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Congestión

En 1951, el economista canadiense William Vickrey fue contratado por el alcalde de Nueva York con el propósito de mejorar las menguadas finanzas de su ciudad. Por cuenta de los azares de la consultoría, Vickery terminó dedicado a estudiar un problema distinto, la congestión vehicular. Hizo, entonces, una propuesta simple, pero trascendental: cobrar por el uso de las vías urbanas, sobre todo de las vías más congestionadas en las horas de mayor tráfico. En su opinión, los peajes urbanos harían que los conductores tuvieran en cuenta el costo que imponen sobre los demás viajeros y usasen las vías de manera óptima desde un punto de vista social. Si el precio es cero, la “demanda” será insaciable y la congestión, imposible de evitar.

Vickrey repitió su propuesta por muchos años. Llamó la atención repetidamente sobre una realidad económica innegable: las vías urbanas son un recurso escaso y, por lo tanto, su uso debería acarrear un precio. Inicialmente la indiferencia fue general: su propuesta era muy simple para los académicos y muy impopular para los políticos. Pero con el tiempo la situación cambió. Sus colegas entendieron la trascendencia de sus ideas. En 1963, publicó su artículo seminal sobre precios de congestión. En 1992, fue elegido presidente de la Asociación Americana de Economistas. Y en 1996, ganó el premio Nobel de economía.

Vickrey murió dos días después del anuncio del premio. Iba manejando por una autopista a altas horas de la noche (para evitar la congestión dicen las malas lenguas). Murió sin haber recibido el premio Nobel y sin haber visto sus ideas hechas realidad. Sólo en la última década, Londres, Estocolmo y otras ciudades europeas han implantado sistemas electrónicos para cobrar por el uso de las vías urbanas. Con gran éxito, vale decir. La congestión se ha reducido significativamente con enormes beneficios sociales. En Estados Unidos, por el contrario, la respuesta a la congestión ha sido la misma desde que Vickrey formuló su propuesta por primera vez, a saber: construir vías y más vías que se llenan rápidamente. A más kilómetros de vías urbanas, más vehículos y más viajes. Las nuevas vías se autoderrotan, pues incentivan a muchos conductores a sacar sus carros del garaje.

Gustavo Petro quiere traer las ideas de Vickrey a Bogotá, ha planteado la necesidad de instalar peajes urbanos en las zonas de mayor congestión vehicular. Los problemas prácticos de esta iniciativa son enormes, su implantación requerirá seguramente muchos meses de estudio y muchos millones de pesos de inversión. Pero la propuesta es buena, es una respuesta sensata a un problema cada vez más grande y acuciante. Ojalá otras ciudades se sumaran a la iniciativa. O al menos la estudiaran con seriedad.

Al final de la semana, el senador Jorge Enrique Robledo criticó duramente la propuesta del alcalde electo de Bogotá. “Los peajes urbanos quieren decir que el derecho ciudadano se deja sólo a quienes puedan pagarlo…son neoliberalismo, FMI y consenso de Washington. Esos son sus orígenes, en nada afectos a las ideas democráticas”, señaló. Estas críticas desconocen el origen académico de la propuesta. Y dejan de lado un asunto esencial: los peajes urbanos aumentan el bienestar general, son socialmente provechosos. Pueda ser que la demagogia barata no acabe de entrada con una propuesta inteligente.

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Progreso

Hace ya más de 60 años, en 1949, Colombia se convirtió en el escenario de un curioso experimento. Terminada la reconstrucción de Europa, el Banco Mundial (llamado entonces el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento) decidió cambiar de rumbo, enfocar sus esfuerzos ya no en los países devastados por la guerra sino en los agobiados por el subdesarrollo. Por una serie de razones fortuitas, perdidas en los vericuetos de la historia, el Banco Mundial escogió a Colombia para afinar su nueva estrategia y optó, entonces, por enviar una misión de expertos internacionales encabezada por el economista canadiense Lauchlin Currie, quien habría de quedarse hasta el final de su vida en este país.
Lo primero que hizo la “Misión Currie” fue hacer un diagnóstico de las condiciones sociales de Colombia. Los hallazgos fueron aterradores. La gran mayoría de la población vivía en la pobreza absoluta. 90% de los colombianos jamás había usado zapatos. Decenas de miles de colegios estaban cerrados por falta de plata. “Tanto cualitativa como cuantitativamente, las viviendas son inadecuadas. La casa promedio, de unos 20 metros cuadrados, abriga 6,4 personas. Se calcula que unas 200 mil viviendas (20% del total) tienen menos de 12 metros, lo que indica un horrible hacinamiento”, reportó el informe final de la Misión. Colombia, en últimas, parecía condenada a cien o más años de soledad.

