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abril 2007

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Sobre el optimismo de los derrotados

Según informó la prensa nacional esta semana, el presidente Uribe está preparando una gran “ofensiva” ante el Congreso de los Estados Unidos que busca asegurar la continuidad del Plan Colombia y la aprobación del Tratado de Libre Comercio. El Presidente intentará despejar las inquietudes de algunos congresistas americanos sobre los nexos entre los grupos paramilitares y algunos políticos cercanos a su gobierno. Muchos analistas nacionales han hablado de la internacionalización del escándalo de la parapolítica: del traslado a los escenarios globales del intercambio de agravios (los insultos de uno justifican los de otros, y viceversa) que caracteriza la confrontación política colombiana de la actualidad. Pero al mismo tiempo que se americaniza el escándalo colombiano, la visita del presidente Uribe a los Estados Unidos podría servir para “colombianizar” el debate americano sobre la ineficacia del Plan Colombia. El debate tiene dos protagonistas principales. El primero es el senador republicano y codirector de una de las comisiones del Senado sobre el control internacional del narcotráfico, Chuck Grassley; el segundo es el Zar Antidrogas de los Estados Unidos, John Walters. El primero ha acusado al segundo de manipular las cifras sobre los resultados del Plan Colombia. La oficina de Walters “utiliza las estadísticas que más se acomodan a su programa de relaciones públicas”, dijo recientemente el senador Grassley. Aparentemente en todas partes se cuecen habas y se cocinan datos. En noviembre de 2005, John Walters reveló un informe que mostraba un aumento sustancial de los precios al detal de la cocaína y una reducción concomitante de la calidad del alcaloide. Los gobiernos de los Estados Unidos y Colombia se apresuraron a cantar victoria. Las palabras de John Walters tenían el tono vindicativo de quien anota un gol en el último minuto: “aquellos que han venido predicando que esto no es posible, aquellos que creen que el control a la oferta está inevitablemente condenado al fracaso… están equivocados”. Previsiblemente el Gobierno colombiano le hizo eco al optimismo vengativo de Walters. “Por fin hay una noticia buena… la declaración que hizo ayer el Gobierno de los Estados Unidos… demuestra que los esfuerzos que se están haciendo para erradicar la coca, producen resultados”, dijo el presidente Uribe un día después del anuncio triunfalista del Zar Antidrogas. Pero los nuevos datos han desmentido las proclamas optimistas. El Zar Antidrogas reconoció, en una carta dirigida al senador Grassley, revelada esta semana por la Oficina de Washington para Latinoamérica (WOLA), que los precios al detal de la cocaína cayeron nuevamente. Aparentemente el celebrado aumento de los precios fue sólo una distorsión temporal: un espejismo en el desierto estéril de la lucha antidroga. El precio promedio de la cocaína disminuyó 35% entre julio de 2003 y agosto de 2005. Paradójicamente, en julio de 2003, justo antes del nuevo aumento de la oferta exportable de cocaína, el ex ministro Fernando Londoño había declarado que “la afirmación de que Colombia será un país sin droga no es una quimera ni es un anuncio vano”. Seguramente el presidente Uribe será cuestionado sobre la ineficacia del Plan Colombia. Y seguramente responderá con el mismo discurso. Con el exceso de confianza del que hablaba recientemente Andrés Oppenheimer. “El propósito nuestro no es reducir la droga sino eliminarla… mientras nosotros no veamos cerca la posibilidad de tener eliminada la droga en nuestro país, no vamos a estar contentos”. Sólo resta afirmar que, en el tema de la droga, el voluntarismo presidencial (su reciedumbre retórica) suena cada vez más vacío. Menos creíble. Más parecido al optimismo inercial de los derrotados.
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Lazos familiares

