El Centro de Estudios Políticos de La Universidad Eafit acaba de publicar un libro sobre economía criminal y narcotráfico en Antioquia. El libro contiene tres ensayos independientes que, en conjunto, dan luces sobre el pasado y el presente del crimen organizado en este departamento. El último ensayo, escrito por el investigador costeño Gustavo Duncan, intenta responder una pregunta antigua, recurrente: ¿por qué la exportación de cocaína surgió primero en Antioquia? ¿Cómo se explica la preeminencia inicial de los antioqueños? ¿Por qué los costeños jugaron un papel subordinado a pesar de su experiencia en el tráfico de marihuana? Duncan pone en duda algunas de las explicaciones culturalistas más comunes. Cuestiona, en particular, que la ventaja de los antioqueños provenga de una mayor predisposición hacia el crimen o de una cultura de violación de las normas. Científicos sociales y comentaristas de prensa han ilustrado esta tesis con base en una supuesta admonición de las abuelas antioqueñas a sus nietos: “consiga plata mijo, consígala honradamente pero si no puede… ¡consiga plata, mijo!”. Pero la frase anterior no es una ocurrencia perversa de las matronas paisas sino una máxima irónica del poeta latino Horacio, como bien lo señaló el historiador Jorge Orlando Melo hace un tiempo. Algunas explicaciones culturalistas, sobra decirlo, nunca han tenido mucho respeto por los hechos del mundo.Duncan anota que “la diferencia de los antioqueños con el resto de Colombia no estuvo en la cultura de violación de las normas…” sino en el sentido comercial, en los hábitos y las habilidades para el intercambio. Los costeños pobres, desventajados, dice Duncan, carecían de las habilidades necesarias para participar autónomamente en un negocio complejo, sofisticado. Muchos antioqueños, por el contrario, tenían habilidades comerciales evidentes, estaban habituados a las urgencias del intercambio. Sin estas habilidades, los antioqueños de origen humilde no habrían nunca podido dar el salto definitivo, improbable, de delincuentes locales a empresarios internacionales, a exportadores de cocaína.Las habilidades comerciales de los antioqueños, dice Duncan, son a su vez el resultado de una historia conocida. En muchas otras regiones de Colombia, los campesinos no tuvieron históricamente una participación activa en el comercio, su mundo estuvo circunscrito a la realidad excluyente, jerarquizada de la hacienda. En Antioquia, por el contrario, muchos pequeños propietarios tomaron parte en actividades comerciales de manera regular. Con el tiempo, el comercio amplió el panorama, multiplicó las ambiciones y creo unas habilidades prácticas innegables: todavía hoy, en muchos pueblos de Colombia, el comercio al por menor es dominado por antioqueños. Estas habilidades, ya lo vimos, fueran fundamentales en los orígenes del narcotráfico, en la preeminencia inicial de los habitantes de Antioquia.La tesis de Gustavo Duncan representa una ruptura importante (necesaria, diría yo) con una tradición moralista que ha querido ver en el narcotráfico un síntoma de todos nuestros males, un espejo incomodo, revelador. Las cosas son aparentemente mucho más complejas. En Antioquia, el narcotráfico fue el resultado no sólo de los males de la sociedad, sino también de sus virtudes más celebradas.
Sin categoría
De un lado están los políticos de principios únicos, los cruzados, los que rechazan, casi por instinto, cualquier transacción ideológica. “No soy perfecto pero no soy un cínico”, dijo Mockus esta semana. En su opinión, el cinismo, esto es, la aceptación explícita de que la búsqueda del poder requiere algún grado de flexibilidad programática, es el peor de los defectos. Los cruzados sospechan de los acuerdos. No creen en las alianzas. Sólo parecen dispuestos a juntarse con quienes adhieren (o juran fe eterna) a sus convicciones primordiales. Prefieren, claramente, la soledad a unas supuestas malas compañías.
