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Cuestión de principios

“El TLC con EE.UU. permitirá como mínimo 1% más de crecimiento en el PIB, 250 mil nuevos trabajos y aumentar las exportaciones en 6%”, escribió el Presidente Santos en Twitter el jueves en la mañana. El impacto podría ser menor. Mucho menor incluso. No lo sabemos. No podemos saberlo. Los números en cuestión son una apuesta, una creencia disfrazada de certidumbre aritmética. El efecto del TLC es incuantificable. Depende de muchas cosas imposibles de prever, del surgimiento de nuevos negocios, por ejemplo. Las preferencias arancelarias, creadas hace 20 años, tuvieron un efecto positivo sobre la economía peruana, contribuyeron al surgimiento y posterior desarrollo de varios negocios de exportación agrícola: los espárragos y el brócoli, entre otros. En Colombia, por el contrario, las mismas preferencias no impulsaron la aparición de nuevos sectores exportadores.

La defensa del TLC no debería sustentarse en números inciertos. Inventados. Los argumentos tienen que ser de otro tipo. Conceptuales. Lógicos. Incluso ideológicos. Colombia ha vivido muchos años ensimismada, escondida en sus montañas. Nunca, en 200 años, hemos tenidos vías de comunicación confiables, que conecten eficazmente las cordilleras con el mar. Los opositores del TLC argumentan que la falta de infraestructura es un escollo insuperable, una razón para desechar el tratado. Pero su lógica es confusa. La mala infraestructura constituye una forma eficaz de proteccionismo, una manera indirecta de restarle relevancia al tratado, de entorpecer tanto las exportaciones como las importaciones. Sin quererlo, involuntariamente, Andrés Uriel Gallego contribuyó a la causa proteccionista. El MOIR debería rendirle un homenaje. En fin, la mala infraestructura no es una razón para oponerse al TLC. Más bien, el tratado es una razón para construir, de una vez por todas, las carreteras que nos conecten con el mundo.

El TLC también podría contribuir a desmontar uno de los aspectos más irritantes de nuestra realidad económica: los privilegios de los terratenientes. No casualmente los ganaderos y los arroceros se oponen al tratado con particular vehemencia. Unos y otros quieren conservar la excesiva protección que ha causado, entre otras cosas, una valorización exorbitante de la tierra. Las rentas que crea el proteccionismo agrícola terminan siendo capturadas por los dueños de las grandes haciendas. Paradójicamente, la izquierda proteccionista ha terminado, involuntariamente tal vez–nadie sabe para quién trabaja–, defendiendo los intereses de los terratenientes. Fedegan y el MOIR están del mismo lado, unos por interés, otros por ideología. Reaccionarios y radicales se oponen al TLC con la misma fiereza con la que se han opuesto a ley de restitución de tierras. Ambos prefieren el statu quo: un país aislado y protegido.

El TLC no es la panacea. Apenas nos pone en igualdad de condiciones con Chile, Perú y los países centroamericanos. Yo dudo de las cuentas alegres del gobierno. Pero si el TLC contribuye a conectarnos medianamente con el mundo, a diluir algunas rentas odiosas y a tener unas condiciones de acceso similares a las de nuestros competidores regionales, habrá logrado su cometido. Sea lo que fuere, siempre que se juntan reaccionarios y radicales para defender el statu quo incumbe ponerse del otro lado. Por principio. Sin mirar los números.

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Excitados

En 2006, en la ciudad Suiza de Basilea, tuvo lugar un peculiar simposio. Más de dos mil investigadores, científicos y artistas se reunieron para celebrar el cumpleaños número 100 de Albert Hofmann, el químico suizo que sintetizó el LSD (dietilamida de ácido lisérgico) y descubrió sus propiedades psicodélicas. El simposio generó algunas reacciones indignadas: un grupo de seguidores de la cienciología protestó a la entrada del auditorio durante varias horas. En 2006, cuarenta años después del auge del hipismo, los cruzados de las guerras culturales seguían viendo en el LSD un enemigo propicio.

