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Guerra en el sur

Por un tiempo creímos que era posible olvidar la rutina odiosa de la violencia y pensar en otros problemas más gratificantes: el rezago de la infraestructura, la falta de competitividad, la enfermedad holandesa, etc. Pero lo ocurrido en el mes de enero de este año bisiesto nos devolvió abruptamente a un pasado sombrío. Los ataques de la guerrilla crecieron casi 40% con respecto al año anterior y 300% con respecto al año 2008. Por primera vez en varios años, las Farc pudieron juntar un contingente de más de cien hombres que, primero, destruyó un radar en el municipio de El Tambo, Cauca, y después, combatió con el ejército por algunas horas. Los departamentos de Cauca y Nariño están en guerra. No hay otra palabra para describir los hechos de las últimas semanas.

¿Qué está pasando? Es difícil fácil saberlo en medio de la inevitable politización del debate. Conviene, sin embargo, distinguir dos hipótesis contrarias. La primera es la hipótesis de la ruptura, la de los opositores uribistas para quienes el gobierno actual ha bajado la guardia y envalentonado a la guerrilla con su política de apaciguamiento y sus promesas de negociación. La segunda hipótesis es la de la continuidad, la de algunos analistas para quienes el resurgir de la violencia terrorista es un problema heredado, de vieja data, que refleja los límites (geográficos, si se quiere) de la política de Seguridad Democrática.

La Oficina de la Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) y la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE) publicaron hace unos meses un documento (“Persistencia y productividad de la coca en la Región Pacífica, 2009-2010”) que tiene mucho que decir sobre la validez de las hipótesis mencionadas. El documento muestra que en los departamentos de Cauca y Nariño, esto es, en el epicentro mismo de la arremetida guerrillera, las condiciones generales de seguridad no mejoraron en la última década. Todo lo contario. Los cultivos de coca aumentaron (mientras se reducían en el resto del país). Los homicidios crecieron (mientras caían en la mayoría de las regiones de Colombia). Y la presencia de grupos armados se multiplicó consecuentemente. En 2010, al final del segundo gobierno de Uribe, Cauca y Nariño albergaban los principales municipios cocaleros de Colombia: Tumaco, Barbacoas, Roberto Payán y Timbiquí.

Durante el segundo cuatrienio del presidente Uribe, casi 200 mil hectáreas fueron fumigadas en Cauca y Nariño. 70 mil fueron erradicadas manualmente. Pero los esfuerzos nunca fructificaron. Los cultivos ilícitos se dispersaron en parcelas más pequeñas, se movieron hacia lugares más remotos, invadieron los resguardos indígenas y las tierras colectivas de las comunidades negras, pero siguieron creciendo. “Los grupos ilegales transformaron esta región en un área estratégica para la siembra, producción y comercialización de cultivos ilícitos, al mismo tiempo que creaban un puente para el tráfico de coca y otros productos ilícitos hacia los mercados de consumo”. En suma, los problemas de seguridad de Cauca y Nariño no son nuevos, vienen de tiempo de atrás, del gobierno anterior.

El error del presidente Santos no es la ruptura, es paradójicamente la continuidad, es no haberse dado cuenta, a pesar de su experiencia y sus muchos asesores, de que la Seguridad Democrática había fracasado rotundamente en el suroccidente colombiano.

