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Mentiras piadosas

Como si no bastara con las excomuniones del cardenal López Trujillo o las imprudencias del Papa Ratzinger, algunos directores de la Iglesia Católica han decidido ahora opinar sobre los asuntos mundanos de la economía. Según la Pastoral Social, estamos viviendo la peor crisis humanitaria de nuestra historia, como resultado, entre otras cosas, de la aplicación de un modelo de desarrollo perverso. En suma, el diablo parece haberse apoderado de la economía: por las oficinas del Ministerio de Hacienda se siente el olor a azufre. Y ni qué decir del Banco de la República, donde lucifer mismo parece haber instalado una sucursal.

Ante el anuncio de la catástrofe, uno esperaría un sustento detallado, una descripción precisa de nuestra realidad social. Pero no. Los directores de Pastoral simplemente reiteran las cifras oficiales (las mismas vilipendiadas cifras del DNP): 50% de pobreza total y 68% de pobreza rural. No hay revelaciones extraordinarias. Ni visiones nuevas. Ni milagros estadísticos. Sólo homilías exageradas con base en los mismos datos. Sin rodeos: cuando la Pastoral Social habla de la “mayor crisis humanitaria de nuestra historia” está diciendo mentiras. Todos los estudios publicados, sin excepción, muestran que la pobreza ha descendido durante los últimos años. Desde una perspectiva de más largo plazo, todas las estadísticas disponibles señalan, sin salvedad, que el bienestar material de los colombianos ha aumentado durante la última generación.

Quizás los jerarcas argumenten que sólo se trata de una mentira piadosa. De exagerar la situación para llamar la atención. Para despertar la solidaridad social y la acción estatal. Lo mismo han argumentado, casualmente, algunos analistas nacionales que han convertido la hipérbole social en una marca registrada. Tristemente, la sobreestimación de la pobreza se ha transformado, con los años, en una forma habitual de exhibicionismo moral. Pero las mentiras de Pastoral Social no tienen nada de piadosas. Confunden al país (para el diario El Tiempo, por ejemplo, “el buen desempeño de la economía contrasta con un aumento, también galopante, de la pobreza, denunciado esta misma semana por la Iglesia Católica”). Deslegitiman las instituciones. Alientan la peor forma de populismo: la que trata de aliviar los problemas sociales con programas asistenciales. No sé si la Pastoral Social quiera convertir al Estado en una agencia de caridad cristiana, pero éste puede ser precisamente el efecto acumulado de sus exageraciones.

La Pastoral Social pide un modelo más justo de desarrollo y una mejor distribución del ingreso. Pero más allá de estos objetivos loables, no presenta ninguna propuesta. No dice el milagro. Ni revela el santo. Las propuestas, dirán ellos, no generan titulares: son los diagnósticos escandalosos los que llaman la atención. Pero la justicia social necesita de propuestas concretas en general y de buenas políticas educativas en particular. Para igualar las oportunidades, incumbe convertir la calidad de la educación pública en un objetivo preponderante, como lo ha hecho, por ejemplo, el alcalde de Medellín. Se requiere, al mismo tiempo, multiplicar las bibliotecas públicas, aumentar los cupos universitarios y expandir la capacitación técnica. Pero la Pastoral no habla de educación. Su modelo de intervención estatal, podría uno pensar, tiene un eje distinto: la limosna.

Pero más allá de las implicaciones prácticas, la facilidad con la cual se aceptaron las exageraciones de la Pastoral pone de presente un rasgo típico de la realidad colombiana de estos tiempos: la fiebre moralista. La idea (en palabras del filósofo británico Jamie Whyte) de que es imposible contradecir a los comprometidos, de que los justos de corazón tienen licencia para mentir y de que la verdad debe acomodarse a la moralidad.

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Empobrecimiento mental

Miguel Antonio Caro. Caballero santafereño. Defensor de la pureza lingüística. Y practicante del amaneramiento formal. Tuvo, en el año 1890, un debate parlamentario con el General Rafael Uribe Uribe. Durante las postrimerías del debate, Caro exclamó llevándose las manos a su cabeza: “¡Horror, horror! Cuando ustedes quieran hablarme en latín, les ruego que me pronuncien bien las sílabas finales, porque allí es donde está el meollo de la cuestión”.