El debate político colombiano parece haber entrado en una nueva etapa de pugnacidad. El argumento ha sido reemplazado por el insulto. Por la descalificación personal. Y esta última ha asumido (con alarmante frecuencia) la forma odiosa del enjuiciamiento familiar: el primo de Pablo, el hermano de Santiago, el cuñado de Simón, el primo de Mario, etc. Hoy en día, en Colombia, si se quiere cuestionar a un hombre público, basta con encontrar un pariente sospechoso. El pasado familiar se convirtió en un arma política eficaz. O, al menos, en una forma rentable de descalificación. Tristemente la genealogía parece haber reemplazado a la ideología. Uno de los aspectos más odiosos de la sociedad colombiana son las roscas. Los consulados, las embajadas y muchos cargos públicos parecen haber sido escriturados a algunas dinastías políticas. La meritocracia sólo funciona en la prédica, porque en la práctica los apellidos valen más que la preparación o la capacidad. Además, la falta de meritocracia no está circunscrita al sector público. En el sector privado, las conexiones familiares también cuentan: muchas veces más que el esfuerzo individual o que el talento propio o que los títulos profesionales. Con la notable excepción de las admisiones a las universidades, los lazos familiares siguen siendo una forma eficaz de colarse en la fila del mérito. Curiosamente, muchos comentaristas sociales (y algunos políticos) denigran de la antimeritocracia colombiana mientras atacan a sus contradictores por sus vínculos familiares. En un caso, critican el uso de los lazos familiares como sustitutos del mérito; en el otro, aceptan su utilización como indicadores de la virtud. Primero se muestran indignados por las conexiones familiares, luego las explotan con fines políticos. Esta contradicción lógica es una forma de hipocresía que refleja, entre otras cosas, la facilidad con la que se asumen posturas progresistas al mismo tiempo que se adoptan conductas excluyentes. Quienes utilizan los lazos familiares para descalificar a sus contrincantes están, involuntaria o deliberadamente, defendiendo las oportunidades heredadas y los privilegios de clase. Cuando, para usar un ejemplo concreto, el columnista Felipe Zuleta critica al consejero presidencial José Obdulio Gaviria por tener un vínculo familiar con el extinto narcotraficante Pablo Escobar, está poniendo los apellidos por encima de los argumentos. Uno puede criticar a José Obdulio por muchas razones, yo mismo lo he hecho en varias oportunidades, pero enrostrarle repetidamente sus lazos familiares no sólo demuestra cierta desidia argumentativa, sino también una evidente inclinación clasista. Los apellidos no establecen una escala moral inmodificable. La virtud no puede inferirse de la genealogía. La decencia o la honestidad no son atributos heredados. De allí la injusticia de los enjuiciamientos familiares. En un debate reciente, el Presidente Uribe tuvo que responder no sólo por sus actos, sino también por los de sus parientes. Muchas conductas ajenas fueron denunciadas como si fueran propias. “Fue muy buen hijo, compañero inmejorable de mi madre. Buen hermano y buen esposo”, dijo el Presidente Uribe de su hermano Santiago. “Yo no creo que el senador, hijo de un tío abuelo mío, tenga esas inclinaciones”, dijo de su primo Mario. Nadie señaló la extrañeza de la situación: de las acusaciones y de las aclaraciones. La mayoría parece haber aceptado que los enjuiciamientos familiares hacen parte del juego democrático: que los hombres públicos deben responder por los actos de sus parientes. Así las cosas, no sobra reiterar que quienes aceptan este tipo de juicios indirectos están aceptando, así sea implícitamente, las prácticas antimeritocráticas y los argumentos de clase.
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El hijo de Eva

Esta no es una historia de ciencia ficción. Los protagonistas son inventados pero el contexto es verídico. Los hechos son ficticios pero posibles. La realidad inquietante pero presente. Comencemos, entonces, con la protagonista principal: Eva Natus. Una ejecutiva gringa, de 40 años, sin hijos, divorciada desde hace una década y directora de mercadeo de una importante firma editorial. Desde hace ya varios años, Eva había decidido no tener hijos. No tanto por convicción, como por conveniencia: la posibilidad aplazada una y otra vez se fue convirtiendo en una decisión tomada de una vez por todas. Pero, ya en la mediana edad, Eva cambió de opinión. Y decidió apostarle a la maternidad. O, al menos, a la versión moderna de la misma.

Eva siempre tuvo dudas acerca de su fecundidad. Además nunca ha estado plenamente satisfecha con su patrimonio genético. Sus facciones carecen de la simetría que demanda su refinamiento. Muchos de sus parientes han muerto tempranamente de enfermedades cardiacas. Y su capacidad cognitiva (según los exámenes de inteligencia que ha tomado desde niña) es apenas superior al promedio. Eva no tiene un compañero sexual permanente. Los hombres que la rodean son ejecutivos carismáticos. Pero envejecidos. Sus espermatozoides ya no son los de antes. En la cama, los hombres de Eva funcionan de manera aceptable. Pero como proveedores de material genético (como reproductores) son más pasado que presente.

