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Sobre la conciencia humanitaria de la nación

Muchos analistas y comentaristas nacionales han interpretado el drama (y la encrucijada) de los secuestrados de las Farc como una muestra fehaciente de nuestras falencias morales, de nuestra inveterada falta de conciencia y solidaridad. Los juicios sociológicos (los dictámenes indignados) están a la orden del día. Aparecen por todas partes, con la insistencia estentórea de los lugares comunes. “¿Esta será una prueba de que Íngrid está viva, o de que nuestra sociedad está muerta?”, pregunta retóricamente el caricaturista Vladdo. “Los videos… le hacen a uno preguntarse qué sentido tiene pertenecer a un país que es capaz de producir esta barbarie silenciosa que se siente de manera íntima, pero que no impulsa a la gente a protestar en las calles, ni a salir a mostrar su indignación”, afirma rudamente la columnista María Jimena Duzán. “Lo que está hoy en juego es qué tanta conciencia humanitaria tiene esta nación”, anuncia perentoriamente el analista Ricardo Santamaría.

La tendencia a explicar muchos de nuestros problemas, antiguos o recientes, como el reflejo de una supuesta perversión moral de la sociedad colombiana tiene una larga tradición. Tanto la izquierda como la derecha adornan sus discursos con diagnósticos culposos, con reflexiones indignadas sobre el alma nacional. Los colombianos, como alguna vez escribiera Gabriel García Márquez, nos deleitamos mirándonos en el espejo de nuestras propias culpas. Reales o inventadas. Somos un país aficionado a la autoflagelación. A la inculpación colectiva. A los golpes de pecho. “Colombia es el peor país del mundo… En sus arrugas montañosas se encajona el espíritu y entre sus valles calurosos, donde zumban los mosquitos, se avinagra el alma”, escribe Fernando Vallejo. Y muchos de nuestros columnistas (“se dicen partes, pero se sienten jueces”) parecen estar de acuerdo.

Pero, en mi opinión, los juicios sociológicos son equivocados. Indemostrables, en el mejor de los casos. Falsos, en el peor. No creo en las sociedades buenas o malas. Ni tampoco en la existencia colectiva (o generalizada) de ciertas falencias morales: la indiferencia, la obsecuencia, la insolidaridad, etc.. Creo, incluso que, al menos en el caso que nos ocupa, los colombianos estarían dispuestos a llevar la solidaridad a extremos insospechados. Algunos colombianos, en mi opinión, estarían dispuestos a intercambiarse por secuestrados que nunca han visto en sus vidas. O a donar una parte de sus posesiones para reducir el sufrimiento de las víctimas. Así, la pregunta retórica de Vladdo (entre otras opiniones) me parece no sólo falsa, sino también injusta.

Muchos colombianos se oponen al despeje no por insolidaridad. No por una incapacidad perversa de ponerse en el lugar del otro o por una indiferencia ancestral ante el sufrimiento ajeno, sino por un escepticismo aprendido, por un convencimiento de que el despeje no disminuirá el sufrimiento y podría incluso multiplicar la barbarie. Probablemente las protestas contra el secuestro seguirán creciendo en el futuro. Pero el rechazo colectivo, el ímpetu de la indignación, siempre tendrá que vencer la certeza sobre la futilidad de los actos políticos, sobre la sordera de las Farc al clamor generalizado.

En fin, Colombia no es la culpable de lo que está sucediendo: es la víctima. La dimensión de nuestra tragedia se manifiesta, entre otras cosas, en la necesidad de repetir lo obvio. Así, dejar de lado la culpa colectiva, rechazar los juicios sociológicos, es, en mi opinión, un paso importante en busca de la unidad nacional, del consenso necesario para lo que viene, para el diálogo inevitable entre una sociedad victimizada y sus victimarios. Los alegatos autoflagelantes no sólo reiteran un lugar común que ha hecho mucho daño y ha logrado muy poco, sino que promueven precisamente lo que pretenden combatir: la insolidaridad y la indiferencia. En últimas, el exhibicionismo moral no sólo es, en esencia, deshonesto, sino que también es, en la práctica, contraproducente.
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Una comedia anunciada

“Este mundo es una comedia para quienes piensan, y una tragedia para quienes sienten”, escribió hace más de dos siglos el aristócrata inglés Horace Walpole. El enfrentamiento entre Álvaro Uribe y Hugo Chávez tiene mucho de ambas cosas. Para quienes piensan, es una comedia de vanidades. O de errores. O de equivocaciones. Para quienes sienten, es una tragedia de infortunios. O de frustraciones. O de falsas ilusiones.

