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Reelección y desgobierno

Algunas veces no existe alternativa distinta a la reiteración. Algunas veces las columnas tienen que llover sobre mojado. Repetir lo repetido. Esta vez, por ejemplo, urge reiterar el rechazo a la propuesta del Partido de la U de reformar la Constitución con el propósito de reelegir nuevamente al presidente Uribe. Esta propuesta envilece la política y complica la posibilidad de un acuerdo nacional en contra de la guerrilla. La propuesta, además, muestra que algunos sectores políticos anteponen sus convicciones o sus objetivos a las instituciones nacionales. La U (como su nombre lo indica) parece más que dispuesta a invertir el sentido de la Constitución.

El Partido de la U es una alianza de conveniencia que se comporta como corresponde a su esencia: de manera oportunista. Pero la propuesta de la U no puede descartarse como una simple iniciativa equivocada de una organización oportunista. Si el Presidente hubiera sido enfático en su rechazo a la posibilidad de una segunda reelección, la propuesta de la U sería un despropósito, un acto de rebeldía sin sentido. Pero la propuesta de la U se ha nutrido de la ambigüedad del Presidente. O mejor: de su renuencia a cerrar definitivamente la puerta de la reelección, de su insistencia en dejar una rendija providencial que le permita colarse convenientemente hacia un tercer mandato. Uribe, en últimas, también se escribe con U.

La ambigüedad del Presidente puede tener varias explicaciones. Probablemente no confía en el albur de la política electoral. O no vislumbra el surgimiento de un nuevo liderazgo. O no cree en la continuidad de su legado más allá de su mandato. Pero la ambigüedad no tiene ninguna justificación. El Presidente debería rechazar la propuesta de la U y dedicarse a las tareas de gobierno, a la ingrata labor de gobernar sin la perspectiva de una nueva oportunidad. Al fin y al cabo, son muchos los asuntos pendientes. Y varios los problemas sin resolver.

El Gobierno, por ejemplo, no ha podido encontrar un camino expedito en el tema de la infraestructura. Esta semana la licitación para la construcción del túnel de La Línea fue declarada desierta. La misma licitación fracasó en dos oportunidades durante el gobierno de Pastrana, habida cuenta de los inmensos riesgos geológicos. El gobierno de Uribe decidió realizar un túnel piloto para disminuir los riesgos geológicos y viabilizar el proyecto. Invirtió miles de millones en tal propósito. Pero la licitación volvió a fracasar por cuenta de los malos cálculos y de la improvisación del Ministro de Transporte.

Pero los yerros del Ministro de Transporte son sólo una parte de los muchos problemas del Gobierno. El número de trabajadores afiliados a la seguridad social continúa estancado, a pesar de la recuperación del empleo. El gasto militar no parece sostenible una vez se agoten los recursos del impuesto al patrimonio. La expansión de algunos programas sociales tampoco parece viable fiscalmente. Pero estos problemas han pasado a un segundo plano. Adentro y afuera del Gobierno. El presidente Uribe, por ejemplo, parece más preocupado por el 2010 (o por el 2014) que por lo que resta de su período.

En suma, el presidente Uribe debería olvidarse de la reelección y concentrarse en la solución de los problemas de su gobierno. Podría empezar con una desautorización al Partido de la U y con la destitución de algunos ministros.
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Polo a tierra

