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Un mundo mejor

Por mucho tiempo, el mundo estuvo dividido en dos grupos desiguales. Había un primer mundo y un tercer mundo, un grupo minoritario de países desarrollados y un grupo mayoritario, demográficamente desbocado, irredimible, de países subdesarrollados. Las distancias entre ambos grupos parecían definitivas, inmunes a los remedios caseros y a las recetas foráneas. En 1960, en los inicios de la “Alianza para el progreso”, el producto por habitante de Colombia era una décima del de Estados Unidos. En 2008, después de innumerables promesas de prosperidad–el estancamiento prolongado estimula la demagogia–, la situación no había cambiado, la proporción seguía siendo exactamente la misma: si Colombia era uno, Estados Unidos era diez.

Los pocos países que lograban moverse del tercer mundo al primero eran estudiados con una curiosidad obsesiva. Casi contraproducente. Razones no faltaban. El tránsito del mundo de los pobres al de los ricos era tan improbable que parecía milagroso, irrepetible. Pero las cosas están cambiando rápidamente. La distancia entre los dos mundos, el rico y el pobre, ha comenzado a cerrarse de manera acelerada. Pareciera que, después de todo, los países condenados a cien años de soledad sí tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.

Esta semana, el Fondo Monetario Internacional publicó su reporte anual sobre las perspectivas de la economía del mundo. Las proyecciones son representativas de la nueva realidad económica global. Durante los próximos años, las economías pobres (ahora las llaman emergentes) crecerán a una tasa promedio superior a 6%. Por su parte, las economías ricas (pronto las llamarán flotantes) crecerán a una tasa inferior a 2%. Las buenas perspectivas de las economías emergentes compensan con creces los malos resultados de las economías avanzadas. Mientras en la India el número de indigentes pasaría de 450 millones en 2005 a 90 en 2015, en Estados Unidos el número de pobres apenas creció en cinco millones durante los últimos años. La comunidad internacional ha ignorado lo primero y exagerado lo segundo. Aparentemente los pobres de los países pobres importan mucho menos que los pobres de los países ricos. La desigualdad también está en la mente.

Durante décadas y décadas, intelectuales del primer y tercer mundo, burócratas de escritorio y de salón, lamentaron de manera repetida –no era para menos– la odiosa división del mundo entre naciones opulentas y naciones miserables. Uno esperaría que, ante las nuevas circunstancias, ante la acelerada convergencia económica, los lamentos hayan bajado de intensidad. Pero uno a veces espera lo imposible: los lamentos paradójicamente han subido de tono. Como escribió recientemente Matt Ridley –la traducción es libre–, “una alianza implícita entre aristócratas nostálgicos, conservadores religiosos, ambientalistas delirantes y anarquistas iracundos pretende convencer a la gente de que el mundo fue y será una porquería”.

Pero la vida está mejorando sustancialmente para miles de millones de personas. En veinte o treinta años, por primera vez en la historia reciente de la humanidad, el destino de la mayoría de los hombres no será decidido por el hecho fortuito, aleatorio, de su país de nacimiento. Los profetas del desastre tendrán, entonces, que reconocer, uno a veces espera lo imposible, que vivimos en un mundo mejor, que todo tiempo pasado fue peor.

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Diálogo de sordos

“¿En qué mundo viven los economistas? Ahora resulta que si uno gana 200 mil pesos mensuales no es pobre. Sólo les faltó decir que en Colombia hay ricos de salario mínimo”.

“Le explico nuevamente. La indignación aparentemente cierra las entendederas. La pobreza se mide en el ámbito de los hogares, no de las personas. La línea de pobreza no debe compararse con los ingresos de un trabajador. En la mueva metodología un hogar de cinco personas deja de ser pobre cuando sus ingresos mensuales son de un millón de pesos o más”.

“Y usted cree, entonces, que menos de dos salarios mínimos son suficientes para sostener una familia de cinco personas. Con un millón de pesos a duras penas se pagan los alimentos, los servicios públicos y el transporte, y queda pendiente todo lo demás”.

“Nadie está diciendo que un millón de pesos resuelve todos los problemas. La línea de pobreza no define el fin de las carencias, las preocupaciones económicas o las frustraciones diarias. La línea simplemente calcula el valor de una canasta de alimentos adecuada y lo multiplica por 2,4. La medición no es definitiva, pero tiene un sustento técnico”.

