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Clientelismo y corrupción

Desde hace varios años, los analistas de la economía colombiana han puesto de presente los grandes costos económicos de nuestra limitada infraestructura de transporte. En un futuro cercano, la economía podría literalmente atascarse como resultado de la falta de vías adecuadas. Los analistas afirman que la inestabilidad jurídica ha impedido una mayor participación del sector privado en un sector estratégico, y señalan que el ahorro privado (cada vez más concentrado en los Fondos de Pensiones) debería orientarse hacia la inversión productiva (cada vez más presente en el sector de infraestructura). En esta columna, quiero llamar la atención sobre otro problema: la creciente politización (y la consecuente ineficiencia) de la inversión pública en el sector. En el sector de infraestructura, el Gobierno tiene dos caras: la cara programática de los planes de desarrollo y los documentos estratégicos, y la cara clientelista de la escogencia de los proyectos y la repartición de contratos. La teoría es programática pero la práctica es clientelista. Los dos planes de desarrollo de Uribe han enfatizado la necesidad de que las inversiones públicas en infraestructura sean eficientes y oportunas, coherentes con la inserción internacional de la economía y conducentes a una mayor competitividad. Dice uno de los planes: “Para los proyectos financiados con recursos públicos, se seleccionarán aquellos de alto impacto económico teniendo en cuenta las razones beneficio-costo y la generación de empleo”. Pero este discurso no es más que un ropaje tecnocrático para una realidad clientelista. Los proyectos financiados con recursos públicos (los que conforman el llamado Plan vial 2500) no han sido seleccionados con base en su rentabilidad social. O con base en un análisis de los beneficios previstos o de los costos probables. Los planes de desarrollo ni se obedecen, ni se cumplen. Los proyectos han sido seleccionados con base en consideraciones políticas. La milimetría regional ha sido el criterio predominante. Como resultado, el todo de los proyectos será mucho menor que la suma de las partes: los proyectos son inconexos y desarticulados. Además, los recursos para su mantenimiento permanecen en un limbo presupuestal. Una vez inaugurados, los proyectos viales entrarán en una fase irreversible de deterioro. Tristemente el clientelismo se desvanece en el aire. Pero la historia no termina con el clientelismo. Ahora el Plan 2500 parece también afectado por la corrupción contractual. Seguramente el Gobierno hará las purgas respectivas. Y exigirá que se conozca toda la verdad del asunto. Esto es, el Gobierno asumirá el papel de víctima cuando ha sido, al menos, generador del problema. Al fin y al cabo, la corrupción es consubstancial al clientelismo. Uno no puede llenar la alcoba de queso y después salir a quejarse de los ratones. O, en otras palabras, uno no puede lavarse las manos cuando se ha dedicado sistemáticamente a ensuciar el aguamanil. Para terminar, cabe retornar al mensaje del comienzo. En las finanzas públicas, la corrupción es el problema más conspicuo, pero no es necesariamente el más grave. O el más importante. El problema de fondo es el clientelismo. Cuando el clientelismo predomina, el Estado deja de ser un instrumento para el desarrollo y se convierte en una herramienta para el mantenimiento de ciertas redes políticas y de ciertas lealtades regionales. Pero, como decía Lauchlin Currie, la opinión pública suele ser inflamada por los escándalos pero no por el clientelismo. Ni tampoco por las inversiones públicas malogradas. Aparentemente el público (y los medios) requieren de la corrupción para percatarse del clientelismo. He ahí una paradoja.
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Por punta y punta

Cabría comenzar esta columna con una advertencia general: el origen no tiene nada que ver con la esencia de las cosas. En unos casos, los grupos paramilitares desplazaron a los políticos tradicionales y se apoderaron del poder local. En otros, los políticos tradicionales se asociaron con los grupos paramilitares y lograron conservar el poder local. Y en otros más, los grupos guerrilleros desterraron a los políticos tradicionales y se adueñaron del poder local. El origen pudo haber sido distinto, pero el resultado ha sido el mismo: la captura de lo público por medios violentos y con fines pecuniarios. Es la corrupción al servicio del conflicto. Y el conflicto al servicio de la corrupción.