Según cuenta el historiador Malcolm Deas, antes de Caro, Rufino Cuervo ya había emprendido, desde el periódico La Miscelánea, la lucha contra los “recién graduados, que no habiendo estudiado, ni leído, sino libros franceses o traducciones bárbaras, hacían alarde de estropear su propia lengua”. Como escribe el mismo Malcom, el purismo lingüístico del siglo XIX refleja “un fenómeno típicamente colonial, el de pueblos todavía inseguros de su nueva cultura y que trataban de reafirmarse demostrando que eran más correctos que los habitantes de la madre patria”.

Pero el amaneramiento formal no es sólo una forma de inseguridad: es también un intento velado de dominación. O, al menos, una forma sutil de proteger ciertos privilegios inmerecidos. La gramática y la filología han sido las armas favoritas de los sectores más conservadores de la sociedad. Los mismos que ostentan los monopolios más descarados.

Antonio Caballero es la reencarnación reciente de Caro y Cuervo. Con una variante: suma a su amaneramiento formal, el gusto por el insulto de otro personaje decimonónico: Vargas Vila. Una mezcla extraña: un talante conservador escondido detrás del uso y el abuso del sarcasmo. El modelo “Caballero” recuerda un tema estudiado por los economistas Douglass North y Lawrence Harrison. Un crítico del sistema que con sus denuncias contribuye a perpetuar el orden social prevaleciente, el mismo que le favorece y que le permite, entre otras cosas, vivir cómodamente repitiendo la misma idea por décadas. Es una trampa típica del subdesarrollo: el empobrecimiento mental alimenta el empobrecimiento material, y viceversa.

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La virtud comprada

“La colaboración ciudadana con las instituciones del Estado es algo que tendría que hacerse siempre sin recompensas. ¿Por qué hemos pagado recompensas? Porque la situación del país nos ha obligado a hacerlo, porque el grado de desconfianza que encontramos frente a las instituciones, el grado de indiferencia ciudadana, nos ha llevado también a utilizar este instrumento para romper esa indiferencia”. La frase anterior, tomada de una alocución reciente del presidente Uribe, resume la teoría oficial sobre el papel de las recompensas en la política de seguridad. Las recompensas, supone el Gobierno, son un mal necesario, una forma de soborno positivo, una especie de aceptación estoica de que la falta de compromiso ciudadano tiene que resolverse con plata.Por desgracia, esta visión pragmática de las recompensas desconoce 30 años de investigación científica. En 1970, Richard M. Titmuss argumentó que las compensaciones monetarias pueden reducir la responsabilidad ciudadana en particular y las virtudes cívicas en general. Para ilustrar su argumento, Titmuss utilizó el ejemplo de los donantes de sangre, cuya presteza a contribuir a una causa pública esencial parecía reducirse como resultado de la introducción de pagos monetarios. Según Titmuss, el dinero no sustituye la virtud, sino que la desplaza. O para el caso que nos ocupa, las recompensas no reemplazan la obligación moral, sino que la destruyen. Así las cosas, las recompensas no serían un instrumento para romper la indiferencia, como argumenta el Presidente, sino una herramienta para perpetuarla.Son muchos los ejemplos que han confirmado la intuición original de Titmuss. En una guardería israelí, el número de acudientes incumplidos aumentó sustancialmente después de la introducción de multas para los padres que arribaran a recoger a sus hijos más tarde de la hora prevista. Lo que antes era una obligación moral, se convirtió, con la multa, en una simple molestia económica. En Suiza, la proporción de ciudadanos dispuesta a aceptar la construcción de un reactor nuclear en su comunidad se redujo a la mitad cuando el gobierno propuso una compensación monetaria. Lo que antes era un llamado a la solidaridad, se convirtió, con el premio económico, en un contrato implícito de aseguramiento. El Gobierno pagaba la prima y los ciudadanos asumían el riesgo.Más allá de los argumentos de Titmuss, los incentivos pecuniarios pueden resultar contraproducentes cuando los controles son inadecuados y la verificación es imperfecta. En los Estados Unidos, los profesores comenzaron a falsificar los resultados de los exámenes estatales cuando el Gobierno decidió que sus puestos dependían de la ubicación de sus estudiantes en los mismos. En ese mismo país, los ejecutivos empezaron a maquillar los resultados de los balances de sus empresas cuando los accionistas decidieron pagarles con acciones. En Colombia, las implicaciones han sido más escabrosas: los militares comenzaron a fabricar “positivos” cuando el Gobierno decidió pagar por las bajas enemigas. Cuando la información es imperfecta, los incentivos pueden ser un arma de doble filo. Literal y metafóricamente.Muchas veces los incentivos económicos son necesarios. Pero su aplicación debería partir de un análisis detallado de sus efectos perversos y de sus problemas de implementación. En últimas, la forma puede ser tan importante como el fondo. Los Lunes de Recompensas, por ejemplo, son un espectáculo ocioso (casi impúdico) para una práctica cuestionable (un mal necesario, en el mejor de los casos). “Durante todos estos días haremos un esfuerzo para llamar la atención de los compatriotas sobre la necesidad de que todos practiquemos valores”, dijo el Presidente este jueves. Pero el próximo lunes estará entregando cheques a quienes decidieron cobrar por los supuestos valores que tanta atención merecen.
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Brothers

