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Crecimiento y pobreza

La pregunta sobre la relación entre crecimiento económico y pobreza es una pregunta empírica. En particular, uno quisiera saber si el crecimiento económico ocasiona: (i) un aumento más que proporcional, (ii) un aumento menos que proporcional, o (iii) una disminución en el ingreso de los pobres.

El escenario (iii) es bastante improbable. Yo no conozco ningún ejemplo real. Existen, eso sí, algunos ejemplos imaginados: un titular reciente de la revista Semana, entre ellos. En últimas, los supuestos efectos adversos del crecimiento sobre la pobreza tienen que ver más con las opiniones de algunos ideólogos que con la realidad de alguna economía. Los dos primeros escenarios son probables. El compendio de la evidencia empírica muestra que, en promedio, los ingresos de los pobres crecen a una tasa similar a la de la economía. Pero la varianza de la elasticidad es bastante grande.

¿Qué ha ocurrido en Colombia durante los últimos años? Para responder esta pregunta conviene estudiar la evidencia analizada por Adriana Cardozo en sus tesis doctoral de la Universidad de Goettingen. Los datos fueron presentados recientemente en la segunda reunión del capítulo colombiano de la NIP (Network of Inequality and Poverty). Y pueden resumirse en la grafica que acompaña esta entrada. La misma muestra (para cada percentil) el crecimiento del ingreso de los hogares en los primeros años de la recuperación: 2002-2005. El ingreso de los más pobres creció a una tasa superior a la del resto de los hogares. Mientras la tasa media anual apenas superó el 5%, la correspondiente a los más pobres superó ampliamente el 10%.

Este resultado puede explicarse en buena parte por la caída sustancial del ingreso de los hogares más pobres durante la crisis de fin de siglo. Pero esta explicación simplemente refuerza la conclusión. En los últimos años (para bien y para mal), los pobres sufrieron más que proporcionalmente con la crisis. Y se han beneficiado más que proporcionalmente con la recuperación.

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El encubrimiento semántico

Esta semana el pueblo colombiano manifestó su rechazo unánime al secuestro y a la violencia. Millones de personas se unieron para protestar en contra de quienes han convertido el dolor humano en un instrumento de chantaje. Pero la lucha no ha terminado. Continúa. Y en muchos frentes. Quiero referirme en esta columna a uno de ellos, el del lenguaje. Desde hace siglos, el lenguaje ha sido manipulado por los violentos para hacer que los asesinatos parezcan respetables y las mentiras luzcan verdaderas. Los violentos no sólo secuestran a la gente, hacen lo propio con las palabras.

Los violentos aspiran a ennoblecer sus actos con argucias semánticas. O, al menos, quieren disfrazarlos con palabras benignas. A los “secuestrados” los llaman “retenidos” y a los “secuestros”, “retenciones”. Con el tiempo, el lenguaje usado para justificar la violencia se convierte en la norma seguida por los comunicadores y los intelectuales comprometidos. Muchos de ellos adoptan el lenguaje del eufemismo. Dicen, por ejemplo: “la sociedad civil reclama un cese de hostilidades” cuando deberían decir “la gente pide que dejen de matar y secuestrar”. Hablan de “actores armados del conflicto” cuando deberían hablar de guerrilleros y paramilitares. Sus palabras mansas sugieren que la violencia es simplemente una representación en la que cada cual desempeña un papel azaroso.

El comunicado publicado por las Farc sobre la masacre de los diputados lamenta la supuesta “tragedia”. Dice el comunicado en uno de sus apartes: “a los familiares de los diputados fallecidos les manifestamos nuestro profundo pesar por la tragedia”. Muchos medios nacionales repitieron el eufemismo. Hablaron de la “tragedia de los diputados” como si se tratara de un terremoto. Como si los masacrados hubiesen sido víctimas de unas circunstancias fortuitas. Como si no existieran culpables. Lamentablemente los medios no parecen darse cuenta de las consecuencias de las palabras mansas. De los efectos adversos del encubrimiento semántico.