En muchos lugares de Colombia, la competencia política ha sido eliminada mediante las masacres selectivas, el asesinato de los adversarios, la intimidación armada y la compra de votos. El clientelismo armado no ha desplazado al clientelismo tradicional: lo ha complementado. Y juntos han convertido la democracia local en una farsa: el proselitismo armado asegura la supremacía electoral, la cual, a su vez, asegura los recursos necesarios para el financiamiento del proselitismo armado. Aunque la democracia local no ha fracasado de manera definitiva —algunas regiones han hecho buen uso de su mayor autonomía—, la descentralización parece haber dividido al país en tres grandes bloques (la caricatura es inexacta pero no equivocada): un bloque norte de dominio paramilitar, uno sur de dominio guerrillero y otro central donde la corrupción y el conflicto todavía no han logrado aniquilar completamente la competencia política. A todas estas, la captura del poder local ha contrariado las buenas intenciones de muchos reformadores sociales. Los subsidios a la demanda, que habían sido introducidos con el fin de neutralizar el clientelismo político, terminaron siendo capturados por el clientelismo armado. En la salud, por ejemplo, se pasó de la depredación del Seguro Social al pillaje de las ARS. O del control de las nóminas al control de los contratos. Así mismo, la educación contratada, que había sido implantada como una respuesta a la inoperancia de la educación pública, fue parcialmente capturada por cooperativas de papel.

De la mediocridad de Fecode se pasó a la voracidad de los grupos armados. Así, en muchas regiones del país, la descentralización no redundó en un mejoramiento social a pesar del incremento del gasto. Incluso la descentralización, al transferir el poder político y el control presupuestal a las regiones, pudo haber contribuido al surgimiento del clientelismo armado, como lo muestran Fabio Sánchez y María del Mar Palau en una investigación reciente. Por circunstancias fortuitas, el crecimiento de los cultivos ilícitos coincidió con la profundización de la descentralización, con consecuencias tan nefastas como imprevisibles. En el norte y en el sur, las mismas organizaciones que monopolizaron las rentas del narcotráfico se adueñaron del poder local y por lo tanto de los cuantiosos presupuestos regionales. Entre otras cosas, las circunstancias descritas indican la ligereza de quienes denuncian el fenómeno paramilitar y demandan, al mismo tiempo, un aumento de las transferencias regionales. O la de quienes insisten en la disyuntiva tradicional entre gasto militar y gasto social (“con el recorte de la inversión social se financiará la guerra”, escribió Jaime Castro la semana anterior).


El asunto es más complicado. Pues el gasto social, al menos en algunos momentos y lugares, puede haber contribuido a instigar el conflicto. Como lo señaló recientemente un blogero anónimo: “La triste realidad es que el Gobierno acaba financiando la guerra por punta y punta: vía presupuesto de defensa y vía transferencias y regalías que van a parar a manos de quienes, de uno u otro modo, están socavando la gobernabilidad democrática en Colombia”.
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Los “afeminados” años setenta


Esta semana, ante un auditorio de jóvenes abogados, el Ministro de Agricultura formuló una hipótesis atrevida sobre las causas de la tragedia colombiana de la última generación: “Todo comenzó por allá en los setenta, con una bonanza marimbera, cuando el gobierno de turno fue flexible, fue blandito, fue pusilánime, casi con actitud —no lo estoy diciendo en términos peyorativos—, con actitud afeminada para tratar ese problema”. Los periodistas ya se ocuparon de las osadías verbales del ministro. Yo quiero ahora ocuparme de sus juicios históricos. De su intención de interpretar la historia con la sabiduría infalible de la retrospección. O de juzgar los actos pasados con los valores exaltados del presente.Cabe recordar que “por allá en los setenta” todos los gobiernos eran blanditos con el problema de la droga. La actitud afeminada no fue una perversión exclusiva de unos cuantos gobernantes colombianos. Las autoridades del Cono Sur fueron mucho más permisivas. O alcahuetas para usar una expresión más femenina. En enero de 1971, un agente estadounidense le confesó lo siguiente a un reportero del New York Times: “La cooperación local es casi inexistente. Tampoco existe ningún estigma moral asociado con el negocio de la droga. ¿Qué más podría querer un traficante?”. El agente estaba hablando, no de la permisividad colombiana, sino de la alcahuetería argentina y chilena.Por allá en los años setenta, el tráfico de drogas era percibido, a lo largo y ancho de América del Sur, como una forma venial de contrabando. Como una manera de sacarle provecho al proteccionismo moral (e injustificado) de los Estados Unidos. La exportación de cocaína, en particular, era vista como una actividad de amas de casa desesperadas. O de diplomáticos dispuestos a explotar impunemente la conveniencia de sus valijas. Por ese entonces, los chilenos dominaban el negocio de la producción y la exportación de cocaína. Los marimberos colombianos participaban marginalmente en el negocio. Como por no dejar.En los años setenta, los especialistas todavía no se ponían de acuerdo sobre los efectos de la cocaína. Muchos dudaban de su estatus de narcótico o de su naturaleza adictiva. En septiembre de 1974, el New York Times publicó un extenso artículo sobre la cocaína, titulado “La champaña de las drogas”. El artículo tiene un tono amable, casi apologético. Decía el diario neoyorkino que la cocaína había sido consumida por algunas de las figuras más representativas de la historia. “El Papá Leon XIII soportó sus ascéticos retiros a punta de Vin Matini, un vino suave envenenado generosamente con cocaína”. A finales de los setenta, un bombero de Texas fue detenido por las autoridades colombianas en Riohacha. Había venido a comprar varios kilos de uno de los ingredientes del elíxir papal: el mismo que comenzaba, por entonces, a causar furor entre los ricos de su país. Pero las autoridades estatales exigieron la liberación inmediata del traficante. Hasta los texanos se mostraban afeminados por aquellos días.Con el tiempo, los colombianos desplazaron a los chilenos en el tráfico de cocaína. El negocio alcanzó dimensiones industriales. Las amas de casa fueron reemplazadas por poderosos carteles que enfrentaron a unas autoridades, ya no tanto permisivas, como inermes ante las exorbitantes utilidades del negocio. Sin duda, la complacencia de los setenta contrasta con la tragedia de las décadas que siguieron. Pero los juicios anacrónicos del ministro Arias son inútiles. Pues nadie, en los años setenta, habría sido capaz de imaginar lo que vendría después. Nadie, mejor dicho, habría sido capaz de prever que la historia de Colombia durante el tumultuoso siglo XX sería la historia de dos drogas: de una roja que duró ochenta años y de una blanca que aún no termina.
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Así es este negocio