Ya casi todo se ha dicho sobre el tema. Tanto así que las reiteraciones parecen inoficiosas, superfluas. Quisiera, sin embargo, insistir una vez más sobre lo mismo, señalar un último punto. En el discurso de Calamar, el presidente Uribe dijo, entre otras cosas, que el presidente Chávez no estaba interesado en la paz de Colombia, sino en el fortalecimiento de la guerrilla. Esta denuncia es obvia en retrospectiva. Pero también lo era en prospectiva. Uribe pudo haber dicho lo que dijo hace tres meses o tres años. Para anticipar el fracaso de la intermediación de Chávez, no era necesario ningún poder de adivinación. Bastaba consultar la evidencia. Hacer un poco de memoria.

La relación del presidente Chávez con la guerrilla colombiana tiene una historia larga y conocida. Cabría recordar, por ejemplo, el caso de José María Ballestas, el guerrillero del Eln que dirigió el secuestro de un avión de Avianca en 1999. En el año 2001, Ballestas fue capturado en Caracas, donde vivía amparado por una identidad falsa y unas autoridades complacientes. Una vez capturado, Ballestas fue liberado por orden directa del presidente Chávez, y sólo fue entregado a la justicia colombiana después de muchas rogativas y gran presión internacional.

Cabría también recordar las audacias de Miguel Quintero, asesor y amigo de Chávez, quien tuvo que refugiarse en Cuba hace algunos años, después de que el gobierno de los Estados Unidos llamara la atención sobre sus operaciones encubiertas en favor de la guerrilla colombiana. O cabría simplemente citar las declaraciones de Heinz Dieterich (el principal mentor intelectual de Chávez) pronunciadas en los meses previos al referendo revocatorio venezolano de 2004. “El referendo —dijo Dieterich— es una batalla decisiva entre el eje oligárquico-imperial y el eje presidencial-patriótico. Perder esta batalla significa perder la guerra. Perderlo todo. Crearía una situación extremadamente peligrosa y dejaría… a las Farc y al Eln en Colombia y a los demás movimientos sociales progresistas de toda la Patria Grande sin horizonte estratégico concreto”.

Todo lo anterior era conocido cuando el presidente Uribe decidió la malograda y malhadada intermediación del presidente Chávez. La frase de Dieterich, por ejemplo, no deja dudas sobre las intenciones de Chávez y sus asesores. El fracaso era previsible. El juego con fuego ya prefiguraba la chamuscada. La comedia y la tragedia estaban anunciadas. Como en el caso de Jorge Noguera o de Salvador Arana, el presidente Uribe tomó la decisión equivocada con la información en la mano, con las cartas puestas sobre la mesa. Un poco de suspicacia (o de memoria) hubiese sido suficiente para advertir el desenlace final, para anticipar las consecuencias negativas de este otro nombramiento equivocado.
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Sobre la «solución humanitaria»

Mucho se ha hablado de las circunstancias, de los incidentes (de la imprudencia de uno, de la impaciencia del otro) que llevaron al intempestivo final de la intermediación del presidente Chávez en las conversaciones con las Farc para la liberación de los secuestrados. Pero poco se ha dicho sobre las causas últimas de este nuevo tropiezo. En mi opinión, el llamado intercambio humanitario es un resultado improbable, casi un imposible estratégico. El resultado previsible de las negociaciones (presentes y futuras) es un aplazamiento indefinido con inicios promisorios y terminaciones abruptas. En fin, más de lo mismo.

Mi pesimismo está basado en las motivaciones estratégicas de las Farc. Un primer punto es evidente. Las Farc no tienen ningún futuro político. Ninguna posibilidad de reunir un apoyo electoral significativo. Ni siquiera en el ámbito regional. Su impopularidad es inmensa e irreversible. Chávez hizo pública esta semana su intención de convencer a las Farc acerca de las ventajas de la vía democrática, de los votos como mecanismo revolucionario. Uribe incluso apoyó la idea con entusiasmo. Pero esta intención compartida es ilusoria. Las Farc conocen bien sus posibilidades electorales. Anticipan la ausencia de un futuro político más allá de la intimidación armada.