Dos generaciones después de la llegada de la “Misión Currie”, las condiciones sociales han mejorado de manera ostensible. La educación básica es casi universal. La ropa de algodón, que era considerada un lujo en los años cincuenta, es ahora una mercancía corriente. El consumo per cápita de huevos se multiplicó por cinco. En las zonas urbanas, el porcentaje de viviendas con piso de tierra pasó de 25% en el censo de 1951 a 3% en el censo de 2005. Pero no hay que ir tan atrás en tiempo para vislumbrar la mejoría. Hace 40 años, un litro de leche costaba el equivalente a 9% del salario mínimo semanal, hoy cuesta el equivalente a 2%. Hace 20 años, miles de mujeres hacían cola diariamente en el centro de Bogotá para llenar sus galones de cocinol, hoy la mayoría de los hogares pobres de la capital cuenta con gas domiciliario.

No sé de qué manera llamarán los lectores a los cambios descritos, pero yo sólo encuentro una palabra: progreso. Desigual, limitado e insuficiente, pero progreso al fin y al cabo. Sin embargo, la sola mención de la palabra “progreso”, así los hechos sean irrefutables, produce todo tipo de reacciones airadas. Muchos denigran del avance material, romantizan la pobreza, disfrazan la condescendía de simpatía: sí, ya usan zapatos, pero perdieron las tradiciones, olvidaron sus raíces, se sumaron al inmoral hormiguero de la modernidad. Otros consideran inadecuado, ofensivo incluso, medir el progreso con base en el pasado. Para ellos el único referente es la utopía, un mundo idealizado, “un paraíso de cucaña” como decía Estanislao Zuleta: sí, ya no usan cocinol, pero la educación universitaria todavía no es universal. “Reaccionarismo posprogresista” ha llamado el ensayista catalán Jordi Gracia a esta tendencia. “Es un reaccionarismo complejo y difuso pero, como todos los reaccionarismos, débil y rencoroso”. Y paradójico, agregaría yo. En esta época extraña, los llamados progresistas desprecian o minimizan el progreso. El de los demás, por supuesto.

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Derechos y recursos

Poco a poco, de manera casi imperceptible, un trascendental cambio político ha venido ocurriendo en Colombia. Los derechos sociales, que fueron inicialmente entendidos como aspiraciones de largo plazo han comenzado a ser percibidos como objetivos de corto plazo, de cumplimiento inmediato, perentorio. Los jueces, los políticos y la mayoría de los ciudadanos reclaman educación, salud y seguridad social para todo el mundo. Sin dilaciones y sin costo. En esta nueva realidad política, el Estado de Bienestar ha dejado de ser una alternativa y ha pasado a convertirse en un imperativo.

Pero el debate al respecto no ha terminado todavía. Mientras muchos señalan que el Estado de Bienestar es imprescindible para garantizar la legitimidad del sistema capitalista y la armonía social, otros afirman que su existencia es por ahora incompatible con el equilibrio fiscal y el desarrollo económico. Los primeros traen a cuento los ejemplos ya manidos de los países escandinavos, donde el Estado de Bienestar ha fortalecido y legitimado al capitalismo; los segundos mencionan los casos igualmente trillados de Grecia y otros países mediterráneos, donde el Estado Bienestar terminó siendo un lastre invencible para la prosperidad general. Cada quien usa los datos que confirman sus prejuicios y su ideología.