El pasado fin de semana dos políticos progresistas, de buenas ideas y conciencias limpias, fueron invitados, en el marco de un festival cultural, a especular sobre el futuro. El espectáculo tenía algo de grotesco. En la tarima, micrófono en mano, dos bienpensantes, Antanas Mockus y Sergio Fajardo, sentados en la palabra, hablaban del futuro, mientras, al frente, cien malpensantes, sentados en sus asientos, esperaban, con paciencia, una sorpresa. Un atisbo de ironía. Una pizca de escepticismo. Un arranque de pesimismo ilustrado.
Sentado entre los malpensantes estaba Fernando Vallejo: mirando de frente con sus ojos pero de perfil con su mente. Aparentemente atento mientras Sergio Fajardo mostraba, una a una, las imágenes de su Medellín del futuro: bibliotecas, parques y colegios “espectaculares” construidos con la plata que ha dejado la bonanza económica y la pulcritud administrativa. Hacia el final de la presentación, pasó lo que tenía que pasar: el político optimista (un negociante del futuro) se enfrentó con el novelista nostálgico (un revendedor del pasado). Al fin y al cabo, el Medellín de Fajardo, hecho de optimismo y artificio, es muy distinto del Medellín de Vallejo, hecho de memorias y rencores. “Mi Medellín que cuando yo nací tenía tranvía…”Mucho se ha dicho sobre las opiniones políticas de Vallejo. Sobre los objetos de su odio. Sobre sus reiterados enemigos. Un novelista rencoroso lo comparó con José Obdulio Gaviria. Un conocido blogero lo llamó maniático irresponsable. Pero todo esto no es más que un gran malentendido. Vallejo no tiene enemigos. O mejor, tiene uno sólo: el tiempo. “Así pasa cuando se vive mucho, que no hay enemigos y por fin vemos claro: el gran enemigo del hombre es el tiempo, su meticulosa obra de destrucción. Punto”. Las peroratas de Vallejo son una protesta ruidosa contra “las caricias inexorables de Cronos”. Sus opiniones políticas son meras metáforas atrabiliarias contra el paso del tiempo. “Unos jóvenes reemplazan a otros jóvenes y unas canciones a otras. Es el destino universal, inevitable, un ir pasando todos y todo de moda, así es este negocio”.Y en el ir pasando de las cosas, va cambiando el lenguaje a pesar de las reglas de los gramáticos que nadie lee. Y van cambiando las ciudades a pesar de los planes de los urbanistas que nadie obedece. Y se va poblando el mundo a pesar de las advertencias de los demógrafos que nadie atiende. Y Vallejo despotrica contra lo uno y contra lo otro. Con su alma conservadora. Con su apolítico desprecio por el futuro. Con ese maltusianismo estético que lo lleva a denigrar de la fecundidad de los pobres, para desconcierto de los que aplauden, ilusos, sus insultos contra el Presidente: el dueño del presente y, por lo tanto, el blanco obligado de la rabia de un poeta nostálgico. “Ay, Abuela, ya los ríos de Colombia se secaron y los loros se murieron y se acabaron los caimanes y el que se pone a recordar se jodió porque el pasado es humo, viento, nada, irrealizadas esperanzas, inasibles añoranzas”.Pero, en últimas, los discursos de Vallejo, “sus anatemas de campanario” como escribió Eduardo Escobar esta semana, sus lamentos sobre el alud del futuro que se nos viene a todos encima, constituyen un llamado de atención (un espabilamiento) sobre las trampas de la política y las argucias de los pregoneros del futuro. A la demagogia sobre el futuro, Vallejo antepone el cataclismo de la vida. “El Tiempo gasta a la gente y desportilla las palabras”, dice. Y hasta razón tendrá.
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La arremetida sexual

