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Más jueces populares

El gráfico muestra la frecuencia relativa de aparición de las palabras “magistrado/s” y “congresista/s” en los archivos electrónicos de El Tiempo y Semana. En particular, se muestra el promedio móvil de doce meses para cada mes del período 1992-2010. El buscador desarrollado por Juan Manuel Caicedo (ver una versión aquí) calcula la frecuencia relativa como el cociente entre (i) el número de apariciones de la palabra en cuestión en un mes dado y (ii) el número total de palabras publicadas en el mismo mes.

Los resultados muestran que ambas series exhiben un alto grado de comovimiento. Las noticias sobre magistrados y congresistas vienen juntas o son en muchos casos las mismas. En los últimos cinco años, la frecuencia relativa de aparición de ambas palabras crece sustancialmente, probablemente como consecuencia de los juicios de la parapolítica y otros escándalos parecidos. En el último año, por primera vez en más de una década, la expresión “magistrado” supera a la expresión “congresista”. El gráfico sugiere, creo yo, varias tendencias o fenómenos emergentes: la creciente figuración mediática de los jueces, el también creciente interés de los medios de comunicación por los escándalos políticos y la pérdida de importancia del poder legislativo con respecto al judicial. Seguramente hay otras interpretaciones. Y otras preguntas no formuladas. Este tipo de ejercicios nunca son definitivos, pero siempre, sobra decirlo, son sugestivos. Inquietantes, incluso.

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Decenas y decenas de leyes

Hace ya un mes, en una conferencia gremial, el ministro del Interior y Justicia, Germán Vargas Lleras, celebró, en tono ufano, el éxito legislativo del primer año de gobierno. “Aprobamos decenas y decenas de leyes…La Unidad Nacional funcionó divinamente«, dijo orgulloso. Esta semana, el ex presidente del Senado, Armando Benedetti, señaló, con inocultable satisfacción, que más de 280 proyectos habían sido aprobados durante su mandato. El presidente Santos fue aún más lejos. “Lo que el Congreso ha logrado en estos diez meses no tiene precedentes en la historia reciente del país”, declaró hace unos días.

El miércoles, durante la instalación de una nueva legislatura, el presidente celebró de nuevo la exuberancia legislativa de su primer año de gobierno. “La primera legislatura fue histórica. ¡Que no se quede atrás la segunda! ¡Vamos a cumplirle a Colombia! ¡Vamos a seguir demostrando para qué sirve la Unidad Nacional!”, dijo. En la misma ceremonia, el presidente enumeró los nuevos retos legislativos de su gobierno. La lista es larga. Larguísima, diría yo: el Código General del Proceso, el Código Penitenciario, la Ley de Jueces de Paz, el Estatuto de Arbitraje, el Código Nacional de Tránsito, el Código Electoral, el Estatuto de la Oposición, la Ley de la Mujer, la de Jóvenes, la de Discapacidad, la de Derechos de Autor, la de Bomberos, la de Voluntariado, la de Defensoría Integral para miembros de la Fuerza Pública, la autorización para la venta de un porcentaje de Ecopetrol, el Código de Minas y las reformas al Régimen Municipal y Departamental.

Probablemente la Unidad Nacional volverá a funcionar divinamente. Decenas y decenas de proyectos serán aprobados con una eficiencia casi industrial. Tendremos otra legislatura histórica, y gobierno y congreso celebrarán una vez más su éxito conjunto, medido, como siempre, por la cantidad de nuevos artículos y parágrafos. Pero la conveniencia de la exuberancia legislativa no es obvia. ¿Tiene sentido medir el éxito del congreso por la cantidad de leyes aprobadas? ¿Es posible discutir seriamente centenares de proyectos en unos pocos meses? ¿Es la calidad de las nuevas leyes tan notable como su cantidad? Yo sinceramente no lo creo.

El congreso no es una línea de ensamblaje. Su desempeño debe medirse no tanto por la cantidad de leyes aprobadas, como por la calidad de los debates realizados. Las decenas y decenas de nuevas leyes no son una prueba del éxito del Congreso colombiano, sino una muestra de su debilidad, de la subordinación de los parlamentarios a los designios del gobierno. En los últimos meses, el Congreso ha perdido incluso su protagonismo histórico en los debates de control político. El debate más importante sobre el sistema de salud tuvo lugar este semestre no en el Capitolio, sino en el Palacio de Justicia, en la sede de la Corte Constitucional. Los funcionarios ya no rinden cuentas ante los congresistas, sino ante la fiscalía y los organismos de control. En últimas, la judicialización de la política es otro síntoma del debilitamiento del Congreso.

