Browsing Category

Sin categoría

Sin categoría

Los límites de la Seguridad Democrática

Una lectura detallada a la prensa colombiana, a las noticias de orden público difundidas durante los últimos días, permite, en mi opinión, entender los éxitos y los fracaso de la política de Seguridad Democrática. Un primer punto es evidente: la política de Seguridad Democrática ha logrado contener las acciones violentas de los grupos terroristas, especialmente de las Farc. La Fuerza Pública, dicen las noticias, logró evitar un secuestro masivo en Armenia, impidió un atentado en Bogotá y atacó un campamento de las Farc en el Meta. Algunos guerrilleros fueron dados de baja, otros escaparon pero las Farc ya no parecen inexpugnables. Ni siquiera en sus reductos históricos.

Los secuestrados —un reflejo de lo que fueron, no de lo que son— les han permitido a las Farc conservar su capacidad de chantaje y su visibilidad mediática. Pero este grupo se ha convertido en una federación de bandas independientes de narcotraficantes con un poder limitado, circunscrito casi completamente a las zonas cocaleras. La caída de las Farc ha coincidido con el auge de otras formas de violencia. “A bala atracaron a dos profesores de la Nacional”, tituló el diario El Tiempo la semana pasada. “Todos los días un ciudadano es víctima del ‘fleteo’, modalidad de atracos a la salida de los bancos”, tituló el mismo diario esta semana. Las bandas de atracadores han incrementado su fuerza y su sofisticación y muestran un desprecio por la vida humana semejante al de las guerrillas y los paramilitares. Pero operan en medio de la indiferencia general, de la fijación nacional con las Farc. Ningún ministro, cabe señalar, luce orgulloso una camiseta con el eslogan desafiante de “No al fleteo”.

En los últimos días, la prensa también reportó la compra y venta de bebés por unos cuantos pesos, la existencia de redes de prostitución que emplean niñas de diez años, la alianza criminal de policías y políticos en campaña, y las pugnas violentas en Buenaventura, asociadas al negocio de la droga que parece haberse movido del centro hacia la periferia del país. Las noticias sugieren los límites de la Seguridad Democrática. Y las cifras oficiales refuerzan esta conclusión. Como lo señaló esta semana Eduardo Posada Carbó, los homicidios no se han reducido en los últimos dos años. Aparentemente se han estabilizado en un nivel cercano a los 18.000 anuales, todavía intolerablemente alto. En suma, la Seguridad Democrática parece haber perdido eficacia, haber entrado en una etapa de rendimientos decrecientes, por cuenta de las bandas criminales (de narcotraficantes y asaltantes) y de la misma violencia espontánea que continúa creciendo empujada por su propia dinámica y por la existencia de unas condiciones sociales propicias.

Las cifras y las noticias coinciden con los testimonios más creíbles. Con los relatos de quienes recorren el país sin previo aviso. Recientemente pude conocer los testimonios de un grupo de encuestadoras, empleadas por Profamilia y la Universidad de los Andes para realizar un trabajo de campo en más de cien municipios colombianos, incluidas las principales áreas metropolitanas. Los testimonios revelan la alarmante magnitud de la violencia urbana, sobre todo en el norte del país, donde zonas enteras están literalmente despejadas, sometidas a la voluntad de bandas criminales, tal vez emergentes, quizás permanentes, pero ciertamente dominantes. Las encuestadoras (muchas de quienes realizaron un trabajo similar en el año 2005) señalaron que la situación ha empeorado en muchos lugares y que las zonas despejadas (dominadas por las bandas locales) parecen haberse multiplicado.

“Nada de titubeos, nada de coqueteos con los terroristas. Firmeza y determinación para derrotarlos, que es lo único que conduce al camino de la paz”, dijo esta semana el presidente Uribe. Pero los hechos (los estorbosos hechos) parecen mostrar que el camino hacia la paz, hacia la superación de la violencia, no termina con la derrota de las Farc. Todavía hay mucho trecho por recorrer.
Sin categoría

De Caracas a Medellín

Por primera vez en mucho tiempo, Colombia tiene buena prensa. Cada semana —como lo reportan extasiados los medios nacionales— alguna revista extranjera publica un informe especial sobre Colombia que enfatiza el contraste entre un pasado espeluznante y un presente esperanzador. Casi sin excepción, los informes especiales resaltan el renacimiento de Medellín. Su transformación urbana. Su crecimiento económico. Y su recuperación social, probada, entre otras cosas, por la reducción de la violencia. Para muchos corresponsales extranjeros, la historia de Medellín puede resumirse en la celebre sentencia de William Faulkner: no meramente sobrevivió: prevaleció.