En los pueblos casi nunca pasa nada. Ya ni la economía se mueve, como escribió Rudolf Hommes esta semana. De vez en cuando, un ataque guerrillero o una masacre paramilitar interrumpen el sosiego. Entonces, los habitantes de los grandes centros urbanos caemos en cuenta de la existencia de ese otro país, hecho de pequeños centros poblados y vastas zonas dispersas. La vida campesina parece moverse entre el marasmo y la tragedia. Entre el aburrimiento y el dolor. Pero, cada cierto tiempo, esta disyuntiva aterradora le da paso a la comedia. Y la realidad rural vuelve, entonces, a mostrarse esperanzadora.

Eso fue lo que ocurrió recientemente en el municipio de Machetá. Como lo registró el diario El Tiempo, hace aproximadamente un mes, la tranquilidad machetuna se vio interrumpida por un ataque peculiar, ya no violento sino libidinoso. El ataque no comenzó por la estación de Policía. Ni siquiera por el Banco Agrario. Sino por uno de los estancos del pueblo, adonde la terrorista sexual, una alias Lina, se dirigió a escoger sus víctimas. Comenzó primero con los jóvenes y después con los viejos (para qué correr riesgos). “Con todos era lo mismo y nos fuimos pa’l monte”, declaró una de las víctimas de la ocupación sexual, que duró dos días y dejó 20 víctimas, “la mayoría coteros y campesinos”.

Las autoridades se demoraron en reaccionar ante la virulencia (real y metafórica) del ataque. Aparentemente la terrorista fue capturada por la Fuerza Pública y dejada en libertad en las afueras del casco urbano. Mientras tanto, los afectados sufren un doble padecimiento: el temor por las secuelas biológicas y la vergüenza por la condena sociológica. La identificación de las víctimas no ha sido fácil. Incluso existen dudas sobre el número exacto de revolcados. Las autoridades de policía han distribuido una lista preliminar. Las autoridades médicas se han mostrado cautelosas, pero no descartan un brote infeccioso. A todas estas, se ha puesto en marcha un plan de contingencia para evitar futuros ataques: “Las autoridades ya iniciaron una campaña por si otra Lina aparece de nuevo”. Es mejor prevenir que curar, dirán los oficiales, pero me temo que no todos los coteros estarán de acuerdo.

Mientras tanto, se ha distribuido una descripción de la terrorista: aproximadamente 20 años de edad, de tez blanca, pelo teñido y mediana estatura. Las víctimas han sido obligadas a guardar castidad. Como siempre, las justas terminaron pagando por los pecadores pero, en este caso, la reputación del pueblo está en juego. Algunos habitantes han protestado, con razón, por el deterioro de la imagen de un pueblo cuyo gentilicio (machetunos) contiene unas obvias alusiones fálicas hasta ahora inadvertidas. Pero los machetunos, al menos, permanecieron fieles a su nombre.

Algunos de los foristas de El Tiempo se apresuraron a culpar al Gobierno por este nuevo atentado. Mencionaron el perverso aumento del gasto militar y de la corrupción pública. Pero yo, desde la distancia, veo las cosas de otra manera. No sé qué pensarán las excelsas viudas de Machetá o las recatadas esposas del pueblo o las castas novias de los coteros, pero, puesto a escoger, yo prefiero la insolencia de Lina a la brutalidad de Jojoy. Seguramente la seguridad democrática no estaba preparada para este tipo de embates. Pero protegerse contra los arrebatos de Lina, parece más sencillo que blindarse contra los cilindros de las Farc. Y, además, las pruebas de VIH de las víctimas arrojaron un resultado concluyente: falsos positivos.