Un artículo académico escrito recientemente por tres jóvenes economistas franceses aporta algunos datos adicionales para el debate de marras. El artículo muestra que, en Europa, el Estado de Bienestar tiene dos caras distintas. En los países nórdicos donde los ciudadanos no abusan de los beneficios, pagan cumplidamente sus impuestos y confían en el civismo de sus coterráneos, el Estado es generoso y eficiente: cada quien aporta lo que puede y recibe lo que necesita. En varios países mediterráneos, donde muchos ciudadanos abusan del sistema y desconfían de los demás, el Estado es al mismo tiempo abultado e ineficiente: la mayoría recibe más de lo que necesita y aporta mucho menos de lo que puede. En últimas, el funcionamiento del Estado de Bienestar depende de la existencia de una mayoría que respete las reglas y confíe en el comportamiento de los demás. Sin esta mayoría, habrá mayor gasto, pero no mejores resultados. En los países mediterráneos, por ejemplo, el mayor gasto social no ha mejorado la calidad de la educación, la salud y la seguridad social.

Este hallazgo tiene una implicancia inmediata para el debate sobre la reforma a la educación superior, a saber: sin un cambio cultural, sin más y mejores mecanismos de control social, un aumento en el gasto no traería necesariamente una mejoría en los resultados, en la calidad de la educación en particular. Así, los estudiantes deberían protestar no sólo por la escasez de recursos sino también por la ineficiencia y la corrupción. Hasta ahora poco o nada han dicho acerca del clientelismo que aqueja la Universidad Distrital, de las pensiones que desangran muchas universidades regionales, de los escándalos que afectan a varias universidades del viejo Caldas, etc.

En fin, el goce efectivo de derechos (para usar la dicción corriente) o la mayor calidad de la educación (para mencionar el reclamo frecuente) no son sólo cuestión de plata. El Estado de Bienestar, ya lo dijimos, es una realidad más cultural que presupuestal. Por desgracia, hay muchos derechos que el dinero no puede comprar.

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Voracidad

¿Qué tienen en común los estudiantes colombianos, los ocupantes de Wall Street y los indignados españoles o griegos? Casi nada. Más allá de las apariencias y de la retórica antisistema, los motivos reales del descontento, las causas últimas de la agitación social son diferentes. Los ocupantes de Wall Street, de la Plaza de Mayor y de la Plaza de Bolívar no son compañeros de los mismos infortunios. Enfrentan problemas distintos. Opuestos incluso.

En Grecia, en Italia y en la misma España, el problema es la quiebra del estado de bienestar, el fracaso de la socialdemocracia al debe, de la idea (extraña) según la cual los ciudadanos tienen derechos que superan por mucho su disposición a pagar por ellos. En buena parte de Europa, el estado de bienestar tendrá que reducirse sustancialmente. El ajuste será inevitable: habrá menos empleos, menos subsidios y menores salarios. Pero nadie quiere perder lo suyo: los trabajadores quieren conservar las gabelas; los jóvenes, los subsidios, etc. No hay acuerdo sobre quién pagará los platos rotos de la quiebra estatal. Las protestas son el reflejo de ese desacuerdo, de las tensiones sociales generadas por el empobrecimiento.

En Estados Unidos, el problema no es la quiebra del estado de bienestar, sino el rompimiento del contrato social. A diferencia de los europeos, los estadounidenses fueron históricamente tolerantes a la desigualdad: soportaban, de buena gana incluso, la opulencia ajena, el enriquecimiento de unos pocos, pues sabían o creían que era uno de los costos a pagar por la prosperidad, por el progreso continuo de la clase media. Pero este contrato se rompió en mil pedazos. Ahora hay enriquecimiento de una minoría (el proverbial 1%) sin prosperidad general: los ingresos de la clase media no han crecido en una generación. Las protestas son, en últimas, el reflejo más visible de la insatisfacción con un sistema que genera desigualdad y no crea prosperidad. Los ocupantes de Wall Street lamentan no tanto la disminución del Estado, como la consolidación de un orden injusto en el cual los ganadores se quedan con casi todo.