Pero no todas las publicaciones internacionales comparten el mismo optimismo sobre Medellín. En su edición de abril de este año, la revista inglesa New Left Review publicó una versión pesimista de los hechos, escrita por el periodista Forrest Hylton. En opinión de Hylton, la transformación de Medellín (“la capital reaccionaria de América Latina”) ha sido un simple maquillaje. Una cirugía plástica que rememora la obsesión local por la belleza quirúrgica. Un cambio superficial que esconde un fondo siniestro. En Medellín, dice Hylton, “la derecha quiere exhibir un triunfo espectacular”. Pero “el faro del neoconservatismo en América Latina emite un resplandor pernicioso”.

En opinión de Hylton, un nuevo orden ha sido establecido en Medellín a partir de la alianza pragmática, del matrimonio de conveniencia, entre un sicario convertido en capo y reconvertido en pacificador (Don Berna) y un profesor universitario con ideas de centro izquierda y veleidades mediáticas (Fajardo). La pareja es improbable, reconoce Hylton. Pero ha sido unida por la fuerza de las circunstancias. Por la necesidad imperiosa de atraer inversión extranjera y de convertir a Medellín en un punto de referencia de los negocios y los turistas internacionales. En suma, los pacificadores (Don Berna y Fajardo) son aliados improbables en una conjura capitalista. Socios en el objetivo común de atraer al capital internacional.

La paranoia de Hylton no sólo es inverosímil: es también ridícula. En la parte final de su artículo, Hylton describe las bibliotecas construidas por la administración Fajardo en algunos barrios de Medellín. Las bibliotecas, insinúa, son un elemento más de la estrategia pacificadora. “La biblioteca de La Independencia parece una cárcel: está formada por seis bloques de dos pisos unidos por escaleras y tiene largas barras metálicas en las ventanas… La de Santo Domingo, formada por dos estructuras negras en forma de tanques de agua, parece un edificio de inteligencia militar. Esta es la clásica arquitectura de la pacificación”. Las bibliotecas, sugiere Hylton, hacen parte de la misma conjura capitalista. Son símbolos del nuevo orden establecido. Más que centros educativos, monumentos a la pacificación.

Como buen mamerto, Hylton adapta su estética a su ética. Sus gustos, a sus convicciones. Sus ideas (y sus mismas metáforas) revelan el desprecio de algunos sectores de la izquierda por la vida humana y su misma incapacidad para valorar las inversiones sociales eficaces. Hylton no menciona, por ejemplo, las decenas de miles de vidas salvadas por cuenta de la reducción de la violencia. Simple maquillaje, dirá. Tampoco hace referencia a la ampliación de las oportunidades por cuenta de las nuevas inversiones en educación. Meras cirugías estéticas, pensará. Seguramente Hylton prefiere el cambio de Caracas a la transformación de Medellín. Hay más muertes, más pobreza y menos oportunidades. Pero, al menos, los venezolanos están a salvo de las conjuras capitalistas.
Sin categoría

Subsidios y embarazos

Fue probablemente la foto de la semana. El día miércoles el diario El Tiempo publicó en primera página la fotografía de una fila kilométrica de bogotanos que esperaban para ser incluidos en el programa Familias en Acción y adquirir así el derecho a un subsidio bimensual en efectivo. La extensión de la fila demuestra el poder de convocatoria del populismo. El Gobierno ha argumentado (sin demostrarlo) que la expansión de Familias en Acción busca mejorar las condiciones de nutrición de los niños menores y aumentar las coberturas educativas de los adolescentes. Pero, al menos en el caso de Bogotá, el programa es redundante. El Gobierno está regalando plata. Casi tirando billetes desde un helicóptero. Lo que explica la aglomeración humana.