De otro lado están los políticos conciliadores, los flexibles, los dispuestos a conversar con todos, incluso con sus enemigos ideológicos. Los políticos flexibles no ven el mundo en blanco y negro. No piensan que su tarea sea una cruzada inaplazable. “En la campaña presidencial enviamos el mensaje que todos los demás eran corruptos menos nosotros. Nosotros no somos un tribunal de la inquisición. Hoy se impone la búsqueda de alianzas…Necesitamos un candidato que convoque a todos los sectores. Pensamos que Bogotá debe tener una propuesta incluyente, de diversas miradas de la ciudad”, dijo esta semana Lucho Garzón en defensa de la alianza del Partido Verde con el Partido de la U. En su opinión, el peor defecto de la política no es el cinismo o el oportunismo, sino la intolerancia, el arribismo moral, la tendencia inquisidora de los cruzados. Los políticos conciliadores no le temen a las alianzas contradictorias, no suponen, de entrada, la existencia de una disyuntiva inevitable entre la soledad y las malas compañías.
Los cruzados se presentan muchas veces como héroes trágicos: sus fracasos, dicen, son un reflejo de sus virtudes. Los conciliadores sospechan de este heroísmo autoproclamado, lo consideran más una forma de escapismo que una virtud inconveniente. Para los cruzados, como lo sugirió Mockus esta semana, “perder es ganar un poco”. Para los conciliadores, como lo ha sugerido Peñalosa varias veces, “ganar implica muchas veces perder un poco”. Para los cruzados, las ideas cuentan más que la victoria. Para los conciliadores, la victoria es necesaria para poner en práctica las ideas. Para los cruzados, vale más la devoción de los fieles que la adhesión de las mayorías. Para los conciliadores, la devoción de unos cuantos es irrelevante sin el apoyo de las mayorías.
No es fácil escoger entre cruzados y conciliadores. Por mi parte, estoy convencido de que la política necesita algún grado de flexibilidad, de tolerancia, de capacidad de negociación. Termino con Maquiavelo como corresponde: “Es imposible ser al mismo tiempo buen hombre y buen príncipe. Quien quiera ganar la gloria política debe renunciar al cielo; quien busque la salvación sacrificará su reino”.
El Estado colombiano no sabe contar. No ha sido capaz de seguirle el paso a la cambiante demografía de este país. El censo de población de 2005 dejó a millones de ciudadanos por fuera de las cifras oficiales. El censo electoral está lleno de muertos (que votan por supuesto). El Sisben está lleno de colados (que cobran por supuesto). Según las cifras de Planeación Nacional, en varios municipios de Colombia, hay más sisbenizados que habitantes, más subsidios que personas.
En el sistema de la salud, las cuentas son aún más problemáticas. El Estado no ha sido capaz de actualizar las bases de datos. Hay duplicaciones, omisiones y (como siempre) muertos en vida, ya no votando sino recobrando. Esta semana el gobierno reportó, alarmado, como si el problema no fuera suyo, que los recobros al sistema de salud incluían más de diez mil muertos. Las cuentas del sector educativo tampoco cuadran. Las de los desplazados, menos. En el sector justicia, la contabilidad no existe. Hace un tiempo, la Corte Constitucional reconoció, cándidamente, que no sabe cuántas tutelas se presentan cada año en Colombia.
Pero estos problemas no han disuadido a los burócratas. Esta semana, el gobierno propuso una proeza burocrática imposible, casi ridícula. Con el fin de disminuir el robo de teléfonos celulares, expidió un decreto que ordena a las compañías operadoras a crear (primero) y a actualizar (después) dos bases de datos: la primera, la base negativa, debe contener los identificadores internacionales (IMEI) de los teléfonos robados o perdidos; la segunda, la base positiva, los identificadores de los teléfonos habilitados legalmente y los número de identidad de sus respectivos usuarios. Si un aparato es robado, su registro pasaría de la base positiva a la negativa y sería consecuentemente desactivado. Sencillo en teoría, muy difícil en la práctica. Ya lo veremos.