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Las máquinas

La desigualdad es el tema del momento en el mundo desarrollado. Concentra la atención de las elites globales reunidas esta semana en Davos, Suiza, concita el interés de los académicos estadounidenses que solían considerarla una preocupación exótica, propia de investigadores tercermundistas, y ocupó un lugar preminente en el discurso pronunciado por el presidente Obama el martes en la noche. “No podemos acostumbrarnos a un país donde un número decreciente de personas es cada vez más rico, mientras un número creciente apenas sobrevive”, dijo Obama en tono categórico. Razones no le faltan. En Estados Unidos, el 1% más rico de la población se quedó con el 65% del crecimiento económico ocurrido entre 2002 y 2007.
Las causas del incremento de la desigualdad son múltiples y difíciles de desentrañar. Dos de ellas han sido mencionadas con insistencia durante los últimos meses por políticos y ciudadanos indignados: la inequidad del sistema tributario (en Estados Unidos un multimillonario tiene una tasa impositiva inferior a la del trabajador promedio) y los absurdos sistemas de remuneración de los directivos de las grandes empresas (en 1990, un presidente típico de una empresa grande de Estados Unidos ganaba 70 veces más que el trabajador promedio; en 2005, ganaba ya 300 veces más). Se dice, con razón, que el Estado ha otorgado privilegios crecientes para los crecientemente privilegiados. 
Pero los discursos de los políticos y de los indignados usualmente omiten un factor clave, primordial: la tecnología. Las nuevas tecnologías han perjudicado a los trabajadores menos calificados, beneficiado a los más educados y contribuido por lo tanto al aumento de la desigualdad. Los computadores han eliminado millones de empleos de trabajadores sin mucha calificación, de supervisores, cajeros, almacenistas, contadores, dibujantes, etc. Al mismo tiempo, las tecnologías de comunicación, visualización y análisis de datos han generado nuevas y más lucrativas oportunidades para los trabajadores con mayor preparación. En palabras de los economistas Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, “el trabajador promedio ha perdido la carrera contra la máquina”, con consecuencias obvias sobre la desigualdad del ingreso. 
Las nuevas tecnologías han facilitado la tercerización y la adopción de sistemas más eficientes de administración y contratación; cambios que, en conjunto, han beneficiado a los trabajadores más talentosos: la tecnología refuerza las ventajas, no las atenúa. Además, las innovaciones tecnológicas han multiplicado las llamadas “industrias de superestrellas”, en las cuales unos pocos se quedan con casi todo. Hace unas décadas, por ejemplo, cada mercado local tenía su cantante favorito, pero con las nuevas tecnologías, con la gran facilidad de difusión, los nichos desaparecieron y unos cuantos predominan globalmente. No sólo en la música, también en la industria de software, en el deporte, en el entretenimiento, en la academia, etc. En un mundo anterior había muchos Willington Ortiz, ahora hay un solo Messi. 
A pesar de todo, muchos siguen hablando de desigualdad sin mencionar la tecnología: siempre será más fácil señalar a unos cuantos desalmados que a unas máquinas sin alma: acusar es más gratificante que explicar. No sobra recordar, entonces, que la tecnología tiene mucho que ver con lo que está ocurriendo en el capitalismo moderno. Con lo bueno y con lo malo.
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Charlatanes

Más allá del espectáculo consuetudinario de la corrupción, más allá de si deben o no usarse recursos públicos para financiar prácticas sobrenaturales, el incidente del chamán ha abierto un interesante debate sobre la llamada tiranía de la ciencia y la racionalidad occidental. “Lo que está en juego con el asunto del chamán es la posibilidad de que otras racionalidades tengan derecho a existir y a actuar con eficacia”, escribió el profesor y activista Gustavo Wilches-Chaux. “El llamado chamán es como un acupunturista del clima: efectivo, de bajo riesgo e inexplicable desde la ortodoxia alopática”, dijo el mismo Wilches-Chaux en un arranque poético. En igual sentido, el columnista Óscar Collazos denunció “la descalificación de prácticas ancestrales en sociedades distintas a las precariamente sustentadas en la racionalidad científica”. En su opinión, “el chamán puede alterar el comportamiento de la naturaleza; las plegarias pueden ser atendidas por el ‘ser superior’ que las escucha”.

