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Las consecuencias pueden ser desastrosas. La zona aurífera de Antioquia es ya una de las más contaminadas del mundo. En Segovia, por ejemplo, existen cientos de beneficiaderos de oro, en su gran mayoría ilegales. El mercurio se respira por todas partes (hasta en el atrio de la iglesia). Las fuentes de agua están contaminadas. La quebrada la Cianurada, que pasa por la mitad del pueblo, llega al río el Aporriado que desemboca, a su vez, en río el Nechí, donde las retroexcavadoras multiplican el daño ambiental ocasionado aguas arriba. En los próximos años, la fiebre dorada podría extenderse a muchas otras partes. El potencial es inmenso: al fin y al cabo Colombia es la tierra de El Dorado. Paradójicamente, la crisis del capitalismo mundial está impulsando la peor forma de capitalismo en las montañas colombianas. La minería, como existe actualmente, no es una locomotora: es un cataclismo.
Pero las opciones regulatorias son complejas. Las normas que se discuten acaloradamente en el congreso sólo contienen las actividades legales. La dinámica de la minería ilegal e informal poco tiene que ver con lo que se legisla o decide en Bogotá. Muchos activistas creen que la disyuntiva relevante es entre sacar o no sacar el oro. Ojalá fuera así. Pero la realidad es más compleja. Las leyes de la oferta y la demanda priman sobre las leyes que se aprueban en el Capitolio. Como dijo un ex ministro colombiano, la pregunta clave, dados los precios actuales, no es si el oro se va a sacar o no, sino de qué manera va a hacerse. El exceso de realismo hiere muchas sensibilidades, pero invita al mismo tiempo a la reflexión.
Si las cosas siguen como van, la minería de oro podría convertirse en la principal fuente de financiamiento de los grupos ilegales, en el sustituto de los cultivos ilícitos. Con dos complicaciones adicionales: hay mucha más plata en juego y el producto del negocio es legal, lo que dificulta el control y facilita la corrupción. En fin, la regulación de la minería es un asunto complejo. Las normas más estrictas no son siempre la solución y pueden incluso agravar el problema.
Hasta ahora el gobierno parece desentendido del asunto. El ministerio de medio ambiente sigue vacante. La fuerza pública está ocupada de otros problemas. El ministro de minas ha dicho que quiere replicar la experiencia de la Agencia Nacional de Hidrocarburos pero olvida un detalle: no hay petroleras informales pues perforar un pozo cuesta varios millones de dólares. Mientras tanto el precio del oro sigue subiendo. Las consecuencias adversas, en este caso, no serán sólo los matrimonios.
La comunidad médica celebró el anuncio presidencial con entusiasmo, con satisfacción reprimida. La prensa elogió casi unánimemente las promesas del presidente, su voluntad de convertir el esquivo derecho a la salud en una realidad concreta. Pero las explicaciones posteriores generaron algunas dudas, infundieron un natural escepticismo. Y peor, pusieron de presente algunas contradicciones. Veamos.
Primero, el gran revolcón, la revolución que habrá de resolver todos los problemas del sistema de salud, se hará por decreto; consiste, según lo dicho por el ministro del ramo, en una reglamentación de la Ley 1438 de 2011. Paradójicamente las mismas asociaciones médicas y científicas que ayer denigraban de esta ley, hoy celebran con entusiasmo el anuncio de su reglamentación. Pero el entusiasmo inicial irá despareciendo, creo yo, a medida que se vaya conociendo (o difundiendo) la realidad de la reforma, el contraste entre la grandilocuencia del discurso y la modestia de la medidas propuestas.
Como ya se dijo, el presidente prometió un cubrimiento integral, sin excepciones, de todas y cada una de las enfermedades. Unos pocos días después, el ministro de protección social aclaró el asunto. Aparentemente habrá topes económicos para cada enfermedad; además, el gobierno definirá en los próximos meses un nuevo plan de beneficios con el fin de limitar y restringir el cubrimiento. En fin, todas las patologías serán cubiertas con la excepción de las excluidas por el nuevo plan de beneficios. Con todo, es difícil entender el verdadero significado de lo dicho por el presidente.