Pero las palabras tienen consecuencias. El escritor inglés Steven Poole cuenta que, hace ya muchos años, en China, un famoso pensador dijo sabiamente que si fuese nombrado emperador su primera acción sería rectificar los nombres de las cosas. Cuando los nombres son incorrectos, los discursos pierden sensatez, las ideas no se ejecutan, las penas no guardan concordancia con los crímenes y la gente no sabe qué hacer. O como dice el mismo Poole: la realidad pierde sentido. Se impone la realidad virtual de los violentos.

En últimas, el rechazo a la violencia implica también un rechazo categórico al lenguaje de los violentos. No sólo a sus insultos. También a sus eufemismos. Los voceros de las Farc dijeron esta semana lo siguiente: “lo que el pueblo ha manifestado de múltiples maneras —y seguirá manifestando— es su ferviente deseo por la PAZ, por el respeto al derecho a la vida, porque este derecho sea el eje primordial de la acción del Estado y de todas las fuerzas de la sociedad en su conjunto”. No sólo la deformación del lenguaje es repugnante. También llama la atención la facilidad con la que muchos políticos y opinadores de oficio repiten las mismas palabras deformadas. Así, no sobra repetir que la rectificación de los nombres de las cosas es el primer paso en la derrota de los violentos.
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Contra la propaganda pacifista

Iba a escribir esta columna sobre la errática toma de decisiones del Gobierno en materia económica. Sobre las desautorizaciones públicas (y consuetudinarias) del presidente al ministro de Hacienda. Sobre las insinuaciones indebidas del Ejecutivo a la Junta Directiva del Banco de la República. Incluso iba a señalar que si el presidente de una empresa privada listada en bolsa anuncia, primero, que va a emitir acciones y, luego, que no va a hacerlo, se expone a una severa sanción por parte de la Superintendencia Financiera. Pero el manejo de la economía pasa a un segundo plano cuando los asesinos saltan a escena. El oficio de opinar cada semana impone algunas obligaciones. Y una de ellas, creo yo, es el repentismo: la obligación de pronunciarse de manera apresurada sobre asuntos inaplazables.

Quiero opinar, entonces, sobre los extravíos de algunos sectores políticos y de opinión. Y, en particular, sobre la propaganda pacifista que, ante la certeza de la barbarie, simplemente señala que un lado es tan malo como el otro. La “Carta de los intelectuales y artistas por la paz”, publicada por el diario El Tiempo la semana anterior, expresa de manera precisa (y hasta clarividente) la perversidad del pacifismo colombiano. “Los artistas, escritores e intelectuales —dicen los firmantes de la Carta— llamamos a conformar una resistencia por la cultura de la vida, la tolerancia y la justicia. Si los ejércitos en pugna quieren la paz, que detengan el fuego y acepten un diálogo honesto, de cara al país y a la comunidad internacional”. El pacifismo hirsuto no distingue. Generaliza. Arropa a todo el mundo bajo el mismo juicio pusilánime.

Los ejemplos siguen. Véan lo que escribió en su blog el columnista Felipe Zuleta en alusión al comunicado del Gobierno sobre la masacre: “Desafortunadamente el comunicado está firmado por Álvaro Uribe Vélez, un ciudadano tan cuestionado como el mismo Manuel Marulanda”. O lo que escribieron, en un pronunciamiento publicado el jueves en la tarde, los voceros del Polo Democrático Alternativo (PDA): “El total esclarecimiento de los hechos, interpretados de manera contradictoria por los actores del conflicto, es condición esencial para que el país pueda evaluar con fundamento la gravedad de lo ocurrido”. Este pronunciamiento es un ejemplo perfecto de propaganda pacifista. En ningún momento, condena de manera explícita a las Farc. Incapaces de llamar las cosas por su nombre, los voceros del PDA utilizan la ambigüedad para disfrazar la cobardía.