En Colombia, el problema es otro. El tamaño del Estado está creciendo. Los recortes parecen cosa del pasado. Aunque la desigualdad no ha disminuido, los ingresos de la mayoría van en aumento. La clase media se duplicó en menos de una década. El progreso es innegable. Pero las expectativas de una bonanza económica, de una riqueza casi caída del cielo, han elevado las expectativas de la gente. Todo el mundo quiere más. Los médicos quieren cobertura universal de salud sin ningún límite. Los estudiantes quieren educación superior gratuita y de calidad para todos. Los jueces quieren una renta permanente de 2 o 3% del PIB. Los empresarios quieren mejor infraestructura y menores impuestos. Los ciudadanos quieren servicios públicos gratuitos. En fin, las expectativas de prosperidad han multiplicado los apetitos, las aspiraciones (todavía insatisfechas) de muchos grupos sociales. Voracidad llaman algunos economistas a este fenómeno.

El cuento es simple. En Europa y Estados Unidos, las protestas son consecuencia del empobrecimiento real; en Colombia, del enriquecimiento supuesto. Allá se quejan por lo perdido. Aquí por lo no ganado. Allá los problemas políticos son acuciantes. Aquí apenas emergentes. Allá está en juego el presente. Aquí nos estamos jugando el futuro.

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Un intelectual periférico

Su padre y sus hermanos eran comerciantes en una ciudad intermedia, escondida entre las montañas como tantas otras en este país. La fortuna de su familia era exigua, insuficiente para patrocinar sus ambiciones científicas, sus sueños de grandeza. Siempre había querido hacer Ciencia. Con mayúscula. Como toca. Pero había nacido en el país equivocado, “un país bárbaro donde la ciencia es ignorada y despreciada”, un país ubicado en la periferia intelectual del planeta. El comercio puede ejercerse en cualquier parte, la Ciencia no.

Pero nunca desfalleció. Trató con todas sus fuerzas de superar la carencia de medios propicios y mentes afines. Compensaba con su empeño la adversidad del entorno. Fue invitado a publicar en una de las pocas revistas locales, una publicación casi clandestina que apenas sumaba 50 suscriptores. Se hizo conocer de los pares nacionales. Consiguió una carta de recomendación de la gran eminencia local, el señor M. Pero sabía que su futuro dependía de los buenos oficios de un investigador extranjero: los intelectuales periféricos no vuelan solos.

De manera casi providencial pudo establecer contacto con una eminencia internacional, el señor H., quien había llegado a este país en busca de datos y experiencias, no de colaboradores. Trabajó con él por unos días. Trató de impresionarlo. Sabía que necesitaba convencer su intelecto y conquistar su corazón: su ingreso al mundo de la Ciencia dependía de la buena voluntad del extranjero. Pero fracasó en su intento. Por razones misteriosas, el extranjero decidió cerrarle la puerta en sus narices. De nada valieron sus publicaciones locales, su reputación nacional, sus esfuerzos previos.

Aceptó el rechazo con resignación. Siguió adelante con sus pesquisas. Fundó una revista. Formó unos cuantos discípulos. No renunció a sus sueños, simplemente los acomodó a sus posibilidades. Pero la vida en los confines geográficos de la academia suele ser extraña. “Hago lo que puedo. Me empeño hasta donde mis fuerzas me alcanzan. Pero las dificultades son muchas. Mi soledad es insondable. Por meses he intentado discutir con alguien las ideas que barrunto y no he encontrado a nadie. Trabajo en medio de la soledad y el aislamiento”, escribió en su diario con la sinceridad de los desesperados.

Pero la corriente de la vida lo arrastró hacia un destino inesperado. Sin querer, empujado por las circunstancias de su tiempo y las lisonjas de sus amigos, entró al mundo de la política, de las conspiraciones y las traiciones. “En los problemas de organizar el Estado, de imaginar un derecho distinto, de condenar o absolver el actual, soy un aficionado, un ignorante”, escribió con la misma sinceridad de siempre. Al final, a pesar de sus dudas, de su desprecio por las luchas políticas, terminó sacrificando su vida por una causa que no entendía plenamente. Quiso hacer Ciencia con mayúscula, pero acabó, trágicamente, haciendo política con minúscula. Los intelectuales periféricos quieren hacer lo que no pueden y pueden hacer lo que no quieren.

Nota: esta columna está basada en la novela Diario de la luz y las tinieblas escrita por el economista Samuel Jaramillo. La novela cuenta la vida de Francisco José de Caldas, pero también, guardadas las proporciones, la de Samuel y la de nosotros sus colegas, los académicos periféricos.