Uno espera que una organización política que se autodenomina el Polo Democrático sea capaz de fijar posiciones rotundas, de decir sin rodeos sí o no ante una consigna que no admite equívocos (no más Farc). Pero las cosas no son como uno espera. El Polo no se decide. Dice sí y dice no. Quiere ser positivo y negativo al mismo tiempo. Parece más ambiguo que alternativo. Es un polo sin polaridad. Casi una contradicción en los términos.
Esta semana el Comité Ejecutivo Nacional del Polo Democrático Alternativo publicó un comunicado de prensa que fija la posición oficial del partido con relación a la marcha de este lunes 4 de febrero. El comunicado de marras es un ejemplo perfecto, casi paradigmático, de ambigüedad estratégica, de uso deliberado de la indefinición. “El Polo Democrático Alternativo —dice el comunicado— juzga urgente en la presente coyuntura dar a conocer sin ambages cuál es su posición…”. Pero la urgencia de definición se queda en eso, en una intención. Después de doce puntos, de muchas palabras, de vueltas y revueltas, el comunicado no fija ninguna posición concreta. O mejor: fija muchas posiciones con el fin de evadir deliberadamente el asunto en cuestión. De nuevo, el comunicado es un ejemplo de falta de polaridad, de indefinición disfrazada de ecuanimidad.
El comunicado está escrito en un lenguaje extraño. Indirecto. Sinuoso. En lugar de decir no más Farc, dice “no a la guerra”. En lugar de pedir que se restablezca la mediación de Chávez, sugiere que “la comunidad internacional, los países amigos y particularmente nuestros vecinos, pueden cumplir tareas de acompañamiento” para la liberación de los secuestrados. El comunicado recalca la necesidad de “sumar esfuerzos para construir… una sociedad justa que se parezca muy poco a la inicua y violenta que hoy tenemos”, como si los problema del país impidieran el rechazo a las Farc. El lenguaje indirecto asume a veces extremos risibles. El comunicado contiene, por ejemplo, una mención a los “graves errores en que han incurrido los actores”, como si todo este asunto fuera una telenovela o una comedia extraña en la cual todos los protagonistas son igualmente culpables.
Las opiniones de George Orwell sobre el lenguaje de la izquierda europea (“esa horrible jerga”) describen de manera precisa el comunicado del Polo. Uno podría, en últimas, decir, como dijo Orwell hace sesenta años, que el comunicado es una mezcla de progresismo a medio cocinar y afectación moral. Pero el comunicado es ante todo un ejercicio de evasión, un esfuerzo fallido por contestar con un manifiesto doctrinario una pregunta que sólo admitía una respuesta binaria: sí o no. El comunicado del Polo es, en últimas, un corto circuito ideológico. Una conexión fallida entre el sí y el no.
En 1940, George Orwell denunció la incapacidad de la izquierda europea para apreciar la importancia de la unidad en los tiempos difíciles. Orwell (un socialista impenitente) señaló que la izquierda militante había subestimado equivocadamente el poder transformador de la unidad y de la superación de las diferencias de clase o de ideología. La unidad y hasta el mismo patriotismo, decía Orwell, pueden ser fuerzas transformadoras, motores del cambio social. Pero el Polo Democrático Alternativo piensa de otra manera. No cree o no parece creer en la importancia de la unidad.
En suma, el Polo desperdició la oportunidad de hacer un acto de grandeza. Y optó por una postura confusa. Indefinida. Polarizante en su misma falta de polaridad.
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El narcotráfico después de las Farc

Quiero comenzar esta columna con un silogismo falso que resume los logros y los extravíos de la lucha antidroga, con un raciocinio que ilustra, una vez más, la sucesión de batallas ganadas en una guerra perdida.La primera premisa del silogismo es verdadera: las Farc son una organización clave en el negocio de la droga: en el cultivo, la producción y la comercialización de cocaína. La segunda premisa también es inobjetable: las Farc están debilitadas y podrían ser derrotadas. Pero las premisas anteriores no permiten concluir que el debilitamiento (o la caída) de las Farc significa la reducción (o la erradicación) del negocio de la droga. El narcotráfico es importante para las Farc. Pero las Farc son irrelevantes para el narcotráfico. Esa es la lógica del negocio.

El año 2007 fue el peor año en la historia reciente de las Farc. La muerte de varios cabecillas y la deserción de miles de sus miembros señalan su debilitamiento progresivo. Y tal vez definitivo. Pero el año 2007 fue tal vez el peor año en la guerra contra las drogas desde el escalamiento de la ofensiva antiguerrillera. La producción de cocaína probablemente cayó. Pero la caída fue compensada por las innovaciones en el transporte. Los decomisos de cocaína que hace la Armada de los Estados Unidos disminuyeron abruptamente el año anterior. Los decomisos habían aumentado de manera continua desde el año 2003, llegaron a 160 toneladas en 2006 y cayeron a 100 toneladas en 2007. “Los ‘malos’ se están moviendo más rápido que nosotros”, afirmó a mediados de mes un alto oficial de la Armada de los Estados Unidos. El jefe del Comando Sur, Jim Stavridis, fue más evasivo: “en un guerra de ofensa y defensa —dijo— hay que ajustar las tácticas permanentemente”. En esta guerra, en particular, hay que moverse todo el tiempo para permanecer en el mismo sitio.

