Browsing Category

Sin categoría

Sin categoría

La década maldita

“Yo no sé si yo pongo a pensar al país, pero creo que lo pongo a recordar”, dijo alguna vez Alfonso López Michelsen. Lo mismo, casualmente, pudo haber dicho Virginia Vallejo, quien, con sus intempestivas declaraciones, nos puso a recordar los tumultuosos (y ya lejanos) años ochenta. Los reporteros gráficos reblujaron sus archivos y encontraron a los protagonistas del pasado (y del presente) contoneándose en blanco y negro con una dama cuya compañía marcó, en su momento, la frontera entre lo in y lo out. Entre la visibilidad y el anonimato. Entre el poder y la subordinación. Por ello, quizás, el gran rufián de aquellos tiempos se había enamorado de ella. Porque era un pasaporte seguro para ingresar a los círculos de poder. El equivalente sociológico a la codiciada acción del Club Unión (ya desaparecido como tantas cosas de entonces).

Pero volvamos a los ochenta. “La década incógnita”, escribió la revista Semana con ánimo especulativo. Quizás persistan, sobre aquellos años aciagos, algunas preguntas sin respuesta, muchos detalles desconocidos, varios negocios sin esclarecer (la mafia, bien lo sabemos, nunca lleva bien sus cuentas), pero la historia de los años ochenta no tiene nada de incógnita. Puede resumirse en una sola frase: la colusión del poder económico de la mafia (creciente desde mediados de los setenta) con el poder político de los partidos tradicionales (decreciente desde la misma época). Una colusión que comenzó con los coqueteos populistas de Escobar y terminó con la infiltración de la Asamblea Constituyente.
Muchos han interpretado la historia de los años ochenta como una muestra fehaciente de nuestros males sociales. Los juicios sociológicos abundan por todas partes: la corrupción de la clase política, la amoralidad de la dirigencia colombiana, la permisividad de la sociedad entera, etc. Los juicios sugieren una sociedad predispuesta, inmunológicamente debilitada, que sucumbió fácilmente ante el virus del narcotráfico. Una sociedad no sólo infiltrada por la mafia, sino entregada, vendida al mejor postor. Virginia Vallejo, sugieren los jueces sociológicos, no fue tanto un testigo excepcional como un símbolo perfecto de nuestras falencias morales. De la corrupción de una sociedad que decidió mayoritariamente subastar sus valores.
Ante tanta lógica culposa, incumbe, creo yo, moderar los juicios sociológicos. O procurar una interpretación más realista y menos moralista de nuestra historia. O aceptar que no existen (no pueden existir) vacunas sociológicas contra el virus corruptor del tráfico de drogas. O admitir que la historia de los años ochenta fue más una tragedia que una fábula aleccionadora. Los héroes merecen nuestro encomio, y los villanos, nuestro desprecio. Pero las moralejas son tan inútiles, como inevitable fue la colusión entre la política y el narcotráfico. Y como inevitable sigue siendo la influencia maldita del narcotráfico.
La historia de los años ochenta podría servir incluso para enfatizar nuestra reciedumbre social. Un punto ya hecho por la historiadora Patricia Londoño con respecto al caso antioqueño. “Lo sorprendente es que la sociedad antioqueña, luego de encarar por más de una década la amenaza del tráfico de drogas…, haya mostrado semejante grado de resistencia e incluso la capacidad de recuperación exhibida en los últimos tiempos por algunos sectores económicos, políticos, sociales y culturales”. Tan grande fue el embate que la recuperación, parcial o incompleta o incipiente, no habría sido posible sin la existencia de ciertos niveles de capital social. Parafraseando a Faulkner, no podemos decir que prevalecimos. Pero sobrevivimos los años ochenta. Y eso ya es mucho cuento.
Sin categoría