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Marxismo de cajón

El debate sobre el futuro de la educación superior ha trascendido lo propuesto por el gobierno en el proyecto de reforma a Ley 30 de 1992, un proyecto, en mi opinión, más irrelevante que perjudicial. Con frecuencia, el debate ha sido planteado en un plano filosófico. “La reforma está dirigida a reestructurar el mercado laboral en función de la inserción acrítica y subordinada en la economía global. Los cambios en el proceso productivo…exigen…la formación de operadores competentes para hacer funcionar la nueva máquina social y productiva del capital en el país”, escribió recientemente un profesor de derecho de la Universidad Nacional. “Sólo quieren formar proletarios para el mercado laboral”, han dicho varios críticos del proyecto con particular vehemencia.

El debate filosófico es interesante, pero no es nuevo. Todo lo contrario: es un debate antiguo, casi eterno. Las opiniones citadas son variaciones sobre un mismo tema, sobre la teoría de la alienación de Marx, sobre la idea, tantas veces repetida, según la cual la división del trabajo atenta contra la esencia del individuo. Todos las reformas educativas que se han propuesto en este país, sin excepción alguna, han sido acusadas de lo mismo: de educar trabajadores obedientes, no individuos pensantes, de formar técnicos competentes pero ignorantes de las consecuencias morales o sociales de sus actos; en un frase, de ahondar una de las facetas más antipáticas del sistema: la alienación del ser humano. Puro marxismo de primer semestre.

Pero el debate es más complejo, va más allá del marxismo de cajón de algunos profesores de derecho. Paul Seabright, un economista heterodoxo con ambiciones filosóficas, planteó recientemente una interpretación más benigna de la alienación. En su opinión, la prosperidad de las sociedades modernas está sustentada en nuestra capacidad de desempeñar el papel que nos corresponde sin preocuparnos por el resultado final. La sociedad moderna –argumenta Seabright– depende de la cooperación entre millones de extraños, la cual depende, a su vez, de una moral minimalista que premie la excelencia en lo micro (hacer la tarea) y el desentendimiento de lo macro (ignorar el resultado final). En últimas, una sociedad moderna es inconcebible sin algún grado de autoalienación, sin unas instituciones que promuevan lo que Seabright llama la “visión túnel”.

Italo Calvino resume el asunto de manera dramática: “el hombre puede verse reducido a ser una langosta y aplicar sin embargo a su situación de langosta un código de disciplina y de decoro –en una palabra, un estilo– y confesarse satisfecho, no discutir ni mucho ni poco el hecho de ser langosta sino sólo el mejor modo de serlo”. La comparación es perturbadora. Pone de presente nuestra capacidad, casi ilimitada, de encontrar la realización en cualquier tarea, capacidad de la que depende, trágicamente si se quiere, la prosperidad de los ciudadanos del planeta.

En fin, la lucha de algunos profesores no es contra la reforma educativa. Ni siquiera contra el gobierno de Santos. Es una lucha contra la división del trabajo, contra el orden económico internacional, contra la humanidad incluso. Pero sus argumentos son superficiales. Carecen de un entendimiento preciso del capitalismo. Simplemente expresan un gran desprecio por el mundo como es, por el sistema que los mantiene y mortifica al mismo tiempo.

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Parálisis

Esta semana, los medios de comunicación informaron sobre varios nuevos escándalos de corrupción, revelaron nuevas listas de políticos bajo sospecha, de posibles defraudadores del Estado. La Fiscalía llamó a interrogatorio a 17 concejales bogotanos con el fin de investigar su supuesta participación en el llamado carrusel de la contratación. Al mismo tiempo la Procuraduría y la misma Fiscalía abrieron indagación preliminar en contra de 267 gobernadores, alcaldes y funcionarios de provincia por un supuesto mal manejo de los recursos destinados a la reparación de los daños y la indemnización de las víctimas del invierno. En Colombia, la celebración indebida de contratos ya no parece la excepción, sino la regla. Un contrato libre de sospecha es casi un milagro.