Uno podría, como hizo el zar antidrogas, John Walters, en Medellín, tratar de echarle la culpa a Chávez. Pero las causas del fracaso son más complejas. Y más interesantes. La guerra contra las drogas está a punto de entrar en su fase submarina. Varios oficiales del gobierno de los Estados Unidos señalan que el fracaso reciente obedece en buena medida a la proliferación de “naves semisumergibles” que pueden transportar hasta 20 toneladas de cocaína prensada. En un patio de las oficinas centrales del Comando Sur, Stavridis decidió instalar una réplica de un submarino hechizo, construida por los investigadores de la Armada en un esfuerzo desesperado por entender la innovación artesanal que ha hecho de su guerra una empresa imposible.

Pero la innovación es sólo parte de la historia. Los submarinos también necesitan tripulantes: jóvenes dispuestos a arriesgar su vida en una aventura submarina por dos o tres mil dólares. En meses pasados, el diario estadounidense Los Angeles Times recogió el testimonio de un oficial de la Armada Nacional que interceptó un submarino cargado con droga en mar abierto. Cuando los periodistas le pidieron que describiera a los tripulantes, el oficial simplemente dijo: “están locos”. Pero la locura descrita (el arrojo de los tripulantes) es una forma corriente de la ambición. O de la desesperación. Es, en todo caso, inagotable.

Colombia, en últimas, debe prepararse para el futuro del narcotráfico después de la derrota (o de la transformación) de las Farc. Como ocurrió con una buena parte de los paramilitares, muchos frentes guerrilleros se convertirán en bandas independientes de narcotraficantes. En grupos armados dedicados a supervisar el cultivo de coca y la producción de cocaína. En proveedores de quienes controlan la flotilla de submarinos. En suma, el marchitamiento de las Farc no representa el fin del narcotráfico. Representa solamente un cambio en las formas de lucha de los narcotraficantes.
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Protesta y delirio

Colombia se ha convertido en un país monotemático. Cada comunicado de las Farc, cada declaración de Piedad Córdoba, cada opinión del presidente Chávez o del canciller venezolano, cada respuesta del presidente Uribe o de su gobierno, cada una de las vicisitudes de esta guerra de comunicados e improperios parece acaparar plenamente los espacios de los medios y la atención de la gente. No hay campo para más. Sólo una exigua minoría se atreve a pasar la página, a cambiar de canal o a poner otro tema. Pero el hartazgo razonable de unos cuanto es visto como el reflejo de una falencia moral, como un desapego calamitoso frente a las angustias de las víctimas y las maquinaciones de los victimarios.

Uno puede argumentar, con razón, que este clima de opinión es saludable, que ya era hora de volvernos monotemáticos y que, después de décadas de indiferencia, de muchos años de inacción y de complacencia, el país entendió por fin la magnitud de su desafío y el talante de su enemigo. Uno puede, igualmente, señalar que la fijación colectiva obligará a las Farc a darse cuenta de que lo único que comparten con el pueblo es (como escribiera alguna vez el ensayista alemán Hanz Magnus Enzensberger) el “rechazo que se profesan mutuamente”. Y uno puede, en últimas, argumentar que la atención nacional hará que las Farc entiendan la esquizofrenia de su lucha. “En la medida –escribe el mismo Enzensberger– en que el terrorismo todavía reclama motivaciones políticas, lleva esta locura a la práctica: convierte la guerra popular en guerra contra la mayoría de la población”.

Pero, más allá de sus efectos sobre la conciencia de los asesinos, la obsesión nacional con las Farc puede ser peligrosa. Puede, en primer lugar, sobre todo si el mensaje no es suficientemente claro, darles a las Farc una impresión de protagonismo. Y puede, en segundo lugar, como dice el mismo Enzensberger, conseguir que los terroristas transfieran al resto de la sociedad el delirio al que ellos mismo sucumbieron. Puede llevar “a la idolatría histérica del poder estatal y a la santificación de las fuerzas del orden”. La consigna debe ser “No más Farc”. Una y mil veces, si se quiere. Pero sin caer en la paranoia. En la histeria. Si las Farc nos contagian de su delirio, habrán ganado otra batalla. ————— Respuesta de Ramiro Bejarano a la columna de la semana anterior:
Adenda. Recojo el guante que con socarrona cobardía lanzó el taxónomo del régimen, Alejandro Gaviria, quien la semana pasada clasificó en forma insultante las opiniones adversas al Gobierno al que tanto le sigue debiendo. Con su proverbial arrogancia autocalificó su actitud como no arbitraria. Según el ambiguo ex subdirector de Planeación de Uribe, el único que piensa acertadamente es él, los demás no, sólo porque no tenemos los mismos intereses suyos en el Gobierno. Fue obvio que con su taimada postura hacía méritos o cumplía el encargo de insultarnos en clave a varios columnistas, o ambas cosas. Su argumento críptico es igual al discurso mezquino y desleal del otro Gaviria, José Obdulio. La diferencia es que Alejando posa de independiente, cuando tampoco lo es, y acusa a los demás de “dudosa ética”, cuando también carece de autoridad moral para erigirse en censor de la opinión ajena. Debió haber empezado por clasificar los lagartos y oportunistas, donde él es un espécimen fuera de concurso.