Pero en el interior del auditorio, el ambiente era celebratorio. Casi festivo. Hofmann confesó que el LSD le había abierto su mente y sus ojos a los milagros de la existencia: los hippies, ya lo sabemos, nunca envejecen. Hofmann contó seguidamente que Kary Mullis, ganador del premio Nobel de química en 1993, inventor de una técnica milagrosa que permite multiplicar millones de veces un fragmento de ADN y precursor de los avances recientes de la biología molecular, había hecho su extraordinario descubrimiento ayudado por el LSD. “¿Si nunca hubiera tomado LSD, habría hecho mi descubrimiento? Lo dudo. Seriamente lo dudo”, confesó Mullis algunos años después.

Las noticias del simposio no terminaron con Mullis. Uno de los panelistas contó que Francis Crick, el codescubridor de la estructura espacial del ADN, uno de los científicos más importantes de todos los tiempos, también había usado ayudas químicas con el fin de abrir las puertas de la percepción y entender los milagros de la existencia. Cuando Crick descubrió el secreto de la vida, dicen las malas lenguas, estaba en medio de un viaje psicodélico. Del mismo modo, muchos de los pioneros de los computadores usaron LSD en busca de inspiración. Douglas Englebart inventó el mouse con la ayuda providencial del ácido mágico de Hofmann (el mouse ya está totalmente domesticado, pero es un invento peculiar, fruto sin duda de una mente excitada). Steve Jobs fue también un consumidor habitual de LSD. “Es una de las dos o tres cosas más importantes que he hecho en mi vida”, confesó alguna vez. Y Jobs, sobra decirlo, hizo muchas cosas importantes.

Varios economistas han llamado la atención recientemente sobre el estancamiento de la innovación, el déficit de creatividad, el fin de los grandes inventos, etc. Como sugirió esta semana el columnista David Brooks, Jobs, Mullis y sus compañeros de generación crecieron en medio de una cultura, ya extinguida, caracterizada por la inconformidad, la experimentación y los sueños utópicos, ingenuos tal vez, pero sin duda instigadores de la creatividad. Los manifiestos psicodélicos, con sus llamados casi místicos a vencer la inercia psicológica, “a licuar la pringosa necesidad de un estado de ánimo anacrónico”, “a rechazar las estupideces y los desatinos y aceptar con gratitud los tesoros del conocimiento acumulado”, parecen manuales de autoayuda para innovadores. No hay muchas diferencias, después de todo, entre quienes hablan de “pensar por fuera de la caja” y quienes celebran el consumo de LSD.

No se trata de volver al hipismo. Pero ante la burocratización de la innovación, ante la obsesiva contabilidad de citaciones y otras manías de la academia moderna, ante la patarroyización de muchos científicos que ya más parecen lobistas que innovadores, no caería mal un poco de éxtasis.

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El sur también existe

Usualmente se dice que en Colombia coexisten dos países distintos, casi opuestos, un centro próspero y una periferia atrasada, unas laderas y mesetas densamente pobladas donde el Estado es una realidad y unas selvas y llanuras menos populosas donde el Estado es tan sólo una ficción, una Colombia temperada y otra tropical. “Nuestras cordilleras son verdaderas islas de la salud rodeadas de un océano de miasmas”, escribió Miguel Samper en el siglo XIX. Esta clasificación es imperfecta, parcial, descomedida incluso, pero iluminante. Explica de la única manera posible: simplificando.


Quiero proponer una clasificación distinta. Imperfecta, especulativa, apenas sugerente, pero fructífera en mi opinión. Desde hace un tiempo, Colombia se ha venido dividiendo en dos países distintos: el del norte y el del sur, uno de Cali hacia arriba (me estoy imaginando un paralelo que pasa por la ciudad de Cali y continua hacia el oriente) y otro de Cali hacia abajo, uno donde existen asomos de modernidad económica y otro donde el futuro luce aún peor que el pasado. En suma, hay un país en trance de transformación y otro que parece moverse en sentido contrario: la república cocalera del sur. Estos ejercicios, ya lo dije, pueden ser descomedidos.