Los defensores intelectuales del chamán han traído a cuento las investigaciones de varios antropólogos. Collazos mencionó a Gerardo Reichel-Dolmatoff. Otros más sugirieron que la antropología respalda la eficacia práctica del chamanismo, la radiestesia y otras prácticas semejantes. Pero estos argumentos son cuestionables, por decir lo menos. La antropología poco tiene que decir al respecto. En términos generales, la investigación antropológica no se ocupa de la efectividad de las prácticas y tradiciones ancestrales, sino de su función simbólica, de su papel como reguladoras de las relaciones de los hombres con su entorno y sus semejantes. Collazos y los demás creen estar defendiendo la diversidad cultural, pero están, consciente o inconscientemente, haciendo otra cosa: defendiendo el irracionalismo y la charlatanería; rechazando, alegremente, la importancia de la coherencia y la validación empírica.

Se asemejen, en mi opinión, a los intérpretes literales de la biblia que, incapaces de distinguir entre los significados simbólicos y los reales, sobreponen las historias del viejo testamento a los hechos científicos. Los defensores del chamán personifican lo que Estanislao Zuleta llamó alguna vez el antinomismo: la naturaleza es la madre caritativa y la ciencia es, por el contario, el padre despiadado, corruptor. En suma, usan mal la antropología, defienden el irracionalismo y reiteran la oposición sin sentido entre ciencia y naturaleza.

Collazos y los otros son apenas los últimos representantes de una tradición retardataria, que, entre otras cosas, ha impedido el avance de la ciencia en Colombia. No casualmente, por ejemplo, las teorías de Darwin fueron acogidas rápidamente en Venezuela, pero tuvieron (y siguen teniendo) mucha resistencia en Colombia. El antropólogo Carl H. Langebaek ha mostrado de forma meticulosa, casi obsesiva, de qué manera en Colombia “los intentos por adoptar la objetividad científica a lo largo de los siglos XIX y XX fueron rápidamente sepultados en nombre del humanismo, de Dios, de la generosidad, de la lástima o de cualquier fuerza idealista que ratificara el predominio de una moral amenazada por el materialismo”.

En fin, el incidente del chamán nos ha vuelto a recordar que, en pleno siglo XXI, a este país le sobran defensores intelectuales del irracionalismo y la charlatanería, y le faltan promotores de la ciencia y la razón.

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Europa 2040

El futuro de Europa es incierto. La crisis de la deuda de los países mediterráneos luce cada día peor. La recesión económica parece inevitable. Las tensiones geopolíticas han vuelto a florecer. Los europeos miran el futuro con pesimismo: apenas 8% de los franceses opina que sus hijos tendrán una vida mejor que ellos. Muchos creen que Europa será incapaz de recuperar la preeminencia económica del pasado. Un velo de ceniza parece haber envuelto los ánimos. Sea lo que sea, las preguntas sobre el futuro económico del viejo continente, no en el corto plazo, sino en 20 o 30 años, son cada vez más frecuentes. Y relevantes.

Pero la recreación del futuro es una tarea más para la ciencia ficción que para las ciencias sociales. Los economistas, a duras penas, podemos hacer proyecciones condicionadas. Los novelistas, por el contrario, pueden probar su suerte en la futurología. En su última novela El mapa y el territorio, el escritor francés Michel Houellebecq intenta una descripción del futuro económico de Francia (y por consiguiente de Europa) en el año 2040. A su manera, con cierto pesimismo resignado pero compasivo, Houellebecq describe (a retazos) los sectores líderes y el marchitamiento tranquilo, sosegado del capitalismo europeo.

Mirado desde el punto de vista aún más distante de la novela, el fin de la época industrial europea era ya definitivo en 2040. La industria se había mudado, para siempre, a otros lugares más propicios: las economías emergentes habían finalmente emergido. Algunos parques industriales habían sido transformados en museos. Pero la mayoría se había desintegrado. Había muerto como mueren las cosas. Poco a poco. Gradualmente. Pero no todo era desolación. Muchas comunidades rurales habían vuelto a la vida por cuenta de la mano invisible de la economía. Habían renacido la huerta de regadío, la forja artística, la herrería, etc. Los nuevos habitantes de las zonas rurales habían recuperado tradiciones olvidadas durante siglos: las recetas, los bailes y las usanzas regionales. “No era –sin embargo– la fatalidad lo que les había empujado a dedicarse a la cestería artesanal, la restauración de un albergue rural o la fabricación de quesos, sino un proyecto empresarial, una elección económica ponderada, racional”.