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Sobre la retórica pacifista de Chávez

Esta semana, las cancillerías de Colombia y Venezuela añadieron un nuevo capítulo a la guerra de palabras entre los dos países que comenzó hace ya más de dos meses. Primero el Canciller colombiano, en un tono vehemente, pidió respeto para el Gobierno y el pueblo colombianos. Y luego el Canciller venezolano, en un tono desafiante, señaló, entre otras cosas, que “el Gobierno colombiano no está comprometido con la paz, sino obsesionado… con la guerra”, que el “presidente Uribe está más preocupado por salvar las apariencias que por salvar las vidas de sus conciudadanos” y que “el comunicado de la Cancillería colombiana está plagado de cinismo e hipocresía”.

Sin ningún ánimo patriotero, simplemente con el deseo de señalar las contradicciones (el cinismo y la hipocresía, podría uno decir) de la Cancillería venezolana en particular y de la retórica bolivariana en general, vale la pena examinar algunas de las afirmaciones del comunicado de marras. Vale la pena, en particular, contrastar las palabras del Canciller venezolano con la cruenta realidad de la revolución bolivariana, con un legado violento que algunos desconocen y otros omiten de manera conveniente. En diciembre pasado, por ejemplo, el escritor colombiano William Ospina, sin ningún atisbo de ironía, con una seriedad de propósito y unas pretensiones líricas que recuerdan los discursos de Chávez o las peroratas de los peores dictadores tropicales, elogió “el carácter pacífico y democrático del actual proceso venezolano”.

Ya que el Canciller venezolano habla de la paz y de la importancia de salvaguardar vidas humanas, ya que William Ospina pone como ejemplo de civilización al “proceso venezolano”, conviene recordar (o para los no iniciados simplemente mencionar) algunas cifras. En números redondos, la tasa de homicidios en Venezuela ascendió el año pasado a 45 muertes por cada cien mil habitantes. En Colombia, la misma tasa estuvo alrededor de 40 homicidios por cada cien mil personas. Más de un venezolano fue asesinado cada hora. En los dos primeros días de este año, 63 personas fueron asesinadas violentamente en la ciudad de Caracas. Dadas las cifras anteriores, resulta paradójico que el gobierno venezolano quiera dar lecciones de paz. El “proceso venezolano” ha estado acompañado de un incremento inusitado de la violencia que contradice la retórica pacifista del comunicado de la Cancillería. Actualmente Venezuela no es un ejemplo de paz. Es tristemente un paradigma de la violencia.

El aumento de los homicidios es explicado, según las fuentes venezolanas, por una combinación de indiferencia e ineficiencia. El Gobierno de Chávez ha desdeñado sistemáticamente el tema de la seguridad personal. Además, el deterioro institucional generalizado (el empleo público se ha convertido en una forma perversa de distribución en favor de las personas leales al régimen) ha afectado de manera desproporcionada a la policía y a las fuerzas del orden en general. Mientras tanto algunos oficiales del gobierno, muchos de ellos ex militares, han propuesto distribuir armas entre los habitantes de los arrabales urbanos con el propósito de atenuar la violencia. Esta solución, piensa uno, no parece consecuente con el cacareado carácter pacífico del “proceso venezolano”.

Alguien podría afirmar que la violencia venezolana es diferente a la colombiana, que es espontánea, difusa, desconectada del alboroto de la política. Pero en últimas todas las muertes violentas son iguales en la contabilidad imprescindible del sufrimiento humano. Pero el gobierno bolivariano parece pensar de otra manera. Mientras lamenta la violencia de Colombia, “la resignación y desconsuelo… de la sociedad colombiana”, desdeña la violencia propia y la desesperación de sus gobernados. Así, la retórica pacifista de Chávez y de su Canciller suena vacía en el mejor de los casos. Y oportunista, en el peor. La caridad, dicen, comienza por casa. Y hasta ahora el gobierno venezolano ha sido indiferente ante la violencia propia, ante los muchos muertos que en su silencio dicen más que los largos pronunciamientos bolivarianos.