“¿Por qué la tecnocracia tiene que decidir solita quién es pobre y quién no? Un grupito de economistas, acostumbrado a observar el país a través de sus pantallas de computador, sin sensibilidad y experiencia, quiere ahora monopolizar la medición de la pobreza y la desigualdad. Los economistas olvidan que la medición de la pobreza implica juicios de valor, consideraciones éticas que van más allá de la estadística”.

“Pero alguien tiene que hacerlo, alguien tiene que definir la línea arbitraria que define el umbral de la pobreza. No son sólo economistas, hay también estadísticos, demógrafos, nutricionistas, profesionales idóneos que no están en el negocio de la indignación o la política”.

“Los economistas no son ajenos a la política. Simplemente son menos directos. Usualmente disfrazan sus ideas políticas, su ideología particular de consideraciones instrumentales. Los economistas son políticos solapados”.

“¿Qué propone entonces? ¿Qué hagamos un referendo para definir la línea de pobreza? ¿Qué sometamos esta decisión al constituyente primario? ¿Qué reemplacemos la odiosa tecnocracia por la sacrosanta democracia?”

“Pues no estaría mal abrir la discusión, oír más opiniones, acabar con el monopolio odioso de los economistas. La ampliación de la democracia requiere acabar con los reductos sagrados de la tecnocracia”.

“Tengo una idea mejor. Démosle a la oficina de la vicepresidencia la prerrogativa de definir la línea de pobreza. El vicepresidente actual, con la ayuda del milagroso de Buga o de un comité eclesiástico sensible al sufrimiento humano, actuaría seguramente con toda justeza”.

«La ironía esconde la falta de argumentos. Como si bastara un chistecito para saldar la discusión».

“En mi propuesta Angelino podría fijar la línea de pobreza en 3 millones de pesos para la misma familia de cinco personas. Tendríamos una tasa de pobreza de 70% o más. Habría mucha gente contenta, incluida toda la izquierda miserabilista, pero el sufrimiento humano sería exactamente el mismo. Nada cambiaría”.

“Al menos las cifras reflejarían fielmente la realidad de este país empobrecido”.

“¿La realidad de quién? ¿La del vicepresidente?”.

“Definitivamente con usted no se puede hablar”.

“Con usted menos. Vaya y lidere un movimiento de indignados”.

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Propuesta de copia

En medio de una gran expectativa, alimentada por la sucesión de malas noticias económicas, el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, pronunció el jueves anterior uno de los discursos más importantes de su presidencia. Con su elocuencia tradicional, mirando al infinito y más allá, Obama presentó los principales lineamientos de un plan de empleo que pretende devolverle la esperanza a millones de desocupados y la confianza a cientos de millones de consumidores. Después del colapso de Lehman Brothers y la subsecuente crisis económica, la tasa de desempleo de los Estados Unidos subió rápidamente, pasó de 5% en 2008 a 9% en 2009, y desde entonces no ha vuelto a bajar, ha permanecido indiferente a las palabras de Obama y a las medidas, desesperadas muchas veces, de su gobierno.

Obama señaló que el plan propuesto debería ser aprobado inmediatamente, sin mayores controversias. Pero las controversias no se hicieron esperar. El plan, dijeron algunos, no aborda el principal problema de la economía de los Estados Unidos: el desplazamiento de la producción de manufacturas hacia China y otros países. El plan, dijeron otros, no tiene en cuenta el fracaso del primer paquete de estímulo económico, la ineficacia probada del keynesianismo. El plan, dijeron otros más, busca primordialmente un objetivo político: no es un plan de empleo, sino de reelección.

Pero más allá de las dudas razonables y la inevitable suspicacia, el plan de Obama hace lo que razonablemente puede hacerse, agota el universo de lo posible. En esencia el plan tiene dos partes. La primera plantea una reducción sustancial de los impuestos a la nómina con el fin de incentivar la generación de empleo por parte del sector privado. La segunda propone un ambicioso paquete de inversiones en educación e infraestructura con el fin de impulsar la contratación directa de trabajadores y aumentar la demanda agregada. El Estado no controla directamente la tasa de desempleo. Puede apenas reducir los impuestos al trabajo y aumentar el gasto público en actividades intensivas en mano de obra. Obama pretende hacer ambas cosas simultáneamente. La teoría económica no tiene mucho más que ofrecerle.