Subsidios sin gasolina

A veces las decisiones públicas más cuestionables se toman a puerta cerrada. Por eso son cuestionables pero no cuestionadas. Porque ocurren sin que medien el debate político, el escrutinio público. Así ha ocurrido históricamente con los subsidios a los combustibles, los cuales se deciden de manera inadvertida, por fuera del presupuesto y por dentro del ejecutivo. El proyecto de presupuesto para el año 2007 que presentó el Gobierno a finales de la semana, busca corregir el entuerto histórico y contiene, por primera vez, una mención explícita al valor de los subsidios: 2,9 billones de pesos. En 2006 y 2005, los subsidios a los combustibles alcanzaron los 5 billones de pesos, un valor similar a las transferencias de la Nación para la totalidad del sector salud.
Los subsidios son calculados como la diferencia entre el llamado precio de paridad de importación y el precio real. Los subsidios han crecido de manera sustancial durante los últimos años, como consecuencia del aumento de los precios externos de los combustibles líquidos, el cual ha superado ampliamente el aumento de los precios internos. Quienes se quejan de las alzas permanentes de la gasolina no son conscientes de que las mismas habrían sido mucho mayores de no haber mediado la generosidad pública. Cada vez que los precios internos se rezagan con respecto a los externos, se está privando al fisco de recursos ingentes que podrían tener otros usos. Pero históricamente los subsidios no se han contabilizado como un mayor gasto sino como un menor ingreso corriente. La contabilidad fiscal ha terminado escondiendo la aberración social.
Pues los subsidios a los combustibles son abrumadoramente regresivos: una muestra paradójica de generosidad pública con los que tienen y pueden. Cabría incluso usar una imagen demagógica (pero no por tal equivocada): no es al reciclador en su zorra sino al ejecutivo en su burbuja a quien el Estado ha decidido, en esta oportunidad, darle una manito. Pero como las contradicciones ideológicas abundan en este país de contrastes, ha sido la izquierda quien ha defendido con más ahínco los subsidios a la gasolina. Para tal efecto, ha utilizado un discurso social similar al usado por el propio Gobierno con el fin de defender los subsidios agrícolas. La retórica populista muchas veces sirve para afianzar los privilegios y consolidar las injusticias.
Cuando el Gobierno hace explícitos los subsidios a los combustibles, inmediatamente invita a una pregunta retórica. ¿Por qué en lugar de insistir en una propuesta políticamente riesgosa y constitucionalmente dudosa como la ampliación de la base del IVA, una propuesta que implica un engorroso mecanismo de devolución que convertirá al Estado en un dispensador de cheques y aumentará la corrupción a tal punto que el Vicepresidente terminará pidiendo puesto en el comité organizador del mundial Brasil-2014, por qué, repito, el Gobierno no decide más bien empezar por el principio y propone la eliminación total de los subsidios a la gasolina en un período de dos o tres años? El trueque es sencillo: se cambia la gasolina por el IVA y hasta sobra plata para suavizar el furioso embate contra las rentas laborales.
Esta propuesta no sólo sería más razonable fiscalmente, sino más responsable globalmente. O para decirlo más directamente: nos pondría más a tono con el mundo. Con la crisis del Medio Oriente, con la voracidad china, con el cambio climático, con el terrorismo global, en fin, con el desajuste del mundo actual, cuya manifestación más evidente son los mayores precios del petróleo. Dejando de lado a las autarquías petroleras, los mayores precios son una realidad mundial que todos (los colombianos incluidos) deberíamos asumir. Así suene grandilocuente (o caricaturesco o ambas cosas a la vez), la eliminación de los subsidios a la gasolina constituye, en últimas, una muestra de responsabilidad y civilización.
Sin categoría

Uribenomics II

Van algunas de mis reacciones a los comentarios:

Empiezo con Luis Ernesto. No comparto su tesis radical según la cual se debe abolir la economía positiva y se debe asumir, en su lugar, una visión extrema de lo que supuestamente prescribe la Constitución. Si los subsidios permanentes son contraproducentes, no creo que sea violatorio de la Constitución abogar por su desmonte. Creo que este fundamentalismo constitucional es impracticable. Tienen visos casi delirantes: sólo falta sacar el botafumerio y arrodillarse ante la Constitución. Claro que hay que respetar las Constitución. Pero lo que hace Luis Ernesto es otra cosa: se inventa un Dios único y verdadero y se convierte en su incondicional misionero.


Sobre el impuesto de renta a las empresas, la cuestión es más compleja. Se trata de buscar un equilibrio entre las necesidades del fisco y los incentivos económicos. Jaime parece creer que bastaría con gravar a las personas: que todo el mundo pague, poquito o mucho según las capacidades de cada quién. Pero en una sociedad desigual, es muy ineficiente salir tras “los poquitos” de los pobres. Y en una economía informal, es muy costoso controlar la evasión y la elusión. Toca, entonces, gravar a las empresas, teniendo en cuenta las restricciones externas: que eran unas en una economía cerrada y son otras en una economía abierta. El problema es que la política del Gobierno no trata de encontrar el justo medio, sino de desvirtuarlo con favores y esguinces. Como el Presidente no tiene modelo (es un coleccionista de anécdotas), la política económica se ha convertido rápidamente en un compendio de excepciones.