Sobre los voceros del PDA, cabe decir lo mismo que dijo Eduardo Escobar sobre ‘los intelectuales’: “olvidan que a veces justificaron el horror que los espanta”. Y sobre el pacifismo en general (y sobre los extravíos del PDA, en particular) conviene citar nuevamente a Orwell: “la mayoría de los pacifistas pertenecen a oscuras sectas religiosas o son simplemente filántropos que no aceptan la muerte violenta y prefieren no pensar más allá de este punto. Pero hay una minoría de intelectuales pacifistas cuyo motivo real aunque no reconocido parece ser el odio a la democracia occidental y la admiración hacia el totalitarismo”.

La propaganda pacifista está basada en una identidad cuestionable: paz = pacifismo. Una identidad que conduce a la supuesta equivalencia de los “actores del conflicto” o de los “ejércitos en pugna”. Y que puede tener consecuencias peligrosas. En el mejor de los casos, genera una gran confusión. Y en el peor, alienta el ímpetu de los asesinos.
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Fiebre moralista

Hace dos meses, mi vecino de abajo, el genial ensayista inglés Cristopher Hitchens usó, en una de sus columnas semanales, una cita literaria que decidí memorizar a sabiendas de que, tarde o temprano, iba a necesitarla. “No conocemos —escribió Hitchens— un espectáculo más ridículo que el del público británico en uno de sus frecuentes ataques de moralidad”. Basta cambiar “público británico” por “una parte de la prensa colombiana” para describir lo que está ocurriendo en este país. El escándalo de la parapolítica ha suscitado una oleada de exhibicionismo moral que bien podría llamarse ridícula. O lamentable. O delirante, para ser consecuente con el título de esta columna.

Voy a usar un solo caso para ilustrar mi argumento. Pero los ejemplos abundan. Pululan, para seguir con las metáforas febriles. María Jimena Duzán escribió una columna esta semana en la cual, primero, lamenta que una niña caleña haya expresado públicamente que quería ser sicaria. Y segundo, argumenta que la aspiración criminal de la niña es explicada en parte por “la forma como el Gobierno y la clase dirigente han querido mostrar a los paramilitares”. “Viéndolo bien —escribió María Jimena al final de su columna— no es extraño que en este país los niños quieran ser sicarios si éstos, además, se toman fotos con el Presidente”.

La conexión planteada es tan inverosímil, tan ridícula (para insistir en la cita de Hitchens) que no deja dudas de que la columnista padece de fiebre moralista. “Ciertos temas —escribe el filósofo Jamie Whyte— parecen subir la temperatura moral a tal punto que el cerebro se recalienta”. Y la parapolítica es uno de ellos. En el ejemplo en cuestión, cualquier pretensión de seriedad intelectual ha sido desechada de antemano. La columnista sólo parece interesada en exhibir su consternación moral. Y parece, al mismo tiempo, convencida de que su bondad (su preocupación por el deterioro moral) le otorga licencia para incurrir en argumentos deleznables. O irracionales.

Dije que iba a usar un solo ejemplo pero me queda espacio para otro más. Muchos columnistas criticaron duramente a El Espectador por la publicación de un aviso publicitario pagado por un ciudadano acusado de delitos atroces. “Es un asco”, dijo Salud Hernández. “Da ganas de vomitar”, escribió María Elvira Samper. Pero nadie dijo nada sobre la publicación, en la revista Semana, de una entrevista con un reconocido narcotraficante y prófugo de la justicia. ¿Cuál es la diferencia? En ambos casos, dos criminales confesos están haciendo uso de un medio escrito para exponer sus puntos de vista. Ambos medios obtienen un rédito económico: uno directamente, otro indirectamente. Y ambos corren el riesgo de servir de caja de resonancia de agendas ocultas y negocios criminales. Seguramente existen diferencias de grado, pero las similitudes son tantas, que sorprende que nadie las haya traído a colación, que nadie haya señalado que una entrevista no confrontada es similar a un reportaje pagado. Pero la fiebre moralista, ya lo dijimos, confunde el juicio y nubla la razón.