En Colombia, el presidente Santos dijo que quería copiar el modelo chileno. También ha manifestado su admiración por el modelo brasileño. Ya querrá también copiar el modelo coreano o japonés. Para seguir con el mismo espíritu emulador, tengo una propuesta sencilla (lo digo sin la menor ironía): copiar el plan de empleo de Obama. Tal cual. Igualitico. El gobierno debería usar la próxima reforma tributaria para disminuir de manera permanente los impuestos a la nómina: las contribuciones a la salud podrían, por ejemplo, reemplazarse con impuestos generales. Asimismo, debería acelerar las inversiones en infraestructura de transporte y multiplicar las inversiones en infraestructura de educación. El deterioro de las instalaciones educativas es lamentable en muchas partes del país. (Un paréntesis: algún medio de comunicación debería darse a la tarea de mostrar la penosa realidad de muchas escuelas y colegios).

La tasa de desempleo en Colombia está todavía dos puntos por encima de la tasa de los Estados Unidos. Mientras aquí estamos celebrando, allá están alarmados. Tal vez valdría la pena también imitar la preocupación y el sentido de urgencia.

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Discriminados

El Congreso de Colombia, en su inmensa sabiduría, aprobó esta semana un nuevo proyecto de ley que busca penalizar la discriminación “por razones de raza, etnia, religión, nacionalidad, ideología política o filosófica, sexo u orientación sexual”. Con la nueva norma, los empleadores que rechacen a un aspirante o despidan a un trabajador con base en alguna de las razones mencionadas, podrán ser enviados a la cárcel. “La nueva ley es un homenaje a la igualdad”, afirmó Alfonso Prada, el coordinador de ponentes. «Con la aprobación de esta ley, el Congreso avanza en el reconocimiento frente a la poblaciones vulnerables», dijo Germán Rincón Perfetti, un abogado justiciero que ha presentado más de 1.400 tutelas.


Pero el Congreso dejó de lado a varias poblaciones vulnerables, no tuvo en cuenta algunas formas conocidas de discriminación. La tarea, señores congresistas, no está concluida. La lucha por la igualdad no puede tener pausa. Hace apenas unos días, el economista gringo Daniel S. Hamermesh publicó un libro que cuantifica minuciosamente una de las caras más odiosas de la discriminación, no sólo en Colombia sino en todo el mundo: la discriminación basada en la apariencia física. Las feas ganan en promedio 12% menos que las bonitas con la misma educación, preparación y experiencia. A los feos les va peor todavía: ganan 20% menos que sus congéneres más agraciados. Según Hamermesh, los abogados mejor parecidos que inician su carrera en el sector público tienen una probabilidad mayor de pasar al sector privado y mejorar sus ingresos. Los otros, los más feítos, permanecen en las oficinas estatales, mal pagados y rodeados de sus semejantes. Por desgracia la investigación no dice nada sobre la apariencia de los abogados justicieros, de los señores de la tutela.


Hace dos años, en conjunto con dos colegas economistas, un hombre y una mujer en estricto cumplimiento de la ley de cuotas, encontramos, en el mismo espíritu de las investigaciones de Hamermesh, que los sin tocayo, los perjudicados ya no por la lotería de la genética sino por la creatividad (malsana) de los padres, ganan en promedio 11% menos. Las mujeres son las más perjudicadas en este caso. Una mujer universitaria con un nombre atípico, una Belkyss, Glenis o Villely –los nombres son reales–, puede terminar devengando, por cuenta de la discriminación generalizada, hasta 30% menos que una mujer con características similares y un nombre corriente, Catalina, Mónica o simplemente María. El nombre puede ser tan importante como el rostro. La discriminación, ya lo dijimos, tiene muchas caras.


Jeffrey Grogger, otro economista gringo, analizó recientemente otra forma distinta de discriminación, la asociada a los acentos, a ciertas formas impopulares de dicción. En los Estados Unidos, un acento típicamente negro disminuye los ingresos 10%. En Colombia, un país de regiones, de muchos acentos, con un menú variado para el gusto de los discriminadores, los resultados podrían ser aún peores. Ni me quiero imaginar la suerte de un abogado mal parecido, con un nombre atípico y un acento raro. La vida es dura.