Pero hay más contradicciones. El presidente señaló, ya lo dijimos, que la salud es un servicio social y que las Empresas Promotoras de Salud (EPS) deberán, por lo tanto, asumir plenamente su papel de administradoras del riesgo y ser evaluadas con base en el estado de salud de la población cubierta. Pero anunció, al mismo tiempo, que las EPS serán vigiladas por la Superintendencia Financiera, como si fueran un negocio más, un banco o una aseguradora. En esta nueva concepción, las EPS tienen una doble personalidad, son al mismo tiempo Dr. Jekyll y Mr. Hyde: administran un servicio social (vigiladas por la SuperSalud) y manejan un negocio financiero (vigiladas por la SuperFinanciera). El caso es extraño, sin duda.
Los gobiernos actúan en dos dimensiones distintas: la simbólica y la real. Con frecuencia los cambios reales requieren una retórica precisa que concite las voluntades y alinee los intereses. En fin, los discursos y las palabras son importantes, a veces imprescindibles. Pero tarde o temprano toca trascender las promesas y resolver las contradicciones. Parafraseando al poeta, “si todo es pura carreta, carreta todo será”.
Hace algún tiempo, varios analistas, periodistas y académicos colombianos encontraron la clave para interpretar nuestras angustias y entender nuestros problemas. Dando muestras de una gran intuición sociológica, de una enorme capacidad para resumir lo complejo y simplificar lo diverso, lograron lo imposible: encajar una realidad desaforada, inaprehensible podríamos decir, en una sola idea reveladora, a saber: “la cultura mafiosa”. La importancia de esta innovación conceptual puede ilustrarse por medio de algunos ejemplos que no agotan, sobra decirlo, su enorme capacidad explicativa.
Bien es sabido que el consumo está en auge, que las familias colombianas, incluso las más pobres, están comprando televisores, celulares, equipos de sonido, computadores y demás. En muchos lugares los aparatos electrónicos recién importados contrastan con los pisos de tierra, las paredes de madera y los techos de zinc. ¿Cómo explicar esta inversión de las prioridades, esta contradicción de la modernidad, esta forma de esnobismo consumista? Muy sencillo: la cultura mafiosa. “Las nuevas pautas del consumo de masas traídas por el narcotráfico han influido en la definición de los objetos materiales que configuran el orden de la sociedad”, escribió recientemente un inspirado analista. Mejor dicho, si un pobre compra un televisor está, sin saberlo, inocentemente, imitando a los mafiosos.
Aparentemente la cultura mafiosa no sólo explica el consumismo de las clases populares. En opinión de algunos académicos, “el soborno para cancelar trámites o multas, la corrupción en la contratación (y la competencia desleal entre empresas privadas), la elusión de impuestos y hasta el estacionamiento de los vehículos sobre el andén” son manifestaciones del mismo fenómeno avasallante, de la cultura de la mafia. “La corrupción…y…el soborno son derivaciones del dominio del narcotráfico sobre nuestra economía y de los valores y modos de ver el mundo que acompañaron su increíble auge”, escribió recientemente un columnista y académico colombiano. “Situaciones como el narcotráfico son el ejemplo de que la mafia en Colombia está presente”, escribió otro académico en el mismo sentido. La sola frase refleja la profundidad de su pensamiento.
La violencia del “Bolillo” Gómez contra una mujer todavía innominada es un ejemplo de lo mismo, del legado sociológico del narcotráfico, dijeron algunos comentaristas esta semana. Otros fueron más allá. En su opinión, las justificaciones machistas de una congresista antioqueña, expresadas con una candidez casi desafiante, muestran que la cultura de la mafia hace ya parte de nuestra forma de pensar. Incluso Mockus, el mesías que nos iba sacar de este embrollo, nuestro gran redentor cultural, nuestra última oportunidad sobre la tierra, decidió esta semana tomar un atajo conveniente hacia la alcaldía. Nadie parece estar a salvo de una realidad cultural que nos define y nos condena.
Pero más que la cultura mafiosa, a mí me interesa otra idea, “la cultura de la cultura mafiosa”, esto es, la adhesión de muchos colombianos a una teoría que pretende explicarlo todo (el consumismo, la corrupción, la violencia, el machismo, el oportunismo, etc.) pero que al final de cuentas no explica nada. O mejor, sólo explica la ignorancia (o la pereza) de quienes recurren con frecuencia al atajo conceptual de “la cultura mafiosa”.