Si las cosas siguen como van, el congreso podría convertirse en un simple notario del gobierno de la Unidad Nacional. Sería una pérdida. No sólo para los parlamentarios sino también para la democracia colombiana.

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La noticia comenzó a crecer a mediados de la semana. Fue anunciada a medias, insinuada apenas, por el presidente Santos el miércoles en la mañana, con el motivo aparente de generar expectativa, de despertar el apetito de un país hambriento de escándalos. El jueves la prensa ya anunciaba el desastre: un nuevo escándalo de corrupción medido, como siempre, en billones de pesos. “Fraude en la DIAN sería de varios billones de pesos”, tituló el diario El Tiempo en anticipación a la rueda de prensa que revelaría los detalles del desfalco.

El jueves en la mañana el gobierno reveló finalmente los pormenores del asunto de manera teatral. El presidente en el centro de una larga mesa, flanqueado por funcionarios circunspectos, anunció las malas noticias que el país esperaba con una suerte de alegría maligna, con la felicidad que produce la indignación. Este es apenas uno de los brazos del pulpo”, dijo de manera ominosa. Pero las cifras reveladas decepcionaron a más de uno. El escándalo no ascendió a siete billones, ni a cuatro, ni a dos. Según el reporte oficial, todavía preliminar, el desfalco a la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN) podría ascender a 300 mil millones de pesos anuales. Mucha plata, es cierto. Pero apenas una fracción de lo anunciado en la víspera por periodistas dados a exagerar las exageraciones oficiales.
Algo similar ocurrió cuando el gobierno reveló, hace unos meses, el escándalo de los recobros al sistema de salud. La puesta en escena fue la misma. Las metáforas presidenciales, semejantes (el presidente no habló, entonces, de un solo brazo del pulpo, sino de la punta del iceberg). Y los billones anunciados tampoco aparecieron por ninguna parte. El presidente reconoció esta semana que el desfalco a la salud no ascendía a varios billones como había sido anticipado, sino a una cifra mucho menor, equivalente a la sumatoria de los hallazgos iniciales, esto es, a la proverbial punta del iceberg.
La punta del iceberg de la salud resultó igual al iceberg. Del mismo modo, el gran pulpo de la DIAN tiene aparentemente un solo brazo. En una entrevista televisada, el director de esta entidad reconoció que no había más investigaciones en curso, ni más desfalcos conocidos, ni más escándalos en ciernes, esto es, aceptó cándidamente que el presidente estaba exagerando. Las investigaciones anticorrupción merecen el aplauso general. Pero el gobierno ha hecho de las mismas un espectáculo inconveniente. Ha alimentado la exageración. Ha permitido la especulación amarillista. Y ha contribuido por lo tanto a minar la confianza del público en el Estado y en las instituciones democráticas. Algunas ONG son dadas a la exageración estratégica, a la inflación deliberada de las cifras con el objetivo entendible de llamar la atención. Pero el gobierno, sobra decirlo, no debería actuar de la misma manera. Una cosa es ser activista, otra muy distintas es ser funcionario. O presidente.
La responsabilidad del gobierno es doble. Debe combatir la corrupción sin miramientos, pero debe al mismo tiempo generar confianza y credibilidad en el Estado. Se trata, en últimas, no sólo de reducir la corrupción a sus justas proporciones, sino también de presentar el problema en sus justas dimensiones. La exageración deliberada no es buen gobierno: es propaganda.

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La revolución ruidosa

Un reportero del Canal Caracol informó la semana anterior que los campesinos de algunos pueblos del departamento de Bolívar han roto una tradición centenaria y han reemplazado al burro por la motocicleta. “El burro soporta ahora su carga más pesada: la marginalización y el olvido”, dijo con evidente nostalgia. Esta suerte de cambio tecnológico ha ocurrido no sólo en Bolívar, sino en toda la región Caribe, en la zona cafetera y en buena parte del oriente del país. Ya va siendo hora de actualizar el atuendo de Juan Valdez. La mula debería cambiarse por una motocicleta; el sombrero aguadeño, por un casco duro; el poncho, por un chaleco luminoso; etc. Estamos, toca aceptarlo, en el capitalismo del siglo XXI.