The New York Times publicó el pasado fin de semana la reseña del hito literario del momento en la república China: la novela Brothers. En ese país, la bonanza económica también ha estimulado los gustos extravagantes: uno de los protagonistas de la novela se gana la vida vendiendo implantes de silicona a campesinas chinas. Los implantes no eran, después de todo, una aberración pereirana.

Muchos han acusado al autor (Yu Hua, un novelista famoso) de vender basura. De promover los antivalores. De escribir “una obra absurda, un culebrón lleno de lloriqueos”. Pero el autor se defiende: “mis historias pueden ser extremas pero se encuentran por toda China”.

A la usanza de las telenovelas latinoamericanas, Brothers explota la fascinación con la psicología del enriquecimiento repentino. “Durante la revolución cultural, vivíamos en una sociedad cerrada; todo era en blanco y negro, y si uno estaba en el lugar equivocado, estaba muerto”, dice Hua. “Pero la búsqueda del crecimiento económico también es loca. Todas las perversiones han salido a flote. La sociedad china ha encontrado el vacío. Después de que la gente se enriquece, no sabe qué hacer”.

Ante el enriquecimiento súbito, los autores chinos parecen enfatizar el existencialismo. Los latinos, por su parte, prefieren el moralismo. Para los primeros, la riqueza vacía el alma. Para los segundos, corroe la sociedad. Pero ambos están de acuerdo en una cosa: la riqueza desfigura el cuerpo de la misma manera. Aquí y allá los pectorales femeninos parecen crecer a la par con los mercados de exportación. Legales o ilegales. Da lo mismo.

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La encrucijada estadística

La historia es ya conocida. Un periodista acucioso encuentra, en un resquicio electrónico, un gráfico inédito que muestra una caída drástica del ingreso medio de la población colombiana. Al día siguiente, los titulares anuncian la hecatombe y la oposición exhibe una sonrisa maligna (entre indignada y maliciosa). Al mismo tiempo, el Gobierno se declara sorprendido ante la realidad de sus propios datos. Dos días más tarde, el Gobierno corrige los cálculos y los periodistas actualizan los titulares, que anuncian ahora una previsible mejoría económica. Según los datos corregidos, los ingresos reales no cayeron; aumentaron a una tasa similar a la del crecimiento de la economía.
El Gobierno tenía razón esta vez: una caída drástica del ingreso laboral en medio de una bonanza económica es un hecho inverosímil, sin muchos antecedentes en la historia del capitalismo. Pero nadie pareció interesado en las razones técnicas. Los más mañosos señalaron que la estadística se había convertido en una rama de la propaganda. Los más perspicaces, que los errores del Gobierno sólo se corrigen hacia arriba: una aberración estadística. Y los más memoriosos, que este incidente recordaba la intempestiva renuncia del antiguo director del DANE. A todas estas, la estadística oficial parece atrapada en la fábula del pastorcito mentiroso: las cifras ciertas son tan inciertas como las falsas.

Infortunadamente, el Gobierno sigue alentando, con las declaraciones de sus ministros, los prejuicios de los incrédulos y las dudas del resto de la población. Esta misma semana, para no ir muy lejos, el Ministro de Agricultura la emprendió contra el DANE porque las cifras trimestrales mostraban un decaimiento de su sector. “DANE, a revisar el esquema de las cifras de agro”, tituló el diario La República, en alusión directa a una declaración ministerial que revela una práctica tan preocupante como frecuente: la de cuestionar los esquemas estadísticos si y sólo si las cifras son desfavorables. Por definición, estos esquemas son imperfectos. Por ello mismo, su validez depende no tanto de la pulcritud técnica, como de la aplicación continua. Pero si el Gobierno pretende cambiar de método cada vez que los números no le gustan o no le suenan, las estadísticas oficiales terminarán perdiendo todo valor y todo sentido.