La actualización de las bases de datos va a requerir una burocracia kafkiana. Todos los vendedores de celulares necesitarán ahora un permiso especial de funcionamiento. Si un usuario trae un teléfono del exterior, tendrá que mostrar, para activarlo, una factura de compra o una carta firmada por el antiguo propietario. El cambio de usuario necesitará también autorización escrita. Comprar un celular será casi tan engorroso como comprar un carro. Pero los nuevos trámites poco afectarán, en mi opinión, el comercio ilegal. Muchos teléfonos robados serán sacados del país. Otros venidos por partes. Otros más comercializados internamente después de cambiarles fraudulentamente el IMEI por el de aparatos viejos, ya sin valor comercial pero incluidos en la base positiva. Habrá celulares colados, como en el Sisben. O no contabilizados, como en Censo. Además el decreto en cuestión aumentará el poder de mercado de los operadores y podría por lo tanto incrementar los precios de los aparatos nuevos, incentivando así el comercio ilegal. Las consecuencias inesperadas de la tramitomanía no lo son tanto.
Tristemente muchos gobiernos parecen más interesaros en aparentar que están resolviendo los problemas que en resolverlos. Ojalá alguien se diera a la tarea de contar los decretos inútiles. Probablemente nos daríamos cuenta de que muchos actos administrativos son simples placebos. O peor, remedios improvisados.
Podemos perorar sobre nuestro deterioro moral. O hacer frases bonitas sobre la corrupción en la era del emoticón. O señalar (nuevamente) la omnipresencia de los avivatos. O maldecir el oportunismo de los negociantes. O reiterar la venalidad de los burócratas. Podemos en fin manifestar nuestra indignación de muchas maneras. Todas entendibles. Pero todas en buena medida infructuosas.
El último escándalo de corrupción en el sistema de salud tiene una causa fundamental que ha sido olvidada en medio de la indignación general: los incentivos perversos o pervertidores. El llamado sistema de recobros es una invitación al fraude; es la ocasión que hace al ladrón, que engendra al corrupto. La corrupción no es sólo un asunto de moral. Es también la manifestación de una falla institucional, de un problema de incentivos. Veamos un ejemplo hipotético.
Un buen día el jefe de una gran empresa reúne a todos los empleados y anuncia, primero, que ha decidido congelar los salarios y, segundo, que va a poner en práctica un nuevo sistema de bonificaciones. “Para las actividades que no hacen parte de la carga normal, de la descripción de los cargos, todos podrán ahora presentar una cuenta de cobro, detallando las horas adicionales trabajadas y los gastos no cubiertos por la empresa, en transporte, materiales, etc.”, explica el jefe. “Preparen las cuentas, cobren lo que tengan que cobrar, nosotros pagaremos de manera cumplida después de una auditoría rápida”, aclara finalmente.
Algunas semanas después de la reunión, los empleados comienzan a pasar las cuentas como corresponde, con apego a la verdad y a la ética. Pero tarde o temprano, por experiencia propia o ajena, se dan cuenta de que la auditoría es inexistente, que los recobros son pagados sin reparos y que los gastos adicionales pueden facturarse a cualquier precio. Seguidamente, algunos empleados comienzan a inflar las cuentas, primero con cautela, como tanteando la situación, después de manera desvergonzada, sin reatos morales o cargos de conciencia. Al fin de cuentas han descubierto una manera sencilla para salir de pobres. Pasado un tiempo, el jefe descubre, con asombro, que los recobros han crecido de manera exponencial, que están poniendo en riesgo la viabilidad de la empresa. Decide, entonces, citar a una reunión extraordinaria. Sentado en la mitad de una larga mesa, flanqueado por el auditor interno y el revisor fiscal, denuncia indignado la corrupción reinante y promete un castigo ejemplar para los culpables. Nada dice, sin embargo, sobre el sistema perverso de bonificaciones.
Algo similar ha venido ocurriendo en el sistema de salud. El gobierno ha denunciado la corrupción. Conoce la perversidad del sistema de recobros. Pero poco ha dicho sobre cómo va a desmontar un sistema corruptor. La ley 1438 no hace nada al respecto. El proyecto de ley estatuaria ha sido archivado. El control de precios de medicamentos es parcial e insuficiente. La actualización del plan de beneficios sigue siendo una promesa eterna, una entelequia. La actualización de la Unidad de Pago por Capitación (UPC) se ha pospuesto por mucho tiempo. “Los recobros no hacen parte del sistema de salud”, ha dicho el ministro del ramo. Pero la realidad sinceramente es otra. Los recobros son el cáncer del sistema, un cuerpo extraño que podría terminar matándolo.