Eva siempre ha sido pragmática. Sabe que su hijo tiene que estar preparado para las inclemencias de la vida en la meritocracia. Así como muchos padres escogen las mejores guarderías y escuelas para sus hijos, asimismo Eva decidió escoger los mejores genes para el suyo. Sin reatos morales, pagó 15.000 dólares por el óvulo de una mujer hermosa, de 25 años, con un doctorado en ciernes y varios títulos deportivos a su haber: una versión mejorada de sí misma. Y pagó 500 dólares por el esperma de un hombre atractivo, con dos posgrados concluidos y ex capitán del equipo de Rugby en la universidad: una suma irrisoria (eso paga Eva por una cena formal) a cambio de un “geno-tipo” perfecto.

La compra de las células de la vida fue intermediada por una firma de San Antonio, Texas (The Abraham Center of Life). Eva se reunió con una asesora comercial durante dos horas. Ambas examinaron varias fotografías, estudiaron las hojas de vida de los “donantes” (el eufemismo para los vendedores de genes) y tomaron una decisión rápida: como si se tratase de la compra a destajo de un computador. La misma firma se encargó de crear el embrión con base en el óvulo y el esperma escogidos. Una vez fecundado el óvulo y congelado el cigoto, la asesora le aconsejó a Eva utilizar una madre sustituta. “A su edad”, dijo, “no vale la pena correr riesgos innecesarios”. “Sólo son 10.000 dólares adicionales y tenemos mujeres jóvenes, sanas y responsables, listas para entregarle al bebé el ambiente intrauterino que se merece”.

Eva aceptó gustosa. El costo era inferior a una semana de su tiempo. Y la maternidad podría costarle muchos días de incapacidad. Un buen arreglo sin duda, tanto médico como económico. Como la madre sustituta está en su cuarto mes de embarazo, Eva (una mujer organizada) ya contrató a la enfermera que cuidará y alimentará a su bebé. Todo parece marchar bien. Sin contratiempos. Pero, en ocasiones, cuando su ritmo febril se lo permite, Eva (la pragmática) es asaltada por inquietudes filosóficas. Éstas, sin embargo, son desmentidas rápidamente. Eva entiende la importancia de la división del trabajo. Y sabe muy bien que todo lo hecho (lo divino y lo humano) ha sido por el bien de su hijo. Si así podemos llamarlo todavía.

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La mala suerte de los sin tocayo

Los nombres propios siempre han suscitado curiosidad y debate. Muchas conversaciones informales contienen alusiones a la extrañeza de éste o aquel nombre. O derivan en opiniones sobre las inclemencias de la vida de los sin tocayo. Hasta hace algún tiempo, sin embargo, este tema no parecía llamar la atención de los académicos o de los medios de comunicación. Pero esta situación está cambiando. Hace unos meses el diario El Tiempo publicó un editorial que planteaba una pregunta peculiar: “¿Tienen derecho los padres a adjudicar al hijo el nombre que se les ocurra?”. El mismo editorial insinuaba una respuesta: “Nuestra Constitución defiende el libre desarrollo de la personalidad, pero siempre y cuando lo ejerza el sujeto titular del derecho. Una cosa es que un adulto resuelva llamarse Deportivo Independiente Medellín (lo que ya es bastante esperpéntico) y otra muy distinta, que los progenitores condenen a una criatura indefensa a sobrellevar la gracia de Cabalgatadeportiva”.