Por lo pronto, ya las estadísticas han perdido toda credibilidad. El celo mediático del Gobierno (esa manía de mirarse al espejo permanentemente en busca del ángulo adecuado, del perfil halagador, de la pose seductora, etc.) ha convertido a los ministros en jefes de prensa y al departamento de estadística, en blanco permanente. Como respuesta al narcisismo oficial, la prensa se ha empeñado, con particular diligencia, en la tarea de encontrar los defectos reveladores y las fealdades evidentes o escondidas. La prensa celebra cada dato adverso con la alegría propia de quien anticipa la derrota de la vanidad exagerada. Mientras tanto, campea la desinformación. Y la incredulidad.

Las consecuencias de la pérdida de credibilidad de las estadísticas son devastadoras. Sin cifras confiables, la discusión pública nunca supera el terreno fáctico, los argumentos se quedan estancados en los porcentajes y los debates se convierten en forcejeos aritméticos inútiles. Además, la desconfianza estadística le resta legitimidad al Estado, impide la rendición de cuentas y entorpece la toma de decisiones. Pero el Gobierno no parece inmutarse. Los ministros, por ejemplo, siguen puliendo su imagen a costa de la credibilidad estadística. Tristemente, la destrucción de la confianza en el DANE (y en otras instituciones públicas) es un costo muy alto que pagar por cuenta de un exceso de vanidad política.

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La corrupción y el gasto social

A muchos hombres prácticos les gusta decir que este país está sobrediagnosticado. Que abundan los estudios, que sobran los informes, que pululan las consultorías. Que la reflexión diletante debería abrirle paso a la acción transformadora. Pero lo que no entienden los pragmáticos (los de ahora y los de siempre) es que los diagnósticos no brillan tanto por su abundancia, como por su pobreza. No es la cantidad de estudios, de informes o de opiniones lo que nos abruma, es su calidad.Tómese, por el ejemplo, el caso de la corrupción. Un problema en el cual los diagnósticos más repetidos no han podido ni siquiera dar con la secuencia correcta. O con la metáfora adecuada. Más que como la causa de los problemas económicos y sociales, la corrupción debería entenderse como la consecuencia de una crisis política de grandes proporciones; de un Estado que ha tratado de hacer más de lo que puede y que, en el proceso, ha terminado beneficiando a grupos poderosos, muchos de ellos ilegales. La corrupción es un síntoma de una enfermedad mayor, del crecimiento desordenado del Estado, de la glotonería social, del querer hacer mucho con muy poco: sin comunidades organizadas, sin capacidad administrativa y sin controles eficaces.En últimas, como lo ha propuesto, entre otros, el economista Alberto Alesina, la corrupción podría entenderse como el subproducto de políticas gubernamentales de intención benevolente (la disminución de la pobreza y la desigualdad). El aumento del gasto social termina, en muchos casos, propiciando la creación de grupos de buscadores de rentas que echan al traste (o a su bolsillo) las buenas intenciones. Esto es, los políticos progresistas, en su afán redistributivo, terminan favoreciendo a las adineradas mafias políticas. La Gata, sus émulos y sus secuaces pueden concebirse, entonces, como una consecuencia de la expansión del Estado. O de la obsesión colombiana por exhibir partidas sociales en los presupuestos sin reparar en las consecuencias. Tristemente, la chequera pública no ha sido la redención de los pobres, sino la gloria de los intermediarios políticos. Uno podría hablar, incluso, de una alianza inadvertida entre populismo y corrupción.Más aún, uno podría imaginarse un círculo vicioso en el cual la desigualdad contribuye a la expansión del gasto social (por cuenta de los discursos progresistas), y el mayor gasto social contribuye, a su vez, al enriquecimiento de unos pocos (por cuenta de las prácticas oportunistas). Así, el remedio termina exacerbando la enfermedad. Pero nadie parece inmutarse. Los gobiernos continúan echándole leños presupuestales al fuego de la corrupción, mientras, al mismo tiempo, promulgan decretos inocuos que exigen audiencias o demandan transparencia o multiplican el papeleo. Estas medidas, si acaso, logran molestar a los mismos corruptos que los gobiernos favorecen por cuenta del afán justiciero de los presupuestos.Por tal razón, cuando el Gobierno anuncia su intención de llegarles con cheques a millones de familias y con subsidios a miles de agricultores, y cuando los mandatarios locales piden más billones de pesos en transferencias, no parece aventurado predecir una multiplicación dramática de la corrupción. Uno quisiera creer que las buenas intenciones redundarán en buenos resultados. Pero la historia reciente no da pie para el optimismo. Seguramente el zar anticorrupción seguirá sentándose solemne en las audiencias y el Vicepresidente continuará irguiéndose indignado en los foros regionales; mientras tanto, el Presidente proseguirá parándose satisfecho en los consejos semanales a prometer más gasto social. No para la redención de los pobres, que seguramente no se cuentan en la audiencia, sino para la dicha de los oportunistas que adentro se frotan las manos con fruición.
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Colombia Tries, Yet Cocaine Thrives