Termino con una confesión. En la coyuntura actual del país, algunos medios y varios columnistas quieren arrogarse para sí el monopolio de la moral. La prerrogativa de señalar lo correcto y lo incorrecto. Lo bueno y lo malo. Pero su indignación me parece vacía. Siempre he desconfiado de quienes se sienten moralmente superiores, de quienes pretenden (sin preguntarnos) imponernos sus virtudes, de quienes portan el virus innominado que produce la fiebre moralista.
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Qué pasaría si… Panamá todavía fuera de Colombia

Hace ya varios años, un famoso profesor gringo fue invitado a escribir un artículo sobre la utilidad de especular sobre lo que habría sido del mundo si esto o lo otro hubiera ocurrido. Su respuesta fue la siguiente: «Si pensamos que los procesos históricos evolucionan estocásticamente, los antecedentes contrafactuales no implican resultados determinados para los escenarios contrafactuales». En resumidas cuentas, el profesor sugirió (muy a su manera) que no perdiéramos el tiempo con especulaciones inoficiosas. Que los mundos probables son muchos. Que la vida siempre trae sorpresas. Pero sus advertencias, sobra decirlo, no han tenido mucha acogida. Los editores de SoHo, por ejemplo, decidieron desoírlas alegremente. Tal como lo han hecho los montones de historiadores que especulan sobre lo que habría sido de la historia del mundo si la nariz de Cleopatra hubiese sido un centímetro más larga. O sobre lo que sería de su geografía si los Estados Unidos no hubieran bombardeado atómicamente a los japoneses.

No está de más, entonces, especular sobre lo que habría sido de Colombia si Panamá no se hubiera independizado. El escenario no es descabellado. Si el Congreso hubiese aceptado las condiciones negociadas por John Hay y Tomás Herrán, el movimiento independentista panameño («la más apropiada y justa de la revoluciones», según Theodore Roosevelt) nunca habría prosperado: habría corrido la misma suerte de las cincuenta revoluciones previas. Pero «esas despreciables y pequeñas criaturas de Bogotá» decidieron no aceptar las condiciones de los gringos y los panameños optaron por cambiar de dueño. Desde entonces, el istmo de nuestro escudo dejó de ser un simple accidente geográfico para convertirse en una herida, en una cicatriz, en el recuerdo amargo de lo que pudo haber sido y no fue.

Colombia no sería muy distinta si Panamá fuese un departamento más de nuestra abigarrada geografía. Probablemente nuestro ingreso por habitante sería un poco mayor. Tendríamos mejores puertos. Y más comercio con el mundo. Y una distribución más racional de la producción: muchas empresas se habrían ubicado en Colón o en Ciudad de Panamá o en la misma Cartagena: más cerca del mundo y menos cerca de las estrellas. Pero eso es todo. Nuestro escudo sería consecuente con nuestra geografía. Pero no con nuestra economía: la riqueza representada por el cuerno rebosado de monedas de oro y plata seguiría siendo una ironía. Un sueño de abundancia en medio de la carencia.

Y si no me creen, piensen en la corrupción permanente, en los escasos ocho mil dólares que fueron suficientes para sobornar (y enviar de vuelta a casa) a las tropas colombianas estacionadas en Colón. O en las décadas de desidia que soportó la provincia de Panamá: those people in Bogotá simplemente iban a recoger la plata que pagaba la concesión del ferrocarril. O piensen, también, en la tenue conexión económica de Urabá con el resto del país. O en la misma precariedad de las carreteras que conectan a los centros productivos con el occidente colombiano. En suma, Panamá sería una región más dentro de la geografía del aislamiento nacional. Su contacto más cierto con el centro del país serían los políticos panameños: los herederos de Tomás Arias, José Agustín Arango, Manuel Amador Guerrero y los otros que se vendieron a los gringos. Y si nos atenemos a las circunstancias actuales, algunos de ellos estarían presos en Bogotá.

Pero me he alejado de las advertencias del mencionado profesor. La vida te da sorpresas” dijo un ex ministro panameño en sus años mozos. Así que cabe terminar con algunas predicciones menos aventuradas. Si Panamá fuera colombiana los Nule se habrían ganado el contrato para la ampliación del Canal con consecuencias desastrosas para medio mundo. Colombia habría recuperado los 2,5 millones de habitantes que perdió misteriosamente en el último censo. Y María del Pilar Hurtado no estaría asilada sino escondida en un lugar apartado de la (ahora) inmensa República de Colombia.