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Una taxonomía del antiuribismo

Esta columna propone una clasificación de la oposición política en Colombia, una taxonomía del antiuribismo. La clasificación es subjetiva pero no arbitraria. Debe leerse como una opinión sobre las opiniones. Como una caricatura de las caricaturas. Los argumentos políticos, en últimas, son más reiterados que originales. Son variaciones sobre la misma idea. Así, tiene sentido intentar una clasificación de las distintas especies que pueblan el panorama de la oposición política colombiana.

Cabe comenzar con el antiuribismo delirante que sostiene, como principal argumento, que el Presidente y sus colaboradores más cercanos son la continuación del cartel de Medellín. Los antiuribistas delirantes recurren a la estridencia para ocultar la falta de evidencia. Son pocos pero ruidosos. Llevan un largo tiempo insistiendo en varias hipótesis inverosímiles y proponiendo la responsabilidad familiar de las conductas delictivas o criminales. Los opositores delirantes son aficionados a ciertos remoquetes de mal gusto. Cultivan una estética tan cuestionable que sugiere, creo yo, una ética igualmente dudosa, un apego por la mentira y la exageración.

En segundo lugar cabe mencionar el antiuribismo obtuso, que rechaza la lógica y renuncia a los hechos, que parece haber abandonado cualquier pretensión de objetividad. Los antiuribistas obtusos son pensadores dobles, dados a sostener posiciones contradictorias casi simultáneamente. Decían, cuando las Farc anunciaron la liberación de algunos secuestrados, que el presidente Uribe había perdido el pulso político. Y dijeron, cuando el Gobierno reveló las mentiras de las Farc, que el presidente Uribe era un oportunista que había aprovechado una coyuntura especial para ganar el pulso político. La derrota es mala. Pero el triunfo es peor. Los opositores obtusos aducen, por ejemplo, que la seguridad democrática sólo ha permitido que algunos privilegiados regresen a sus fincas de recreo. La congestión navideña de las terminales de transporte, atiborradas de ciudadanos corrientes en busca de un milagro en la forma de una silla en una flota intermunicipal, no parece afectar sus convicciones, cambiar sus juicios. Los hechos no les interesan. Sus posiciones son inflexibles, inmunes a la realidad.

En tercer lugar habría que mencionar el antiuribismo suspicaz, que señala con preocupación los vínculos de políticos de la coalición uribista y ex funcionarios del Gobierno con los paramilitares. Los antiuribistas suspicaces indican algunas coincidencias comprometedoras, pero no hacen juicios definitivos. Insinúan sin acusar. Muchos de ellos se preguntan, con razón, por qué el presidente Uribe no ha pedido disculpas, como dijo que lo iba a hacer si pasaba lo que pasó, por el nombramiento de Jorge Noguera en el DAS. O por qué el Gobierno no muestra la diligencia y la osadía acostumbradas en la persecución internacional del ex gobernador Salvador Arana.

Por último, debe mencionarse el antiuribismo puntual, que denuncia los errores de las políticas y las decisiones del Gobierno. Los antiuribistas puntuales señalan, entre otras cosas, el crecimiento del asistencialismo, de los subsidios al sector privado (la profusión de zonas francas, por ejemplo), la improvisación de muchas decisiones (la fusión de los ministerios, por ejemplo), el clientelismo en el servicio exterior, la desinstitucionalización, etc. La crítica puntual pone de presente no tanto la perversidad del Gobierno como la inconveniencia y la mediocridad de algunas de sus decisiones.

Paradójicamente, el Gobierno les presta mucha más atención a las formas delirantes e irracionales de la oposición que a las formas más sensatas. A las primeras les contesta con comunicados, con alocuciones radiales, con insultos del mismo calibre. A las segundas, simplemente las confunde o las ignora. El Gobierno, en últimas, ha escogido la oposición que quiere tener, no la que piensa, no la que cuestiona, sino la que insulta y reniega de la razón.
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La mentira como principio

Hace ya más de 20 años, en 1985, Enrique Santos Calderón publicó un libro sobre las vicisitudes y los problemas del proceso de paz de Belisario Betancur. El libro (titulado La guerra por la paz) no sólo es un recuento de un proceso fallido, de lo que Laura Restrepo llamó en su momento la historia de un entusiasmo, sino también un documento histórico sobre la persistencia de la mentira, sobre la inveterada práctica del engaño y de la desinformación de la guerrilla colombiana en general y de las Farc en particular.