El tema del fracaso de la lucha antidroga ha vuelto a discutirse esta semana a propósito de la publicación de un artículo sobre el Plan Colombia en The New York Times. Volver a insistir sobre lo mismo, parecería inútil: la reiteración de una teoría comprobada con la perfección milimétrica de la mecánica celestial. Pero existe un aspecto del problema sobre el que vale la pena recaer: el fracaso de la fumigación.

Dice The New York Times en su último reporte: “Desde el año 2000, los aviones fumigadores piloteados por estadounidenses y otros pilotos extranjeros, acompañados por helicópteros artillados, han rociado el equivalente a 2.600 veces la extensión del Central Park…Pero los cultivadores de coca como Jhon Freddy Romero no parecen preocupados…Una y otra vez, los aviones han fumigado el minifundio de Romero con defoliadores. Sin inmutarse, Romero repite la misma estrategia…replantar la coca en la frontera del bosque donde resulta mucho más difícil fumigar”. “A lo largo y ancho de Colombia, los cultivadores ocultan la coca bajo plantas de banano. Si sus cultivos son fumigados, podan las hojas, esperando salvar las raíces. Algunos van más lejos y ensopan las hojas con soluciones de varias clases, a la espera de debilitar los defoliantes”. Así, la fumigación se ha convertido, si acaso, en una molestia pasajera.
Pero lo sorpréndete de todo este asunto es que el mismo diario había dicho exactamente lo mismo seis años atrás cuando apenas estaba comenzando a discutirse el hoy cuestionado Plan Colombia. En un artículo titulado, proféticamente, “Colombia Tries, Yet Cocaine Thrives”, publicado el 20 de noviembre de 1999, The New York Times citó a un funcionario del gobierno colombiano de entonces que predecía el fracaso de la fumigación: “el día después parece que todo hubiera sido rociado con Napalm, pero cuatro meses más tarde todo está florecido de nuevo. Antes se les está haciendo un favor a los cocaleros pues se les ayuda a limpiar los lotes”. Otra de las fuentes citadas por el diario dijo, con una clarividencia que ya no sorprende: “para mi la fumigación no tiene sentido, sólo logra que los cultivos migren hacia otro lado”.
En últimas, sólo cabe preguntar (de nuevo) por la racionalidad de un estrategia cuyo fracaso no sólo ha sido probado por los hechos, sino previsto con tanta exactitud. ¿Cuantas veces habrá que rociar lo inextinguible para convencerse de que el ímpetu darwnista del negocio de la coca puede más que la tozudez de los políticos y el arrojo de los pilotos? Seguramente completaremos otros 2.600 parques centrales de aspersiones inútiles. Al fin y al cabo, en política, la acción infructuosa siempre ha sido más provechosa que la inacción racional.

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La economía de las telenovelas

Mientras en los Estados Unidos comenzó a emitirse una nueva versión de Betty, la fea, en Colombia se estrenó Sin tetas no hay paraíso, en medio de la polémica y la expectativa nacionales. Pero detrás de ambas novelas, aparentemente disímiles, existe una continuidad evidente. Como ha dicho el escritor venezolano Ibsen Martínez, la telenovela latinoamericana narra una sola historia: cómo escapar de la pobreza. O mejor, cómo ascender socialmente cuando coexisten instituciones débiles y escasas posibilidades de movilidad social. No sería equivocado describir el guión de todas las telenovelas (o al menos de la inmensa mayoría) como el aplazamiento perpetuo del momento final en el cual la humilde heroína experimenta un repentino cambio de estatus.