Económicamente las Farc son una federación de cultivadores y comercializadores de droga. Políticamente son una organización dedicada a la administración y el mantenimiento de campos de concentración inexpugnables. Sin mayores posibilidades electorales, las Farc sólo tienen una alternativa real de protagonismo político: mantener indefinidamente su botín humano, aplazar eternamente la liberación de los secuestrados. Probablemente las Farc estén dispuestas a revelar alguna información parcial (las llamadas pruebas de supervivencia) a cambio de ciertas ventajas tácticas. Pero nunca liberarán a los secuestrados voluntariamente. Al hacerlo, nada ganarían. Y perderían toda influencia política.

Muchos analistas consideran que el intercambio humanitario es un primer paso hacia las negociaciones de paz, un asunto práctico que debe abordarse con antelación a la discusión política. Pero quienes así piensan están equivocados. Olvidan que la liberación de los secuestrados implica la muerte política de las Farc. Las Farc no liberarán a los secuestrados para facilitar una negociación; los retendrán indefinidamente para conservar su influencia. Tristemente la única transacción posible con las Farc consiste en hacer concesiones ciertas a cambio de promesas falsas. En suma, el intercambio humanitario no es el primer punto de la agenda, es el único punto pues compromete el futuro político de las Farc.

No son muchas las salidas para esta encrucijada estratégica. La respuesta racional a la extorsión consiste en amarrarse las manos, en comprometerse a no negociar. Pero por razones políticas y humanitarias tal respuesta es inviable. Habría, entonces, que tratar de limitar la exposición internacional de las Farc, su aprovechamiento político de los secuestrados. Pero algunos países querrán negociar directamente la liberación de sus nacionales. En últimas, como alguna vez dijo Joseph Brodsky, la verdadera responsabilidad consiste en no crear ilusiones. Al menos, por ahora, el Gobierno debería reconocer que la “solución humanitaria” implica la renuncia por parte de las Farc a su único recurso político: los secuestrados. Un hecho improbable, sin duda.
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Un mundo feliz

En 1932, hace ya 75 años, fue publicada por primera vez la célebre novela del escritor británico Aldous Huxley, Un mundo feliz. La novela recrea un mundo estratificado, poblado por hedonistas sin alma, donde el placer ha sido institucionalizado, la felicidad es distribuida en pequeñas cápsulas de una droga mágica y la promiscuidad sexual es la norma socialmente aceptada, la forma casi obligatoria de multiplicar la felicidad neumática de los encuentros humanos. El mundo feliz de Huxley es también un mundo de estabilidad social. La población ha sido condicionada para aceptar la felicidad artificial. Ha perdido la libertad de manera dócil. Los habitantes de Utopía son esclavos voluntarios de una especie de superutilitarismo impuesto por medio de artilugios científicos.

Setenta y cinco años después, algunas de las predicciones de Huxley parecen, como diría García Márquez, aterradoras en su clarividencia. El consumismo compulsivo, la promiscuidad generalizada, los avances de la biología, el uso masivo de alucinantes, etc., fueron anticipados por la novela. Así, muchos críticos del capitalismo señalan la validez de las predicciones y la relevancia de las advertencias de la novela de Huxley. Pero tal insistencia es equivocada. Más allá de las apariencias, de las coincidencias del paisaje, las advertencias de Huxley son irrelevantes. Sus temores, infundados. Falsos, en mi opinión.

En el año 2007, la gran preocupación de los países desarrollados, de los centros del capitalismo mundial, no es la felicidad artificial. Todo lo contrario. La preocupación parece ser la llamada paradoja de Easterlin, la aparente desconexión entre la riqueza y el bienestar subjetivo, el supuesto fracaso de las sociedades más avanzadas en la búsqueda de la felicidad. El capitalismo depende demasiado de las exigencias del super yo para caer en la trampa de la felicidad pasiva. Está animado por una mística, por una lógica que nada tiene que ver con la decadencia generalizada, con los hedonistas hipnotizados de Huxley.