En fin, el Congreso debe completar su tarea. Proteger a los feos, a los sin tocayo y a tantos otros discriminados. En este país, la orgullosa patria de Santander, las armas nos dieron la independencia pero sólo las leyes nos darán la prosperidad, la igualdad y todo lo demás.
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Fiebre dorada

Hace 50 años, el historiador Mario Arrubla llamó la atención sobre los efectos inesperados de los mayores precios de las materias primas: “en Antioquia, la curva de matrimonio responde ágilmente a la curva de los precios del café. Es típico de una estructura dependiente: hasta el momento propicio para una declaración de amor en una loma antioqueña se decide en la bolsa de Nueva York”. La historia de los últimos años ha sido similar. Pero menos romántica cabe aclarar. La economía mundial está en crisis, la incertidumbre campea, el precio del oro ha venido en aumento y la minería ha crecido ágilmente en las lomas antioqueñas. La bolsa de Nueva York está conectada ineluctablemente con las minas de Segovia y de Remedios y, en general, con los destinos de muchos pueblos de Colombia.

Las consecuencias pueden ser desastrosas. La zona aurífera de Antioquia es ya una de las más contaminadas del mundo. En Segovia, por ejemplo, existen cientos de beneficiaderos de oro, en su gran mayoría ilegales. El mercurio se respira por todas partes (hasta en el atrio de la iglesia). Las fuentes de agua están contaminadas. La quebrada la Cianurada, que pasa por la mitad del pueblo, llega al río el Aporriado que desemboca, a su vez, en río el Nechí, donde las retroexcavadoras multiplican el daño ambiental ocasionado aguas arriba. En los próximos años, la fiebre dorada podría extenderse a muchas otras partes. El potencial es inmenso: al fin y al cabo Colombia es la tierra de El Dorado. Paradójicamente, la crisis del capitalismo mundial está impulsando la peor forma de capitalismo en las montañas colombianas. La minería, como existe actualmente, no es una locomotora: es un cataclismo.

Pero las opciones regulatorias son complejas. Las normas que se discuten acaloradamente en el congreso sólo contienen las actividades legales. La dinámica de la minería ilegal e informal poco tiene que ver con lo que se legisla o decide en Bogotá. Muchos activistas creen que la disyuntiva relevante es entre sacar o no sacar el oro. Ojalá fuera así. Pero la realidad es más compleja. Las leyes de la oferta y la demanda priman sobre las leyes que se aprueban en el Capitolio. Como dijo un ex ministro colombiano, la pregunta clave, dados los precios actuales, no es si el oro se va a sacar o no, sino de qué manera va a hacerse. El exceso de realismo hiere muchas sensibilidades, pero invita al mismo tiempo a la reflexión.

Si las cosas siguen como van, la minería de oro podría convertirse en la principal fuente de financiamiento de los grupos ilegales, en el sustituto de los cultivos ilícitos. Con dos complicaciones adicionales: hay mucha más plata en juego y el producto del negocio es legal, lo que dificulta el control y facilita la corrupción. En fin, la regulación de la minería es un asunto complejo. Las normas más estrictas no son siempre la solución y pueden incluso agravar el problema.

Hasta ahora el gobierno parece desentendido del asunto. El ministerio de medio ambiente sigue vacante. La fuerza pública está ocupada de otros problemas. El ministro de minas ha dicho que quiere replicar la experiencia de la Agencia Nacional de Hidrocarburos pero olvida un detalle: no hay petroleras informales pues perforar un pozo cuesta varios millones de dólares. Mientras tanto el precio del oro sigue subiendo. Las consecuencias adversas, en este caso, no serán sólo los matrimonios.

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Contradicciones

La semana anterior el presidente Santos sorprendió de nuevo a la opinión pública nacional. Ante los principales representantes de la comunidad médica colombiana, anunció un revolcón en el sistema de salud. “Quiero anunciarles algo muy importante para el país”, dijo en la introducción de su discurso. “Vamos a tener un plan de beneficios universal, (…) único e integral que no va a excluir ninguna patología”, prometió seguidamente. “La salud no se puede enfocar como un negocio; la salud es un servicio social”, señaló de manera enfática, con la seguridad que brinda la conciencia plena de estar diciendo exactamente lo que la audiencia quiere oír.

La comunidad médica celebró el anuncio presidencial con entusiasmo, con satisfacción reprimida. La prensa elogió casi unánimemente las promesas del presidente, su voluntad de convertir el esquivo derecho a la salud en una realidad concreta. Pero las explicaciones posteriores generaron algunas dudas, infundieron un natural escepticismo. Y peor, pusieron de presente algunas contradicciones. Veamos.