El Lulismo está de moda. Ya los estudiosos de la riqueza de las naciones no hablan del “Consenso de Washington”, sino del “Consenso de Brasilia”. Los presidentes latinoamericanos, una vez elegidos, viajan primero a Brasil que a cualquier otro destino. Van en busca de los secretos del Lulismo, de la esquiva receta del desarrollo. Así lo hicieron Humala, Santos, Mujica, Funes y otros. “Lula tuvo más visión que cualquier economista, sociólogo, financista o analista”, le dijo recientemente un alcalde brasileño al Financial Times. Los expertos, quiso decir, no ven más allá de sus teorías empaquetadas, de sus modelos de mentiras; Lula tuvo el valor de atreverse a mirar más lejos.
Pero ¿cuál es, en últimas, la esencia del lulismo? La respuesta no es fácil. Antes que Lula, Fernando Henrique Cardoso, su antecesor en la presidencia, estabilizó la economía de Brasil, rompió con una larga tradición de excesos monetarios. Mucho antes que Brasil, México introdujo los programas de subsidios directos, las famosas transferencias condicionadas que llegan hoy a más de 11 millones de hogares brasileños. Lula disfrutó de las mejores condiciones externas de la historia reciente de su país. Pero el mérito no debe confundirse con la suerte. El primero puede replicarse, la segunda no.
La clave del Lulismo es posiblemente el crédito abundante, generalizado, desbordado si se quiere. “Hoy no necesitamos la espada de Bolívar, sino los bancos de inversión y crédito”, dijo Lula está semana en Bogotá. La idea es innovadora, casi extraña: el crédito como instrumento emancipador, los bancos como agentes revolucionarios, el endeudamiento como redentor social. En Brasil, el crédito ha crecido a una tasa anual superior a 20% durante los últimos ocho años. Actualmente hay 150 millones de tarjetas de crédito en la calle; en 2003 había 50 millones. La nueva clase media ha comprado de todo: casas, carros, motos, computadores, neveras, etc. Las tasas de interés están en la luna, pero el frenesí parece no tener fin. Hoy una familia típica destina 20% de sus ingresos a pagar intereses. En fin, el Lulismo tiene mucho de entusiasmo consumista al debe.
Con razón, ya muchos han empezado a dudar del futuro de la economía de Brasil, a temer que el exceso de endeudamiento llegue a un final abrupto y catastrófico. Mientras tanto los problemas estructurales de la economía (la baja inversión, la mala infraestructura, la pobre educación, etc.) siguen sin resolver. “Lula es el hombre”, como bien dijo Obama hace un tiempo. El presidente Santos tiene razón en querer emularlo: “en política, lo que parece, es». Pero la sostenibilidad del Lulismo todavía es incierta. Por decir lo menos.
Este año, el reporte de Medicina Legal contiene un dato curioso: los homicidios según el día de la semana. Los domingos sin duda son bastante peligrosos.
El gobierno ha decidido crear tres presupuestos de inversión, tres instancias distintas de asignación de recursos. El primer presupuesto, el de siempre, el presupuesto tradicional de inversión, ha sido históricamente coordinado por Planeación Nacional y es anualmente aprobado por el Congreso de la República. El segundo presupuesto, el de regalías, creado recientemente, será asignado con base en las decisiones colegiadas de gobernadores, alcaldes y funcionarios, sin pasar por el Congreso. Y el tercero, el de Colombia Humanitaria, que agrupa los recursos para la reconstrucción y la reparación de las víctimas del invierno, es ahora responsabilidad de una junta directiva conformada por cuatro representantes del sector privado y varios ministros. Tendremos, entonces, tres presupuestos distintos: una centralizado, otro descentralizado y otro más semiprivatizado. Habrá planes de desarrollo, fondos de desarrollo regional y fondos de reconstrucción que harán la misma cosa de manera distinta.