Europa se había convertido en un gigantesco museo, en un parque temático para el entretenimiento de los nuevos dueños del mundo, los chinos, los vietnamitas, los rusos, etc. No era el destino del capital sino de los capitalistas. No era un lugar atractivo para los inversionistas sino los para consumidores. Con ello, paradójicamente, había sobrevenido cierta estabilidad, cierta armonía lánguida, decadente: “no teniendo para vender prácticamente otra cosa que hoteles con encanto, perfumes y charcutería fina –lo que se denomina un arte de vivir– , Francia había sobrellevado sin dificultad los azares económicos”. Incluso había dado pie a cierta utopía marxista: sin grandes capitalistas, sin las urgencias de la producción, los trabajadores tenían ahora más tiempo libre para el arte y la creación. En la novela, un mecánico rural dibuja fantasías heroicas de un mal gusto extravagante, complementario, sin duda, con la decadencia de los tiempos.

Más allá de su nostalgia por la disminuida industria europea, Houellebecq parece insinuar que Europa tiene más pasado que futuro. O mejor dicho, que su pasado es su futuro. Ni más, ni menos.

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Promesas

En los primeros días del año, imbuidos de espíritu renovador, hacemos promesas, trazamos planes y recitamos propósitos. Parecemos políticos en campaña. Pero con una diferencia: el engañador y el engañado son en este caso la misma persona. Ingenuos o simplemente esperanzados, volvemos cada año a creer que el cambio es ahora y la renovación es posible, que atrás quedaron, para siempre, las promesas incumplidas. Nos quejamos de los políticos, pero no somos muy distintos: nosotros mismos explotamos, con proselitismo barato, nuestra inocencia y credulidad.

¿Es posible cumplir las promesas de año nuevo? ¿O estamos condenados a la repetición anual de los mismos propósitos vanos? Créanlo o no, la economía tiene algo que decir al respecto. La autoayuda no es un patrimonio exclusivo de psicólogos y escritores varados. Muchos otros profesionales han incursionado en un campo tan desprestigiado como lucrativo. Thomas Schelling, premio Nobel de economía, poseedor de una mente brillante como pocas y teórico de la guerra fría, ha estudiado con detenimiento las tensiones estratégicas al interior de la conciencia, las negociaciones internas de esta especie mentirosa. “Homo mendax”, dice Fernando Vallejo.

Para entender el asunto, dice Schelling, conviene suponer que somos habitados por dos seres semiautónomos: uno impaciente y otro paciente. El primero valora la gratificación inmediata y el consumo presente. El segundo aprecia la satisfacción postergada y el consumo futuro. El primero pretende fumarse el cigarrillo de la discordia. El segundo aspira a dejar de fumar. Ambos están involucrados en un complejo juego estratégico en el cual el jugador impaciente tiene una ventaja obvia, casi insalvable. Pero hay un escape posible a la tiranía del presente, dice Schelling. La parte paciente puede mover primero y dejar sin opciones a su rival. Amarrarse al mástil para contrarrestar el irresistible canto de las sirenas ha sido, desde siempre, una estrategia eficaz.