En julio de 2007, en un discurso pronunciado en la Universidad de los Andes, el presidente Uribe dijo lo siguiente: “en nuestro país no deberíamos hablar de conflicto con los grupos armados, sino de desafío del terrorismo…Pero estos son elementos conceptuales, donde uno puede estar equivocado o acertado. Le he dicho al Comisionado: si hay que aceptarle al Eln que hay conflicto para hacer la paz, olvídese de mi tesis y aceptamos que hay conflicto”. Esta semana el presidente Juan Manuel Santos hizo un pronunciamiento similar: aceptó la existencia del conflicto y lo hizo por razones pragmáticas, con el propósito aparente de minimizar los efectos fiscales de la llamada ley de víctimas. El pragmatismo de Santos es similar al de Uribe. No representa un rompimiento con el pasado. Pero tiene un significado importante. Avala la premisa fundamental de la ley de víctimas, a saber: la clasificación de las víctimas en dos categorías excluyentes, las del conflicto armado (que deben ser reparadas) y las de la delincuencia común (que no tienen derecho a la reparación).
Esta clasificación es cuestionable. Conceptualmente problemática. El economista Mauricio Rubio planteó el problema de manera precisa hace ya más de veinte años: “más allá de las muertes ordenadas o ejecutadas directamente por miembros de las organizados armadas, es necesario tener en cuenta aquellas que, de una u otra manera, ocurren o se ven facilitadas por la presencia de tales organizaciones”. Los grupos armados disminuyen la eficacia de la justicia, aumentan la disponibilidad de armas de fuego, reducen la cohesión social y contribuyen por lo tanto al incremento de los homicidios comunes. No casualmente, los municipios donde históricamente han operado estos grupos han tenido también mayores niveles de criminalidad y violencia. El conflicto mata de muchas formas diferentes: unas directas y otras indirectas.
En Colombia, el narcotráfico, el conflicto y la delincuencia se han reforzado mutuamente. El narcotráfico financió la expansión de los grupos armados. El conflicto contribuyó al crecimiento del narcotráfico, de los cultivos de coca específicamente. Y el crimen organizado pescó en el río revuelto por los mafiosos, los guerrilleros y las paramilitares. Estas interacciones hacen muy difícil la clasificación de las víctimas. ¿Son los jóvenes asesinados todos los días en la Comuna 13 de Medellín víctimas del conflicto, el narcotráfico o la delincuencia común? ¿Hay alguna diferencia sustancial entre un policía ultimado por los sicarios de Pablo Escobar y un soldado asesinado por las Farc o los paramilitares? ¿Tiene algún sentido distinguir entre el asesinato de tres indigenistas norteamericanos por parte de las Farc en 1999 y el de dos biólogos colombianos por parte de una banda criminal a comienzos de este año? Estas preguntas y otras similares han sido convenientemente ignoradas por los ponentes de la ley de víctimas. Todos han pasado de agache.
En suma, el pragmatismo de los ponentes (y del mismo gobierno) no sólo es conceptualmente equivocado sino también moralmente cuestionable. El proyecto actual, que está a punto de ser aprobado, beneficia a unas víctimas y se olvida de todas las demás. Como si el sufrimiento de las familias, de tantos y tantos deudos, dependiera por alguna razón misteriosa de quién apretó el gatillo.
El domingo primero de mayo, en la plaza de San Pedro, Juan Pablo II será declarado beato por Benedicto XVI. La ceremonia de beatificación contará con la presencia de importantes personalidades de todo el mundo. Allí estarán el príncipe de Asturias, el primer ministro francés, el presidente mexicano, la primera dama de la República Dominicana, etc. Colombia estará representada por la canciller María Angela Holguín, por los presidentes de los partidos políticos (ojalá no lleven carriel) y por las altas autoridades eclesiásticas. Los asistentes serán testigos privilegiados de un hecho histórico, inusual: por primera vez en mil años un papa será beatificado por su sucesor.