Sobre la sopa de letras que menciona zangano, vale la penar traer a colación una columna que escribí hace un tiempo sobre el incidente de marras. “Todo comenzó con una historia difundida por un canal regional de televisión y publicada por el principal diario del país. La historia relataba las angustias de una madre bogotana obligada a servirle a su prole una ración de papel periódico humedecido en agua de panela con el fin de calmar el hambre–o al menos de aliviar sus síntomas. Después de la noticia vinieron los editoriales indignados, las opiniones alarmadas y las caricaturas perversas. Y más tarde vino la revelación de escándalo: las versiones contradictorias, las mentiras disimuladas y la caminata infructuosa del alcalde en busca de lo que los gringos llaman una photo opportunity. Al fin de cuentas, todo resultó un invento de un periodista sin tema. Un conjunto de mentiras en papel que no alimenta a nadie, ni literal ni metafóricamente”.

Sobre la discusión de Jaime y el usuario anónimo, cabría decir lo siguiente. Ambos creen que el Estado está capturado por buscadores de renta (apreciación que comparto). Jaime considera que los principales rentistas son docentes universitarios y burócratas estatales, mientras anónimo cree son empresarios infiltrados. Yo creo que hay algo de las dos cosas. Pero mucho más de la segunda que de la primera. La sola deducción del 30% (mencionada en el debate) costó un billón de pesos en 2005. Un valor superior al que transfiere el Gobierno Central a todas las universidades pública. Por tal razón, son tan irritantes los esguinces tributarios, porque exacerban un orden injusto.

Sobre los subsidios a los pobres, todos estamos más o menos de acuerdo: nada resuelven pero aseguran la viabilidad política del Uribenomics.

Sin categoría

Uribenomics

Dos cosas habría que decir sobre el discurso pronunciado por el presidente Uribe en la instalación del Congreso. Primero, fue un discurso primordialmente económico. Cincuenta minutos de oratoria escueta sobre finanzas públicas, sólo interrumpidos por dos breves referencias a la reforma de la justicia y a la reelección de alcaldes y gobernadores. Y segundo, el discurso fue un inventario deshilvanado de iniciativas, un recital de promesas sin orden aparente. Casi un álbum de fotos dispuestas al azar que sugiere varias cosas pero que no revela ninguna historia precisa. Ningún modelo. Ninguna teoría.
Entre otras muchas cosas, el Presidente prometió ventajas tributarias para las empresas que aumenten sus inversiones (“se propone una fórmula agresiva para que los contribuyentes puedan deducir el monto de sus inversiones durante el primer año de haberlas realizado”) y descuentos de impuestos para quienes adquieran acciones de empresas del sector agrícola (“estos incentivos tienen que empujar el propósito de convertir a Colombia en gran productor de combustibles biológicos”). Al mismo tiempo, anunció más transferencias en efectivo para las familias de escasos recursos, más auxilios directos para los ancianos indigentes, más subsidios de salud, así como devoluciones en efectivo para los hogares de los estratos bajos y apoyos directos a los productores agrícolas.
Pero detrás de la forma deshilvanada del discurso, puede vislumbrarse un esbozo de modelo económico. Las fotografías en desorden sugieren una historia en formación. El modelo económico del segundo mandato de Uribe parece estar basado en una mezcla de descuentos tributarios para las empresas y auxilios directos para los pobres. Un cruce extraño entre la doctrina tributaria del Wall Street Journal (menos impuestos, más crecimiento) y la política de gasto de la socialdemocracia (asistencialismo permanente para la mayoría). Una hibridación peculiar entre los estímulos dudosos del Reaganomics y los subsidios cuestionables del Estado de Bienestar. En últimas, el modelo es sencillo. Para incentivar las inversiones, se ofrecen regalos tributarios. Para paliar la indigencia, se reparten auxilios monetarios.
Pero lo grave de todo este asunto es la ineficacia de cada uno de los esquemas propuestos: de la mano derecha y la mano izquierda del modelo uribista. Los estímulos tributarios, de un lado, son inocuos en el mejor de los casos y perjudiciales en el peor. Ya lo dijo Paul Krugman en su reciente visita al país: “la verdad es que los incentivos tributarios a las empresas no garantizan un aumento de la inversión ni del crecimiento y sólo benefician a la gente rica”. Los subsidios estatales, de otro lado, disminuyen la formalización del empleo y aumentan la vulnerabilidad fiscal. El asistencialismo permanente, tarde o temprano, se revela como dañino para los hogares e insostenible para el fisco.
Pero el modelo económico de Uribe tiene otro elemento esencial: el exceso de dinamismo. Si los empresarios necesitan estímulos para invertir y los pobres subsidios para vivir, el Gobierno tiene necesariamente que asumir un papel preponderante. La diligencia debe ser permanente. La mano derecha y la mano izquierda tienen que estar en continuo movimiento. El repartir, repartir y repartir requiere de un incesante trabajar, trabajar y trabajar. Lástima que, al final de cuentas, tanta actividad resulte infructuosa. Pues la verdad del asunto (la triste verdad del asunto) es que los subsidios (a ricos y pobres) no traerán ni mayor crecimiento, ni menor pobreza.
Sin categoría