Los directores de los organismos de control han convertido la lucha anticorrupción en una cruzada. El Procurador investiga a los políticos que hacen política (las leyes se lo permiten). La Contralora prohibió las vigencias futuras, un recurso presupuestal indispensable para la ejecución de obras que tardan más de un año. La Fiscal parece más preocupada por los titulares que por la justicia. Incluso el mismo gobierno ha convertido las denuncias en un espectáculo. Muchos ministros no hacen, denuncian. Parecen interventores, no ejecutivos. El mundo al revés.

Las consecuencias han sido infortunadas. El Estado colombiano se ha tornado más ineficiente. La ejecución está rezagada, paralizada en algunos casos. En el sector agropecuario, por ejemplo, está 30 puntos por debajo de los máximos históricos (un desastre); en el Ministerio del Interior, el porcentaje es parecido. El llamado Fondo de Adaptación no ha ejecutado un solo peso. El invierno arrecia nuevamente y las obras brillan por su ausencia: hay denuncias, investigaciones, escándalos y poco más. El mismo gobierno que no ha sido capaz de contratar algunas obras menores, pretende, durante los próximos años, crear la institucionalidad necesaria para restituir millones de hectáreas y reconstruir medio país. El divorcio entre las ambiciones y los resultados es evidente. En general, cada vez pedimos más Estado y cada vez confiamos menos en sus representantes.

En medio de este panorama, el tratamiento oportunista de la corrupción es preocupante. Los medios de comunicación deberían hacerle un seguimiento detallado a algunos de los escándalos previos: a veces conviene actualizar la indignación. Por ejemplo, el escándalo de los recobros al sistema de salud resultó siendo un falso positivo. Aparentemente una exfuncionaria del Ministerio de la Protección Social recibió 300 millones de pesos de manera ilegal. Probablemente algunos recobros se pagaron sin cumplir con todos los requisitos legales. Pero, al fin de cuentas, los hallazgos probados no superan los cinco mil millones de pesos. El Presidente había advertido sobre un posible desfalco de varios billones de pesos. El amarillismo presidencial, ya lo dijimos, puede tener consecuencias infortunadas.

El principal problema del Estado colombiano no es la corrupción, es la ineficacia, la incapacidad de ejecución. El problema no es nuevo, pero parece haberse agravado durante el gobierno actual. Paradójicamente el santismo terminó convertido en una versión oportunista del mockusianismo: los recursos públicos son tan sagrados que simplemente no se gastan.

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Cuestión de principios

“El TLC con EE.UU. permitirá como mínimo 1% más de crecimiento en el PIB, 250 mil nuevos trabajos y aumentar las exportaciones en 6%”, escribió el Presidente Santos en Twitter el jueves en la mañana. El impacto podría ser menor. Mucho menor incluso. No lo sabemos. No podemos saberlo. Los números en cuestión son una apuesta, una creencia disfrazada de certidumbre aritmética. El efecto del TLC es incuantificable. Depende de muchas cosas imposibles de prever, del surgimiento de nuevos negocios, por ejemplo. Las preferencias arancelarias, creadas hace 20 años, tuvieron un efecto positivo sobre la economía peruana, contribuyeron al surgimiento y posterior desarrollo de varios negocios de exportación agrícola: los espárragos y el brócoli, entre otros. En Colombia, por el contrario, las mismas preferencias no impulsaron la aparición de nuevos sectores exportadores.

La defensa del TLC no debería sustentarse en números inciertos. Inventados. Los argumentos tienen que ser de otro tipo. Conceptuales. Lógicos. Incluso ideológicos. Colombia ha vivido muchos años ensimismada, escondida en sus montañas. Nunca, en 200 años, hemos tenidos vías de comunicación confiables, que conecten eficazmente las cordilleras con el mar. Los opositores del TLC argumentan que la falta de infraestructura es un escollo insuperable, una razón para desechar el tratado. Pero su lógica es confusa. La mala infraestructura constituye una forma eficaz de proteccionismo, una manera indirecta de restarle relevancia al tratado, de entorpecer tanto las exportaciones como las importaciones. Sin quererlo, involuntariamente, Andrés Uriel Gallego contribuyó a la causa proteccionista. El MOIR debería rendirle un homenaje. En fin, la mala infraestructura no es una razón para oponerse al TLC. Más bien, el tratado es una razón para construir, de una vez por todas, las carreteras que nos conecten con el mundo.