Gabriel García Márquez, quien escribió la introducción del libro de marras, señala, con una mezcla de sorpresa e indignación, las mentiras casi inverosímiles de las Farc. “Los guerrilleros —escribe García Márquez— se enredaron en su propia lógica. Don Manuel Marulanda, comandante supremo de las Farc, tuvo el desenfado de decir en una extensa entrevista de radio que su movimiento no había recurrido al secuestro y que las cuotas que les pagaban los hacendados eran voluntarias… Pero lo peor fue que Don Manuel dijo después en la misma entrevista que sí se había servido del secuestro, pero que ya no lo hacía ni lo volvería a hacer”.

Muchos años después, las Farc siguen en lo mismo: enredadas en su propia lógica, mintiendo y contradiciéndose. A mediados de septiembre de 2007, Raúl Reyes le dijo a Piedad Córdoba, quien, a su vez, le contó a la prensa nacional, que el Negro Acacio estaba vivo y que todos los secuestrados estaban bien de salud. Meses más tarde, las Farc reconocieron, con el mismo desenfado del que se quejaba García Márquez, la muerte del Negro Acacio, y la opinión nacional conoció con espanto el precario estado de salud de algunos de los secuestrados. La continuidad en la mentira es evidente. Basta una simple interpolación para pasar de la entrevista radial de Marulanda a las declaraciones de Reyes y a la falsa entrega de Emmanuel.

Todas las verdades son iguales. Pero cada mentira es falsa a su manera. Muchas de las mentiras de las Farc son más elaboradas que las simples negativas burdas de Marulanda y Reyes. Las Farc son expertas en teorías de conspiración, en la mención repetida (e infundada) de enemigos agazapados, de adversarios ocultos. “Allí estará la mano siniestra de los Estados Unidos”, dijo esta semana la agencia de noticias Anncol en referencia a los análisis genéticos sobre la identidad de Emmanuel. “Todos los exámenes que ellos hagan demostrarán que ese niño ‘es Emmanuel’. Habrá en consecuencia dos Emmanuel. Sólo su madre sabrá cuál es el verdadero, el de ella”. Esta mezcla de romanticismo barato y de teoría de conspiración (del mal gusto y la mentira) haría ruborizar hasta al mismo Oliver Stone.

El libro mencionado hace referencia a una cita de Aleksandr Solzhenitsyn que hoy sigue siendo tan exacta como hace dos décadas. Decía el novelista ruso que la violencia sólo puede ser ocultada por la mentira y que la mentira sólo puede mantenerse por la violencia. Como escribió Enrique Santos Calderón, “quien proclame la violencia como método, se verá obligado a adoptar la mentira como principio”. Veinte años después, esta predicción se confirma nuevamente y en cabeza de los mismos protagonistas. Si algo ha quedado demostrado en la devolución fallida de Emmanuel, en todo este incidente inverosímil, es la complementariedad siniestra entre la violencia y las mentiras de las Farc.
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Sobre la violencia superficial

La prensa colombiana publicó esta semana el espeluznante testimonio de una joven ex guerrillera de las Farc que tuvo bajo su cuidado a varios de los diputados vallecaucanos asesinados a mediados de año. “Durante el día —relata la joven— tenían la cadena en las manos, y en la noche en los pies. Cuando iban para el baño les soltábamos una mano, pero la otra seguía amarrada. Cuando orinaban, era delante de nosotros, y para las otras necesidades amarrábamos la cadena a un palo, pero no dejábamos de mirarlos”. Uno de los diputados –relata también la ex guerrillera– “repetía que prefería mil veces que lo mataran a seguir pasando esa pena, y no me recibía comida”. El testimonio no deja dudas: las Farc aniquilaron primero el espíritu de los secuestrados y luego procedieron a eliminarlos físicamente. Como escribiera Primo Levi con respecto a las víctimas de los campos de concentración alemanes, “la chispa divina murió en ellos. Uno vacila en llamarlos vivos. Uno vacila en llamar muerte a su muerte”.