Pero la redundancia no es el único problema de Familias en Acción. El programa podría incrementar las ya de por sí preocupantes tasas de embarazo adolescente. La acción social podría llevar a la multiplicación familiar. Si el Gobierno paga por niño, muchos más niños nacerán. La mayoría con el subsidio bajo el brazo. El dinero alarga las colas, modifica los comportamientos, distorsiona las prioridades y puede incluso exacerbar el problema que pretende resolver.

Como lo ha advertido Profamilia, las tasas de fecundidad adolescente han venido en aumento desde hace más de una década. En 1990, nacían 70 niños por cada mil mujeres entre 15 y 19 años de edad. En 2005, ya nacían 90. El porcentaje de adolescentes embarazadas o con hijos pasó, en el mismo período, de 13% a 21%. Actualmente, una de cada cinco adolescentes es madre o está embarazada. Las consecuencias sociales de este problema son dramáticas. Para las adolescentes y para sus hijos. Los segundos, por ejemplo, tienen una mayor probabilidad de estar desnutridos, de sufrir infecciones respiratorias o digestivas y de abandonar sus estudios. Precisamente los males que el programa Familias en Acción quiere erradicar.

Las causas del crecimiento de la fecundidad adolescente son complejas. Y van mucho más allá del acceso a la planificación familiar. En muchos casos, los embarazos adolescentes son deseados. Decisiones conscientes producto de la falta de oportunidades efectivas o imaginadas. Y del mismo desconocimiento de los costos de un embarazo a temprana edad. Falta pedagogía. Y faltan incentivos para el aplazamiento de la maternidad. Y ahora, encima de todo, se ofrece dinero en efectivo a las madres.

La política social es compleja. Necesita análisis y evaluación. No se trata simplemente de poner metas y cumplirlas, como argumenta el gerente de Acción Social. O de recitar números, como hace el Presidente con una insistencia casi cómica. No sobra repetir, entonces, que una cosa es sumar afiliados y otra muy distinta, producir resultados. Y que algunos programas sociales pueden (de manera inadvertida) ahondar la pobreza que intentan reducir.
Sin categoría

Los pobres y la despenalización

El economista Gary Becker ha sido uno de los más elocuentes (o, al menos, de los más insignes) defensores de las despenalización de la droga. Becker ha argumentado que la despenalización beneficiaría mayoritariamente a los más pobres. “¿Quien podría dudar –ha escrito– que la guerra contra las drogas ha perjudicado mayoritariamente a los pobres? Los pobres son quienes están en la cárcel condenados por delitos asociados a los drogas, quienes han visto sus vecindarios destruidos, etc.” Los pobres son, además, quienes luchan la guerra contra las drogas. Vestidos de soldados, de guerrilleros o de mercenarios.

Paradójicamente, la despenalización cuenta con mucho menor apoyo entre la población más pobre. En Colombia, según las cifras de la Encuesta Social y Política (ESP) de la Universidad de los Andes, el apoyo a la despenalización es 10% en el quintil inferior y 40% en el superior (ver Gráfico). La diferencia es de 4 a 1. Los ricos y los pobres difieren en su respaldo a la economía de mercado (mayor en los ricos), en su interés por la política (mayor en los ricos) y en su apoyo a la severidad de la justicia (mayor en los pobres). Pero, de todas las variables incluidas en la ESP, la despenalización de la droga está asociada con la mayor diferencia en las opiniones de ricos y pobres.

¿Cómo explicar la aparente paradoja planteada por la tesis de Becker y las opiniones de los pobres? En primer lugar, para los pobres, el costo de la despenalización (mayor consumo de drogas) es probablemente más palpable que su beneficio (menores tasas de encarcelamiento y menores muertes violentas). El costo es evidente; el beneficio hipotético. El costo afecta a la mayoría; el beneficio sólo a los involucrados en el negocio. En otras palabras, los pobres sólo tendrían en cuenta los efectos de equilibrio parcial; los ricos, por su parte, también incorporarían en sus juicios los efectos de segundo y tercer orden: los de equilibrio general.

En segundo lugar, los pobres suelen ser mucho más aprensivos con relación a los cambios que puedan afectar el orden y la seguridad de sus vecindarios. En general, los pobres ponen un mayor énfasis en la estabilidad. En el caso colombiano, los pobres tiene preferencias más antiliberales: en contra de la economía de mercado, de la despenalización de la droga y de los límites a la libertad de prensa. Y a favor del cierre del Congreso y de un dictador benevolente.