Como lo ha señalado Christopher Hitchens, las drogas tampoco se han convertido en un mecanismo de control estatal. De nuevo: todo lo contrario. Algunos han acusado a los instigadores del capitalismo en Rusia de reducir deliberadamente los precios del vodka. Otros han acusado a la CIA de distribuir cocaína en los barrios deprimidos de las grandes ciudades norteamericanas. Pero tales acusaciones son fantasiosas. El capitalismo ha sido el principal patrocinador de la guerra contra las drogas. En contravía a lo advertido por Huxley, las autoridades capitalistas quieren mantener sobrios a sus súbditos. La distribución de pildoritas de la felicidad como forma de control social es una fantasía. Una pesadilla irreal. Otra de las predicciones erradas de la novela de Huxley.

Huxley planteaba que, con el tiempo, los gobiernos capitalistas resolverían el problema de la felicidad, convertirían a sus súbditos en consumidores dóciles, esclavizarían al pueblo mediante la estrategia engañosa de la felicidad. Pero Huxley señaló, en mi opinión, al enemigo equivocado. El consumismo y los alucinantes no son instrumentos de dominación. Pueden ser incluso liberadores. Los enemigos de la libertad no utilizan las armas sutiles del capitalismo. Usan los instrumentos ordinarios de la violencia y la intimidación: los campos de concentración, los delatores, la policía, los fusilamientos, etc.

En fin, setenta y cinco años después de la publicación de Un mundo feliz, el problema de la felicidad sigue sin resolverse. Pero el totalitarismo sigue, en todo caso, tan amenazante como siempre.
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El problema del empleo

El gráfico que acompaña este comentario, tomado del Regional Economic Outlook, publicado esta semana por el Fondo Monetario Internacional, muestra la evolución de la tasa de desempleo en Colombia desde una perspectiva comparada. Dos hechos son evidentes. Primero, la tasa de desempleo en Colombia es la más alta entre los países grandes de la región: Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Perú, México y Venezuela. Y segundo, la disminución del desempleo, durante la fase de recuperación económica que comenzó en 2002, ha sido continua pero lenta en Colombia, al menos en comparación con lo ocurrido en Argentina y Venezuela.

¿Cómo explicar los dos hechos mencionados? Yo creo que la explicación tiene necesariamente que mencionar otros tres hechos, ampliamente discutidos en este espacio. A saber: (i) los impuestos y contribuciones al trabajo en Colombia (53% en total) son los más altos de América Latina, (ii) el salario mínimo como porcentaje del ingreso medio en Colombia (80%) es el segundo más alto de América Latina, y (iii) el precio relativo del trabajo con respecto al capital ha aumentado sustancialmente desde el año 2002. No existe un artículo académico que pruebe de manera contundente la relación entre lo mencionado en este párrafo y lo descrito en el anterior. Pero sí existen muchos artículos que sugieren una relación causal, que conectan causalmente los hechos mencionados.

Creo que la pobre dinámica del empleo sigue siendo el principal problema de la economía colombiana. Y creo también que este problema es causado por una combinación de malas políticas, que se remonta a la aprobación de la Ley 100 de seguridad social y que se ha profundizado durante este Gobierno. Infortunadamente, las perspectivas no son buenas. Y si nos atenemos a lo dicho por el Presidente en este fin de año, las malas políticas seguirán empeorando.

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Turismo bolivariano

Iván Márquez es tan sólo el último de los invitados de honor al palacio de Miraflores. Hace apenas unos días, la modelo británica Naomi Campbell recorrió las escalinatas del palacio presidencial venezolano, ataviada en un vestido blanco, exquisitamente revolucionario, según las versiones de la prensa caraqueña. Campbell no quiso hablar de política pero posó sonriente al lado del presidente Chávez. Hace unos meses, el conocido actor Sean Penn fue recibido con honores de Estado. “Vine buscando un gran país y lo encontré”, declaró sonriente a los periodistas que cubrían su aventura revolucionaria. Hace ya dos años, el cantante Harry Belafonte, de 79 años, fue el invitado de honor del programa Aló, presidente. “Viva la revolución”, gritó extasiado al final de la que pudo haber sido su última aparición televisada. El actor Danny Glover y el reverendo Jesse Jackson, entre muchos otros más, también visitaron Miraflores y también respondieron con encomios a la generosidad del presidente Chávez.