El testimonio de la ex guerrillera invita no sólo al repudio, al rechazo sin atenuantes, sino también a la reflexión, a la búsqueda de una explicación, de un entendimiento acerca de las causas del mal. Lo primero que llama la atención, en el caso de las Farc, es la inexistencia de una convicción ideológica sólida, de un fervor doctrinario que nuble la moral y motive la crueldad. Las Farc siempre han carecido de un liderazgo ideológico fuerte y fundamentado: Manual Marulanda no es Abimael Guzmán. Las Farc no son tanto un ejército de cruzados, como una organización de mercenarios. En últimas, la magnitud de los crímenes de las Farc contrasta con la superficialidad de su ideología.

La crueldad de las Farc tampoco es el resultado de la patología, de una perversión psicológica. Los jefes guerrilleros parecen, según los muchos testimonios, “terriblemente normales”: preocupados de asuntos mundanos (los resultados del fútbol profesional), aficionados a gustos burgueses (el agua embotellada), dados a la conversación fácil, a una camaradería desafiante que ha confundido a tantos interlocutores, nacionales y extranjeros. Tal como escribió Hannah Arendt en alusión a los criminales nazis, “el hecho maligno no puede ser rastreado hasta una particularidad de la maldad, hasta alguna patología o hasta alguna convicción ideológica del perpetrador”. La explicación tiene que buscarse en otra parte.

La crueldad de las Farc puede ser explicada por un conjunto de circunstancias mencionado por la misma Arendt con relación a los criminales nazis: la inhabilidad para pensar, para razonar más allá de fórmulas preconcebidas. Las Farc son una organización desconectada de la realidad. Incapaz de aceptar los hechos, de verse como la ven los otros. El aislamiento ha contribuido a la anulación del pensamiento, a la suspensión del juicio y ha facilitado una forma de violencia superficial, casi enigmática. Precisamente lo que Arendt llamaba la banalidad del mal.

En el caso específico de las Farc, la banalidad del mal se caracteriza por una forma extraña de racionalidad, por la sofisticación de los medios cuando los objetivos (la toma del poder) se tornan inalcanzables. No es que el fin justifique los medios violentos: es que éstos se han convertido en el único fin. Quisiera estar equivocado. Pero las muchas opiniones, incluida la de monseñor Castro, que señalan un viraje humanitario de las Farc, me parecen equivocadas, desconocedoras, en últimas, de la incapacidad de pensamiento de una organización que parece haber caído en una dinámica descendente de violencia superficial.
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El nuevo autoritarismo

La escogencia de los personajes del año, realizada de manera previsible, casi mecánica, por la mayoría de los medios escritos, nacionales e internacionales, es un ejercicio riesgoso, un juicio histórico hecho sin la distancia adecuada. El resplandor del presente, sobra decirlo, impide una visión apropiada del panorama de la historia. Más que un juicio sobre el pasado, la escogencia de los personajes del año constituye, en mi opinión, una reflexión acerca del futuro. Es un ejercicio en futurología. Una extrapolación problemática pero interesante.

Así debería entenderse, como una predicción ominosa, la escogencia de Vladimir Putin como el personaje del año por parte de la revista Time. Putin representa, según los editorialistas de la revista, la estabilidad antes que la libertad, el orden antes que la democracia. “Con un costo significativo sobre los principios y las ideas valoradas por las naciones libres, Putin ha protagonizado un extraordinario acto de liderazgo al llevar la estabilidad a una nación que nunca la ha conocido”. La revista aclara que la elección no es un honor. Ni tampoco una muestra de respaldo. Es simplemente un juicio realista. Una opinión sobre el futuro del mundo.

Casi dos décadas después del optimismo que sobrevino a la caída del muro de Berlín, la revista Time toma partido en favor del pesimismo y en contra del idealismo liberal (y neoconservador), de la idea optimista de que la democracia liberal prevalecería, impulsada por el poder de la diplomacia o de los cañones. Time acepta con resignación los extravíos de la democracia, el surgimiento del autoritarismo y el retroceso de la libertad. Admite la sumisión voluntaria de la mayoría ante un poder ordenado, meticuloso y proveedor. Los rusos, como lo dijera Ettienne de La Boéite en el siglo XVI, parecen no tanto haber perdido su libertad, como ganado su servidumbre. El sacrificio de la libertad, en opinión de la mayoría, es un costo menor en busca de la estabilidad y la prosperidad.