En últimas, la penalización parece tener un atractivo populista. O dicho de otra manera, la despenalización es elitista: su respaldo es irrisorio en los grupos más pobres y precario en las clases medias. Termino con una paradoja. Desde un punto vista político, la despenalización necesitaría la reiteración de un discurso paternalista. Casi antiliberal. Necesitaría convencer a los ciudadanos más pobres que todo es por su propio bien.

Resumiendo: las noticias (las opiniones, en particular) no parecen favorables para quienes abogamos por la despenalización de la droga.

Sin categoría

Más alto, más rápido y más fuerte

Esta semana Barry Bonds rompió una de las marcas legendarias del deporte mundial. Pero sus 756 jonrones, logrados a lo largo de una exitosa carrera, fueron recibidos con escepticismo, en el mejor de los casos. Y con indignación, en el peor. Para muchos aficionados (y varios especialistas) Bonds es simplemente un tramposo. Un atleta que llegó a la cima por el atajo imperdonable de los esteroides. Un hombre que traicionó los valores tradicionales del deporte: la integridad, el honor y el sacrificio. Un héroe artificial, producto de una alianza inmoral entre la química y la ambición.

Los comentaristas deportivos, siempre a la caza de héroes caídos, han renovado sus discursos moralistas. Sus lamentos nostálgicos. Su indignación ante la falta de escrúpulos de los deportistas. Pero tarde o temprano los moralistas deben confrontar a los realistas. La semana pasada la prestigiosa revista científica Nature publicó un editorial en el que abogaba por la legalización del doping. Al mismo tiempo, varios periodistas señalaron que el uso limitado de esteroides (o de hormonas de crecimiento) no representa ningún riesgo para la salud y por lo tanto no debe ser considerado como doping.

Los moralistas olvidan que todas las actividades humanas están contaminadas. El doping hace parte de la vida. Las hormonas de crecimiento (prohibidas para los atletas) son recetadas extensivamente para tonificar los músculos y reducir los síntomas del envejecimiento. 30 millones de estadounidenses usan Prozac para combatir la depresión y aumentar la productividad laboral. Muchos profesionales ambiciosos toman estimulantes para resistir la lucha diaria por llegar primero. Las ayudas químicas reflejan no tanto la perversión de los valores, como los avances de la ciencia y de la técnica. “Si los espectadores recurren a la farmacología para reducir su masa corporal y a las píldoras para aumentar su memoria —pregunta la revista Nature— ¿tiene sentido exigirles a los atletas que se priven de tales beneficios?”. Por supuesto, no.

El doping puede asimilarse a las cirugías cosméticas. Y las competencias deportivas, a los reinados de belleza. En ambos casos, la tecnología no reemplaza las cualidades innatas o adquiridas: las complementa. La reina compite de la mano del cirujano; el atleta, de la mano del químico. Ambas alianzas son fructíferas. Las reinas son cada vez más perfectas; los atletas, cada vez más altos, más rápidos y más fuertes. Algunos puristas lamentan la perversión de la competencia y la moral. Pero, en últimas, los reinados de belleza sugieren que la legalización de las ayudas externas no desvirtúa la competencia. Paradójicamente, la intensifica. Aumenta el promedio y disminuye la varianza.

Cabría aceptar, entonces, que, en el futuro, muchos deportes se asemejarán a la Fórmula Uno. La victoria se decidirá por la colaboración entre el atleta y el científico. La disputa se dirimirá tanto en los estadios, como en los laboratorios de investigación y desarrollo. Lo mismo ocurre actualmente en los reinados, los cuales se definen tanto en la pasarela, como en el quirófano. Es un signo de los tiempos. Un indicio de lo que viene. De la transformación del hombre en otra cosa. En un híbrido de la genética y la tecnología. En una especie artificialmente superior. Con un cuerpo más sano. Con una mente más ágil. Y con la misma confusión de la moral.

Sin categoría

Colombia: ¿el próximo cataclismo?

