen una sana advertencia acerca de los excesos del presentismo.