Los nombres propios son usualmente usados por los empleadores para discriminar en contra de los aspirantes a un empleo, bien sea porque los primeros tienen preferencias de raza o de clase y asocian algunos nombres atípicos con afiliaciones raciales o socioeconómicas. O alternativamente, porque los empleadores tienen información imperfecta sobre los aspirantes y utilizan sus nombres como una forma sencilla para inferir las calificaciones y los atributos relevantes. Este comportamiento ha sido confirmado por varios estudios basados en experimentos ficticios con hojas de vida, realizados en los Estados Unidos. Los estudios mencionados comienzan por asignar aleatoriamente a las hojas de vida nombres típicamente negros (Lakisha o Jamal) o nombres tradicionalmente blancos (Emily o Greg). Una vez asignados los nombres, las hojas de vida se envían por correo a miles de potenciales empleadores tomados de los avisos clasificados de los periódicos. Los estudios muestran que los candidatos con nombres “blancos” deben enviar, en promedio, diez hojas de vida para recibir una llamada a entrevista, mientras que los candidatos con nombres “negros” deben enviar 15 en promedio. Seguramente lo mismo ocurre en Colombia. Algunos jefes de personal dicen abiertamente que discriminan según nombres o vecindarios. Otros manifiestan que descartan las hojas de vida que usan formas estandarizadas.
En últimas, este comportamiento se refleja en los salarios. Un estudio reciente realizado en la Universidad de los Andes (por Alejandro Gaviria, Carlos Medina y María del Mar Palau), muestra que un nombre atípico puede reducir el salario hasta en un 15%. El estudio compara parejas de individuos con los mismos atributos: la misma educación, la misma experiencia laboral, el mismo lugar de residencia, la misma afiliación racial y la misma educación de los padres. Simplemente uno de ellos tiene un nombre atípico y el otro un nombre común. Para los individuos con más de cinco años de educación, los “agraciados” con un nombre atípico ganan 15% menos. Para los individuos con más de once, 16% menos. Y para las mujeres con más de cinco años de educación, 17% menos.
Pero así y todo, los nombres raros son (paradójicamente) cada vez más populares. En la Costa Atlántica, el 12% de los jefes de hogar no tienen un tocayo entre los 20.000 informantes de la Encuesta de Calidad de Vida del Dane. En la Costa Pacífica, el 11% sufre del mismo exceso de originalidad. En Bogotá y en Antioquia, los porcentajes están cercanos al 5%. Y la tendencia, de nuevo, es creciente.
Muchos padres ignoran los efectos adversos de un nombre raro. O no son plenamente conscientes de los mismos. Otros sí son conscientes de los costos pero deciden ignorarlos. Muchas veces los padres escogen los nombres de sus hijos con el fin de afianzar sus identidades ideológicas o raciales. Otras veces simplemente desean expresar sus expectativas o aspiraciones con respecto a sus hijos (Yesaidú por “Yes, I Do” y Juan Jondre, por “One Hundred” son ejemplos extremos mencionados). Otras más, las escogencias son caprichosas. Los nombres mezclados o invertidos son comunes. Lo mismo que las elaboraciones sobre los nombres de personajes famosos o sobre temas recurrentes de la cultura popular. Recientemente, The New York Times reseñó el caso de Gilberto Vargas, un vendedor ambulante venezolano, quien les dio a sus cuatro hijas los nombres de Yusmary, Yusmery, Yusneidi y Yureimi, y a sus dos hijos los nombres de Kleiderman y Kleiderson. Los nombres de los niños fueron tomados del pianista francés Richard Clayderman (originalmente Phillip Pages), y los de las niñas, según el testimonio del mismo padre, fueron completamente caprichosos: ocurrencias de ocasión que, seguramente, resultarán, bastante costosas.
En suma, los nombres atípicos no sólo señalan una pertenencia social específica, sino que pueden también contribuir a deprimir las oportunidades laborales y por ende a afianzar las brechas sociales. Aparentemente los nombres se han convertido en un factor más de exclusión y discriminación. Pero más allá de las especulaciones sociológicas, 15% parece un costo muy grande para un capricho o un exceso de originalidad.
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Los enemigos de la libertad