La revolución ruidosa de la motocicleta ha ocurrido de manera súbita, intempestiva. Ha sido impulsada por la apreciación del peso (que implica bajos precios), la caída en la tasa de interés (que implica créditos baratos) y por la misma informalidad laboral (que implica la generalización del rebusque). En los últimos años, la economía colombiana no ha producido muchos empleos formales en la industria y en la agricultura, pero ha generado cientos de miles de mototaxistas en las ciudades intermedias y de mensajeros motorizados en las ciudades más grandes. Hoy en día más de tres millones de personas viven de las motos. Un estudio reciente del Banco de la República muestra que, en la ciudad de Sincelejo, los empleos asociados directa e indirectamente al mototaxismo (conductores, mecánicos, almacenistas, comerciantes, etc.) equivalen a 43% de la población económicamente activa. “Esta cifra refleja el alcance de esta actividad y constituye una de las principales razones por las cuales resulta ineficiente su prohibición”, dice el estudio de manera recatada, como si la prohibición de una actividad que genera casi la mitad de los empleos fuera apenas un asunto de eficiencia económica.

Hace diez años los ensambladores colombianos producían 50 mil motos anuales, actualmente producen más de 400 mil. Dos terceras partes de los compradores ganan menos de dos salarios mínimos. 40% deriva ingresos directos del uso de la motocicleta. Los beneficios sociales de la revolución ruidosa, medidos en plata o en tiempo, han sido notables. Pero todas las revoluciones traen problemas. Los accidentes de tránsito han aumentado sustancialmente. En Sincelejo, por ejemplo, 20% de los mototaxistas reporta haber sufrido un accidente durante el último año. En otras ciudades, la accidentalidad es relativamente menor y parece estar disminuyendo.

La revolución de la motocicleta ofende la sensibilidad de mucha gente. Algunos románticos ya lamentan el fin de una tradición (la del burro, por ejemplo). En Bogotá las autoridades quieren prohibir la circulación de motos de dos tiempos, supuestamente por razones ambientales. Pero este ambientalismo clasista es sospechoso, refleja un sesgo estético, una aprehensión odiosa hacia la democratización del transporte particular. No creo sinceramente que una moto de dos tiempos contamine más que una camioneta de cuatro mil centímetros cúbicos. Pero nadie ha propuesto prohibir la circulación de camionetas. La ley es sólo es para los de moto.

En fin, a pesar del clasismo soterrado, el creciente consumo de bienes durables (teléfonos celulares, computadores, motos y demás) sólo tiene un nombre: progreso.

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La constitución de El Alacrán

En su columna de esta semana Ricardo Silva Romero mencionó un pasquin colombiano perdido en la historia de los tiempos, un periodico comunistoide que circuló en este país entre enero y febrero de 1849: El Alacrán.

El primer número de El Alacrán fue publicado el 28 de enero de 1849, el séptimo (y último) el 22 de febrero del mismo año. Todavía vale la pena leer este periodiquito efímero: al azar, sin orden, sin reparar en los protagonistas de la comedia política del momento, ya todos olvidados. La ironía (en este caso en verso), la burla, la crítica conscientemente destructiva son una buena defensa (entonces y ahora) contra la pomposidad y la estupidez de la política.

El número 5, publicado el 15 de febrero de 1849, contiene un “proyecto de constitución política para la Nueva Granada”. El Alacrán inauguró el humor constitucional en Colombia, una tradición completamente olvidada en medio del bienpensantismo que ha acompañado el vigésimo aniversario de la Constitución de 1991. Aquí está la constitución de El Alacrán. Está mejor redactada (y es más realista) que la de 1991.

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Seguridad sin defensa

¿Quién tiene razón en el debate sobre el deterioro (o la mejoría) de las condiciones de seguridad? ¿Los pesimistas o los optimistas? ¿Los voceros de la oposición uribista o los pregoneros de la versión oficial? No es fácil saberlo. El debate es complejo. Los hechos, confusos. Y las cifras, contradictorias. Sea lo que fuere, los argumentos del gobierno dejan mucho que desear. Revelan cierta hipocresía y un evidente desprecio por los hechos y las opiniones de la gente. Veamos.