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Muchos años después…

Hace ya casi 25 años, Gabriel García Márquez recibió el Premio Nóbel de literatura. En diciembre de 1982, nuestro más celebre novelista pronunció un hermoso discurso sobre las raíces de la soledad del nuevo mundo. Para García Márquez, esa condena centenaria, “el nudo de nuestra soledad” como él la llama, tiene una causa esencial: el colonialismo intelectual. En su opinión, los colombianos (o los latinoamericanos en general) hemos sido condenados, por cuenta del imperialismo de las ideas, a interpretar una realidad exuberante y desaforada con esquemas importados. Con modelos exóticos. Con ideas ajenas.

“La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios”, escribió García Márquez en lo que uno podría interpretar como un llamado a la emancipación intelectual. “Todas las criaturas de [esta] realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida”. Es como si fuéramos habitantes de otra realidad, de un planeta distinto regido por leyes inaprensible por los métodos tradicionales de las ciencias y de las artes.

El excepcionalismo asociado a la exuberancia natural ha sido, por siempre, una de nuestras convicciones más férreas. La realidad descomunal es al mismo tiempo una realidad rutinaria. Pero es también, en opinión de García Márquez, una realidad que requiere de métodos propios. “Es comprensible que insistan en medirnos –escribe nuestro Nóbel en contra de los conquistadores intelectuales– con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos”. Así, el autoctonismo se transforma en un imperativo epistemológico. Pareciera que la superación de la soledad necesitara de una suerte de impermeabilidad intelectual. O al menos de cierto recelo hacia los esquemas ajenos.

Quizás de manera inadvertida, García Márquez planteó en su discurso una de las disyuntivas fundamentales a la que nos enfrentamos los habitantes del llamado nuevo mundo. Hace ya casi medio siglo, Albert Hirschman definió la cuestión de manera certera. Nuestro debate –dijo– sigue estando definido por una cuestión fundamental: «¿Cómo podemos progresar? Mediante la emulación de otros o mediante la búsqueda de nuestra propia vía”. En contravía de la opinión (y de la elocuencia) de García Márquez, creo que las salidas autóctonas generalmente no conducen a ninguna parte. Que el futuro (nuestro futuro) pasa por la emulación. Que las ideas ajenas no son la causa de nuestra soledad.

Las salidas autóctonas, incluso las más ingeniosas, raras veces pueden resolver nuestros problemas más apremiantes. Los ejemplos abundan. Los recursivos ingenieros de Gaviotas (innovadores tropicales para el trópico) diseñaron, hace un tiempo, unos calentadores solares con base en tubos de neón usados, los cuales nunca pudieron masificarse pues la materia prima era, en este caso, un producto del mismo desarrollo que los innovadores autóctonos estaban tratando de evitar. Algo similar ocurrió en la India, donde otros ingenieros tropicales crearon unas tejedoras de pedal a partir de repuestos de bicicletas oxidadas. De nuevo: la ingeniosidad de los inventores se vio truncada por la falta de bicicletas o porla falta de desarrollo. En últimas, la soledad, de la que habla García Márquez, puede ser más mítica que real. La verdadera soledad, creo yo, no viene del colonialismo intelectual. Sino del aislamiento. Del solipsismo de las ideas y las razones.

No creo que las ideas ajenas nos hagan cada vez más tristes, más desconocidos y más solitarios. Por el contrario, la improvisación aislada, infructífera, a puerta cerrada, constituye la definición misma de la soledad. En mi opinión, no existe soledad más grande que la de Aureliano Babilonia en el cuarto de Melquíades: “Aureliano no abandonó por mucho tiempo el cuarto de Melquíades. Se aprendió de memoria las leyendas fantásticas del libro descuadernado, la síntesis de los estudios de Hermann, el tullido; los apuntes sobre las ciencias demonológicas, las claves de la piedra filosofal, las centurias de Nostradamus y sus investigaciones sobre la peste, de modo que llegó a la adolescencia sin saber nada de su tiempo, pero con los conocimientos básicos del hombre medieval.”

Creo, en últimas, que existe una sola manera de destrabar el “nudo de nuestra soledad”: la incorporación del conocimiento universal al estudio de nuestra realidad. La globalización con un propósito. La curiosidad sobre lo nuestro alimentada por la sapiencia acerca de lo ajeno. La innovación inspirada por los “recursos convencionales”. Para que así, algún día, no tengamos que conformarnos con la sapiencia que nos llega de afuera en una caravana de gitanos.