Cartagena, Barranquilla e incluso Santa Marta están creciendo aceleradamente; el aumento del comercio está corrigiendo un disparate histórico: la concentración de la actividad económica en las laderas andinas, más cerca de las estrellas, pero muy lejos del mar. Medellín está transformando su economía poco a poco, de la manufactura está moviéndose hacia los servicios especializados. Una ecología de pequeñas y medianas empresas, algunas con vocación exportadora, ha surgido en Bucaramanga y sus alrededores. Villavicencio parece destinada a convertirse en la capital petrolera del oriente. Bogotá disfruta de una doble ventaja: la de su tamaño y la de la presencia Estado. En fin, muchas ciudades y regiones de Colombia tienen una vocación económica clara, no consolidada pero sí evidente.

En la república del sur, de Cali hacia abajo, del puente para allá, la situación es distinta. No parece existir una vocación económica más allá del narcotráfico y la corrupción, del negocio de la droga y del negocio de robarle al Estado. La plata del narcotráfico permite capturar al Estado y la captura estatal facilita, a su vez, la operación del negocio de la droga. Es un círculo vicioso tan perjudicial como poderoso. No sucede solamente en el sur de Colombia. Pero allí es predominante. No es casual que Cauca y Nariño se hayan convertido en el epicentro de la guerra, que DMG y DRFE hayan surgido precisamente en el sur (el espejismo de las pirámides ocurrió en medio de la aridez económica), que la canciller se haya reunido esta semana con su homólogo ecuatoriano a hablar de refugiados, de quienes huyen de la violencia y del atraso.

Infortunadamente muy poco se está haciendo para contrarrestar la tendencia descrita. Hay una retórica oficial, repetida insistentemente, sobre la necesidad de cerrar las brechas regionales. Pero la retórica no está acompañada de políticas concretas. “El aumento del pie de fuerza no es suficiente…necesitamos desarrollo”, dijo Antonio Navarro esta semana. Y tiene razón. La república del sur está ocupada militarmente, pero no mucho más. Ya casi parece otro país.
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Un mundo mejor

Por mucho tiempo, el mundo estuvo dividido en dos grupos desiguales. Había un primer mundo y un tercer mundo, un grupo minoritario de países desarrollados y un grupo mayoritario, demográficamente desbocado, irredimible, de países subdesarrollados. Las distancias entre ambos grupos parecían definitivas, inmunes a los remedios caseros y a las recetas foráneas. En 1960, en los inicios de la “Alianza para el progreso”, el producto por habitante de Colombia era una décima del de Estados Unidos. En 2008, después de innumerables promesas de prosperidad–el estancamiento prolongado estimula la demagogia–, la situación no había cambiado, la proporción seguía siendo exactamente la misma: si Colombia era uno, Estados Unidos era diez.

Los pocos países que lograban moverse del tercer mundo al primero eran estudiados con una curiosidad obsesiva. Casi contraproducente. Razones no faltaban. El tránsito del mundo de los pobres al de los ricos era tan improbable que parecía milagroso, irrepetible. Pero las cosas están cambiando rápidamente. La distancia entre los dos mundos, el rico y el pobre, ha comenzado a cerrarse de manera acelerada. Pareciera que, después de todo, los países condenados a cien años de soledad sí tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.

Esta semana, el Fondo Monetario Internacional publicó su reporte anual sobre las perspectivas de la economía del mundo. Las proyecciones son representativas de la nueva realidad económica global. Durante los próximos años, las economías pobres (ahora las llaman emergentes) crecerán a una tasa promedio superior a 6%. Por su parte, las economías ricas (pronto las llamarán flotantes) crecerán a una tasa inferior a 2%. Las buenas perspectivas de las economías emergentes compensan con creces los malos resultados de las economías avanzadas. Mientras en la India el número de indigentes pasaría de 450 millones en 2005 a 90 en 2015, en Estados Unidos el número de pobres apenas creció en cinco millones durante los últimos años. La comunidad internacional ha ignorado lo primero y exagerado lo segundo. Aparentemente los pobres de los países pobres importan mucho menos que los pobres de los países ricos. La desigualdad también está en la mente.

Durante décadas y décadas, intelectuales del primer y tercer mundo, burócratas de escritorio y de salón, lamentaron de manera repetida –no era para menos– la odiosa división del mundo entre naciones opulentas y naciones miserables. Uno esperaría que, ante las nuevas circunstancias, ante la acelerada convergencia económica, los lamentos hayan bajado de intensidad. Pero uno a veces espera lo imposible: los lamentos paradójicamente han subido de tono. Como escribió recientemente Matt Ridley –la traducción es libre–, “una alianza implícita entre aristócratas nostálgicos, conservadores religiosos, ambientalistas delirantes y anarquistas iracundos pretende convencer a la gente de que el mundo fue y será una porquería”.