Nuestros países están al alcance de cualquier aventurero populista de izquierda que prometa la luna. Lo están esperando”, escribió recientemente Carlos Alberto Montaner en una columna citada en este espacio por Jaime Ruiz. La predicción de Montaner está basada en una apreciación pesimista sobre el clima de opinión pública en América Latina en general y Colombia en particular. “Hay demasiados problemas demasiada pobreza—dice—, y los gobiernos han sido tremendamente torpes en la búsqueda de soluciones”. Por lo tanto, concluye, el rechazo a la democracia y a la economía de mercado es mayoritario, lo que podría ser capitalizado por los émulos de Chávez. Los lunáticos.

¿Qué tan acertada es la apreciación de Montaner sobre el clima de opinión imperante en Colombia? La Encuesta Social y Política de la Universidad de los Andes (todavía inédita) da algunas pistas al respecto. El primer gráfico muestra, para cada quintil de nivel socioeconómico, el porcentaje de entrevistados que dice respaldar (i) la economía de mercado y (ii) las privatizaciones. Las cifras son representativas de la población urbana de Colombia. Y fueron recolectadas en los meses de abril, mayo y junio de este año.

El apoyo a las privatizaciones es minoritario: 44%. Sólo la población del último quintil (el 20% más rico) parece respaldarlas mayoritariamente. El apoyo a la economía de mercado está dividido por mitades: 50% a favor, 50% en contra. Y sólo es mayoritario en el quintil intermedio y en el último. Una profundización de la economía de mercado (vía mayores privatizaciones, por ejemplo) no cuenta con respaldo político. Y un discurso anticapitalista cuenta, de entrada, con el apoyo de la mitad de la población. En suma, el clima de opinión sí parece favorecer a cualquier aventurero populista dispuesto a prometer la felicidad.

El segundo gráfico muestra la distribución por quintiles del bienestar subjetivo o de la satisfacción con la vida. O para decirlo en el lenguaje de los titulares de prensa, de la felicidad. La felicidad no está distribuida de manera homogénea (como quiso decir Pambelé). 25% de los más pobres y 60% de los más ricos son felices. Los de abajo, como sugiere Montaner, estarían esperando a un populista, a un predicador o a la versión exaltada de Jaime Duque Linares. A alguien que les prometa algo distinto. La homogenización de la felicidad. O, al menos, de la infelicidad.
Sin categoría

Política en acción

Esta columna quiere llamar la atención sobre las dificultades de la política social. Y, en particular, sobre los problemas de una de las principales iniciativas sociales del Gobierno: la expansión del programa Familias en Acción. Este programa otorga transferencias en efectivo a hogares en condiciones de pobreza. Un hogar beneficiario con tres niños menores de 18 años recibe aproximadamente 100 mil pesos mensuales. La transferencia está sujeta a que los niños en edad escolar vayan a la escuela y a que los niños menores asistan a controles médicos preventivos. El programa busca reducir la transmisión intergeneracional de la pobreza, mediante los incentivos a la acumulación de capital humano y el incremento de los ingresos familiares.

Las primeras evaluaciones del programa mostraron efectos positivos sobre la asistencia escolar, el consumo de proteínas y la lactancia materna, entre otros. Estos resultados respaldarían la decisión del Gobierno de triplicar su cobertura. El Plan de Desarrollo definió una meta de 1,5 millones de hogares beneficiarios, que representan más o menos 20% de los hogares colombianos. “Un programa de millón y medio de Familias en Acción en todo el país —dijo esta semana el presidente Uribe—, es un programa que… le resuelve problemas sociales a la familia y a la sociedad, y le da capacidad de demanda a la economía, le da dinamismo a la economía. O sea que esto ayuda mucho desde todos los puntos de vista”. Incluido el político, por supuesto.

Los beneficios sociales de la expansión del programa son inciertos. Inicialmente el programa estuvo circunscrito a zonas rurales apartadas. Ahora se aplicará también en las grandes ciudades. La experiencia internacional sugiere que los efectos sobre la asistencia escolar, ya mencionados, son mucho menores (y pueden llegar a ser despreciables) en las zonas urbanas. Además, en las ciudades, el programa puede tener efectos adversos sobre la participación y la formalización laboral, especialmente si se acompaña de otros programas asistenciales: régimen subsidiado, subsidios de vivienda, auxilios alimenticios, etc. En presencia del programa, el rebusque puede convertirse en una alternativa racional. En una trampa eficiente. En una manera, ya no de romper el círculo de la pobreza, sino de cerrarlo definitivamente.