El TLC también podría contribuir a desmontar uno de los aspectos más irritantes de nuestra realidad económica: los privilegios de los terratenientes. No casualmente los ganaderos y los arroceros se oponen al tratado con particular vehemencia. Unos y otros quieren conservar la excesiva protección que ha causado, entre otras cosas, una valorización exorbitante de la tierra. Las rentas que crea el proteccionismo agrícola terminan siendo capturadas por los dueños de las grandes haciendas. Paradójicamente, la izquierda proteccionista ha terminado, involuntariamente tal vez–nadie sabe para quién trabaja–, defendiendo los intereses de los terratenientes. Fedegan y el MOIR están del mismo lado, unos por interés, otros por ideología. Reaccionarios y radicales se oponen al TLC con la misma fiereza con la que se han opuesto a ley de restitución de tierras. Ambos prefieren el statu quo: un país aislado y protegido.

El TLC no es la panacea. Apenas nos pone en igualdad de condiciones con Chile, Perú y los países centroamericanos. Yo dudo de las cuentas alegres del gobierno. Pero si el TLC contribuye a conectarnos medianamente con el mundo, a diluir algunas rentas odiosas y a tener unas condiciones de acceso similares a las de nuestros competidores regionales, habrá logrado su cometido. Sea lo que fuere, siempre que se juntan reaccionarios y radicales para defender el statu quo incumbe ponerse del otro lado. Por principio. Sin mirar los números.

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Excitados

En 2006, en la ciudad Suiza de Basilea, tuvo lugar un peculiar simposio. Más de dos mil investigadores, científicos y artistas se reunieron para celebrar el cumpleaños número 100 de Albert Hofmann, el químico suizo que sintetizó el LSD (dietilamida de ácido lisérgico) y descubrió sus propiedades psicodélicas. El simposio generó algunas reacciones indignadas: un grupo de seguidores de la cienciología protestó a la entrada del auditorio durante varias horas. En 2006, cuarenta años después del auge del hipismo, los cruzados de las guerras culturales seguían viendo en el LSD un enemigo propicio.

Pero en el interior del auditorio, el ambiente era celebratorio. Casi festivo. Hofmann confesó que el LSD le había abierto su mente y sus ojos a los milagros de la existencia: los hippies, ya lo sabemos, nunca envejecen. Hofmann contó seguidamente que Kary Mullis, ganador del premio Nobel de química en 1993, inventor de una técnica milagrosa que permite multiplicar millones de veces un fragmento de ADN y precursor de los avances recientes de la biología molecular, había hecho su extraordinario descubrimiento ayudado por el LSD. “¿Si nunca hubiera tomado LSD, habría hecho mi descubrimiento? Lo dudo. Seriamente lo dudo”, confesó Mullis algunos años después.

Las noticias del simposio no terminaron con Mullis. Uno de los panelistas contó que Francis Crick, el codescubridor de la estructura espacial del ADN, uno de los científicos más importantes de todos los tiempos, también había usado ayudas químicas con el fin de abrir las puertas de la percepción y entender los milagros de la existencia. Cuando Crick descubrió el secreto de la vida, dicen las malas lenguas, estaba en medio de un viaje psicodélico. Del mismo modo, muchos de los pioneros de los computadores usaron LSD en busca de inspiración. Douglas Englebart inventó el mouse con la ayuda providencial del ácido mágico de Hofmann (el mouse ya está totalmente domesticado, pero es un invento peculiar, fruto sin duda de una mente excitada). Steve Jobs fue también un consumidor habitual de LSD. “Es una de las dos o tres cosas más importantes que he hecho en mi vida”, confesó alguna vez. Y Jobs, sobra decirlo, hizo muchas cosas importantes.