En el pasado, como también lo ha dicho Ibsen Martínez, en las telenovelas no se creaba riqueza. La mansión ya aparecía desde el primer capítulo, habitada por personajes jerarquizados. En este contexto, la única forma de ascenso social (para la pobre heroína que lloraba y lloraba) consistía en demostrar que su padre no era otro que el dueño de toda la fortuna. Como los estudios de ADN aún no existían, esa demostración podía tardar años, capítulos y capítulos de un serpenteo insoportable, de muchas vicisitudes inútiles, hasta que la verdad se revelaba y la paternidad reconocida le devolvía el estatus perdido a la heroína. Entonces, los ricos lloraban de envidia, y los pobres, de emoción.

En las telenovelas actuales, la creación de riqueza es más evidente. Pero usualmente por medios ilegales. En algunos casos, la corrupción es la fuente primera de las fortunas que se acumulan rápidamente, y las heroínas asumen el doble papel de beneficiarias de los negocios turbios y de víctimas de los negociantes inescrupulosos. En otras telenovelas, la fortuna se acumula por cuenta del narcotráfico. Y la historia cuenta, entonces, las vicisitudes de jovencitas pobres pero agraciadas (bien dotadas pero sin dote) que alcanzan sus sueños de fortuna por cuenta de los caprichos lujuriosos del capo de turno.

En Sin tetas no hay paraíso, por ejemplo, se relata la sinuosa historia de Catalina, de 32, a 38 y a 40. Como de costumbre, el repentino ascenso social vuelve a ser el tema predominante. Catalina “conoció de cerca, y en medio del más absoluto asombro, varias estrellas de televisión que idolatraba desde niña, varios políticos que muchas veces escuchó hablando de honestidad y justicia social y muchas modelos y actrices de cuyos afiches estaban tapizadas las paredes de su habitación… Bailó con las mejores orquestas nacionales y extranjeras… Tenía ropas por montones, anillos, pulseras, vestidos de diseñadores destacados, celulares con números bloqueados, agendas electrónicas, gafas italianas”. En fin, tuvo acceso a todos los símbolos de la riqueza y del poder, a los que había llegado por el atajo irresistible del narcotráfico.

Pero la historia no termina bien, pues en las telenovelas latinoamericanas sólo existen dos mundos posibles: la lotería de las riquezas heredadas o la tragedia de las riquezas ilegales de la corrupción y el tráfico de drogas. En las telenovelas no existe ninguna economía posible más allá de las estáticas fortunas rurales o de las dinámicas fortunas ilegales. Es una versión caricaturesca (populista, si se quiere) de nuestra realidad. Pero es también una versión cada vez más extendida y aceptada. Lo que viene a confirmar, después de todo, la fascinación de los latinoamericanos con las distintas formas de riqueza estúpida (la de la usurpación, la de la droga y la de la corrupción).

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Los peligros del multiculturalismo

El mundo está al borde de un ataque de nervios ante la perspectiva de un nuevo ataque terrorista a gran escala. Y así como se incrementa la seguridad en los aeropuertos y sube la histeria colectiva, así mismo crecen los análisis y las explicaciones. Muchos de los análisis, cabe anotarlo, tienen un aroma rancio de geopolítica enlatada. La furia islámica por las invasiones a Irak y a Afganistán. La venganza árabe por el apoyo de Inglaterra a Israel. La retaliación sunnita contra la coalición de Bush y Blair. Pero el hecho más notable de esta nueva intentona terrorista es que todos los sospechosos —24 de ellos ya han sido detenidos— son británicos. Musulmanes de fe, pero británicos de nacimiento. Jóvenes dispuestos a librar una guerra santa contra su propio país. Jihadistas que juegan al fútbol y escuchan la BBC.