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El sesgo antiempleo

El politólogo Samuel P. Huntington dijo alguna vez que lo único más dañino para una sociedad que una burocracia rígida y deshonesta era una burocracia rígida y honesta. Uno podría parafrasear a Huntington —la exageración irónica suele ser un instrumento retórico eficaz— y decir que lo único más perjudicial para un país que un gobernante imprudente y mendaz es uno imprudente y veraz. En este sentido, uno podría argumentar que el Gobierno, en su afán por cumplir con las promesas hechas en materia de salud, así sea mediante el expediente equivocado de aumentar los impuestos al trabajo, está demostrando que, en ocasiones, un político que cumpla lo que promete puede ser más dañino que otro que ignore lo prometido. En materia de salud existe un largo inventario de premisas falsas o supuestos no realizados: la transformación de subsidios no ocurrió de la manera prevista, la competencia estructurada no aumentó la eficiencia como se anticipó, la cobertura no creció al ritmo planeado, etc. Pero, sin duda, la mayor diferencia entre lo acontecido y lo proyectado tiene que ver con la distribución de la población asegurada en los dos regímenes previstos por la legislación: el contributivo y el subsidiado. Cuando se aprobó la Ley 100, hace ya más de una década, se dijo que la cobertura universal se alcanzaría con un 70% de la población en el régimen contributivo y con un 30% en el régimen subsidiado. Los planes del Gobierno (las promesas imprudentes ya mencionadas) implican una extraña inversión de los porcentajes. Si las cosas siguen como van, terminaremos con un 30% de la población en el régimen contributivo y un 70% en el régimen subsidiado: una distribución insostenible con efectos adversos sobre la oferta de trabajo formal: muchos trabajadores informales que podrían cotizar, total o parcialmente, no lo hacen porque tienen un subsidiado asegurado (o un seguro subsidiado). Así, de un sistema de salud basado en el trabajo formal nos estaríamos moviendo hacia a otro basado en los impuestos al trabajo. De un lado, la informalidad ha frenado el aseguramiento contributivo; del otro, el aseguramiento subsidiado ha impulsado la informalidad. Uno podría incluso hablar de un círculo vicioso: el aumento de los impuestos al trabajo le resta dinamismo al empleo formal, lo que reduce el número de afiliados a la salud contributiva, lo que aumenta la necesidad de recursos para la salud subsidiada, lo que conduce a un nuevo aumento de los impuestos al trabajo, lo que reduce aún más empleo formal y así ad infinitum. En términos más concretos, uno no puede suponer, como está suponiendo el Gobierno, que seis millones de cotizantes al régimen contributivo puedan pagar por una buena parte de la salud del resto de los colombianos. Mientras se encarece el trabajo, el Gobierno ha venido insistiendo en reducir los impuestos al capital: el proyecto de reforma tributaria propone, por ejemplo, una depreciación plena de las inversiones durante el primer año. Esta medida (y otras similares) encarecen el trabajo con respecto al capital, con efectos negativos sobre la generación de empleo formal. Con todo, las propuestas económicas del Gobierno, basadas en los estímulos al capital y los premios a la informalidad, tienen un sesgo antiempleo. Tanto para las firmas como para las personas, los incentivos de las nuevas políticas parecen alineados en contra de la formalización laboral. Así las cosas, no está de más volver a la ironía del comienzo: lo único más dañino para una democracia que un Congreso estorboso es un Congreso obsecuente, dispuesto a aprobar unas reformas que, en conjunto, no responden a ese gran clamor popular que no pide subsidios sino que reclama empleo.
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Tiempos cómodos