La tragedia de la felicidad

“A pocas cosas nos dedicamos los seres humanos con tanto ahínco como a la infelicidad. Si un maligno creador nos hubiese colocado sobre la Tierra con el único propósito de hacernos sufrir, tendríamos buenas razones para felicitarnos por nuestra entusiasta respuesta ante semejante tarea”, dice con elocuencia Alain de Botton. Pero toda regla general tiene sus excepciones. Los colombianos, aparentemente, hemos logrado escapar el destino inevitable de la infelicidad. O al menos hemos puesto menos ahínco en la tarea innoble de la tristeza. Así lo señalaron esta semana varios informes de prensa que daban cuenta de un estudio, realizado por una fundación norteamericana, en el cual se clasificó a Colombia como el segundo país más feliz del mundo después de una pequeña y desconocida isla del Pacífico.

Las explicaciones periodísticas no se hicieron esperar. La felicidad, se dijo, está relacionada con la capacidad de gozarse la vida (¡uuepa je!), con los apegos comunitarios tradicionales, con el ritmo sosegado del trópico y con el rechazo cultural de la opulencia. Todas las explicaciones parecían variaciones sobre la tesis previsible del buen salvaje. No casualmente el país más feliz del mundo es una isla del Pacífico. La patria intelectual de los salvajes satisfechos. Allí donde Margaret Mead había imaginado, engañada por dos adolescentes delirantes, su propio mundo feliz. Y allí donde Rousseau había concebido una felicidad espontánea fincada sobre la falta de posesiones materiales y la ausencia de instituciones corruptoras.
Pero la tesis del buen salvaje tiene la desventaja del bienpensantismo. Parece sugerir una especie de justicia divina: riqueza para unos y felicidad para otros. No creo, en concreto, que la felicidad colombiana tenga mucho que ver con un fantasma romántico. Quizás la supuesta felicidad de este país de infortunios sea una consecuencia inesperada de sus mismas falencias. De sus injusticias atávicas. De la falta de movilidad social y la resignación cristiana de buena parte de la población. Del sosiego mental que otorga no sentirse dueño de su propio destino. De la comodidad moral que produce el saberse víctima del sistema. De la renuncia a las pretensiones que ocasiona la aceptación pasiva de un origen socioeconómico desfavorable. La exclusión, en últimas, doblega el espíritu hasta hacerlo feliz.
Hace ya muchas décadas, Alexis de Tocqueville señaló la correlación diabólica entre felicidad y falta de movilidad social. O mejor, entre infelicidad y movilidad social. “Cuando… todos los ciudadanos pueden aspirar a cualquier profesión e incluso llegar a la cima de cada una de ellas por su propio esfuerzo, parece abrirse un porvenir realizable a la ambición de los hombres. Pero esta es una impresión errónea que la experiencia viene a disipar día tras día… a la cual habría que atribuir la singular melancolía que demuestran los habitantes de los países ricos en medio de su abundancia, y ese desgano de vivir que a veces invade su existencia cómoda y tranquila”. En suma, si esperamos ser mucho más que las generaciones pasadas corremos el riesgo de ser mucho menos que nuestros sueños.
Como lo sugiere De Tocqueville, la felicidad constituye una meta social cuestionable. Así, deberíamos propender no tanto por la multiplicación de la felicidad, como por la aceleración de la movilidad. Por una sociedad dinámica, donde los inconformes agobiados sean la regla, no la excepción. Donde el frenesí de la movilidad no deje lugar para el aburrimiento aunque pueda dar pie a la infelicidad de no llegar y no poder culpar a nadie. Por una sociedad donde la mayoría pueda mirar hacia atrás y repetir con el poeta, “fui feliz pero me aburrí tanto”.
Sin categoría