Pero la rápida beatificación de Juan Pablo II no es un hecho aislado. Todo lo contrario. Es representativo de una tendencia, de la misteriosa multiplicación de los beatos y los santos durante los últimos dos papados. El economista Robert Barro, profesor de la Universidad de Harvard, candidato al premio Nobel de economía, un investigador serio, aplomado, publicó recientemente un minucioso análisis de las beatificaciones y las canonizaciones ordenadas por los últimos 38 papas. El análisis comprende más de 400 años de historia pontificia: comienza en 1590 con Sixto V y termina en 2010 con Benedicto XVI.
“Para cada papa –escribe Barro, en el estilo circunspecto de los académicos– computamos la tasa anual de beatificación”. Los papas estudiados nombraron en promedio un beato por año. En general fueron recatados, económicos, amarretes en sus bendiciones. Pero los últimos dos papas rompieron una larga tradición. Comenzaron a beatificar a diestra y siniestra. Como alma que lleva el diablo. Juan Pablo II proclamó 319 beatos en sus 26 años de papado, más de 12 por año en promedio. Benedicto XVI no se ha quedado atrás. Está beatificando a la no despreciable tasa de 11 anuales. Ya lleva más de 60 beatos a cuestas.
Algo similar ha ocurrido con las tasas de canonización. Históricamente los papas canonizaban a duras penas un beato cada año. En su largo papado Juan Pablo II canonizó tres anuales en promedio. Benedicto XVI está canonizando al endemoniado ritmo de seis beatos por año. ¿Qué explica la exuberancia de los dos últimos papas, su fiebre beatificante y santificadora? La respuesta no es simple. Al fin de cuentas estamos ante asuntos divinos que involucran milagros y otras hazañas difíciles de discernir para el común de los mortales.
Barro propone, sin embargo, una explicación interesante. Malpensada, podríamos decir. En su opinión, Juan Pablo II y Benedicto XVI convirtieron el santoral en un instrumento político. O politiquero. Ambos nombraron beatos y santos de manera selectiva. Los nombramientos se concentraron en los países donde la competencia de la iglesia católica con las iglesias evangélicas era más intensa; esto es, el santoral se usó estratégicamente para conseguir o conservar los fieles. Y probablemente también para pagarles favores al Opus Dei y a otras organizaciones aliadas en la lucha política al interior del catolicismo. Resumiendo: el Vaticano ha venido usando una forma extraña de clientelismo, una práctica non sancta sin duda.
Quién iba pensarlo pero los presidentes de los partidos políticos colombianos, nuestros representantes en la ceremonia, tienen mucho en común con los dos últimos pontífices. Dios los cría…
La corrupción ha sido definida como el aprovechamiento del poder del Estado (incluido su poder económico) por parte de individuos o empresas particulares con fines de lucro. Esta definición incluye muchas de las formas más comunes de corrupción; incluye, por ejemplo, al funcionario que negocia la adjudicación de contratos, al burócrata que cobra por expedir un permiso, al regulador que es capturado por las empresas reguladas, al magistrado que vende los fallos al mejor postor, al policía que trabaja veladamente para la mafia, etc. En todos los ejemplos anteriores, el poder del Estado ha sido vendido, alquilado o subastado por alguno de sus agentes.
Pero la corrupción va más allá de la definición y los ejemplos anteriores. Los casos más visibles de corrupción tienen que ver con el Estado, con el robo de los recursos públicos o con los abusos sistemáticos de poder. Pero hay formas de corrupción que no involucran directamente al Estado. También hay corrupción, creo yo, cuando un individuo o un grupo de personas traicionan la confianza del público con fines pecuniarios. En este caso, como en los ejemplos del párrafo anterior, la corrupción enriquece a unos pocos a costa de un bien público fundamental, a costa de la confianza general en las instituciones.