Primero, el gran revolcón, la revolución que habrá de resolver todos los problemas del sistema de salud, se hará por decreto; consiste, según lo dicho por el ministro del ramo, en una reglamentación de la Ley 1438 de 2011. Paradójicamente las mismas asociaciones médicas y científicas que ayer denigraban de esta ley, hoy celebran con entusiasmo el anuncio de su reglamentación. Pero el entusiasmo inicial irá despareciendo, creo yo, a medida que se vaya conociendo (o difundiendo) la realidad de la reforma, el contraste entre la grandilocuencia del discurso y la modestia de la medidas propuestas.

Como ya se dijo, el presidente prometió un cubrimiento integral, sin excepciones, de todas y cada una de las enfermedades. Unos pocos días después, el ministro de protección social aclaró el asunto. Aparentemente habrá topes económicos para cada enfermedad; además, el gobierno definirá en los próximos meses un nuevo plan de beneficios con el fin de limitar y restringir el cubrimiento. En fin, todas las patologías serán cubiertas con la excepción de las excluidas por el nuevo plan de beneficios. Con todo, es difícil entender el verdadero significado de lo dicho por el presidente.

Pero hay más contradicciones. El presidente señaló, ya lo dijimos, que la salud es un servicio social y que las Empresas Promotoras de Salud (EPS) deberán, por lo tanto, asumir plenamente su papel de administradoras del riesgo y ser evaluadas con base en el estado de salud de la población cubierta. Pero anunció, al mismo tiempo, que las EPS serán vigiladas por la Superintendencia Financiera, como si fueran un negocio más, un banco o una aseguradora. En esta nueva concepción, las EPS tienen una doble personalidad, son al mismo tiempo Dr. Jekyll y Mr. Hyde: administran un servicio social (vigiladas por la SuperSalud) y manejan un negocio financiero (vigiladas por la SuperFinanciera). El caso es extraño, sin duda.

Los gobiernos actúan en dos dimensiones distintas: la simbólica y la real. Con frecuencia los cambios reales requieren una retórica precisa que concite las voluntades y alinee los intereses. En fin, los discursos y las palabras son importantes, a veces imprescindibles. Pero tarde o temprano toca trascender las promesas y resolver las contradicciones. Parafraseando al poeta, “si todo es pura carreta, carreta todo será”.

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Cultura mafiosa

Hace algún tiempo, varios analistas, periodistas y académicos colombianos encontraron la clave para interpretar nuestras angustias y entender nuestros problemas. Dando muestras de una gran intuición sociológica, de una enorme capacidad para resumir lo complejo y simplificar lo diverso, lograron lo imposible: encajar una realidad desaforada, inaprehensible podríamos decir, en una sola idea reveladora, a saber: “la cultura mafiosa”. La importancia de esta innovación conceptual puede ilustrarse por medio de algunos ejemplos que no agotan, sobra decirlo, su enorme capacidad explicativa.

Bien es sabido que el consumo está en auge, que las familias colombianas, incluso las más pobres, están comprando televisores, celulares, equipos de sonido, computadores y demás. En muchos lugares los aparatos electrónicos recién importados contrastan con los pisos de tierra, las paredes de madera y los techos de zinc. ¿Cómo explicar esta inversión de las prioridades, esta contradicción de la modernidad, esta forma de esnobismo consumista? Muy sencillo: la cultura mafiosa. “Las nuevas pautas del consumo de masas traídas por el narcotráfico han influido en la definición de los objetos materiales que configuran el orden de la sociedad”, escribió recientemente un inspirado analista. Mejor dicho, si un pobre compra un televisor está, sin saberlo, inocentemente, imitando a los mafiosos.

Aparentemente la cultura mafiosa no sólo explica el consumismo de las clases populares. En opinión de algunos académicos, “el soborno para cancelar trámites o multas, la corrupción en la contratación (y la competencia desleal entre empresas privadas), la elusión de impuestos y hasta el estacionamiento de los vehículos sobre el andén” son manifestaciones del mismo fenómeno avasallante, de la cultura de la mafia. “La corrupción…y…el soborno son derivaciones del dominio del narcotráfico sobre nuestra economía y de los valores y modos de ver el mundo que acompañaron su increíble auge”, escribió recientemente un columnista y académico colombiano. “Situaciones como el narcotráfico son el ejemplo de que la mafia en Colombia está presente”, escribió otro académico en el mismo sentido. La sola frase refleja la profundidad de su pensamiento.