Pero si los beneficios sociales del programa son inciertos, los réditos políticos pueden ser inmensos. En México, donde un programa de este tipo fue diseñado e implantado por primera vez, existen disposiciones legales que prohíben explícitamente su uso en actividades proselitistas. Los administradores han intentado separar el programa de la imagen pública del Presidente. Incluso, las normas presupuestales no permiten la adición de nuevos beneficiarios en los seis meses previos a las elecciones nacionales y locales.

Pero, en Colombia las cosas son distintas. “Abiertas inscripciones a 100 mil Familias en Acción en Bogotá”, anuncia de manera destacada la página de internet de Presidencia. La disposición a asociar el programa con la imagen del Presidente es obvia. Y su utilización política, evidente. En el caso particular de Bogotá, el cronograma de expansión fue adelantado. Y la selección de beneficiarios no ha respetado las recomendaciones técnicas, que llamaban la atención, entre otras cosas, sobre la importancia de evitar la duplicación con algunos programas distritales. La premura política ha desplazado la prudencia técnica. Y los votos (la política en acción) han impuesto nuevamente las prioridades.
Sin categoría

El deterioro institucional

Desde hace algún tiempo, varios analistas políticos y económicos han criticado la forma como la administración Uribe conduce los asuntos del Estado. Los críticos cuestionan no sólo la centralización de la toma de decisiones, sino también la impaciencia con la separación de poderes y con los funcionarios independientes. En una palabra, cuestionan la “desinstitucionalización”. Esta columna vuelve sobre lo mismo. Repite una crítica ya reiterada pero no agotada como lo muestran varias actuaciones recientes del Gobierno. El Presidente y unos cuantos asesores han centralizado la toma de decisiones. La burocracia weberiana ha dado paso a la corte palaciega. Si un alto funcionario no cumple con las tareas encomendadas, no se reemplaza; se neutraliza mediante el nombramiento de un asesor presidencial, de un cortesano que hace las veces de ministro en la sombra. Actualmente un ex director de Crédito Público resuelve, desde Palacio, algunos de los temas cruciales de la cartera de Transporte. Y una ex ministra supervisa, también desde Palacio, el avance de los tratados comerciales, un tema prioritario de la cartera de Comercio e Industria. Es un círculo vicioso. La centralización de la toma de decisiones debilita los ministerios y los ministerios debilitados alientan la centralización. Pero la desinstitucionalización no termina con el debilitamiento ministerial. La aversión para relevar los ministros ineficaces contrasta con la presteza para retirar (o cuestionar) a los funcionarios independientes. Así lo muestra, por ejemplo, el reciente relevo del superintendente financiero. Un golpe de los cortesanos a la burocracia. Una muestra de la falta de escrúpulos institucionales. Aparentemente el Presidente perdió la paciencia con un funcionario no siempre dispuesto a participar en sus ejercicios nemotécnicos (“¿cuántos microcréditos se colocaron el mes anterior?”) y no siempre resuelto a sumarse al entusiasmo de las fusiones y adquisiciones. Pero el punto es de fondo. La supervisión financiera necesita independencia de las opiniones y los amigos del Presidente. Si no es así, pierde todo sentido. Se convierte en un instrumento adicional de los cortesanos. En una sucursal más del Palacio de Nariño. “Las instituciones tienen que cooperar armónicamente en busca de los fines superiores del Estado”, dijo el Presidente esta semana en referencia a una sentencia de la Corte Suprema de Justicia que niega la posibilidad de juzgar a los paramilitares como sediciosos. Pero lo mismo pudo haber dicho en referencia a la decisión (valerosa, por cierto) del Banco de la República de incrementar la tasa de interés. El Presidente parece estar confundiendo la independencia de poderes con la subordinación de los mismos. O la cooperación con la sumisión. Cuando el Presidente habla de “unidad de Estado” o cuando pide “que no se alegue la independencia de las instituciones para eludir responsabilidades frente a esta desmovilización”, está equiparando las políticas de Gobierno con los fines del Estado. Esto es, está contribuyendo a la desinstitucionalización. El Presidente ha señalado que la confianza de los inversionistas es una de las prioridades de su Gobierno. “La confianza inversionista —ha dicho de manera reiterada— es la que finalmente garantiza crecimiento sostenido en el largo plazo”. Pero la confianza no sólo depende del éxito de la política de seguridad democrática, sino también de la calidad de las instituciones. Cuando los burócratas son reemplazados por cortesanos y cuando (al mismo tiempo) se cuestiona la independencia de la supervisión financiera, del Banco de la República y de la Corte Suprema, la incertidumbre aumenta y la confianza disminuye. La conexión no es inmediata. Pero es inevitable. La desinstitucionalización es buena para la corte de palacio. Pero mala para el resto del Estado. Es buena para el Presidente. Pero mala para el país.
Sin categoría