El cerebro político

Esta semana la revista de difusión científica Scientific American reportó los resultados de un experimento fascinante. Una mezcla inédita de neurología y ciencia política. En el experimento participaron adultos de ambos sexos con opiniones políticas radicales (el equivalente colombiano a los furibistas y a los dogmáticos de signo contrario). A cada individuo, por separado y de manera controlada, se le hizo la presentación de una serie de hechos objetivos que contradecían de manera irrefutable sus convicciones más arraigadas (es como si a los furibistas se les hubiese presentado las falencias más evidentes del Gobierno y a los opositores rabiosos, sus logros más obvios). Mientras se hacía la presentación de la evidencia, un conjunto de neurólogos monitoreaba, mediante imágenes por resonancia magnética (IRM craneana), lo que ocurría en el cerebro de los participantes.

Los hallazgos del experimento sorprendieron a los neurólogos (pero, creo, que no habrían sorprendido a quienes, por masoquismo o curiosidad, han intentado alguna vez leer las opiniones políticas de los participantes en los foros virtuales de la prensa colombiana). Los experimentos mostraron que las áreas del cerebro comúnmente asociadas con el pensamiento racional (ubicadas en la corteza prefrontal) no incrementaron su actividad como resultado de la evidencia incriminante. Por el contrario, las áreas asociadas con la emoción (ubicadas en la corteza frontal y posterior) experimentaron un crecimiento sustancial en la actividad neuronal. Incluso varias áreas asociadas regularmente con el placer sexual entraron en efervescencia. Es como si los participantes sintieran una emoción súbita al rechazar la evidencia que contradice sus convicciones. Una especie de orgasmo mental que nubla la capacidad racional.

Estos hallazgos son coherentes con la evidencia recopilada, de tiempo atrás, por sicólogos y otros científicos sociales; evidencia que se podría denotar genéricamente como el sesgo de confirmación: la tendencia a rechazar irracionalmente los hechos que contradicen nuestras opiniones y a aceptar emocionalmente los datos que las confirman. Uno no necesita un IRM craneano para darse cuenta de que cuando el Senador Robledo rechaza algunas de las ventajas incuestionables del TLC no está usando la razón. O para intuir que cuando el Presidente Uribe insiste en que las exenciones a la reinversión de utilidades (el tema más polémico de la nueva reforma tributaria) son fundamentales para el crecimiento económico está apelando más a la emoción que a la razón. “Es posible superar estos sesgos”, dijo uno de los neurólogos que participaron en el experimento, “pero ello requiere una forma despiadada de la introspección. Uno tiene que ser capaz de decir ‘pues si…conozco bien lo que quiero creer pero tengo que ser honesto’”.

Cuando las emociones dominan los juicios políticos, el escepticismo tiene que convertirse en una postura deliberada. Aprendida. Muchos analistas consideran que la existencia de información libre y extendida es suficiente para que la política sea eficiente (para que la soberanía popular se convierta efectivamente en sabiduría popular), pero lo que muestra la neurología política es una doble dificultad: no sólo tenemos que lidiar con los esfuerzos conscientes de los políticos para engañarnos, sino también con las fuerzas inconscientes del autoengaño.

En últimas, los experimentos neurológicos insinúan que el hombre no es una animal que busca la verdad sino la complacencia ideológica. Desde este punto de vista, los políticos serían los más humanos de los hombres. Quizás de allí precisamente deviene su poder: la capacidad de convencer a los otros depende de la facilidad con la que se convencen a si mismos. En esta nueva visión, los políticos no son simuladores, sino creyentes. Actores enamorados de su guión. Seres de emociones y de sinrazón. Demasiado humanos, quizás. Para nuestro bien y para nuestro mal.

Sin categoría

Transferencias y regalías

Quisiera comenzar esta columna con un hecho peculiar al que llamaré la paradoja de los titulares: la relación inversa entre el tamaño del titular y la relevancia de la noticia. “‘Pobreza no ha bajado’: Universidad Nacional”, tituló esta semana, a varias columnas, la sección económica del diario El Tiempo. El titular hacía referencia a un estudio de la Universidad Nacional, contratado por la Contraloría General de la Nación, según el cual los cálculos oficiales presentan yerros metodológicos evidentes que llevan a una sobrestimación de la mejoría social. En apariencia, se trata de una discusión metodológica fundamental. Pero, en realidad, no es más que un debate ideológico disfrazado de polémica instrumental. Una discusión oblicua. Exasperante. Y, en últimas, irrelevante para el diseño y la operación de la política económica y social.