Quisiera comenzar esta columna con un símil en varias partes. Pensemos primero en aquellos vapores antiguos que, por nostalgia o desconfianza, unían al nuevo truco de la máquina, el viejo truco de los mástiles y las velas. Y pensemos que el vapor en cuestión avanza raudo empujado por un viento inconspicuo pero certero. En tales circunstancias, el capitán del navío comienza (previsiblemente) a ser víctima de una ilusión. A confundir el poder del motor con el favor del viento. O la estructura con la coyuntura. Sólo cuando los vientos cambien, el capitán podrá darse cuenta del tamaño de su ilusión. O de la capacidad del motor. Mientras tanto, cabe preguntarse: ¿en qué anda la tripulación? Algo similar parece estar ocurriendo en las economías latinoamericanas. Los buenos vientos soplan desde afuera. El ciclo se torna favorable hasta confundirse con la tendencia. Y los gobernantes se ilusionan con la aparente reciedumbre de los motores del crecimiento. A todas estas, cabe la misma pregunta retórica: ¿en qué andan los gobiernos latinoamericanos? ¿Cómo están llenando el vacío de alternativas que dejó el desencanto reformista? ¿Existen políticas comunes? ¿O énfasis parecidos? En suma, ¿puede hablarse del surgimiento de un nuevo modelo latinoamericano en estos tiempos cómodos del crecimiento automático?Quizá sea muy pronto para hablar de un nuevo modelo. Pero no lo es tanto para señalar algunos elementos comunes. El primer elemento es el surgimiento del Estado asistencialista. Los programas “Bolsa familia” en Brasil, “Trabajar” en Argentina, “Oportunidades” en México, “Familias en Acción” en Colombia e incluso las llamadas misiones en Venezuela hacen parte del mismo modelo asistencialista que se ha venido consolidando en toda la región. Paradójicamente, la expansión del Estado asistencialista se construyó sobre una serie de programas de choque, concebidos inicialmente como respuestas transitorias a los padecimientos sociales de las últimas crisis. Pero con la llegada de los tiempos cómodos, lo transitorio se volvió permanente y se expandió rápidamente. Así, el asistencialismo se ha convertido en una forma de vida para mucha gente. Y en un instrumento de poder para muchos gobernantes.Junto con el asistencialismo, el otro elemento común del nuevo modelo latinoamericano parece ser el autoritarismo democrático. O en términos menos drásticos, el menoscabo parcial de la división de poderes. Chávez gobierna sin controles efectivos, Kirchner legisla por decreto, Lula utiliza abiertamente su partido para comprar el Congreso, Uribe cambia la Constitución para su propio beneficio, Evo arremete contra las normas de la Asamblea Legislativa, etc. Podría incluso hablarse de un nuevo populismo, en el cual el autoritarismo facilita el asistencialismo, y el asistencialismo justifica el autoritarismo. En el nuevo modelo, los políticos acumulan más poder y el pueblo recibe, como contraprestación, una mayor tajada del presupuesto.Pero, ¿qué pasará cuando cambien los vientos? Seguramente el Estado asistencialista se mostrará insostenible y el autoritarismo democrático, inconveniente. Así, este nuevo modelo vendrá a sumarse al ya largo inventario de intentos fallidos. Entonces, lamentaremos no habernos ocupado del motor. Pues, para volver sobre el símil inicial, muchas economías latinoamericanas siguen siendo simples veleros dependientes: no potentes vapores autónomos como siguen pensando los envalentonados capitanes.
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La Corte posmoderna

Hace unas semanas, dos afamados columnistas sostuvieron una animada polémica sobre la ética y la estética del llamado lenguaje incluyente. La polémica parecía concluida. O, al menos, dormida en periódicos de ayer. Pero esta semana la Corte Constitucional revivió el tema. Con base en una ponencia presentada por el magistrado Humberto Sierra Porto, la Corte decidió declarar inexequible un viejo artículo del Código Civil, según el cual “las palabras hombre, persona, niño, adulto y otras semejantes que en su sentido general se aplican a los individuos de la especie humana, sin distinción de sexo, se entenderán que comprenden ambos sexos en las disposiciones de las leyes”.

Las razones de la decisión de la Corte parecen sacadas de un manual de “posmodernismo para dummies”. Según la Corte, “resulta manifiesta la influencia que ejerce el lenguaje jurídico bien sea para mantener la condición de sujeción de la mujer… o bien para transformar el estado de cosas imperante y lograr una igualdad real entre varones y mujeres”. Para la Corte, “pretender que se utilice como universal el vocablo hombre sólo trae como consecuencia la exclusión de las mujeres…”. En últimas, la Corte logró, en unas pocas sentencias, juntar lo peor de Foucault y de Santander. Leguleyismo afrancesado, podría uno decir.
El razonamiento de la Corte supone que el lenguaje jurídico es un instrumento de dominación. Como si los incontables problemas de un país literalmente entutelado no fuesen suficientes, los honorables magistrados se han encomendado a sí mismos la ardua tarea de “deconstruir” las leyes de la República. O de revelar las formas de manipulación simbólica agazapadas en la prosa inerte de nuestros legisladores. Quién sabe dónde terminará todo este asunto. Pero no me extrañaría que alguno de estos señores (o señoras) decidan, en un trance posmodernista, derogar todos nuestros códigos legales con el argumento irreprochable de que están escritos en el lenguaje de los usurpadores europeos, los mismos que nos impusieron su cultura sin preguntarnos.
Dice la Corte que “sólo una definición cuyo contenido permita visualizar lo femenino… armoniza con la dignidad humana”. No sé qué pensarán las mujeres pobres de las batallas simbólicas que libran los justicieros cósmicos en su nombre. Pero seguramente ellas tienen un entendimiento distinto de la dignidad humana. Sus necesidades son reales, no simbólicas. Sus consuelos materiales, no retóricos. A falta de pan, no parecen buenas las tortas posmodernistas. Pero algunos magistrados se muestran más preocupados con las poses progresistas que con los problemas reales. Una actitud reprochable pero comprensible. Al fin y al cabo, las soluciones sociales necesitan de entendimiento, mientras que los remedios simbólicos sólo requieren de palabras.
Paradójicamente, uno podría aplicarle la misma receta francesa a la sentencia de la Corte. Uno puede, en últimas, “deconstruir lo deconstruido”, lo que serviría, en este caso, para mostrar que el lenguaje incluyente es un mecanismo de evasión o un disfraz para la indiferencia o una forma de escapismo. Afortunadamente la realidad social sigue su rumbo, indiferente a los pronunciamientos de la Corte. Pues, dígase lo que se diga, las mujeres colombianas continúan acumulando más años de educación que los hombres, copando las mejores posiciones de la nueva economía y demostrando con hechos que su suerte no depende de un sufijo o de un arcaísmo legal o de la visibilidad jurídica que tanto les preocupa a nuestros jueces y a nuestras juezas.