Cuando los terroristas ya no viven en los desiertos de la periferia, sino en los suburbios de las metrópolis del primer mundo, la guerra adquiere otra dimensión. “¿Qué hacer entonces?”, preguntaba un bloguero esta semana con algo de ironia. “¿A quién toca bombardear? ¿A los condominios en High Wycombe o en Birmingham?”. Desde los atentados del 7 de julio, el gobierno laboralista de Blair ha venido tratando de lidiar con las comunidades musulmanas según los preceptos del multiculturalismo. La política oficial parece un paradigma de lo políticamente correcto. Los líderes religiosos han recibido el tratamiento de embajadores de sus comunidades, la educación en la fe islámica se ha financiado desde arriba y la promoción de la identidad religiosa se ha convertido en política de Estado.
El economista Amartya Sen ha llamado recientemente la atención sobre los peligros de esta política, sobre las trampas del multiculturalismo bienhechor. “Un musulmán británico —dice Sen— no es llamado a actuar dentro de la sociedad civil o en la arena política, sino como musulmán. Su identidad está mediada por su comunidad”. Las identidades religiosas, que el multiculturalismo oficial promueve, en un intento por mostrarse abierto y tolerante, han exacerbado el problema que pretenden resolver: han encerrado a los musulmanes en la estrechez de sus comunidades, han menoscabado la capacidad de los jóvenes de escoger y forjar sus propias identidades, y han convertido la educación en una forma extraña de adoctrinamiento subsidiado.
Las políticas multiculturales pueden contribuir a la desintegración social. En nombre de la tolerancia, se propicia la creación de una sociedad de compartimentos, donde la diversidad se valora en sí misma hasta el punto de convertirse en un disfraz. Amartya Sen propone un punto medio entre la asimilación absoluta favorecida por Samuel P. Huntington y el multiculturalismo pasivo puesto en práctica por el gobierno de Blair. El multiculturalismo, sugiere Sen, termina convirtiendo la sociedad en un colección de microdogmatismos que no se debaten entre sí y que se aborrecen mutuamente. Los políticos, sobra decirlo, toman el camino de lo políticamente correcto, pensando, no en las consecuencias, sino en las apariencias.
El fracaso de las políticas multiculturales en el Reino Unido no debería tomarse con ligereza. Los líderes de nuestras minorías étnicas, en particular, deberían dejar de lado su obsesión con la identidad y concentrarse en la búsqueda de la inclusión social. En lugar de insistir en ciertas formas elaboradas de etnoeducación o en la conservación de algunos zoológicos culturales o en la redención retórica, deberían enfatizar la integración racial, la participación política y las identidades múltiples. Pues como bien argumenta Amartya Sen, uno puede ser, al mismo tiempo, un ciudadano colombiano, de origen africano, de talante liberal, de sexo masculino y de gustos universales: el jazz, las novelas burguesas y el teatro.
En suma, las políticas multiculturales podrían, paradójicamente, hacernos cada vez más tristes. Más solitarios. Y más violentos.

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Piramides de población

Durante los años noventa, hubo dos fenómenos sociales sin muchos antecedentes en nuestra historia. El primero fue la migración externa. El segundo fue la violencia. Ambos fenómenos dejaron una cicatriz en las pirámides demográficas En la pirámide para todo el país los resultados apenas son evidentes pero en algunos municipios (o localidades) los efectos saltan a la vista.
Dos ejemplos ilustran los cambios demográficos. El primer ejemplo es la comuna Laureles-Estadio de Medellín. Una barrio de clase media-alta donde 9.2% de los hogares reportan que al menos uno de sus miembros vive en el exterior. La migración puede entreverse en el “hueco” de la mitad de la pirámide; esto es, en la ausencia de un porcentaje significativo de hombres y mujeres entre 30 y 40 años. La ausencia de este grupo podría, además, explicar el faltante de niños. Al irse los padres, se fueron los hijos. Literal y metafóricamente.

De otro lado, el efecto de la violencia es evidente en la pirámide del municipio de Puerto Berrio (Antioquia). En lugar de disminuir gradualmente, el porcentaje de hombres entre 15 y 19 años de edad cae abruptamente con respecto al porcentaje entre 10 y 14. Algo similar ocurre para los hombres entre 20 y 29. El contraste con la distribución de las mujeres es evidente. El boquete del lado izquierdo de la pirámide constituye la típica marca demográfica de un exceso de mortalidad de hombres jóvenes, como corresponde a una situación de violencia generalizada.

Fuente de los datos: Dane, Censo (2005).