Si queremos ahorrar, lo mejor es hacerlo mediante descuentos automáticos que no dejen llegar toda la plata a nuestra cuenta. Si pretendemos madrugar, lo adecuado es situar el despertador lejos de nuestro alcance. Schelling propone incluso una estrategia más general. Entregarle una suma en efectivo (100 mil pesos, un millón, algo así) a un pariente o un amigo de confianza que pueda verificar el cumplimiento de nuestras promesas. Debemos darle, además, una orden perentoria: transferir el dinero, en caso de incumplimiento, a una organización predeterminada, detestable en nuestra opinión (una asociación taurina, el Opus Dei, el Colectivo Alvear, cada quien escogerá la suya estratégicamente). La cosa suele funcionar, dice Schelling. Al menos disminuye ostensiblemente la ventaja estratégica del jugador impaciente. Pero hay dificultades adicionales. Dos psicólogos gringos, Martin Daly y Margo Wilson, mostraron recientemente que la visualización de mujeres atractivas vuelve a los hombres más impacientes, más propensos a aceptar 15 dólares ahora en lugar de 35 más tarde: ciertas influencias suelen conspirar en contra de nuestras estrategias más rebuscadas. En fin, ni siquiera Schelling (el estratega de la guerra fría) tiene la clave de este asunto. “Las promesas se hicieron para incumplirse”, dicen los políticos. Y en este caso, cabe reconocerlo, tienen toda la razón.

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Chicas plásticas


Las cirugías estéticas parecen haber desbordado el límite de la cordura. Katiuska Mendoza, una cantante vallenata de 19 años, murió recientemente tras una cirugía cosmética de nariz. Jessica Cediel, una presentadora de televisión ya casi treintañera, tuvo que enfrentar serias dificultades médicas (y algo más) después de un tratamiento estético en sus glúteos. Más de 300 mil mujeres están en riesgo de una rotura súbita de unos implantes mamarios defectuosamente fabricados por la compañía francesa PIP (Poly Implants Prothèses). Pero todas estas noticias son apenas la punta del iceberg, la parte más visible de una industria médica que ha crecido rápida y desordenadamente, impulsada por una demanda insaciable por cirugías y tratamientos cosméticos. “Por eso es que ahora dicen que no hay mujer fea, siempre que haya cuchilla la plata sale de donde sea”.
El fenómeno en cuestión no es una aberración colombiana. Hace dos semanas la revista Newsweek reportó que, en Estados Unidos, en medio del desempleo y las angustias económicas, la demanda por cirugías plásticas sigue en aumento. Las gringas tienen claras sus prioridades: están gastando menos en comida, pero más en implantes mamarios y en la remodelación de sus cuartos traseros. En China, Brasil, India y Colombia, los cirujanos no dan abasto. Las clínicas clandestinas ofrecen procedimientos a precios de remate, pagaderos en módicas cuotas mensuales. La novela china más vendida de los últimos tiempos, un mamotreto de más de mil páginas escrito por Yu Hua, el Gustavo Bolívar de nuestras antípodas, cuenta la historia de dos hermanos que se ganan la vida vendiendo, de pueblo en pueblo, implantes pectorales medio hechizos. La fiebre de la silicona es global. 
¿De dónde viene toda esta demanda desaforada? La explicación es simple, en mi opinión. Bastan unos cuantos ejemplos para entender la lógica del asunto. Si los compañeros de oficina trabajan horas extras para impresionar al jefe, uno se ve forzado a hacer lo mismo. Si nuestros colegas acumulan títulos superfluos, un cartón adicional se vuelve casi un imperativo. Si unos cuantos hinchas deciden, por cualquier razón, pararse para ver el partido, todo el público termina de pie. De la misma manera, si las cirugías estéticas se generalizan, se convierten en una necesidad apremiante. La demanda de unos impulsa la demanda de otros.
La explicación es circular, pero funciona. Hay un choque inicial, una caída del precio, una innovación que pone en marcha una dinámica de refuerzo mutuo. Con el tiempo la popularidad de los procedimientos cosméticos altera los estándares de la apariencia y los hace aún más populares. Paradójicamente el botox hace más visibles las arrugas. Los implantes mamarios, más conspicuas las tallas pequeñas. Etc. Las mujeres dicen, con razón, que sus decisiones son racionales, que desean conservar sus trabajos y sus parejas, que están invirtiendo en autoestima, que deben estar a la altura de las cambiantes circunstancias.
El crecimiento de las cirugías y los procedimientos estéticos no es una consecuencia perniciosa de la globalización o del materialismo capitalista. Por el contrario, parece impulsado por una suerte de instinto, por la lógica de la competencia sexual descrita por Darwin hace ya 140 años. Las chicas plásticas son más naturales de lo que parecen. Son humanas. Demasiado humanas tal vez.
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Entusiasmo