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Las barras bravas de la política

Mauricio Pombo escribió esta semana, en su columna del diario El Tiempo, un comentario sobre la sicología de los participantes en los foros virtuales de la prensa colombiana. Pombo sugiere que la posibilidad del insulto anónimo revela una faceta perversa del corazón humano. Los argumentadores anónimos, dice, no exponen razones. Simplemente insultan. Vociferan bajo su máscara electrónica con la seguridad de que serán oídos pero no identificados. No sorprende, entonces, que los foros virtuales se hayan convertido en un mundo hobbesiano, en una tierra de nadie, donde el insulto se multiplica ante la certidumbre de la impunidad. Pero los foros virtuales, además de mostrar la sicología perversa del agresor anónimo, revelan una creciente polarización ideológica. De un lado, la izquierda iracunda compone nuevos insultos con viejas teorías. Del otro, la derecha rabiosa responde con la beligerancia propia de quien confunde el contradictor con el enemigo. Para el observador desprevenido, este intercambio exaltado tiene algo de grotesco. De espectáculo risible. Pero, en ocasiones, la vulgaridad acumulada sugiere un trasfondo más siniestro: el odio acumulado durante décadas de asesinatos y siglos de injusticias.Los foros virtuales son un caso paradigmático de lo que Jamie Whyte llama “refutación por asociación”. Si alguien manifiesta su apoyo al Gobierno, se le tacha inmediatamente de paramilitar. Si alguien expresa su desacuerdo con la Administración, se le califica instantáneamente de guerrillero. Y de la asociación se pasa a la identificación: cada parte asume el papel que le propone la contraparte. Así se genera un círculo vicioso, una espiral de violencia verbal. No sólo los insultos generan más insultos, sino que cada forista exagera su posición para hacerla coincidir con la caricatura propuesta desde el otro lado de la frontera ideológica.Los foristas habituales son personas que pasaron por la universidad, que tuvieron más oportunidades que el promedio de los colombianos. Pero sus características socioeconómicas son menos conspicuas que sus posturas ideológicas. Probablemente los foristas derivan la ideología de la introspección. Su experiencia ha creado su conciencia, como decía Marx. Muchos se sienten excluidos, víctimas de la inmovilidad social, condenados por la concentración de las oportunidades o la falta de conexiones. Otros se saben víctimas de una sociedad que permitió, por mucho tiempo, que la política se confundiera con la violencia y que los asesinos pudieran esgrimir como defensa la justicia social.Para muchos editorialistas, los foristas son las barras bravas de la política colombiana: una comunidad de vándalos que se reúne diariamente a ondear sus banderas y a gritar sus arengas. Pero, en mi opinión, el asunto tiene tanto de sicología, como de sociología. Detrás de la exuberancia verbal, de los insultos que van y vienen, es fácil intuir una suerte de catarsis colectiva. Un grito de protesta en contra de la violencia guerrillera, de la brutalidad paramilitar, de la corrupción estatal, de la exigua movilidad social y de la concentración de las oportunidades alrededor de dos o tres centros urbanos.En suma, los foristas nos recuerdan, diariamente, cuán lejos estamos de un consenso construido alrededor de la defensa de la vida, del crecimiento económico y de la disminución de la pobreza. Tristemente sin consenso continuarán los problemas y los insultos. O los insultos y los problemas. Es la misma vaina.