Los voceros del gobierno han dicho que la percepción de inseguridad es producto de la manipulación de la opinión pública por parte de políticos oportunistas y reporteros amarillistas. En varias ocasiones, han expresado su extrañeza por la politización del debate, han lamentado la falta de unidad, de consenso ante un tema de interés nacional. Pero estos lamentos son inconsecuentes. El presidente Santos, cabe recordar, reveló de manera oportunista la muerte de “Manuel Marulanda” y sacó provecho político de la “Operación Jaque”. Durante su campaña a la presidencia, usó el miedo como arma electoral. Su victoria obedeció en un alto grado a tal estrategia. Quejarse ahora de la politización de la seguridad no tiene sentido, es casi una forma de cinismo. El gobierno está siendo víctima de su propio invento.

Con evidente optimismo, el presidente Santos ha planteado que los ataques de las Farc y la percepción de inseguridad son manifestaciones superficiales de tendencias positivas. En su opinión, las Farc atacan porque están derrotadas y las gente se siente más insegura porque los periodistas han tenido que recurrir a la reportería minuciosa de la criminalidad, a la reiteración de la crónica roja, como consecuencia de la desaparición de muchos problemas otrora acuciantes: las chuzadas, los falsos positivos, los conflictos institucionales, etc. Esto es, las cosas lucen mal porque van bien. O en otras palabras, las malas noticias son buenas noticias disfrazadas. No quisiera pecar de pesimista, pero este optimismo presidencial me parece exagerado, casi un desafío al sentido común.

Los argumentos del ministro Rivera no son mucho mejores. Esta semana el ministro trajo a cuento su teoría de las microextorsiones. La percepción de inseguridad ha aumentado, dijo, como resultado de la multiplicación de la intimidación callejera, del mendigo que amenaza para acrecentar la limosna o el holgazán que intimida para forzar una ayuda. Pero esta teoría no tiene (no puede tener) ningún sustento. Al respecto no hay datos. Probablemente el Ministro basa sus elucubraciones en unas cuantas anécdotas callejeras. El general Naranjo también ha esgrimido una teoría cuestionable. La lucha contra la criminalidad, ha dicho, se ha visto entorpecida por la ausencia de una reglamentación eficaz del acto legislativo que prohibió el consumo de drogas. Este argumento no tiene asidero. El aumento del microtráfico poco o nada tiene que ver con la despenalización del consumo. Además, la policía cuenta con suficientes herramientas legales para combatir a los dueños del negocio de la droga. Las razones del general Naranjo son más una excusa que una explicación.

En fin, los argumentos del gobierno muestran cierto afán por enterrar la cabeza en la tierra. O peor, por contemplar la realidad con los ojos engañosos de la complacencia.

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La misma vaina

Enilce López, “la Gata”, nació en el municipio de Sucre, donde García Márquez vivió con sus padres durante su niñez. Varios episodios de la vida de “la Gata” pueden contarse en clave garcíamarquiana: la campesina que recorre la ribera del Magdalena vendiendo chucherías y leyendo el futuro en las manos encallecidas de sus clientes; la tía obsesiva, desalmada que va de pueblo en pueblo con su sobrina coleccionando coronas en reinados infantiles; la matrona otoñal que trata de controlar su antiguo imperio desde la cárcel apelando a unos supuestos poderes sobrenaturales.

Pero la historia de Enilce López tiene una faceta más prosaica. En los años ochenta, “la Gata” decidió invertir el capital acumulado vendiendo baratijas en el negocio del chance. Lo hizo inicialmente en Magangué y sus alrededores, no muy lejos de su lugar de nacimiento, del puerto fluvial donde alguna vez García Márquez vio pasar de largo al obispo de la zona. A finales de los años noventa “la Gata” se ganó (casi literalmente) la lotería. Con el propósito de sumar recursos para el barril sin fondo de la salud, el Estado colombiano decidió hace más de una década formalizar el chance, esto es, zonificar el país y entregarle el monopolio de cada zona al mejor postor. De la mano de Jesús María Villalobos, “el Perro”, “la Gata” monopolizó el negocio de las apuestas permanentes, primero en su zona de influencia después en buena parte de la Costa Caribe.