“‘Tolú y Coveñas malgastaron sus regalías’: Contraloría”, tituló el mismo día, el mismo diario, de manera tímida, inconspicua. La noticia aparece en una sección interior, perdida entre los obituarios, alejada de los temas económicos del día. De acuerdo con un informe de la Contraloría, los municipios de Tolú y Coveñas recibieron 59 mil millones de pesos entre 2001 y 2005 por concepto de regalías portuarias, pero “los índices de pobreza se han disparado, no hay matadero, las calles están en pésimo estado, el paseo peatonal se está cayendo y las playas están deterioradas”. La paradoja es evidente. El despilfarro de las regalías luce varios órdenes de magnitud más relevante que las polémicas instrumentales o que las rencillas ideológicas entre entidades públicas. Pero así no parecen reflejarlo los titulares.
El tema de las regalías, en particular, debería ser motivo de un intenso debate nacional, no sólo por los ejemplos cada vez más descarados de corrupción y desperdicio, sino también por la ventana de la oportunidad que abre la inevitable reforma al régimen de transferencias. La reforma de las transferencias, en mi opinión, tiene que ir más allá de la simple definición de la tasa de crecimiento de los recursos y debe abordar de manera simultánea la distribución regional de los mismos. Esta intención implica no sólo una modificación de la Ley 715 de 2001, que define los criterios y fórmulas de distribución, sino también un cambio en la ley de regalías, que estipula la participación regional en la riqueza nacional. Sin una modificación profunda en la distribución de las regalías, cualquier reforma a la descentralización quedaría incompleta.
Según lo enuncia el Artículo 356 de la Constitución y lo desarrolla la Ley 715 de 2001, la distribución regional de los recursos de educación y salud obedece primordialmente a criterios de eficiencia (la cantidad recibida depende de la población atendida), mientras la distribución de los recursos de saneamiento básico (y otras partidas menores) obedece principalmente a criterios de equidad (la cantidad recibida depende de las necesidades percibidas). En términos generales, la situación actual consigue un equilibrio adecuado entre eficiencia y equidad, y los intentos reformistas deberían orientarse a solucionar los problemas de implementación más que a cambiar los criterios de distribución.
Pero algo muy distinto ocurre con las regalías. La equidad y la eficiencia no aparecen por ninguna parte. El único criterio aparente, más implícito que explícito, parece ser que quien se gane la lotería (así el premio se pague con la plata de todos) tiene derecho a malgastarla a su antojo. Así las cosas, una distribución más eficiente y equitativa de una riqueza que no sólo le corresponde a unas pocas regiones, sino que le pertenece al país entero debería convertirse en una prioridad nacional. Tristemente, el país parece ocupado en otros menesteres: la Contraloría está dedicada a la aritmética; el Congreso, a los puestos; el Gobierno, a la politiquería, y los medios, a divagar sobre todo lo anterior. Una paradoja. O mejor dicho, una tragedia.
Sin categoría

Advertencias

Alan Jacobs (un profesor de inglés de un college norteamericano) hizo esta semana un despiadado ataque a los blogs. Transcribo uno de los párrafos más representativos de su furioso ensayo:

No hay privacidad: todas las conversaciones son completamente públicas. El arrogante, el ignorante, el terco como una mula amenazan constantemente con ahogar al profeta, o para esa gracia al que apenas si algo sabe, o como mínimo tratan de abrumarlo con su masiva presencia. No se trata aquí de insultar a la muy amada –aunque reciente– institución de la blogosfera cuando se dice que los blogs no pueden hacerlo todo bien. En este momento, y hasta donde se puede prever, la blogosfera es la amiga de la información pero la enemiga del pensamiento.