“No hay un estado policiaco en Venezuela, por ahora al menos”, escribió recientemente Francis Fukuyama en un ensayo publicado en el Washington Post y reproducido por el diario El Tiempo. Pero la tendencia es clara: el estado policiaco parece la culminación lógica del proceso venezolano. El totalitarismo es una enfermedad de progresión lenta, que aprovecha la pasividad de las víctimas y (sobre todo) la actividad de los victimarios. Los tiranos no nacen, se van haciendo. Van ampliando su área de influencia con la ayuda de los muchos voluntarios dispuestos a sumarse a la causa despótica.
Los síntomas totalitaristas del régimen de Chávez no necesitan ojo clínico. Saltan a la vista. Basta con citar una declaración reciente del ex senador, ex canciller y vocero de la revolución bolivariana William Izarra. “Hay personas que salen de la casa donde damos las conferencias convencidas de lo que decimos, pero se impregnan otra vez de la realidad que es otra vez la televisión, el carrito por puesto, la rutina de ir al colegio, de lavar la ropa y esa rutina es contrarrevolucionaria… Hay alienación… Incluso los caballos (las carreras de), aunque sea una industria que permita programas sociales, es alienación. A mi juicio, el béisbol profesional es alienación”.
El régimen, en últimas, no parece contento con la eliminación de los contrapesos al poder presidencial. No parece satisfecho con la supresión de la libertad de expresión. No parece conforme con la aniquilación (gradual pero implacable) del sector privado. Y ahora quiere también extender sus tentáculos a la vida cotidiana. Probablemente los venezolanos que se atrevan a disentir, los que sigan atentos al béisbol profesional (o leyendo ciertos libros o creyendo en ciertas cosas), terminarán como en Cuba. Bajo el yugo del régimen en la forma de vecinos energúmenos (ciudadanos comprometidos) que arrojan proyectiles a las ventanas de sus viviendas en nombre del pueblo. O de cualquier cosa parecida.
Esa ha sido, por ejemplo, la suerte de Elizardo Sánchez, uno de los líderes de la disidencia cubana. Cuando la coyuntura lo exige, cientos de ciudadanos se congregan al frente de su vivienda con el fin de arrojar guijarros certeros contra el anjeo que protege precariamente las ventanas. “No hay fusilamientos en Cuba”, dice Elizardo. “Pero tenemos una sociedad cerrada. Tenemos una oligarquía política que explota a los trabajadores. No hay libertad de prensa. No hay sindicatos. No hay libertad para dejar el país o para salir y regresar”. Y esta situación, podría haber agregado, ha sido mantenida por la diligencia maligna de los vecinos. De los que defienden la esclavitud a pedradas.
La semana pasada, el periodista Daniel Coronell escribió una columna que denunciaba los atropellos a la libertad de prensa del régimen chavista. Algunos lectores protestaron con varias piedras en la mano. “Las dictaduras son buenas dependiendo a quién beneficien… Si Chávez se vuelve un dictador para ennoblecer al pueblo, será un buen dictador; si no, será un dictadorcito”, escribió uno de ellos. Muchos otros repitieron las procacidades de siempre. Sin temor a exageraciones, uno podría suponer que muchos de los iracundos lectores estarían dispuestos a defender, con la misma vehemencia con la que insultan a los periodistas, los desafueros de un régimen que les permitiera, al menos, un alivio retórico para sus enfados redistributivos. En últimas, los enemigos de la libertad no son sólo los dictadores, sino también los que acechan en nombre del pueblo o los que insultan en defensa de un régimen sin controles, encaminado (ineluctablemente) hacia el totalitarismo.
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Sobre la ideología de los foristas

Más allá de la agresividad verbal, los participantes en los foros electrónicos de la prensa colombiana se distinguen por su falta de imaginación. Por la facilidad con la que repiten el mismo diagnóstico y señalan los mismos culpables: el sistema, el establecimiento, los cacaos, la clase dominante, el gran capital, etc. “Ahora el señor Hommes –escribió esta semana un forista indignado–dice que la pobreza disminuyó por las políticas neoliberales que practican los gobiernos desde el vende patrias de Gaviria. Cuando todos sabemos que la apertura ha sido la causa de la tragedia nacional.” Y sigue una larga retahila de acusaciones a los culpables de siempre. En fin, el diagnóstico está hecho. Y los malos, claramente identificados.

Es difícil tener paciencia con la ignorancia ignorante de si misma. Mi primera reacción es siempre de exasperación. Trato de buscar consuelo en la misantropía. Imagino replicas hirientes: resentido es aquel que confunde el fracaso personal con el fracaso del país. Intento, en últimas, seguir el consejo de Alain De Botton. Darse cuenta, dice De Botton, de que “las ideas de la mayoría de la población sobre la mayor parte de los asuntos están extraordinariamente transidas por el error y la confusión” puede ser tremendamente liberador. “Puede que, mediante una interpretación no paranoica de las deformaciones del sistema de valores que nos rodea, nos conformemos con asumir una postura de misantropía inteligente».

Pero allí no termina la cuestión. Incumbe indagar por las causas de tantos y tantos comentarios cortados por la misma tijera ideológica. ¿Por qué la mayoría de los foristas repiten el mismo diagnóstico y señalan los mismos culpables? ¿De dónde viene esta ideología tan precaria como extendida? Jaime Ruiz ha sugerido que la causa está en las universidades. O mejor, en los dogmas que se enseñan y se inculcan en nuestras instituciones de educación superior. Los foristas serían, en su opinión, victimas complacientes del adoctrinamiento. Simples repetidores de las ideas que sus profesores han repetido por décadas. Literalmente, estaríamos ante la repetición de la repetidera, magnificada ahora por la magia del internet.

Pero yo no creo que las universidades tengan tal capacidad de adoctrinamiento. O que los profesores universitarios sean ventrílocuos avezados con miles de muñecos obedientes. Los foristas son la manifestación de una realidad sociológica. De un modelo mental. La mayoría de ellos está convencida de que la sociedad colombiana es injusta, de que el trabajo duro no paga, de que las conexiones son causa del éxito y de que ellos merecen mucho más de lo que tienen: todos se creen víctimas del sistema. Este diagnostico está asociado con la existencia de desigualdades reales, pero, es al mismo tiempo, un fenómeno sociológico con fuerza propia. Un modelo mental que genera las condiciones para su propia reproducción.