Pero el turismo revolucionario no es sólo un asunto de celebridades. La ONG norteamericana Global Exchange, con sede en San Francisco, ofrece una gira de dos semanas por los extramuros de la revolución bolivariana. Los visitantes pueden reunirse con los oficiales de la revolución, participar en los círculos bolivarianos y recorrer las barriadas de Caracas. En fin, pueden observar de cerca los vientos del cambio, la gran transformación revolucionaria. Al final de la gira, los visitantes son llevados a la exclusiva playa de Los Roques, con el fin de complementar su experiencia sociológica con una pausa caribeña, con un instante para la reflexión. Como dicen los biógrafos de Chávez, Cristina Marcano y Alberto Barrera, “desde ese lugar exclusivo, los visitantes podrían evaluar mejor la experiencia de conocer la revolución en vivo y en directo. No todo en la vida es pobreza”.

Cansados de la quietud democrática, exasperados por el gradualismo liberal, los turistas revolucionarios llegan a Venezuela en busca de aventuras sociológicas. Quieren ver el mundo en movimiento. Sentir la fuerza del cambio. Marchar la marcha de la historia. Los anima una idea romántica de la violencia justiciera, de los dictadores tropicales. No quieren, como los turistas sexuales, aliviar el cuerpo. Buscan, por el contrario, recrear el alma.

Venezuela se ha convertido en el destino favorito del turismo revolucionario. Según sus propios testimonios, los turistas viajan en la búsqueda de un mundo distinto. “La idea es encontrar una alternativa”, le dijo recientemente un turista francés a un reportero del New York Times. “Si no se encuentra en Venezuela, no se encuentra en ninguna parte”. Los visitantes ven en la revolución bolivariana una posibilidad distinta a la hegemonía norteamericana o al neoliberalismo. Perciben en Venezuela una luz de esperanza en medio de la oscuridad planetaria.

Pero tarde o temprano los turistas revolucionarios abrirán sus ojos. La alternativa chavista comienza a revelarse con toda su fuerza. Venezuela va en camino de convertirse no sólo en una dictadura, sino también en uno de los países más violentos del mundo. Con el tiempo, los turistas revolucionarios buscarán otros destinos más seguros. Y Caracas será visitada solamente por modelos en desgracia y actores renegados. Y quizás también por uno que otro guerrillero envejecido.
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¿Qué pasó en Medellín?

Esta columna presenta una explicación inédita de la gran sorpresa de las elecciones de la semana anterior: el triunfo de Alonso Salazar en la ciudad de Medellín. Quisiera comenzar la explicación con un reconocimiento: las firmas encuestadoras pasaron el examen. Todas lograron predecir los ganadores de las elecciones en las principales ciudades del país, con una excepción notable: la ciudad de Medellín, donde ninguna pronosticó el triunfo de Salazar, donde el error fue unánime, general. Un mal de todas y un consuelo para cada una.


¿Qué pasó en Medellín? La mayoría de los encuestadores han ofrecido una explicación empaquetada, una excusa genérica. “Las encuestas señalaron la tendencia”, dicen en coro. “Las últimas mediciones —insisten— mostraban que Salazar iba perdiendo pero que venía recortando terreno”. “Seguramente —especulan— Salazar ganó en el último envión, en el esfuerzo final del último fin de semana”. Esta explicación deja mucho que desear, es una forma de racionalización ex post que tiene la gran ventaja de no ser verificable. Además, en el caso de Medellín, un examen detallado de las encuestas no permite discernir ninguna tendencia. Si acaso, la tendencia favorecía a Luis Pérez. En suma, la explicación dada por los encuestadores es incompleta en el mejor de los casos. Y equivocada (deliberadamente engañosa) en el peor.