Las noticias económicas no podían ser mejores. El Producto Interno Bruto (PIB) creció 7,7% durante el tercer trimestre del año, un resultado que superó incluso las cuentas optimistas del gobierno. La sorpresa económica tiene varias explicaciones: un crecimiento excepcional de la construcción de obras públicas (superior a 20%), un muy buen comportamiento de la construcción de vivienda y un desempeño notable de la minería. Probablemente el resultado sea irrepetible: el crecimiento inusitado de las obras públicas obedeció en buena parte a una distorsión estadística, a la caída atípica de este mismo rubro durante el tercer trimestre del año anterior. Pero sea lo que sea, el resultado es notable. Sobresaliente, podríamos decir.
El resultado pone de presente el contraste entre los comportamientos económicos de las economías avanzadas y las economías en desarrollo. Mientras en Europa las malas noticias son pan de cada día, en América Latina las buenas noticias se han vuelto costumbre. Hace un mes, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) anunció una reducción histórica de la pobreza en casi toda la región. El Banco Mundial hizo el mismo anuncio esta semana. Pero muchos analistas insisten, tercamente, en una supuesta dimensión global de la crisis, en la similitud de las tensiones económicas de los distintos países y en la coincidencia de las angustias materiales de los habitantes del planeta. “No, no y no”, habría que decir. “El capitalismo no está en crisis, está simplemente cambiando de dueño”, señaló recientemente un analista local. Razón no le falta.

Durante el tercer trimestre de 2011, la economía colombiana creció más aceleradamente que cualquier otra economía latinoamericana. Los motivos para el optimismo son muchos. Pero cabe señalar algunos problemas en ebullición. El caso de Brasil es ilustrativo de un primer tipo de problema. La economía brasileña salió rápidamente de la crisis mundial de 2009. Creció por encima de 7,0% en 2010 empujada por una fuerte expansión del crédito. En algún momento parecía imparable, encaminada hacia una década brillante. Pero la ilusión llegó a un final abrupto. El crecimiento insostenible del crédito llevó, primero, al recalentamiento y, después, a la desaceleración. La economía brasileña pasó de milagro a espejismo en menos de un año. No estoy diciendo que lo mismo va a sucederle a la economía colombiana (no lo creo así), pero lo sucedido en Brasil llama la atención sobre los peligros del exceso de entusiasmo de prestamistas y prestatarios.

El segundo tipo de problema es más de largo plazo. En buena medida, la economía colombiana está viviendo una típica bonanza externa, sustentada en la producción y exportación de materias primas: el crecimiento de la inversión extranjera, del crédito y de la construcción son síntomas característicos. También lo es la concentración de la oferta exportadora. Hace una década las exportaciones de petróleo, carbón y minerales representaban menos de 30% de las exportaciones totales. Hoy representan más de 60%. Por definición, estas bonanzas son transitorias. Y no siempre dejan un legado positivo. Pueden dejarlo, pero nada está garantizado.

En fin, los resultados son positivos. Hay razones para celebrar, pero con los ojos abiertos. Los aguafiestas siempre tienen un papel que cumplir, sobre todo en estas épocas de entusiasmo y agitación.