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El dopaje académico

Hace unos días, la prensa internacional divulgó una noticia que pasó desapercibida en la prensa nacional, cada vez más autista y monotemática. Decía la noticia que, en el distrito financiero de Shanghai, el corazón económico de la república China, muchos padres de familia recurren a todo tipo de artimañas con el propósito de conseguir una dosis de ritalina para sus hijos adolescentes en trance de presentar los exámenes de ingreso a la universidad. La ritalina es usada comúnmente para tratar la hiperactividad de los niños. Pero algunos despistados (entre quienes se cuentan los ansiosos padres de familia) creen que ésta incrementa la concentración en los adolescentes y puede por lo tanto mejorar su desempeño en las maratónicas (y decisivas) pruebas. Los padres chinos no son los únicos que apelan al dopaje académico. Los ingleses han recurrido a las mismas mañas químicas. Probablemente lo mismo ocurre en los Estados Unidos. Y en Colombia, donde el examen del ICFES tiene, para muchas familias de clase media, toda la fuerza de un destino.

El dopaje académico es una consecuencia previsible de la presión por resultados. Un ingrediente menor de la inveterada receta del éxito adolescente: la combinación del garrote de la presión paterna y la zanahoria del ego propio. El entrenamiento para la vida en la meritocracia comienza desde muy temprano, con los CDs de Mozart y la estimulación temprana. Y continúa con las guarderías especializadas, las absurdas pruebas de admisión a los cuatro años, las tutorías y las actividades extracurriculares. Son dieciocho años de preparación para una competencia de un fin de semana. Así, un empujoncito químico en las postrimerías de la larga carrera no está de más. Los beneficios son dudosos. Pero los costos del fracaso son incuestionables.

Muchos de quienes consiguen ingresar a una universidad de prestigio continúan la alocada carrera del mérito. En las universidades, los estudiantes desarrollan lo que el ensayista David Brooks ha llamado la mentalidad del promedio. En la meritocracia, un interés genuino por el tema de estudio es una distracción inconveniente. Un desperdicio de energía. Una forma de ineficiencia. Muchos estudiantes creen que cada examen, cada trabajo, cada materia, es una prueba definitiva; consideran (con razón o sin ella) que un simple titubeo estropeará el número que define sus vidas y definirá sus oportunidades.

De manera extraña, cuando llega el día del grado, el darwinismo se convierte en hippismo. Los padres que acuden felices a los grados, los mismos que posan satisfechos en la foto con el diploma (el destete definitivo de este mamífero diletante), deben soportar largos discursos sobre la igualad, la fraternidad, la solidaridad, etc. Los discursos nos invitan a comer más helados, a admirar los pliegues de las cosas, a acariciar el terciopelo del durazno antes de proseguir con el consabido mordisco. Todos sin excepción revelan una hipocresía tan empalagosa que envidiaría hasta el mismo Pablo Milanés.

Pero terminada la ceremonia, la meritocracia continúa. La vida vuelve a lo mismo. A lo que el poeta Elkin Restrepo llama la búsqueda de salidas al más breve extravío, la ardua tarea por alcanzar lo que nadie en verdad nos ha pedido. Pues, en últimas, uno puede refinar las formas de la protesta, sofisticar el discurso, ridiculizar el asunto, dar patadas de ahogado, pero todo será en vano. La pelea está pérdida. La meritocracia ya impuso sus reglas. Ya definió el camino. Y nadie infortunadamente ha descubierto aún una forma efectiva de dopaje.

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Trabajo, trabajo y trabajo

Hace ya varios años, el Banco Mundial publicó un libro con una colección de testimonios de los pobres de Colombia. En el segundo capítulo, el libro recoge varias frases sueltas que resumen el tema de esta columna. “Con un empleo uno vive feliz”, dijo un joven de Medellín con una sencillez que no deja duda. “Estar bien es tener trabajo”, dijo una mujer de Barrancabermeja con la misma naturalidad. Para ambos, el bienestar depende del empleo. No de cualquier trabajo. Pero sí de un empleo que ofrezca un ingreso cierto y unas condiciones dignas. La felicidad, en últimas, está asociada al empleo formal. A lo mundano más que a lo sublime.