La violencia del “Bolillo” Gómez contra una mujer todavía innominada es un ejemplo de lo mismo, del legado sociológico del narcotráfico, dijeron algunos comentaristas esta semana. Otros fueron más allá. En su opinión, las justificaciones machistas de una congresista antioqueña, expresadas con una candidez casi desafiante, muestran que la cultura de la mafia hace ya parte de nuestra forma de pensar. Incluso Mockus, el mesías que nos iba sacar de este embrollo, nuestro gran redentor cultural, nuestra última oportunidad sobre la tierra, decidió esta semana tomar un atajo conveniente hacia la alcaldía. Nadie parece estar a salvo de una realidad cultural que nos define y nos condena.

Pero más que la cultura mafiosa, a mí me interesa otra idea, “la cultura de la cultura mafiosa”, esto es, la adhesión de muchos colombianos a una teoría que pretende explicarlo todo (el consumismo, la corrupción, la violencia, el machismo, el oportunismo, etc.) pero que al final de cuentas no explica nada. O mejor, sólo explica la ignorancia (o la pereza) de quienes recurren con frecuencia al atajo conceptual de “la cultura mafiosa”.

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Lulismo

“Cuando sea grande quiero ser como Lula”, dijo el presidente Santos el jueves anterior. Razones no le faltan. Luiz Inácio Lula da Silva es considerado el artífice de la gran transformación social de Brasil; el gran visionario que despertó a un gigante dormido, una nación agobiada durante muchos años por la inmensa brecha entre sus resultados (mediocres) y sus aspiraciones (inmensas). En la última década, más de 30 millones de brasileños salieron de la pobreza, impulsados por la combinación virtuosa de una economía dinámica y una política social expansiva. Al mismo tiempo, Brasil alcanzó lo que siempre había soñado: un protagonismo mundial que trascendiera su actuación en las canchas de fútbol.

El Lulismo está de moda. Ya los estudiosos de la riqueza de las naciones no hablan del “Consenso de Washington”, sino del “Consenso de Brasilia”. Los presidentes latinoamericanos, una vez elegidos, viajan primero a Brasil que a cualquier otro destino. Van en busca de los secretos del Lulismo, de la esquiva receta del desarrollo. Así lo hicieron Humala, Santos, Mujica, Funes y otros. “Lula tuvo más visión que cualquier economista, sociólogo, financista o analista”, le dijo recientemente un alcalde brasileño al Financial Times. Los expertos, quiso decir, no ven más allá de sus teorías empaquetadas, de sus modelos de mentiras; Lula tuvo el valor de atreverse a mirar más lejos.

Pero ¿cuál es, en últimas, la esencia del lulismo? La respuesta no es fácil. Antes que Lula, Fernando Henrique Cardoso, su antecesor en la presidencia, estabilizó la economía de Brasil, rompió con una larga tradición de excesos monetarios. Mucho antes que Brasil, México introdujo los programas de subsidios directos, las famosas transferencias condicionadas que llegan hoy a más de 11 millones de hogares brasileños. Lula disfrutó de las mejores condiciones externas de la historia reciente de su país. Pero el mérito no debe confundirse con la suerte. El primero puede replicarse, la segunda no.

La clave del Lulismo es posiblemente el crédito abundante, generalizado, desbordado si se quiere. “Hoy no necesitamos la espada de Bolívar, sino los bancos de inversión y crédito”, dijo Lula está semana en Bogotá. La idea es innovadora, casi extraña: el crédito como instrumento emancipador, los bancos como agentes revolucionarios, el endeudamiento como redentor social. En Brasil, el crédito ha crecido a una tasa anual superior a 20% durante los últimos ocho años. Actualmente hay 150 millones de tarjetas de crédito en la calle; en 2003 había 50 millones. La nueva clase media ha comprado de todo: casas, carros, motos, computadores, neveras, etc. Las tasas de interés están en la luna, pero el frenesí parece no tener fin. Hoy una familia típica destina 20% de sus ingresos a pagar intereses. En fin, el Lulismo tiene mucho de entusiasmo consumista al debe.