¿Qué pasó, entonces? En mi opinión, los encuestadores sobreestimaron la participación electoral de los residentes en los estratos bajos, lo que, a su vez, los llevó a sobreestimar el caudal electoral de Luis Pérez, el candidato perdedor. En Medellín, el porcentaje de votantes es mucho menor en los estratos bajos que en los altos; en Bogotá, Cali y Barranquilla, es muy similar. Los datos de la Encuesta Social y Política (ESP) de la Universidad de los Andes muestran, por ejemplo, que en las elecciones presidenciales de 2006 la participación electoral en Medellín fue 42% en el estrato uno, 54% en el estrato dos, 62% en el estrato tres y 80% en los estratos cuatro, cinco y seis. Los porcentajes correspondientes para las ciudades de Bogotá, Cali y Barranquilla, consideradas de manera conjunta, fueron: 63%, 60%, 65% y 68%. Las firmas encuestadores actuaron como si todos los estratos tuvieran una participación similar o confiaron en los reportes (muchas veces exagerados) sobre intención de voto. Este comportamiento afectó seriamente sus predicciones en Medellín pero no causó mayores distorsiones en Bogotá, Cali y Barranquilla. En la ciudad de Medellín, las encuestas sumaron votos inexistentes en algunos barrios de estratos bajos, precisamente donde el candidato perdedor tenía una mayor aceptación.


La menor participación electoral de los estratos bajos implica que los votos del estrato cuatro son determinantes en Medellín. Paradójicamente, la baja participación de los estratos bajos protegió a Medellín del oportunismo electoral y de las promesas populistas. Tanto en Medellín como Bogotá, los ciudadanos más pobres favorecen algunas formas dudosas de intervención estatal y rechazan algunos aspectos esenciales de la economía de mercado. Estas opiniones tienen más fuerza electoral en Bogotá que en Medellín, simplemente porque los pobres votan con mayor asiduidad en la primera que en la segunda. La diferencia entre ambas ciudades no radica, entonces, en las preferencias políticas, sino en las tasas de participación electoral de los estratos bajos.


La conclusión del análisis previo es inquietante. Aparentemente la elección de Alonso Salazar no fue el resultado de la madurez política, de la fuerza del voto de opinión o de la responsabilidad ciudadana, como lo han afirmado varios analistas. El triunfo de Salazar parece, más bien, haber obedecido a un hecho circunstancial, fortuito y (al mismo tiempo) olvidado por los encuestadores: la desidia electoral de los pobres de Medellín.

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Un decreto deplorable

En época de elecciones, los opinadores de oficio anuncian sus votos, confiesan sus preferencias, exaltan a sus candidatos, etc. Yo quiero alejarme de esta tradición. Hablar de otra cosa. Votar en silencio. El proselitismo de periódico, los votos cantados de los columnistas, nunca logran su cometido. Los votantes leen para justificar sus decisiones, no para cambiarlas. Quieren encontrar disculpas, no razones. En el mejor de los casos, los columnistas refuerzan las convicciones de los ya convencidos, los votos de los ya decididos.

Así, en lugar de hablar de política electoral, de sumarme a la cacofonía partidista, quiero hacer una denuncia, señalar una arbitrariedad que ha pasado desapercibida, que ha sido reprimida por el estruendo de las elecciones. Me refiero, ya para entrar en materia, al decreto 1373 de 2007, expedido en abril por la Presidencia de la República. El decreto en cuestión ordena a todos los establecimientos de educación preescolar, básica y media la incorporación en su calendario académico de cinco días de receso “en la semana inmediata anterior al día feriado en que se conmemora el descubrimiento de América”. Según el Gobierno, el decreto de marras busca, entre otras cosas, “la recreación familiar y el uso del tiempo libre entre los escolares”.

Habría que señalar, en primer lugar, la patente arbitrariedad de este extraño decreto, la indebida injerencia del Ministerio de Educación en la autonomía de los colegios para decidir la distribución de los días de descanso en el calendario escolar. Muchos padres de familia han protestado por este exceso regulatorio, con una mezcla de extrañeza y desespero. “Este es el decreto más absurdo que hayan podido aprobar. ¡Por Dios!, todavía se ven padres de familia comprando útiles escolares y ya salieron los estudiantes a vacaciones”, escribió una madre indignada en la sección de comentarios de un diario de provincia. Otras opiniones le hicieron eco a la indignación. “Este decreto es realmente absurdo. Primero, porque no es necesario ningún receso cuatro semanas después del inicio del año escolar… Segundo, porque muy pocos bolsillos aguantan una actividad vacacional en esta fecha”. “¿Por qué cuando pensaron en el receso para los estudiantes no pensaron también en el receso para los padres? ¿O es que piensan que en las empresas nos dan receso cada que nuestros hijos no tienen clases?”.