Una encuesta reciente, realizada por la Universidad de los Andes, en asocio con Invamer-Gallup, refuerza los testimonios recogidos por el Banco Mundial. 35% de los ocupados y 30% de los pobres reportan sentirse “muy satisfechos con su vida”, mientras apenas 20% de los desocupados manifiesta lo mismo. De la misma manera, el porcentaje de “insatisfechos” es dos veces mayor para los desocupados que para los ocupados. Los desocupados también tienden a ser más pesimistas, más renuentes a creer que es posible enfrentar unas circunstancias adversas o influir sobre la propia vida. “De qué sirve ser bachiller si al final uno queda igual: sin trabajo, en rebusque. Por eso yo me salí”, dijo un adolescente de Medellín. Y su testimonio resume la apatía causada por la desaparición del trabajo formal.

Varios investigadores sociales han demostrado, con base en estudios detallados, tanto etnográficos como estadísticos, que el trabajo formal no es simplemente una manera de asegurar un sustento. El trabajo define las dimensiones espaciales y temporales de la vida: dónde estamos y hasta cuándo. Sin ocupación regular, la vida (incluso la vida familiar) pierde coherencia. Los incentivos materiales y morales para hacer un buen uso del tiempo desaparecen. El tiempo transcurre sin estructura. Sin disciplina. Y muchas veces sin significado.

Pero el punto de esta columna no es académico: es político. Propone un predicamento sencillo. Intenta rescatar un lugar común que, por razones extrañas, es comúnmente ignorado. A saber: el empleo debe ser el propósito primordial de la acción colectiva. Debe convertirse en un fin en sí mismo. O, mejor, en el fin de todo lo demás. Si así lo aceptamos, deberíamos, entonces, rechazar las medidas antiempleo: el asistencialismo pagado con impuestos al trabajo, la idea de sumar subsidios en lugar de sumar empleos y la tendencia a maximizar la inversión en lugar de multiplicar el trabajo.

“Nosotros no queremos medir la economía en función del crecimiento. Para nosotros, más importante que ello es medir la economía en función de las tasas de inversión… Son las tasas de inversión las que permiten los recursos para hacer sostenible la política de Seguridad Democrática y para cumplir con las metas de inversión social”, dijo recientemente el presidente Uribe. Y sus palabras no dejan dudas: la inversión privada y los programas sociales, más que el empleo, son las prioridades del manejo de la economía. El empleo es un subproducto: el resultado secundario de la búsqueda de otras prioridades. Resulta paradójico, en últimas, que el continuo trabajar, trabajar y trabajar no tenga como referente principal el utilitarismo del empleo: la receta que llevaría a la maximización del bienestar colectivo, la fórmula simple de la felicidad: trabajo, trabajo y trabajo.
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Presentismo

La futurología siempre ha sido un ejercicio peligroso. Pero es también una manía inevitable. Como dice el psicólogo Daniel Gilbert, la futurología no es una ocupación de unos cuantos gurús: es una compulsión de la especie. Los lóbulos frontales del cerebro (la libra adicional de materia gris que nos diferencia de los otros primates) son una máquina del tiempo, una especie de bola de cristal anatómica, que nos permite experimentar anticipadamente el futuro. Los otros animales viven atrapados en el presente. Los seres humanos tenemos, al menos, una salida mental. Un escape propicio hacia el futuro.

Pero nuestras excursiones futuristas nunca llegan muy lejos. La sombra del presente cubre la imaginación del futuro. Es lo que algunos psicólogos llaman presentismo: la tendencia a imaginar el futuro como el presente con un pequeño giro. “La realidad del momento —dice el mismo Gilbert— es tan palpable y poderosa que mantiene amarrada la imaginación en una órbita estrecha de la que nunca escapa completamente”. Cuando vamos al supermercado después de haber comido más de la cuenta, compramos menos víveres que de costumbre. La barriga llena del presente nos impide anticipar el inevitable apetito del futuro. Hasta en los actos más rutinarios y mundanos, terminamos confundiendo el futuro con el presente.