Para responder a Jacobs. O mejor, para evitar que los blogs se conviertan en los enemigos del pensamiento (en una forma de desinteligencia colectiva en la cual la suma de las parte supera el caótico todo de nuestras discusiones), cabe recurrir a otro profesor de inglés, Robert J. Gulpa, quien publicó, hace ya varios años, un breve ensayo titulado “Nonsense: a handbook of logical fallacies”. Digo que cabe recurrir a Gulpa porque la particular arquitectura de los blogs los hace especialmente vulnerables a los atajos retóricos, a la simple enunciación de prejuicios, a los diálogos de unos sordos peculiares (pues unen al mal evidente de la sordera, la virtud peligrosa de la elocuencia). En fin, creo que no está demás reparar en algunos de las deformaciones enunciadas por Gulpa, que traduzco libremente como una advertencia (para el suscrito y sus corresponsales):
1. Creemos en lo que queremos creer.
2. Generalizamos a partir de casos específicos.
3. Confundimos (muchas veces a propósito) lo irrelevante con lo relevante.
4. Sobresimplificamos la discusión.
5. Nos vamos por las ramas hasta perdernos definitivamente.
6. No examinamos la evidencia antes de concluir. Al revés: concluimos y después buscamos la evidencia.
7. Somos selectivos de manera perversa: acogemos lo que nos sirve y descartamos lo que nos estorba.
8. Gastamos más tiempo buscando justificaciones que aprendiendo de nuestros yerros o que subsanando nuestras ignorancias.
9. Replicamos tan rápida como implacablemente. La inercia de nuestras emociones es mucho más poderosa que la de nuestras razones.
10. A veces ni siquiera escribimos lo que pensamos. Insistimos por pugnacidad y por amor propio.
En suma, no son los blogs los enemigos del pensamiento; somos nosotros mismos. No estoy libre de pecado pero me atrevo a lanzar algunas piedras.

Sin categoría

La tropa de nostálgicos

En la tarde del 17 de julio de 1994, en la ciudad de Pasadena, California, tuvo lugar el mayor anticlímax en la centenaria historia del fútbol (la FIFA fue creada en 1904). Ese día, Brasil e Italia se enfrentaron en la final de la Copa del Mundo y ninguno consiguió anotar un solo gol después de un juego tedioso. “No hubo nada nuevo allí. Sólo cautela. Más un juego de ajedrez que de fútbol. Un anticlímax terrible. Un empate cero a cero impuesto tácticamente” escribió un famoso comentarista deportivo, exaltado ante la ineficacia (e inapetencia) ofensiva de los reyes del mundo. Cuatro años atrás, en Roma, Italia, las cosas no habían sido muy diferentes: Alemania derrotó a Argentina con un solitario penalti, anotado en los minutos finales de un juego espantoso. Nunca antes, en la historia de la especie, el entretenimiento había sido tan aburrido. El mundo entero pareció bostezar al unísono. Una protesta tan callada como elocuente.

Estas dos tardes aciagas (las primeras finales de la década del noventa) constituyen, para muchos comentaristas, una prueba fehaciente de que el fútbol cambió ineluctablemente en las postrimerías del odioso Siglo XX. Las explicaciones abundan. Algunos hablan de la influencia corruptora del dinero (la culpa es de las grandes corporaciones), otros mencionan la autarquía perversa de la Fifa (la culpa es de una organización paraestatal dominada por los países poderosos). Coincidencialmente, los comentaristas deportivos parecen interpretar las tendencias mundiales con base en las mismas teorías trilladas de los antiglobalizadores. Todo se reduce a una conspiración perversa de los dueños del mundo. De la explotación global al aburrimiento mundial.

Pero quienes perciben un deterioro permanente y sustancial en la calidad del juego a partir de 1990 están siendo víctimas de la enfermedad de la nostalgia. La felicidad sólo existe en la nostalgia, dice Fernando Vallejo: una afirmación general que parece cumplirse con fuerza particular entre los aficionados al fútbol, tan dados a rendirse ante el fetiche del pasado. Pero la verdad del asunto es que, dejando de lado dos o tres jugadores excepcionales, accidentes históricos que no inciden sobre el promedio, la calidad del juego no ha cambiado mucho en los últimos cuarenta años. Desde un punto de vista meramente estadístico, el número de goles por partido no ha variado desde Inglaterra-66. Incluso fue mayor en Estados Unidos-94 (2,71) que en Alemania-74 (2,55), Argentina-78 (2,68) y México-86 (2,54). Las apariencias engañan, sobre todo si se miran a través del lente borracho de la nostalgia.

La calidad del juego (al menos bajo la métrica estrecha del número de goles por partido) sí cambió de manera permanente. Pero no lo hizo a comienzos de los años noventa, sino a mediados de los años sesenta. Fue entonces cuando la marcación hombre a hombre, la trampa del fuera de lugar y las tácticas defensivas se generalizaron. Fue entonces cuando Helenio Herrera introdujo el catenaccio, y cuando sus discípulos en Sur América lograron, con tácticas ultradefensivas, que dos mediocres equipos argentinos (Racing y Estudiantes de la Plata) alcanzaran cierta preeminencia orbital. Y fue entonces cuando la táctica defensiva (un pleonasmo) se convirtió en la fijación de los directores técnicos. Entre 1965 y 1970, el promedio de goles por partido en las ligas europeas más prestigiosas cayó de 3,5 a 2,5. Desde entonces no ha cambiado. Ni en las ligas, ni en los mundiales.