El decreto beneficia a las agencias de viajes y a los hoteles, como resultado del incremento artificial en la demanda durante una semana de temporada baja. Pero perjudica a los padres de familia que no pueden (o no quieren) salir de vacaciones y deben soportar la doble carga del jefe en la oficina y los hijos en la casa. Con el fin de procurarle unos ingresos adicionales a un sector de la economía, el Gobierno Nacional decidió complicarles la vida a millones de familias. El decreto mencionado es un ejemplo perfecto, casi paradigmático, de una decisión que pone el interés particular por encima del general, que busca beneficiar a unos pocos a costa del perjuicio de la mayoría.

El decreto fue propuesto por el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo (casualmente el viceministro de Turismo fue director del gremio de las agencias de viajes). El Ministerio de Educación simplemente ejecutó una orden presidencial, dictada al calor del entusiasmo comunitario de los sábados, tomada en medio del aplauso de los beneficiados y del silencio de los perjudicados. El decreto no es un hecho aislado. Es un caso representativo de un proceso disparatado e injusto de toma de decisiones, de una forma de populismo empresarial que otorga favores sin reparar en los costos.

El Gobierno (o hasta la misma Corte) están en mora de revisar la decisión y tumbar este nefasto decreto.
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El desliz del Procurador

La Reforma Laboral de 2002 sigue siendo tema de debate y controversia. Esta semana, el Procurador General de la Nación solicitó a la Corte Constitucional que declare inexequible cuatro artículos de esta reforma: uno que amplió la jornada ordinaria de trabajo, otro que disminuyó (marginalmente) los sobrecargos para el trabajo durante dominicales y festivos, otro más que redujo la indemnización por despido sin justa causa, y un último artículo que permitió a empleadores y trabajadores acordar jornadas flexibles de trabajo diario. Según el concepto del Procurador, “los resultados esperados con la aplicación de estos artículos sobre la generación de empleo no se han cumplido… y su aplicación atenta contra la dignidad humana, el derecho al trabajo y las garantías mínimas laborales”. En últimas, el Procurador propone una identidad novedosa: ausencia de resultados = inconstitucionalidad.

La discrepancia entre los resultados previstos por los promotores de la reforma y los observados por los investigadores es un hecho más o menos probado. Mi propio análisis al respecto muestra que la reforma laboral no contribuyó a generar nuevos empleos, pero pudo haber ayudado a reducir el subempleo. Una encuesta realizada por la Universidad de los Andes, con el auspicio del Banco Mundial, indica que la reforma no fue un factor determinante en la contratación de nuevos trabajadores. Otros estudios sugieren que la reforma disminuyó la duración del desempleo y aumentó la calidad del empleo. Pero, en general, los estudios señalan, de manera casi unánime, que el Gobierno y los ponentes sobrestimaron los efectos de la reforma laboral.

Pero el debate no es sobre los efectos de la reforma: es sobre su constitucionalidad. Una cosa nada tiene que ver con la otra. Los jueces constitucionales deberían, creo yo, examinar principios, no evaluar resultados. La conveniencia de las normas –un ejercicio utilitarista– no es asunto de los jueces. El Procurador afirma, de manera engañosa, que en el caso de la reforma laboral los jueces deben estudiar la conveniencia, pues la Comisión de Seguimiento y Verificación creada para tal efecto ya no existe. Como si el estudio de la conveniencia fuera competencia exclusiva dela extinta Comisión. O como si el Congreso (el escenario natural para examinar los resultados de la reforma) no pudiera retomar el tema. En fin, el Procurador está invitando a la Corte a legislar.

En términos generales, el Procurador argumenta que la constitucionalidad de algunas normas depende de si se cumplen o no los resultados previstos. Si no se cumplen, las normas en cuestión deberían ser declaradas inconstitucionales. El argumento del Procurador es peligroso. Si llegase a prevalecer, instauraría una suerte de período de prueba constitucional y ataría la seguridad jurídica al cumplimiento de los pronósticos de los reformadores. En un futuro, la Corte podría, por ejemplo, declarar inexequible el programa Agro Ingreso Seguro si se muestra que no favorece el desarrollo rural. O tumbar la Ley 100 de 1993 si se prueba que ha sido ineficaz. O derogar los estímulos a la inversión privada si se sugiere que no han sido efectivos. En fin, si los jueces constitucionales se transforman en árbitros de los resultados de las leyes, cualquier cosa puede pasar. La seguridad jurídica sería tan tenue, como abundantes son las consultorías.