Poco a poco el chance fue acabando con las loterías, con un fortín histórico de los políticos tradicionales, lo que permitió, a su vez, el surgimiento de una nueva clase política. El chance, por decirlo de otra forma, refundó algunas regiones de la patria. “La Gata” primero infiltró el Estado con el fin de garantizar una concesión muy rentable y expandir su monopolio. Pero allí no paró su ambición. Con el tiempo diversificó su negocio. Eligió concejales, diputados, alcaldes y representantes. Se alió con los paramilitares. Y se convirtió, en últimas, en ama y señora del botín estatal en Bolívar, Sucre y Magdalena. En retrospectiva, la historia es de un realismo casi mágico: el Estado creó un monopolio que terminó por engullírselo. O en otras palabras, la formalización del chance tuvo un efecto inesperado: la captura estatal por parte de los empresarios formalizados.

Pero esta historia no termina todavía, tiene una faceta más inquietante, menos conocida. Según cuenta el periodista Alfredo Serrano en su último libro, el ICBF, la ONG británica Oxfam y la antigua Red de Solidaridad, unieron esfuerzos con Enilce López para ayudar a los desplazados. En su momento de auge, “la Gata” repartió mercados, organizó brigadas de salud y reconstruyó hospitales. Durante la reciente emergencia invernal, cuando las oficinas oficiales apenas despertaban, las redes al servició de “La Gata” llevaban ya un buen tiempo atendiendo a los necesitados. Todavía hoy “la Gata” controla una poderosa organización que ha reemplazado al Estado o llenado su vacío. Decir que “la Gata” capturó el Estado no es exacto. En muchas partes de Colombia “La Gata” es el Estado.

Ya García Márquez había intuido esta suerte de simbiosis. Cuando, en uno de sus cuentos, el dentista del pueblo le pregunta al alcalde a quién le pasa la cuenta, “¿a usted o al municipio?”, el alcalde responde sin mirar, “es la misma vaina”.

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Desigualdad y populismo

Colombia es el nuevo Brasil, el nuevo campeón latinoamericano de la desigualdad. Las cifras del Banco Mundial, de la Cepal y de otros centros de investigación revelan una verdad incómoda: la brecha (el abismo podríamos decir) entre ricos y pobres es mayor en Colombia que en cualquier otro país de la región. Durante la última década, la desigualdad sólo aumentó en tres países latinoamericanos: Colombia, Guatemala y Honduras. En los demás disminuyó por primera vez en mucho tiempo. Colombia tiene hoy un título incomodo, preocupante, deshonroso.

La noticia no ha recibido mucha atención por parte de los medios nacionales, ocupados, como siempre, de las rencillas políticas, de la guerra fría entre Santos y Uribe y de las escaramuzas iniciales (las batallas vendrán después) entre Garzón y Vargas Lleras. Algunos analistas han mencionado el tema tangencialmente, han especulado no tanto sobre las causas de la creciente desigualdad como sobre sus posibles consecuencias políticas, sobre las implicaciones futuras de la enorme distancia entre los ricos y los pobres de este país.

La desigualdad, se dice, es un caldo de cultivo para el populismo, para gobiernos irresponsables que sacrifican la prosperidad en aras de fantasías redistributivas, que explotan el resentimiento de los excluidos con una retórica facilista y en últimas perjudicial. El resultado electoral de Perú es usualmente traído a cuento como una advertencia sobre las consecuencias políticas de un modelo excluyente. No basta con el crecimiento económico, se argumenta. Si los pobres quedan excluidos, si la prosperidad es sólo para unos cuantos, la política tarde o temprano cobrará factura de la mano de un populista, de un demagogo irresponsable. El crecimiento desigual, se advierte, es políticamente insostenible.

La conexión causal entre desigualdad y populismo es presentada como una verdad de a puño, como una forma de determinismo ominoso. Pero la evidencia muestra otra cosa: el populismo raras veces es una consecuencia inmediata de la exclusión o la desigualdad. Ollanta Humala no es el producto de un modelo excluyente, es más bien el resultado de las rencillas políticas del establecimiento peruano. En Perú, contrario a lo que se dice, la prosperidad ha sido para todos: los ingresos de los pobres crecieron tanto como los de los ricos, la pobreza disminuyó de manera significativa, incluso la desigualdad se redujo levemente. Chávez tampoco fue una creación de la injusticia social: Venezuela ha tenido, de tiempo atrás, una desigualdad moderada. Chile y Brasil han sido históricamente mucho más desiguales y no han tenido, al menos no recientemente, gobiernos populistas. Todo lo contrario.