Bienvenidos los extranjeros

Alfonso López llamó alguna vez a Colombia “el Tíbet de Suramérica”. Seguramente estaba haciendo referencia a nuestro aislamiento geográfico, al enclaustramiento de nuestros centros productivos y al mismo solipsismo de nuestras élites políticas e intelectuales. Y también (probablemente) a nuestras inclinaciones proteccionistas y a nuestra inveterada incapacidad para atraer y retener inmigrantes. Esto es, a nuestra ubicación periférica, no sólo en las rutas del comercio, sino también en los rumbos de la gente. En las mentes de los viajeros. De los polinizadores de la cultura y los mensajeros de la modernidad.

Como bien lo ha dicho el historiador Malcolm Deas, las oleadas migratorias del siglo XIX a duras penas tocaron a Colombia. La falta de desarrollo, los permanentes conflictos políticos y las plagas naturales (y hasta las humanas) ahuyentaron a la mayoría de los inmigrantes, con la excepción de unos cuantos aventureros: representantes de casas comerciales, mineros y mecánicos. El resto tomó otros rumbos. “El país estaba muy lejos de ofrecer atractivos comparables (…a los de) los Estados Unidos, Canadá, Australia, Brasil, Chile y aun Cuba”.

La ausencia de extranjeros propició la extrañeza y el recelo, los cuales probablemente contribuyeron a reforzar la tendencia original. Es el círculo vicioso del aislamiento. El historiador Rodrigo de J. García cuenta que “las personas del pueblo veían (a los extranjeros) como si vinieran de otro planeta, como personas extraordinarias y hasta de temer”. El geógrafo alemán Alfred Hettner, quien recorrió la región andina a finales del siglo XIX, notó “que, entre las clases superiores, había cierta aversión, que llegaba a la xenofobia”. El mismo sentimiento imperó por muchos años más. Pilar Vargas y Luz Marina Suaza recopilaron recientemente una serie de testimonios ilustrativos de la xenofobia imperante durante la primera mitad del siglo anterior. La opinión de Eduardo Caballero Calderón, en rechazo a la candidatura presidencial de Gabriel Turbay, muestra, por ejemplo, el lado racista de la xenofobia sabanera: “Nosotros… los que todo lo tenemos de colombianos, jamás podemos ser turbayistas… El pueblo, lo mismo yo que quien me trae la leña… tenemos lo que Turbay no tiene”. Sangre colombiana, por supuesto.

El racismo y el recelo hacia los extranjeros quedaron consignados en la legislación de la época. La Ley 114 de 1922 prohibía “la entrada al país de elementos que por sus condiciones étnicas, orgánicas o sociales sean inconvenientes para la nacionalidad y para el mejor desarrollo de la raza”. Las normas posteriores establecieron cuotas anuales de inmigrantes según su nacionalidad. Un decreto proferido en 1935 permitía la entrada al país de cinco armenios, cinco búlgaros, diez palestinos, diez sirios ycinco polacos. Con el tiempo, las normas cambiaron. Las leyes racistas se derogaron. Pero los extranjeros nunca llegaron.