Con razón, ya muchos han empezado a dudar del futuro de la economía de Brasil, a temer que el exceso de endeudamiento llegue a un final abrupto y catastrófico. Mientras tanto los problemas estructurales de la economía (la baja inversión, la mala infraestructura, la pobre educación, etc.) siguen sin resolver. “Lula es el hombre”, como bien dijo Obama hace un tiempo. El presidente Santos tiene razón en querer emularlo: “en política, lo que parece, es». Pero la sostenibilidad del Lulismo todavía es incierta. Por decir lo menos.

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La inercia de los homicidios

Las cifras de Medicina Legal muestran que, en esencia, la tasa de homicidios no ha cambiado en Colombia en los últimos cinco años. La tasa actual de 38 por cien mil habitantes es muy alta. El gobierno (o los gobiernos) enfatizan usualmente los cambios coyunturales, las pequeñas variaciones de un año al siguiente, pero la historia que merece resaltarse (con preocupación) es la inercia de los homicidios.

Este año, el reporte de Medicina Legal contiene un dato curioso: los homicidios según el día de la semana. Los domingos sin duda son bastante peligrosos.

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Corrupción y presupuesto

Este es un país extraño. La gente está obsesionada con el espectáculo de la corrupción. Las noticias judiciales abren y cierran los noticieros. Los titulares de los periódicos dan cuenta diariamente de los fallos (y fallas) de los jueces. Los analistas no hablan de otra cosa. Todos estamos obnubilados. Y mientras tanto, mientras las audiencias judiciales concitan toda nuestra atención, el gobierno ha venido decidiendo, apresuradamente, de qué manera van a distribuirse y ejecutarse los recursos públicos en los años por venir. Más vale que prestemos atención. Veamos por qué.

El gobierno ha decidido crear tres presupuestos de inversión, tres instancias distintas de asignación de recursos. El primer presupuesto, el de siempre, el presupuesto tradicional de inversión, ha sido históricamente coordinado por Planeación Nacional y es anualmente aprobado por el Congreso de la República. El segundo presupuesto, el de regalías, creado recientemente, será asignado con base en las decisiones colegiadas de gobernadores, alcaldes y funcionarios, sin pasar por el Congreso. Y el tercero, el de Colombia Humanitaria, que agrupa los recursos para la reconstrucción y la reparación de las víctimas del invierno, es ahora responsabilidad de una junta directiva conformada por cuatro representantes del sector privado y varios ministros. Tendremos, entonces, tres presupuestos distintos: una centralizado, otro descentralizado y otro más semiprivatizado. Habrá planes de desarrollo, fondos de desarrollo regional y fondos de reconstrucción que harán la misma cosa de manera distinta.

Es como si una empresa decidiera sus inversiones anuales con base en tres consultas independientes y vinculantes, una con la junta, otra con el sindicato y otro más con un comité externo. En principio, no es claro quién coordinará los distintos presupuestos, esta especie de santísima trinidad en que se convirtió el plan de gastos del gobierno nacional. Seguramente habrá redundancias: una carretera que se financia tres veces. O desavenencias: tres carreteras que se financian por pedacitos. Planeación Nacional priorizará unas cosas. Los alcaldes y gobernadores otras diferentes. Y Colombia Humanitaria otras más. Tendremos tres presupuestos distintos y ninguno verdadero.

Pero los problemas no son sólo de coordinación. Esta semana un experto internacional en asuntos fiscales decía que el mecanismo de asignación contemplado para el presupuesto de regalías, una mesa con gobernadores en un costado, alcaldes en otro, funcionarios en el opuesto y un montón de plata en la mitad, deja mucho que desear. En el nuevo esquema, los recursos estarán mejor distribuidos geográficamente. Pero nada más. Podríamos simplemente estar distribuyendo más equitativamente la corrupción. De otro lado, Colombia Humanitaria no cuenta con la experiencia necesaria para programar un conjunto de inversiones que, según se ha dicho, pretende modificar la distribución territorial de la población y la producción. ¿Cuál es entonces el papel de Planeación Nacional? ¿Qué sentido tiene crear una agencia estatal idéntica a otra que ya existe?

El debate sobre la corrupción pasada es importante. Pero la discusión sobre la asignación de los recursos futuros es también fundamental. Durante el primer año del gobierno actual, la opinión ilustrada ha priorizado lo primero y olvidado lo segundo. En pocos años veremos las consecuencias.