Este tipo de pesimismo promueve las visiones justicieras del estado, el voluntarismo utopista, los deseos de revancha (que se convierten en un exceso de igualitarismo compensatorio). Y en últimas, favorece el crecimiento desordenado y corrupto del Estado. Y este crecimiento, a su vez, enriquece a unos cuantos privilegiados, concentra aún más las oportunidades y confirma las expectativas iniciales, el pesimismo generalizado. Jaime Ruiz ha sugerido una explicación similar. Pero yo difiero en un punto fundamental. Jaime cree que todo esto es deliberado. Pero no. Los foristas no son conscientes de las consecuencias de sus creencias. Desconocen que la causa última de su enojo es su mismo enojo. Su indignante indignación.

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Una lengua de emigrantes

“Nuestra lengua, la pobre…”. Así tituló Antonio Caballero un artículo publicado en la última edición de la revista cultural Arcadia. En opinión de Caballero, ya nadie quiere hablar o escribir en español. Los comerciantes negocian en inglés. Los filósofos especulan en alemán. Los diplomáticos saludan en francés. Y ahora, con el advenimiento del proteccionismo lingüístico, los vecinos hablarán en vasco o en gallego o en quechua o en palanquero o quién sabe en qué otro dialecto resucitado no tanto por la voluntad de los hablantes, como por el capricho de los burócratas de la cultura. Además, escribe Caballero, “tampoco hay, ni ha habido nunca, un escritor ruso, digamos, que haya escrito en castellano; ni un hindú, ni un sueco, ni un turco, ni un neozelandés. Cosa que sí sucede en otras lenguas. Hay escritores malayos que han decidido escribir en japonés o en chino, y lituanos o persas que lo han hecho en ruso. El polaco Conrad escribió en inglés, en tanto que el irlandés Beckett escribió en francés, como los rumanos Ionesco o Cioran”. Caballero apunta bien, pero no da en el blanco. Su juicio sobre la importancia de la lengua española deja de lado un asunto fundamental. En el continente americano, el español es una lengua de emigrantes. No de quienes llegan sino de quienes se van. De fugitivos económicos. De buscadores de fortuna. Por ello no hay rusos o lituanos o africanos escribiendo en español. Por ello Junot Díaz y Ernesto Quiñónez (el uno dominicano, el otro ecuatoriano) escriben en inglés. Y por ello mismo, el español puede convertirse en una ventaja competitiva fundamental para muchos países de América Latina: en un puente cultural hacia la economía más grande del planeta. Los emigrantes juegan un papel fundamental en la superación de las barreras informativas y las dificultades lingüísticas del comercio internacional. Los emigrantes chinos, por ejemplo, sustentaron las primeras aventuras comerciales de ese país. Sin los barrios chinos, sin los varios millones de contactos que facilitaron la comunicación entre productores domésticos y distribuidores extranjeros, el ímpetu comercial chino no habría sido tan avasallante. O habría progresado más lentamente. O habría tardado más tiempo en manifestarse. Entre 1998 y 2005, aproximadamente 300.000 colombianos se radicaron en los Estados Unidos. Nuestros coleccionistas de tragedias han mencionado toda suerte de efectos nocivos asociados a la diáspora. Pocos analistas han llamado la atención sobre las implicaciones positivas. Los nuevos emigrantes podrían, por ejemplo, multiplicar las oportunidades generadas por el (todavía incierto) Tratado de Libre Comercio. Su presencia nos ha acercado, de manera definitiva, al mayor mercado del planeta. Y constituye una inmensa ventaja competitiva construida en pocos años de manera casi involuntaria. En fin, a pesar del poderío económico de los Estados Unidos, a pesar de la supremacía comercial del inglés, a pesar del proteccionismo lingüístico, a pesar de la amenaza china, a pesar de los tigres, los dragones y de toda la zoología de las antípodas, el español no es tan pobre como dicen: su importancia comercial ha dejado de ser despreciable. Una importancia sustentada no solamente en la demografía, sino también en la movilidad de nuestras gentes. En el futuro, tal vez, no habrá muchos rusos o malayos o árabes escribiendo en español. Pero una cosa parece cierta. El español irá forjando, poco a poco, lo que la política parece negar día a día: la integración comercial del continente americano.