La situación puede estar cambiando, sin embargo. Colombia se ha vuelto más atractiva, no sólo para el capital financiero, sino también para el capital humano. No sólo para el turista, sino también para el inmigrante. En particular, las medidas totalitarias del gobierno de Chávez, aunadas a su misma intolerancia religiosa (antisemita, en muchos casos) y a la reducción de las oportunidades económicas, ha llevado a muchos venezolanos (empresarios, intelectuales, artistas, médicos, etc.) a considerar seriamente la inmigración a Colombia. El Gobierno debería obrar con presteza y generosidad, y ofrecerles la ciudadanía colombiana. Así no sólo estaríamos beneficiándonos de la captura de cerebros y capitales, sino también rompiendo con una tradición inconveniente de aislamiento, xenofobia y cerrazón.
Sin categoría

1974-78

Yo no soy historiador. ni pretendo serlo. Ni quisiera hacer juicios históricos improvisados. Pero si tuviera que resaltar algunas de las realizaciones de la administración López Michelsen mencionaría, primero, su intento (inconcluso) de modernizar nuestra economía, de eliminar algunos privilegios enquistados y de acabar con el maridaje entre la burocracia aduanera y el sector privado, el cual había estimulado no sólo la corrupción de cuello blanco, sino también el contrabando y otras actividades ilegales. En segundo lugar, mencionaría su rompimiento con el conservatismo social. El divorcio civil, por ejemplo, fue una de las banderas de la campaña presidencial de López Michelsen. Ya durante su gobierno, el divorcio fue aprobado exclusivamente para los matrimonios civiles (y el concordato fue prorrogado) pero López Michelsen contribuyó a desbaratar el monopolio histórico de la Iglesia Católica sobre la legislación social.

También valdría la pena mencionar, dado el contraste con la actitud sometida de la administración Uribe, la independencia (la dignidad, podríamos decir) con la cual la administración López Michelsen manejó sus relaciones con los Estados Unidos. En octubre de 1975, López renunció a la ayuda externa americana. “Hemos concluido —le dijo a un reportero del New York Times— que la ayuda externa crea una dependencia económica que no es saludable y menoscaba algunas de nuestras iniciativas de desarrollo”. En febrero de 1976, cuando Henry Kissinger, entonces de visita a Colombia, trató de presionarlo para que condenara la intervención cubana en Angola, López se limitó a señalar que no era la primera vez que un país de este hemisferio intervenía en otro continente.

Pero, a la hora de los balances históricos, el cuatrienio 1974-78 no será recordado por las realizaciones del gobierno de López Michelsen. Durante estos cuatro años, Colombia se consolidó como el primer exportador mundial de cocaína y su historia contemporánea se dividió en dos: antes y después de la coca (AC y DC). Algunos han acusado a López de haber permitido, por omisión, la consolidación de una industria criminal de dimensiones insospechadas. Su reunión con Pablo Escobar, en mayo de 1984, en Panamá, contribuyó seguramente a alentar estas acusaciones. Pero López fue simplemente un testigo privilegiado de una dinámica imprevisible. A nadie, creo yo, se le puede acusar de falta de clarividencia. Al final de su mandato, López expidió un decreto que absolvía a los miembros de la Policía y del Ejército de cualquier cargo por abuso de fuerza en el curso de operaciones contra el narcotráfico. Pero este voluntarismo de última hora resultó tan inocuo como las otras medidas de fuerza intentadas por sus sucesores.

En marzo de 1978, en medio de la agitada contienda presidencial para elegir el sucesor de Alfonso López Michelsen, David Vidal, entonces corresponsal extranjero del New York Times, escribió un extenso reportaje sobre Colombia en el que señalaba, entre otras cosas, que “los narcotraficantes han surgido no sólo como una nueva clase económica, sino también como una poderosa fuerza política, con enlaces corruptos en todos los niveles de gobierno”. Decía también el reportaje que “los dineros ilícitos afectaron las elecciones de Congreso, en las cuales muchos votos fueron comprados a diez dólares por unidad, particularmente en la Costa Atlántica”. Y citaba, para terminar, la opinión de un oficial de la Policía: “Nosotros ni siquiera aspiramos a detener el tráfico pero podemos mantener la presión con la esperanza de que el precio permanezca alto y la gente no pueda conseguir la droga”.

Las coincidencias del reportaje citado con la situación actual, pasados ya treinta años, son casi inverosímiles. Y confirman, creo yo, la conclusión de esta columna: Alfonso López Michelsen fue el primer presidente de la nueva era, de la Colombia DC, el mismo país en el que seguimos viviendo. Y en el que aparentemente viviremos por muchos años más.