La creciente desigualdad no implica que Colombia será, a la vuelta de algunos años, gobernada por un emulo de Chávez. La estabilidad política podrá seguir coexistiendo, como lo ha hecho por buena parte de nuestra historia reciente, con la desigualdad social. Nuestro reto es peculiar. Consiste en disminuir la desigualdad no por temor al populismo, no por un supuesto riesgo político, sino por una razón menos urgente, más elemental, porque simplemente deberíamos ser fieles a lo que dice nuestra Constitución y han prometido por décadas nuestros gobernantes.

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Los orígenes de la «mano negra»

La «mano negra», dicen, era un bastión de la aristocracia bogotana que solía reunirse en el Jockey club y lugares parecidos a planear la defensa del país de la inminente toma comunista. Muchos se sentían orgullosos de pertenecer a un organización semiclandestina que, paradójicamente, tenía mentalidad de celula marxista:

Alfonso López Michelsen solía hacer referencias repetidas a la «mano negra». Era una forma de mostrar su rebeldía juvenil. Aquí Carlos Lleras Restrepo se queja de las ínfulas rebeldes de su rival político:

Hernán Echavarría también era mencionado a menudo como uno de los promotores de la «mano negra». Su obsesión anticomunista fue proverbial.
En fin, la mención de Santos a la «mano negra», ya repetida, es un interesante anacronismo, propio de un traidor de su clase.
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Constitución y realidad


Mucho se ha escrito recientemente sobre la Constitución de 1991. El tono predominante de los editoriales y artículos ha sido celebratorio: las tiranías celebran los cumpleaños de sus líderes; las democracias, los aniversarios de sus constituciones. En esta ocasión, el aniversario ha servido para señalar la importancia del espíritu incluyente de nuestra constitución política y de su carta de derechos. Pero debería también servir para crear conciencia sobre la relativa ineficacia del voluntarismo constitucional y sobre los límites del derecho como herramienta de cambio social.

Como lo señaló hace un tiempo el economista colombiano Eduardo Lora, la inspiración primordial de la Constitución de 1991 fue “la búsqueda de la inclusión política y social, y la reducción de las grandes disparidades e injusticias mediante la adopción de un Estado Social de Derecho”. La Constitución de 1991 consagró una serie de derechos sociales, creó un mecanismo expedito para su protección, priorizó el gasto social y condujo, en últimas, a un aumento sustancial del tamaño del Estado. Pero el avance social fue inferior al presupuestado (en un doble sentido). El Estado Social de Derecho ha tenido más efectos simbólicos que reales. Cambió el discurso pero no la realidad.

Durante los últimos veinte años los avances en educación y salud fueron notables. Pero el progreso social pareció perder dinamismo desde comienzos de los años noventa. El porcentaje de la población con Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) disminuyó más lentamente durante los últimos veinte años que en las décadas precedentes. Las coberturas de servicios públicos, en agua potable y alcantarillado en particular, dejaron de crecer. Más preocupante aún, el desempleo y la informalidad laboral aumentaron de manera significativa, se convirtieron en una realidad inescapable, trágica para la mayoría de los colombianos sin educación universitaria. En síntesis, la exclusión económica pudo mucho más que la inclusión social promovida por la Constitución de 1991.

Las grandes disparidades sociales tampoco disminuyeron. Todo lo contrario. La desigualdad del ingreso aumentó, primero rápidamente y después a un ritmo menor. Los indicadores actuales de concentración del ingreso son los mayores de los últimos 50 años. Resulta paradójico que, precisamente en el vigésimo aniversario de la promulgación de la Constitución de 1991, Colombia haya pasado a ser el país más desigual de América Latina. Al fin y al cabo el Estado Social de Derecho tenía como objetivo preponderante la reducción las desigualdades sociales. Pero la realidad económica fue más fuerte que la ficción constitucional.

Las explicaciones a la paradoja anterior abundan. Algunos culpan a las reformas liberales de los años noventa. Otros, a la corrupción y a la confusión de competencias entre el gobierno nacional y los gobiernos regionales. Otros más, a la inseguridad y la violencia. Sea cual fuere la explicación, el contraste entre las intenciones y los resultados es innegable. «No seremos los mismos”, dijo el Presidente Santos este viernes al sancionar la Ley de Víctimas en un tono reminiscente al de hace veinte años. Sin ánimo de hacer de aguafiestas, no sobra recordar la gran enseñanza de este nuevo aniversario de la Constitución de 1991: las normas por sí solas no cambian la realidad.