En últimas, el concepto del Procurador es una opinión política disfrazada de alegato constitucional. La discusión sobre la reforma laboral es bienvenida. Pero debe darse en el Congreso, no en la Corte. El Procurador planteó el debate correcto en el escenario equivocado. Tristemente, en Colombia, los jueces quieren ser políticos. Y los políticos, jueces. Un país extraño, sin duda.
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El embate reeleccionista

Ahora que el partido de la U ha propuesto un referendo con el fin de permitir un tercer mandato del presidente Uribe y que el Ministro de la política ha calificado la propuesta de “interesante”, urge reiterar algunos hechos probados y reafirmar algunas ideas conocidas. Primero los hechos. Si los segundos mandatos se caracterizan por los escándalos (el lío de la parapolítica, el affaire Lewinsky y el escándalo Irán-Contras, entre otros, ocurrieron durante los segundos períodos de presidentes populares), los terceros mandatos se distinguen por el deterioro institucional y la corrupción generalizada (el caso de Fujimori es paradigmático). El poder prolongado, sin horizonte finito, corrompe las voluntades y las instituciones. Es un hecho probado. Una y otra vez.

De los hechos podemos pasar a las ideas. La democracia no es sólo la materialización de la soberanía popular. La democracia implica también el respeto a las normas establecidas, a unas reglas de juego que no pueden depender “del sentir popular de la gente o de lo que piensan las personas en todas las regiones del país” o de lo que manifiesta el 58% de los empresarios. La democracia necesita de la continuidad institucional, de la protección de la norma de normas frente a las pasiones y las opiniones de la coyuntura. “Las constituciones —escribió John Potter Stockton— son cadenas con las que los hombres se amarran en sus momentos de lucidez para no suicidarse en su días de locura”. Pero si las cadenas no sirven, la democracia se convierte en la tiranía de los caprichos de la mayoría, en la dictadura de los favoritos de la opinión.

Algunos dirán que la propuesta del Partido de la U no tiene importancia, que los argumentos dados por sus directivos son irrelevantes, palabras necias sobre propuestas vacías. Pero éste no es el caso. Así la propuesta en cuestión sea una estratagema electoral o una forma de distracción o una simple idea ociosa, sus consecuencias serán reales. Palpables. La reelección afectó adversamente la calidad de la oposición política. Esta nueva propuesta podría profundizar el problema, degradar aún más el debate ideológico. Si los contradictores del Gobierno perciben que los partidos oficialistas carecen de escrúpulos institucionales y respaldan una prolongación ilegítima del poder presidencial, tendrán más (y mejores) razones para pensar que las armas de la exageración y la difamación son legítimas, que su uso está justificado por el fin último de la preservación de la democracia.

Actualmente el clima de la opinión pública en Colombia favorece las posturas autoritarias, la hegemonía presidencial. Según una encuesta realizada el año pasado por el Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes, 29% de los colombianos reporta que “puede haber razón para que el Presidente cierre la Corte Suprema” y 35% manifiesta lo mismo con respecto al Congreso (sólo Ecuador y Perú registran porcentajes superiores en una muestra de 13 países latinoamericanos). Así mismo, 36% reporta que “para el progreso del país es necesario que los presidentes limiten la oposición” (sólo Haití registra un porcentaje más alto). De manera peligrosa, la propuesta de la U parece hacerle el juego a una opinión pública inflamada. En los términos de la metáfora ya aludida, la propuesta es una invitación al suicidio. Al sacrificio de la democracia.

En suma, el embate reeleccionista de la U debilita las reglas de juego, alienta la oposición irreflexiva y alimenta un clima de opinión proclive al autoritarismo. Lo mismo (casualmente) podría decirse de las imprecaciones públicas y enervadas del presidente Uribe a la Corte Suprema. No está demás, entonces, reiterar la importancia de las instituciones, de las cadenas que protegen la democracia frente a los arrebatos del pueblo y de sus gobernantes.