Es como si una empresa decidiera sus inversiones anuales con base en tres consultas independientes y vinculantes, una con la junta, otra con el sindicato y otro más con un comité externo. En principio, no es claro quién coordinará los distintos presupuestos, esta especie de santísima trinidad en que se convirtió el plan de gastos del gobierno nacional. Seguramente habrá redundancias: una carretera que se financia tres veces. O desavenencias: tres carreteras que se financian por pedacitos. Planeación Nacional priorizará unas cosas. Los alcaldes y gobernadores otras diferentes. Y Colombia Humanitaria otras más. Tendremos tres presupuestos distintos y ninguno verdadero.
Pero los problemas no son sólo de coordinación. Esta semana un experto internacional en asuntos fiscales decía que el mecanismo de asignación contemplado para el presupuesto de regalías, una mesa con gobernadores en un costado, alcaldes en otro, funcionarios en el opuesto y un montón de plata en la mitad, deja mucho que desear. En el nuevo esquema, los recursos estarán mejor distribuidos geográficamente. Pero nada más. Podríamos simplemente estar distribuyendo más equitativamente la corrupción. De otro lado, Colombia Humanitaria no cuenta con la experiencia necesaria para programar un conjunto de inversiones que, según se ha dicho, pretende modificar la distribución territorial de la población y la producción. ¿Cuál es entonces el papel de Planeación Nacional? ¿Qué sentido tiene crear una agencia estatal idéntica a otra que ya existe?
El debate sobre la corrupción pasada es importante. Pero la discusión sobre la asignación de los recursos futuros es también fundamental. Durante el primer año del gobierno actual, la opinión ilustrada ha priorizado lo primero y olvidado lo segundo. En pocos años veremos las consecuencias.
Los resultados muestran que ambas series exhiben un alto grado de comovimiento. Las noticias sobre magistrados y congresistas vienen juntas o son en muchos casos las mismas. En los últimos cinco años, la frecuencia relativa de aparición de ambas palabras crece sustancialmente, probablemente como consecuencia de los juicios de la parapolítica y otros escándalos parecidos. En el último año, por primera vez en más de una década, la expresión “magistrado” supera a la expresión “congresista”. El gráfico sugiere, creo yo, varias tendencias o fenómenos emergentes: la creciente figuración mediática de los jueces, el también creciente interés de los medios de comunicación por los escándalos políticos y la pérdida de importancia del poder legislativo con respecto al judicial. Seguramente hay otras interpretaciones. Y otras preguntas no formuladas. Este tipo de ejercicios nunca son definitivos, pero siempre, sobra decirlo, son sugestivos. Inquietantes, incluso.
El miércoles, durante la instalación de una nueva legislatura, el presidente celebró de nuevo la exuberancia legislativa de su primer año de gobierno. “La primera legislatura fue histórica. ¡Que no se quede atrás la segunda! ¡Vamos a cumplirle a Colombia! ¡Vamos a seguir demostrando para qué sirve la Unidad Nacional!”, dijo. En la misma ceremonia, el presidente enumeró los nuevos retos legislativos de su gobierno. La lista es larga. Larguísima, diría yo: el Código General del Proceso, el Código Penitenciario, la Ley de Jueces de Paz, el Estatuto de Arbitraje, el Código Nacional de Tránsito, el Código Electoral, el Estatuto de la Oposición, la Ley de la Mujer, la de Jóvenes, la de Discapacidad, la de Derechos de Autor, la de Bomberos, la de Voluntariado, la de Defensoría Integral para miembros de la Fuerza Pública, la autorización para la venta de un porcentaje de Ecopetrol, el Código de Minas y las reformas al Régimen Municipal y Departamental.
Probablemente la Unidad Nacional volverá a funcionar divinamente. Decenas y decenas de proyectos serán aprobados con una eficiencia casi industrial. Tendremos otra legislatura histórica, y gobierno y congreso celebrarán una vez más su éxito conjunto, medido, como siempre, por la cantidad de nuevos artículos y parágrafos. Pero la conveniencia de la exuberancia legislativa no es obvia. ¿Tiene sentido medir el éxito del congreso por la cantidad de leyes aprobadas? ¿Es posible discutir seriamente centenares de proyectos en unos pocos meses? ¿Es la calidad de las nuevas leyes tan notable como su cantidad? Yo sinceramente no lo creo.