El presentismo también afecta a los futurólogos profesionales. A quienes han hecho de sus lóbulos prefrontales una caja registradora. Hace una década, muchos analistas gringos, obnubilados por la supuesta nueva realidad de la nueva economía, predijeron que los precios de las acciones crecerían exponencialmente. Que las crisis económicas eran un asunto del pasado. Que estábamos viviendo en un mundo nuevo. Pero sus predicciones no fueron más que extrapolaciones exageradas. La barriga llena les impidió imaginar lo inevitable: los ciclos de la economía, la explosión de la burbuja y el fin de la fiesta.

Un fenómeno similar podría presentarse en Colombia. Algunos analistas (y el mismo Gobierno) han argumentado con vehemencia que hemos entrado en una nueva realidad. Que el desequilibrio fiscal quedó atrás. Que la inversión extranjera seguirá aumentando. Que las altas tasas de crecimiento continuarán indefinidamente. En fin, que el presente es el futuro. Pero la barriga llena puede distorsionar la imagen del futuro. O, dicho de otra manera, las extrapolaciones del presente pueden llevar a confundir la estructura con la coyuntura, el mejor mañana con el mismo ayer.

Al menos en materia económica, el presentismo es perjudicial. En los tiempos malos puede llevarnos al derrotismo, a exagerar los problemas; en los buenos, a la complacencia, a negar las dificultades. No sobra, entonces, insistir en lo mismo de siempre: en los desequilibrios fiscales, en el estancamiento del empleo formal, en la creciente corrupción y el permanente clientelismo. Esto es, en los problemas pendientes. Pues la barriga llena (o el ego henchido) no debería hacernos olvidar que el presente puede ser un espejismo. “Aquí no pasa nada, salvo el tiempo”, dijo el poeta. Y sus palabras constituyen una sana advertencia acerca de los excesos del presentismo.
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¿Era Chávez inevitable?

Esta semana, un economista gringo planteó, en un foro electrónico, la siguiente pregunta hipotética. Supongamos que George Bush y Hugo Chávez están atrapados en un edificio en llamas y que sólo uno de los dos puede ser salvado de la conflagración. Y supongamos que alguien (una deidad perversa) nos concede el privilegio de salvar a uno de los dos: el condenado pasaría de un infierno a otro sin redención posible. ¿Qué hacer entonces? Curiosamente quien planteó la pregunta decidió evadir la respuesta. O contestarla a medias. Dijo que salvaría a Bush pero que condenar a Chávez no tenía sentido pues el energúmeno coronel era una necesidad histórica. Una presencia inevitable. Una figura necesaria en el sentido hegeliano del término.

De Chávez se podría decir lo que se dice de Paris Hilton: «si no existiera, el mundo la habría inventado». Quizá no con los mismos atributos (biográficos y anatómicos) pero sí con la misma esencia. El coronel no es un dato curioso. No es una broma del destino. No es un producto del azar. Es todo lo contrario. Un resultado de la historia. Si Chávez no existiera en la figura del coronel, existiría en la figura de un personaje parecido. Venezuela ya lo habría inventado. A su imagen y semejanza. Con ademanes desafiantes y carreta bolivariana.

El determinismo histórico es arriesgado. Y puede ser peligroso. Pero el chavismo luce inevitable a la luz de la historia reciente. Entre 1975 y 1995, la pobreza en Venezuela se multiplicó por tres y los salarios reales se dividieron por el mismo factor. En 1975, el Índice de Desarrollo Humano de Venezuela era seis puntos superior al de Colombia. Dos décadas más tarde, en 1995, ambos países estaban igualados. Previsiblemente el retroceso alimentó la frustración. Y disminuyó la tolerancia por la desigualdad. La siguiente metáfora, propuesta por Albert Hirschman, puede ayudar a explicar la situación. Existe una gran autopista de varios carriles. Inicialmente los autos circulan fluidamente. Unos carriles avanzan más rápido que otros pero las diferencias son toleradas de buena manera. Con el tiempo, sin embargo, el movimiento pierde dinamismo, se hace cada vez más lento, hasta que el tráfico se detiene casi completamente. Los conductores comienzan, entonces, a perder la paciencia, a desesperarse. Si un carril se mueve, así sea lentamente, reaccionan con violencia. Su intención es colarse a la fuerza. O, al menos, impedir el movimiento de los otros. De la gratificación se pasa a la indignación. Y con la indignación aparece Chávez.