Varios economistas han llamado la atención recientemente sobre el estancamiento de la innovación, el déficit de creatividad, el fin de los grandes inventos, etc. Como sugirió esta semana el columnista David Brooks, Jobs, Mullis y sus compañeros de generación crecieron en medio de una cultura, ya extinguida, caracterizada por la inconformidad, la experimentación y los sueños utópicos, ingenuos tal vez, pero sin duda instigadores de la creatividad. Los manifiestos psicodélicos, con sus llamados casi místicos a vencer la inercia psicológica, “a licuar la pringosa necesidad de un estado de ánimo anacrónico”, “a rechazar las estupideces y los desatinos y aceptar con gratitud los tesoros del conocimiento acumulado”, parecen manuales de autoayuda para innovadores. No hay muchas diferencias, después de todo, entre quienes hablan de “pensar por fuera de la caja” y quienes celebran el consumo de LSD.

No se trata de volver al hipismo. Pero ante la burocratización de la innovación, ante la obsesiva contabilidad de citaciones y otras manías de la academia moderna, ante la patarroyización de muchos científicos que ya más parecen lobistas que innovadores, no caería mal un poco de éxtasis.

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El sur también existe

Usualmente se dice que en Colombia coexisten dos países distintos, casi opuestos, un centro próspero y una periferia atrasada, unas laderas y mesetas densamente pobladas donde el Estado es una realidad y unas selvas y llanuras menos populosas donde el Estado es tan sólo una ficción, una Colombia temperada y otra tropical. “Nuestras cordilleras son verdaderas islas de la salud rodeadas de un océano de miasmas”, escribió Miguel Samper en el siglo XIX. Esta clasificación es imperfecta, parcial, descomedida incluso, pero iluminante. Explica de la única manera posible: simplificando.


Quiero proponer una clasificación distinta. Imperfecta, especulativa, apenas sugerente, pero fructífera en mi opinión. Desde hace un tiempo, Colombia se ha venido dividiendo en dos países distintos: el del norte y el del sur, uno de Cali hacia arriba (me estoy imaginando un paralelo que pasa por la ciudad de Cali y continua hacia el oriente) y otro de Cali hacia abajo, uno donde existen asomos de modernidad económica y otro donde el futuro luce aún peor que el pasado. En suma, hay un país en trance de transformación y otro que parece moverse en sentido contrario: la república cocalera del sur. Estos ejercicios, ya lo dije, pueden ser descomedidos.

Cartagena, Barranquilla e incluso Santa Marta están creciendo aceleradamente; el aumento del comercio está corrigiendo un disparate histórico: la concentración de la actividad económica en las laderas andinas, más cerca de las estrellas, pero muy lejos del mar. Medellín está transformando su economía poco a poco, de la manufactura está moviéndose hacia los servicios especializados. Una ecología de pequeñas y medianas empresas, algunas con vocación exportadora, ha surgido en Bucaramanga y sus alrededores. Villavicencio parece destinada a convertirse en la capital petrolera del oriente. Bogotá disfruta de una doble ventaja: la de su tamaño y la de la presencia Estado. En fin, muchas ciudades y regiones de Colombia tienen una vocación económica clara, no consolidada pero sí evidente.

En la república del sur, de Cali hacia abajo, del puente para allá, la situación es distinta. No parece existir una vocación económica más allá del narcotráfico y la corrupción, del negocio de la droga y del negocio de robarle al Estado. La plata del narcotráfico permite capturar al Estado y la captura estatal facilita, a su vez, la operación del negocio de la droga. Es un círculo vicioso tan perjudicial como poderoso. No sucede solamente en el sur de Colombia. Pero allí es predominante. No es casual que Cauca y Nariño se hayan convertido en el epicentro de la guerra, que DMG y DRFE hayan surgido precisamente en el sur (el espejismo de las pirámides ocurrió en medio de la aridez económica), que la canciller se haya reunido esta semana con su homólogo ecuatoriano a hablar de refugiados, de quienes huyen de la violencia y del atraso.

Infortunadamente muy poco se está haciendo para contrarrestar la tendencia descrita. Hay una retórica oficial, repetida insistentemente, sobre la necesidad de cerrar las brechas regionales. Pero la retórica no está acompañada de políticas concretas. “El aumento del pie de fuerza no es suficiente…necesitamos desarrollo”, dijo Antonio Navarro esta semana. Y tiene razón. La república del sur está ocupada militarmente, pero no mucho más. Ya casi parece otro país.