A escala mundial, Putin representa una corrección histórica, el regreso del péndulo hacia el autoritarismo. En palabras del periodista Robert D. Kaplan, “aunque el movimiento hacia la democracia después del fin de la guerra fría fue un triunfo para la filosofía liberal, el péndulo terminará por estabilizarse en la mitad entre los ideales liberales y las realidades de Hobbes”. Putin es el punto de descanso del péndulo, el símbolo del nuevo autoritarismo, la demostración palpable de que un sistema antiliberal puede ser percibido como legítimo si brinda estabilidad e impulsa el crecimiento económico.

La selección de Putin como personaje del año es una aceptación implícita del retroceso de la democracia liberal y del avance del nuevo autoritarismo. De una forma de gobierno que no destruye la voluntad pero la ablanda, que no esclaviza al hombre pero lo inhibe. Y “que finamente -como escribió Alexis de Tocqueville- reduce cada nación a nada más que un rebaño de animales tímidos y trabajadores con el gobierno como su pastor”. Putin representa, en últimas, la nueva imagen del antiliberalismo, la personificación perfecta del despotismo del siglo XXI.
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Los chuzados

Como seguramente lo señalarán los historiadores del futuro, existe un elemento común en la historia de Colombia de las últimas décadas: las interferencias secretas, las conversaciones grabadas ilegal o fortuitamente. El escándalo político más grande de nuestra historia reciente comenzó con una conversación interceptada, con los famosos narcocasetes. Otros casetes, grabados por un radioaficionado medio ciego, revelaron el escabroso papel de la Fuerza Pública en el holocausto del Palacio de Justicia: “que no nos pongamos a pararnos en municiones o en destrozos que haya que ocasionar… que haya acción… cambio”. Recientemente —ya en desuso los casetes y en abuso los archivos electrónicos—, unas conversaciones interferidas ilegalmente revelaron los extravíos del proceso de paz más cuestionado en nuestra ya larga historia de impunidades pactadas. Las interceptaciones han servido incluso para el entretenimiento, para el deleite voyeurista de los aficionados al reality de la política. En los últimos años hemos escuchado diálogos domésticos entre hermanos, tratos impúdicos entre ministros, imprecaciones presidenciales en tono mayor. De todo.

Aparentemente la cosa viene de atrás. Cuentan los testigos, los que tuvieron acceso a las trastiendas del poder en la época previa a los casetes, en los tiempos de las cintas que fueron también los del Frente Nacional, que en la residencia presidencial de entonces existía una pequeña habitación donde se almacenaban miles de cintas con conversaciones de personajes destacados. Las cintas contenían un registro inédito de la historia nacional. Pero no eran simples testimonios. No eran sólo actas habladas de decisiones y actuaciones previas. Eran testimonios activos. Las grabaciones, sobra decirlo, no sólo registran la historia: pueden también cambiarla.

Las grabaciones ilegales registran el pasado, retratan el presente y pueden cambiar el futuro. La mayoría describe hechos extraordinarios con una entonación familiar, como si se tratase de una epopeya de Hollywood doblada por actores nacionales. Dice el escritor chileno Roberto Bolaño: “las voces que llegan del espacio exterior están rediseñando esta isla infantil llamada Chile: nos enseñan con vara de maestro nuestra realidad, nos piden que abramos los ojos y que abramos también las orejas”. La referencia geográfica es irrelevante. Un detalle circunstancial, pues la idea de fondo es la misma en Colombia y en Chile: las voces interceptadas cuentan y hacen la historia al mismo tiempo.

Las grabaciones (como las cámaras) cambian a los protagonistas. Probablemente muchos funcionarios (y otros tantos personajes de la vida nacional) sienten que están haciendo parte de una representación. Saben que la audiencia es grande. No hablan sólo para sus interlocutores, sino también para el público en general. O simplemente callan. En fin, los que se temen chuzados nunca son sinceros. Son actores de radionovela.

Dice el mismo Roberto Bolaño: “las voces, como si se tratara de una radionovela, están actuando para nosotros, pero sobre todo están actuando para ellos mismos. Por fin han encontrado el papel de su vida… frente a ellos estamos nosotros, desarmados, pero mirando y escuchando”. Frente a ellos estamos todos. Entretenidos y espantados mientras pasa la historia de Colombia convertida en radionovela, en diálogos recurrentes entre personajes “chuzados”: los protagonistas de una comedia que no parece tener fin.