En últimas, la figura de Chávez puede verse (o racionalizarse, al menos) como una forma de expiación. Como la manera perversa utilizada por la sociedad venezolana para vengarse de sí misma. Como un remedio autorrecetado que agravó la enfermedad. En nombre de las injusticias y los errores del pasado, Hugo Chávez está empeñado en sacrificar el futuro de Venezuela. La economía no petrolera se está reduciendo rápidamente. La misma producción de petróleo está disminuyendo. La corrupción está creciendo. Los ingresos extraordinarios dan la ilusión de movimiento. Pero, tarde o temprano, la autopista volverá a atascarse. Y la inmovilidad será peor que en el pasado.

Como lo sugiere la historia venezolana, los redentores se transforman fácilmente en verdugos. Los llamados a corregir los errores del pasado, en una especie de ceremonia trágica, terminan sacrificando el futuro. La historia de las repúblicas de América Latina, dijo alguna vez Nicolás Gómez Dávila, sólo puede escribirse con ironía. Y Venezuela, no es, ni mucho menos, la excepción. Nota: el gráfico muestra la evolución de los salarios reales en Venezuela. Las cuentas nacionales, las encuestas de hogares y la encuesta manufacturera (las tres fuentes disponibles de información) muestran lo mismo: un descenso sistemático de los salarios desde 1975.

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Los redentores morales

Art. 15: Todas las personas tienen derecho a su intimidad personal y familiar…

Art. 12: Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia…

He copiado el Artículo 15 de nuestra Constitución Política y el Artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos con el propósito de recordar que existen normas o reglas morales que las naciones civilizadas han adoptado voluntariamente. Primero, cabe mencionar lo obvio: algunos miembros de las fuerzas armadas de Colombia violan sistemáticamente estas normas. No sólo ahora. Siempre. La semana anterior, en medio de una conversación informal, un ex ministro del Frente Nacional me confesó que en la residencia presidencial de entonces existía una recámara repleta de cintas magnéticas que contenían conversaciones íntimas de políticos y otros protagonistas de la vida nacional.

Segundo, cabe mencionar lo menos obvio. No sólo quienes graban las conversaciones violan los artículos mencionados: incurren en la misma falta quienes las transcriben y las hacen públicas. Especialmente cuando la publicación es innecesaria y malintencionada, como la contenida en la edición más reciente de la revista Semana. Cuando leí la trascripción de la conversación entre María Consuelo Araujo y su hermano, me sentí violando el “derecho a la intimidad personal y familiar” de un ser humano, de estar “injiriendo arbitrariamente en su vida privada y familiar”.

En mi opinión, los periodistas de Semana incurrieron en una acto inmoral e ilegal. Y lo hicieron, creo yo, no por un motivo comercial o pecuniario, sino por una razón aparentemente más loable: por la pretensión de imponer su idea de la virtud sobre el resto de la sociedad, por sus ínfulas de superioridad moral. Digo más loable pero debería decir más peligrosa. La crisis del paramilitarismo ha llevado a mucha gente (periodistas, en su mayoría) a atribuirse el papel de redentores morales, a endilgarse como propia la labor de limpiar la sociedad. “Síganme los buenos” es su consigna favorita.

La revista Semana dejó en claro que pretende liderar un «grupo de limpieza social». Para sus periodistas, la violación de los Derechos Humanos o de la Constitución es un asunto secundario ante la tarea mayúscula de la redención moral. De la salvación nacional.