En suma, el fútbol defensivo ya alcanzó la mayoría de edad: según los análisis más convincentes está cumpliendo cuarenta años. Una verdad difícil de aceptar para la tropa de nostálgicos que sigue insistiendo, como corresponde a su naturaleza, en que todo tiempo pasado fue mejor. Pero una verdad que, al menos, mantiene una coherencia poética con la realidad. El fútbol actual (que, insisto, ya llega a los cuarenta) se parece a la vida de los adultos: muchos momentos de tedio puntuados por dos o tres instantes felices. Eso es todo.

Los interesados en los detalles de la historia pueden consultar mi artíulo “Is soccer dying? A time series approach”.
Sin categoría

La bonanza de confianza

“En el siglo pasado, el general Pedro Nel Ospina emprendió unas obras importantísimas que fueron una bonanza en ese momento. Se financiaron con la indemnización de Panamá. Primero el gobierno del General Rojas Pinilla y más adelante los gobiernos de los doctores López Michelsen y Belisario Betancur, gozaron bonanzas cafeteras. Caño Limón, Cusiana, Cupiagua, trajeron bonanzas. Hemos tenido las bonanzas ilegítimas, que finalmente tanto daño han hecho: la de la marihuana y la de la coca…Yo diría que actualmente Colombia goza de confianza…Yo veo que el país tiene hoy bases de una bonanza de confianza”.

Las palabras anteriores fueron pronunciadas, de manera reiterativa, por el Presidente Uribe durante la campaña presidencial. Las mismas resumen con elocuencia la hipótesis oficial sobre la causa preponderante de la reactivación económica; hipótesis que puede resumirse en una sola frase: la bonanza de confianza. En contraste con otras coyunturas similares, argumenta el Presidente, la prosperidad en ciernes no está siendo jalonada por circunstancias externas (efímeras y variables), sino por condiciones internas (duraderas y estables). La recuperación, se sugiere, no depende del albur de la geología o de los vaivenes de los precios de las materias primas o del capricho de la ayuda extranjera, sino de un estado de ánimo expansivo fundado en la gestión del Gobierno. En últimas, la tesis oficial constituye la elaboración de una vieja teoría de John M. Keynes, según la cual “una proporción significativa de la actividad económica depende del optimismo espontáneo”. Salvo que en este caso el optimismo no es espontáneo, sino inducido desde arriba por el liderazgo presidencial.
Pero los acontecimientos económicos de las últimas semanas han puesto de presente que la supuesta bonanza de confianza puede ser tan pasajera como las bonazas anteriores. Si antes dependíamos de las impredecibles heladas del Brasil, ahora dependemos de las inescrutables declaraciones de los banqueros centrales del mundo desarrollado. Como escribió el mismo Keynes, las inversiones de portafolio dependen de “la psicología de masas de un gran número de ignorantes” y suelen cambiar “violentamente como resultado de fluctuaciones repentinas en la opinión pública”. Y cuando las inversiones se frenan de manera súbita, usualmente se invierte el signo de la economía. Así, la bonanza de confianza podría desvanecerse en el aire, tal como se desvanecieron las bonazas anteriores. La psicología colectiva, sobra decirlo, es tan caprichosa como la misma naturaleza.
Detrás de la bonanza de confianza, existe un problema cognitivo ampliamente estudiado: la interpretación causal de los patrones aleatorios. Tanto en la vida diaria como en la política, somos reacios a asignar a la buena o a la mala suerte lo que ocurre en la realidad. Siempre estamos en busca de un talismán. De alguien (o de algo) a quien podamos echarle la culpa o asignarle la gracia. De un depositario de nuestra fe causal y de nuestra confianza determinista. Así, los gobernadores de los estados productores de petróleo en los Estados Unidos tienden a ser reelegidos cuando los precios suben y a ser derrotados cuando los precios bajan. En la India, los gobiernos se caen en los años de sequía y se fortalecen en los años de lluvia. Sistemáticamente, se confunde la suerte con la gestión.
En últimas, la tesis de la bonanza de confianza plantea un contagio mutuamente beneficioso entre economía y política. La confianza en el gobierno nutre la confianza en la economía, y viceversa. Pero un cambio en las condiciones externas (ya previsible) podría invertir el sentido de la retroalimentación, y de la bonanza de confianza podríamos pasar a la destorcida del optimismo. Un escenario inevitable que mostrará, una vez más, la naturaleza efímera de todas nuestras bonazas.