Hay corrupción, por ejemplo, cuando los economistas se presentan ante el público como analistas imparciales de las políticas públicas o de la realidad económica pero, en realidad, son agentes a sueldo de poderosos intereses financieros, comerciales o industriales (el documental Trabajo confidencial denuncia este tipo de corrupción con eficacia y algo malevolencia). Hay corrupción cuando los científicos, quienes usualmente disfrutan de una reputación de objetividad e independencia, actúan veladamente en pro de intereses privados. Los ejemplos abundan. Ronald A. Fisher, el estadístico más importante del siglo XX, negó de manera tozuda la existencia de una conexión significativa entre el consumo de tabaco y el cáncer de pulmón. Fisher mantuvo una controvertida (y no siempre clara) relación profesional con la industria tabacalera.
Hay corrupción (o puede haberla al menos) en las complicadas relaciones de los médicos con las compañías farmacéuticas, relaciones que involucran atenciones, viajes y regalos no declarados. Hoy hay funcionarios públicos presos por faltas comparativamente menores. En privado, muchos médicos cuestionan estas relaciones. En público, pocos lo hacen. Hay corrupción cuando los periodistas asumen el doble papel de opinadores independientes y asesores o consejeros de empresas privadas u oficinas estatales. En este caso, los periodistas están traicionando la confianza del público: mucha gente cree, ingenuamente, estar leyendo u oyendo análisis independientes cuando, en realidad, están consumiendo opiniones compradas o amañadas. Al final, ya lo dijimos, unos pocos ganan y muchos pierden.
En últimas, la corrupción no comienza ni termina con los funcionarios públicos. No voy a decir que la corrupción es inherente a la naturaleza humana. No lo creo así. Pero sí quisiera señalar que es mucho más generalizada de lo que usualmente se reconoce. Si queremos sinceramente acabar con la corrupción deberíamos iniciar por combatir la hipocresía.
“Ignacio Rodríguez…era un muchacho de la sociedad samaria sobre quien no había duda”, escribió Tomás Uribe en una carta publicada el viernes por este diario en la que explicaba sus tratos con un político costeño hoy preso en los Estados Unidos. “Tanto al Sr. Rodríguez como a su familia los precedía una excelente reputación, la cual pueden corroborar distinguidas personas de la sociedad samaria…”, escribió el mismo Tomás Uribe en un comunicado divulgado por la prensa nacional a mitad de semana. Hace ya varios años, el padre de Tomás, el expresidente Álvaro Uribe Vélez, usó un argumento similar para justificar el nombramiento de Jorge Noguera, otro muchacho de la sociedad samaria, en la dirección del DAS: «era una persona que había trabajado en Santa Marta, tenía buena reputación, una familia honorable…”.
Los argumentos mencionados son algo más que una excusa de ocasión para el pecado peligroso de las malas amistades. Son también un ejemplo inequívoco, revelador de un sesgo generalizado pero no por ello menos antipático. Tomás Uribe parece suponer que la pertenencia a cierto círculo social señala o predice el buen comportamiento. Como si la prestancia moral fuese hereditaria. Como si el origen o la afiliación social permitiera juzgar el carácter o adivinar la conducta. Si mis tratos hubieran sido con un joven de una familia desconocida o de un estrato intermedio, sugiere Tomás, mis contradictores tendrían razón en cuestionar mi comportamiento. Pero mis relaciones fueron con un joven de la alta sociedad, alejado en principio de los malos pasos, de los negocios turbios.
El argumento de Tomás Uribe puede resumirse en una frase: no soy culpable pues me mezclé con la gente que tocaba. El raciocinio no es nuevo. Ni original. Todo lo contrario. Es representativo de una rutina mental excluyente, discriminante. Veamos un ejemplo. La Universidad de los Andes tiene un programa de becas para bachilleres sobresalientes de estratos bajos. Cientos de nuevos estudiantes becados inician sus estudios cada año. Muchos descuellan académicamente. Se gradúan con honores o promedios destacados. Pero no consiguen trabajo con la misma facilidad que sus compañeros más privilegiados. Su ingreso al mercado laboral es con frecuencia frustrante. No son muchachos de la alta sociedad. No pertenecen a familias honorables. Y el origen social incide, ya lo vimos, sobre los juicios y los prejuicios de los demás, de los futuros empleadores en este caso.