El congreso no es una línea de ensamblaje. Su desempeño debe medirse no tanto por la cantidad de leyes aprobadas, como por la calidad de los debates realizados. Las decenas y decenas de nuevas leyes no son una prueba del éxito del Congreso colombiano, sino una muestra de su debilidad, de la subordinación de los parlamentarios a los designios del gobierno. En los últimos meses, el Congreso ha perdido incluso su protagonismo histórico en los debates de control político. El debate más importante sobre el sistema de salud tuvo lugar este semestre no en el Capitolio, sino en el Palacio de Justicia, en la sede de la Corte Constitucional. Los funcionarios ya no rinden cuentas ante los congresistas, sino ante la fiscalía y los organismos de control. En últimas, la judicialización de la política es otro síntoma del debilitamiento del Congreso.
Si las cosas siguen como van, el congreso podría convertirse en un simple notario del gobierno de la Unidad Nacional. Sería una pérdida. No sólo para los parlamentarios sino también para la democracia colombiana.
La noticia comenzó a crecer a mediados de la semana. Fue anunciada a medias, insinuada apenas, por el presidente Santos el miércoles en la mañana, con el motivo aparente de generar expectativa, de despertar el apetito de un país hambriento de escándalos. El jueves la prensa ya anunciaba el desastre: un nuevo escándalo de corrupción medido, como siempre, en billones de pesos. “Fraude en la DIAN sería de varios billones de pesos”, tituló el diario El Tiempo en anticipación a la rueda de prensa que revelaría los detalles del desfalco.
El jueves en la mañana el gobierno reveló finalmente los pormenores del asunto de manera teatral. El presidente en el centro de una larga mesa, flanqueado por funcionarios circunspectos, anunció las malas noticias que el país esperaba con una suerte de alegría maligna, con la felicidad que produce la indignación. “Este es apenas uno de los brazos del pulpo”, dijo de manera ominosa. Pero las cifras reveladas decepcionaron a más de uno. El escándalo no ascendió a siete billones, ni a cuatro, ni a dos. Según el reporte oficial, todavía preliminar, el desfalco a la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN) podría ascender a 300 mil millones de pesos anuales. Mucha plata, es cierto. Pero apenas una fracción de lo anunciado en la víspera por periodistas dados a exagerar las exageraciones oficiales.
Algo similar ocurrió cuando el gobierno reveló, hace unos meses, el escándalo de los recobros al sistema de salud. La puesta en escena fue la misma. Las metáforas presidenciales, semejantes (el presidente no habló, entonces, de un solo brazo del pulpo, sino de la punta del iceberg). Y los billones anunciados tampoco aparecieron por ninguna parte. El presidente reconoció esta semana que el desfalco a la salud no ascendía a varios billones como había sido anticipado, sino a una cifra mucho menor, equivalente a la sumatoria de los hallazgos iniciales, esto es, a la proverbial punta del iceberg.
La punta del iceberg de la salud resultó igual al iceberg. Del mismo modo, el gran pulpo de la DIAN tiene aparentemente un solo brazo. En una entrevista televisada, el director de esta entidad reconoció que no había más investigaciones en curso, ni más desfalcos conocidos, ni más escándalos en ciernes, esto es, aceptó cándidamente que el presidente estaba exagerando. Las investigaciones anticorrupción merecen el aplauso general. Pero el gobierno ha hecho de las mismas un espectáculo inconveniente. Ha alimentado la exageración. Ha permitido la especulación amarillista. Y ha contribuido por lo tanto a minar la confianza del público en el Estado y en las instituciones democráticas. Algunas ONG son dadas a la exageración estratégica, a la inflación deliberada de las cifras con el objetivo entendible de llamar la atención. Pero el gobierno, sobra decirlo, no debería actuar de la misma manera. Una cosa es ser activista, otra muy distintas es ser funcionario. O presidente.
La responsabilidad del gobierno es doble. Debe combatir la corrupción sin miramientos, pero debe al mismo tiempo generar confianza y credibilidad en el Estado. Se trata, en últimas, no sólo de reducir la corrupción a sus justas proporciones, sino también de presentar el problema en sus justas dimensiones. La exageración deliberada no es buen gobierno: es propaganda.