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El presidente mediático

Juan Manuel Santos es el personaje del año en Colombia. Míresele por donde se le mire. Desde un punto de vista sustantivo, sus logros son innegables. Restructuró la política, puso a casi todos los partidos a girar en torno a su figura, sólo el empequeñecido Polo Democrático permanece por fuera de su campo gravitacional. Lideró una ambiciosa transformación institucional que incluyó un cambio en la distribución regional de los recursos fiscales y una ambiciosa ley de reparación de las víctimas de la violencia. Creó nuevos ministerios, departamentos administrativos y consejerías que, en teoría, le permitirán poner en práctica sus ideas del buen gobierno. Y dirigió una economía en expansión, que ha crecido aceleradamente y ha logrado reducir el desempleo de manera sustancial.

Pero el Presidente Santos es también el personaje del año desde un punto de vista distinto, más literal si se quiere. Santos fue una presencia continua en los medios, una figura casi omnipresente. Al comienzo del año, desde Cúcuta, después de la trágica explosión de una mina de carbón que mató a más de 20 personas, prometió acabar, de una vez por todas, con la minería informal (que ha seguido creciendo). A mitad del año, desde Corinto, Cauca, en medio de la destrucción causada por un carro bomba de las Farc, dijo públicamente que el atentado le había traído suerte a la selección Colombia (en retrospectiva no fue tanto así). A final del año, posó montado en buldócer en medio de los aguaceros históricos de estos días y dijo, en tono circunspecto, que su gobierno le estaba ganando la batalla al invierno.

Santos ha sido el más mediático de los últimos cinco presidentes Colombianos. No lo digo yo con base en juicios impresionistas, lo señala un análisis cuantitativo de más de dos millones de artículos de prensa publicados desde 1991 por algunos de los principales medios escritos de Colombia. El análisis, basado en un contador de palabras diseñado por el ingeniero Juan Manuel Caicedo, muestra que Santos ha batido casi todos los registros de figuración mediática. En los meses de mayor figuración, a comienzos de 1991, la palabra “Gaviria” apareció 0,6 veces por cada mil palabras publicadas en los medios estudiados. A mediados de 1995, en medio de un gran escándalo, la palabra “Samper” apareció 1,5 veces por cada mil palabras. En mayo de 1998, coincidiendo con las elecciones presidenciales, la palabra “Pastrana” apareció 0,7 veces por cada mil. En abril de 2006, en medio de otro escándalo, la palabra “Uribe” superó las 1,5 apariciones por cada mil. Pero “Santos” batió todos los records. A finales del año pasado, llegó a más de 2,5 apariciones por cada mil palabras.

Ningún otro presidente había recibido tanta prensa: los números no mienten. El protagonismo no es casual. Todo lo contrario: es el resultado de una estrategia deliberada. Pero el éxito mediático tiene sus riesgos, sobre todo si se convierte en un fin en sí mismo. Con frecuencia el presidente Santos pareció más preocupado por el efecto mediático de sus anuncios que por el fondo mismo de lo anunciado, como si quisiera simplemente maximizar los titulares, aparecer en la prensa.

En fin, el presidente mediático tiene un gran reto por delante: mostrar que su capacidad de gestión es tan grande como su ya bien probada capacidad de figuración.

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Lecturas de 2011

Tres novelas cortas (o cuentos largos) para esta época de Twitter.

El alienista del brasileño Machado de Assis (mi descubrimiento literario de este año).

Pero la Ciencia tiene la inefable propiedad de curar todas las penas; nuestro médico se sumergió enteramente en el estudio y la práctica de la Medicina. Fue entonces cuando uno de los recovecos de ésta le llamó especialmente la atención: el recoveco psicológico, el examen de la patología cerebral. No había en la colonia, ni aún en el reino, una sola autoridad en tal materia, mal explorada o casi inexplorada. Simón Bacamarte comprendió que la ciencia lusitana, y particularmente la brasileña, podría cubrirse de “laureles inmarchitables” –expresión usada por él mismo, pero en un arrebato de intimidad doméstica–; exteriormente era modesto, como conviene a los sabios.
La salud del alma –clamó– es la ocupación más digna del médico.

Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco. Publicada ya hace 30 años, pero sigue mejor que nunca.
Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola. Nunca sabré si aún vive Mariana. Si hoy viviera tendría ya ochenta años.

Trenes rigurosamente vigilados del escritor checo Bohumil Hrabal. La película es un clásico, la novela es mejor.

Me agarré de la mano con el muerto hasta que también yo mismo empecé a perderme en las tinieblas y susurré para sus oídos que ya no oían las palabras del conductor de aquel tren rápido que había traído a los desventurados alemanes desde Dresden: –Deberían mantener el culo sentado en la casa…

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Profesores

Leí con interés la perorata del editor y profesor Camilo Jiménez, publicada esta semana en el diario El Tiempo, en la que denuncia la incapacidad de un grupo de veinteañeros (todos mimados por la vida y el sistema) de componer un párrafo, uno sólo, después de un largo semestre de lecturas inteligentes y sermones indignados. “Estoy por pensar que la curiosidad se esfumó de estos alumnos míos desde el momento en que todo lo comenzó a contestar ya, ahora mismo, el doctor Google.” Mejor dicho, nos llevó el diablo. Nuestros estudiantes no aprenden o no quieren aprender o no pueden hacerlo. Son un caso perdido.

Camilo Jiménez tiene razón. Muchos estudiantes no conocen los rudimentos de redacción, no son capaces de juntar dos frases. Pero su perorata, su manifiesto apesadumbrado, dice más sobre los profesores que sobre los estudiantes. Camilo no es el primero, ni será el último profesor que denuncia la frivolidad de los jóvenes, que recurre a la misantropía inteligente para ventilar las frustraciones de un oficio extraño, descomedido. La melancolía siempre ha sido el riesgo ocupacional de los profesores. “Nos sentimos, simultáneamente, superiores e infravalorados, por encima del resto de los mortales pero aislados e insuficientemente recompensados y reverenciados”, escribió recientemente el ensayista estadounidense Joseph Epstein.

Cada vez que me asaltan sentimientos parecidos, en lugar de escribir una carta denunciando la perdición del mundo, releo un texto producido hace ya varios años por el filósofo Robert Nozick, una biografía estandarizada de los profesores universitarios. Todos fuimos cortados con la misma tijera. Pasamos veinte o más años por el sistema escolar coleccionando buenas notas, recibiendo encomios de padres y maestros, siendo apreciados y reverenciados. Después de haber acumulado muchos títulos, decidimos, razonablemente, permanecer en el mismo mundo, el de las aulas de clase, que había sido el escenario de nuestros grandes proezas, de nuestras gestas académicas.

La cosa funciona bien por un rato, dice Nozick. Pero, con el tiempo, las tensiones comienzan a florecer. Tarde o temprano, nos damos cuenta de que nuestros compañeros de clase, aquellos que no eran capaces de escribir un parrafito, tienen vidas reconfortantes, mientras tanto nuestras angustias se multiplican cada día: no sólo las financieras sino también las espirituales. La docencia resulta menos atractiva de lo que parecía (sigo citando a Nozick). Los estudiantes no demuestran una pasión acorde con nuestros sacrificios y conocimientos. Todos parecen más interesados en los juguetes de la modernidad que en la búsqueda de la sabiduría. Poco a poco, la frustración le va dando paso al resentimiento hasta que llega un día en que renunciamos o escribimos una carta rabiosa denunciando la injusticia del mundo y la ignorancia de sus pobladores más privilegiados, los veinteañeros acomodados.

Los jóvenes de esta época, como todos nosotros, son hijos de su tiempo. Algunos no son capaces de borronear un párrafo. Pero qué más da. Casi todos dominan a su antojo los milagros de la época. No me gusta la condescendencia, pero convertir a los alumnos en blanco de nuestro bien aprendido resentimiento es una tontería. Prefiero la autoironía, al esnobismo profesoral. Después de todo, cabe reconocer que, en la gran mayoría de los casos, el problema no son los estudiantes, somos nosotros los profesores.