Hace dos meses, mi vecino de abajo, el genial ensayista inglés Cristopher Hitchens usó, en una de sus columnas semanales, una cita literaria que decidí memorizar a sabiendas de que, tarde o temprano, iba a necesitarla. “No conocemos —escribió Hitchens— un espectáculo más ridículo que el del público británico en uno de sus frecuentes ataques de moralidad”. Basta cambiar “público británico” por “una parte de la prensa colombiana” para describir lo que está ocurriendo en este país. El escándalo de la parapolítica ha suscitado una oleada de exhibicionismo moral que bien podría llamarse ridícula. O lamentable. O delirante, para ser consecuente con el título de esta columna.
Voy a usar un solo caso para ilustrar mi argumento. Pero los ejemplos abundan. Pululan, para seguir con las metáforas febriles. María Jimena Duzán escribió una columna esta semana en la cual, primero, lamenta que una niña caleña haya expresado públicamente que quería ser sicaria. Y segundo, argumenta que la aspiración criminal de la niña es explicada en parte por “la forma como el Gobierno y la clase dirigente han querido mostrar a los paramilitares”. “Viéndolo bien —escribió María Jimena al final de su columna— no es extraño que en este país los niños quieran ser sicarios si éstos, además, se toman fotos con el Presidente”.
La conexión planteada es tan inverosímil, tan ridícula (para insistir en la cita de Hitchens) que no deja dudas de que la columnista padece de fiebre moralista. “Ciertos temas —escribe el filósofo Jamie Whyte— parecen subir la temperatura moral a tal punto que el cerebro se recalienta”. Y la parapolítica es uno de ellos. En el ejemplo en cuestión, cualquier pretensión de seriedad intelectual ha sido desechada de antemano. La columnista sólo parece interesada en exhibir su consternación moral. Y parece, al mismo tiempo, convencida de que su bondad (su preocupación por el deterioro moral) le otorga licencia para incurrir en argumentos deleznables. O irracionales.
Dije que iba a usar un solo ejemplo pero me queda espacio para otro más. Muchos columnistas criticaron duramente a El Espectador por la publicación de un aviso publicitario pagado por un ciudadano acusado de delitos atroces. “Es un asco”, dijo Salud Hernández. “Da ganas de vomitar”, escribió María Elvira Samper. Pero nadie dijo nada sobre la publicación, en la revista Semana, de una entrevista con un reconocido narcotraficante y prófugo de la justicia. ¿Cuál es la diferencia? En ambos casos, dos criminales confesos están haciendo uso de un medio escrito para exponer sus puntos de vista. Ambos medios obtienen un rédito económico: uno directamente, otro indirectamente. Y ambos corren el riesgo de servir de caja de resonancia de agendas ocultas y negocios criminales. Seguramente existen diferencias de grado, pero las similitudes son tantas, que sorprende que nadie las haya traído a colación, que nadie haya señalado que una entrevista no confrontada es similar a un reportaje pagado. Pero la fiebre moralista, ya lo dijimos, confunde el juicio y nubla la razón.
Termino con una confesión. En la coyuntura actual del país, algunos medios y varios columnistas quieren arrogarse para sí el monopolio de la moral. La prerrogativa de señalar lo correcto y lo incorrecto. Lo bueno y lo malo. Pero su indignación me parece vacía. Siempre he desconfiado de quienes se sienten moralmente superiores, de quienes pretenden (sin preguntarnos) imponernos sus virtudes, de quienes portan el virus innominado que produce la fiebre moralista.
Voy a usar un solo caso para ilustrar mi argumento. Pero los ejemplos abundan. Pululan, para seguir con las metáforas febriles. María Jimena Duzán escribió una columna esta semana en la cual, primero, lamenta que una niña caleña haya expresado públicamente que quería ser sicaria. Y segundo, argumenta que la aspiración criminal de la niña es explicada en parte por “la forma como el Gobierno y la clase dirigente han querido mostrar a los paramilitares”. “Viéndolo bien —escribió María Jimena al final de su columna— no es extraño que en este país los niños quieran ser sicarios si éstos, además, se toman fotos con el Presidente”.
La conexión planteada es tan inverosímil, tan ridícula (para insistir en la cita de Hitchens) que no deja dudas de que la columnista padece de fiebre moralista. “Ciertos temas —escribe el filósofo Jamie Whyte— parecen subir la temperatura moral a tal punto que el cerebro se recalienta”. Y la parapolítica es uno de ellos. En el ejemplo en cuestión, cualquier pretensión de seriedad intelectual ha sido desechada de antemano. La columnista sólo parece interesada en exhibir su consternación moral. Y parece, al mismo tiempo, convencida de que su bondad (su preocupación por el deterioro moral) le otorga licencia para incurrir en argumentos deleznables. O irracionales.
Dije que iba a usar un solo ejemplo pero me queda espacio para otro más. Muchos columnistas criticaron duramente a El Espectador por la publicación de un aviso publicitario pagado por un ciudadano acusado de delitos atroces. “Es un asco”, dijo Salud Hernández. “Da ganas de vomitar”, escribió María Elvira Samper. Pero nadie dijo nada sobre la publicación, en la revista Semana, de una entrevista con un reconocido narcotraficante y prófugo de la justicia. ¿Cuál es la diferencia? En ambos casos, dos criminales confesos están haciendo uso de un medio escrito para exponer sus puntos de vista. Ambos medios obtienen un rédito económico: uno directamente, otro indirectamente. Y ambos corren el riesgo de servir de caja de resonancia de agendas ocultas y negocios criminales. Seguramente existen diferencias de grado, pero las similitudes son tantas, que sorprende que nadie las haya traído a colación, que nadie haya señalado que una entrevista no confrontada es similar a un reportaje pagado. Pero la fiebre moralista, ya lo dijimos, confunde el juicio y nubla la razón.
Termino con una confesión. En la coyuntura actual del país, algunos medios y varios columnistas quieren arrogarse para sí el monopolio de la moral. La prerrogativa de señalar lo correcto y lo incorrecto. Lo bueno y lo malo. Pero su indignación me parece vacía. Siempre he desconfiado de quienes se sienten moralmente superiores, de quienes pretenden (sin preguntarnos) imponernos sus virtudes, de quienes portan el virus innominado que produce la fiebre moralista.