Muchos empleadores, dicen los que saben, filtran las hojas de vida con base en los lugares de residencia, en los nombres propios, en las referencias personales, esto es, en los marcadores obvios del origen social. Y lo hacen de manera rutinaria, casi automática, con la misma naturalidad (inocente en apariencia) de la carta de Tomás Uribe. Los prejuicios de clase no suelen ser estridentes. Pero su acumulación silenciosa es nefasta, reduce las posibilidades de movilidad social, concentra las oportunidades en los mismos muchachos de la alta sociedad.
En últimas, la candidez de Tomás Uribe llama la atención sobre una forma velada pero poderosa de exclusión social. Ojalá comenzaramos a aceptar de una vez por todas que muchas familias honorables no lo son tanto, que muchos jóvenes de la alta sociedad no tienen miras muy elevadas y que el origen o la procedencia social poco o nada tiene que ver con el talento y la rectitud.
Su llegada al aeropuerto El Dorado me recordó otras épocas, ya idas, cuando nuestros campeones de ciclismo o de boxeo eran recibidos por cientos de fotógrafos angustiados, desesperados por una imagen reveladora. ¿Ya llegaron?”, preguntaba la gente en la calle con una especie de curiosidad exasperada. Pero el martes en horas de la tarde terminó la espera. Los campeones de la corrupción llegaron en un avión de Iberia procedente de Roma, “cargados de pruebas” según informó la prensa. Vestían no los atuendos coloridos de los héroes del deporte, sino unos chalecos abultados, a prueba de balas. Fueron llevados directamente al búnker de la Fiscalía. “¿Habrá alguna foto de los señores Nule en el calabozo?”, me preguntó un taxista desprevenidamente. La corrupción, pensé, se convirtió en el nuevo espectáculo nacional.
La audiencia de imputación de cargos parecía un evento deportivo. Había cámaras por todos lados. Los periodistas no cabían en la sala. Los curiosos luchaban por una silla vacía. Los principales diarios transmitieron los alegatos en sus páginas de internet. Los noticieros de televisión emitieron boletines especiales. Varios periodistas dieron cuenta de los hechos, minuto a minuto, jugada a jugada, como si se tratase de un partido de fútbol. Nadie quería perderse un solo detalle. La corrupción como entretenimiento, como espectáculo de masas, alcanzó esta semana niveles delirantes. Insospechados, en mi opinión.
La transmisión en línea reveló la extrañeza del espectáculo. “Las barras se dividen entre los que quieren que terminen la audiencia y los que quieren que la aplacen”, informó La Silla Vacía el jueves en la tarde. “Los Nule no han vuelto, pero los abogados ya llegaron y las barras se van llenando”, escribió el mismo medio minutos más tarde, sin ningún asomo de ironía, como si todo este espectáculo fuese natural, rutinario. “Manuel Nule se para a hacer ‘pipi’ y cuando regresa las cámaras fotográficas se disparan”, informó Norbey Quevedo, uno de los reporteros más acuciosos de este país, dedicado ahora, quién iba a creerlo, a relatar las urgencias físicas de los Nule.
Esta forma extraña de entretenimiento deja entrever un hecho más inquietante que la frivolidad inevitable de los medios de comunicación. El deseo de justicia parece estar transformándose en un sentimiento distinto, en una especie de clima de linchamiento, de sed de venganza inmediata. Hace ya muchas décadas, los ladrones eran ejecutados en espectáculos públicos, en medio de un ambiente festivo, frenético. Guardadas las proporciones, algo similar parece estar ocurriendo hoy en día. Los curiosos de a pie han sido reemplazados por internautas indignados. Pero la mezcla de curiosidad frívola y afán de venganza no ha cambiado mucho.
Sobra decirlo, el espectáculo no fortalece la justicia. Ni mengua la impunidad. Ni reduce la corrupción. El cubrimiento desaforado y superficial de los procesos judiciales (“Gracias al receso, la corbata del fiscal volvió a su puesto”) sugiere, en últimas, cierta resignación, cierta indignación pasiva. Como no hemos sido capaces de lidiar con la corrupción (los Nule fueron hasta hace poco tiempo los niños mimados de los medios, los bancos y el Estado), optamos extrañamente por convertirla en entretenimiento.