Pero la vida está mejorando sustancialmente para miles de millones de personas. En veinte o treinta años, por primera vez en la historia reciente de la humanidad, el destino de la mayoría de los hombres no será decidido por el hecho fortuito, aleatorio, de su país de nacimiento. Los profetas del desastre tendrán, entonces, que reconocer, uno a veces espera lo imposible, que vivimos en un mundo mejor, que todo tiempo pasado fue peor.

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Diálogo de sordos

“¿En qué mundo viven los economistas? Ahora resulta que si uno gana 200 mil pesos mensuales no es pobre. Sólo les faltó decir que en Colombia hay ricos de salario mínimo”.

“Le explico nuevamente. La indignación aparentemente cierra las entendederas. La pobreza se mide en el ámbito de los hogares, no de las personas. La línea de pobreza no debe compararse con los ingresos de un trabajador. En la mueva metodología un hogar de cinco personas deja de ser pobre cuando sus ingresos mensuales son de un millón de pesos o más”.

“Y usted cree, entonces, que menos de dos salarios mínimos son suficientes para sostener una familia de cinco personas. Con un millón de pesos a duras penas se pagan los alimentos, los servicios públicos y el transporte, y queda pendiente todo lo demás”.

“Nadie está diciendo que un millón de pesos resuelve todos los problemas. La línea de pobreza no define el fin de las carencias, las preocupaciones económicas o las frustraciones diarias. La línea simplemente calcula el valor de una canasta de alimentos adecuada y lo multiplica por 2,4. La medición no es definitiva, pero tiene un sustento técnico”.

“¿Por qué la tecnocracia tiene que decidir solita quién es pobre y quién no? Un grupito de economistas, acostumbrado a observar el país a través de sus pantallas de computador, sin sensibilidad y experiencia, quiere ahora monopolizar la medición de la pobreza y la desigualdad. Los economistas olvidan que la medición de la pobreza implica juicios de valor, consideraciones éticas que van más allá de la estadística”.

“Pero alguien tiene que hacerlo, alguien tiene que definir la línea arbitraria que define el umbral de la pobreza. No son sólo economistas, hay también estadísticos, demógrafos, nutricionistas, profesionales idóneos que no están en el negocio de la indignación o la política”.

“Los economistas no son ajenos a la política. Simplemente son menos directos. Usualmente disfrazan sus ideas políticas, su ideología particular de consideraciones instrumentales. Los economistas son políticos solapados”.

“¿Qué propone entonces? ¿Qué hagamos un referendo para definir la línea de pobreza? ¿Qué sometamos esta decisión al constituyente primario? ¿Qué reemplacemos la odiosa tecnocracia por la sacrosanta democracia?”

“Pues no estaría mal abrir la discusión, oír más opiniones, acabar con el monopolio odioso de los economistas. La ampliación de la democracia requiere acabar con los reductos sagrados de la tecnocracia”.

“Tengo una idea mejor. Démosle a la oficina de la vicepresidencia la prerrogativa de definir la línea de pobreza. El vicepresidente actual, con la ayuda del milagroso de Buga o de un comité eclesiástico sensible al sufrimiento humano, actuaría seguramente con toda justeza”.

«La ironía esconde la falta de argumentos. Como si bastara un chistecito para saldar la discusión».

“En mi propuesta Angelino podría fijar la línea de pobreza en 3 millones de pesos para la misma familia de cinco personas. Tendríamos una tasa de pobreza de 70% o más. Habría mucha gente contenta, incluida toda la izquierda miserabilista, pero el sufrimiento humano sería exactamente el mismo. Nada cambiaría”.

“Al menos las cifras reflejarían fielmente la realidad de este país empobrecido”.

“¿La realidad de quién? ¿La del vicepresidente?”.

“Definitivamente con usted no se puede hablar”.

“Con usted menos. Vaya y lidere un movimiento de indignados”.

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Propuesta de copia

En medio de una gran expectativa, alimentada por la sucesión de malas noticias económicas, el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, pronunció el jueves anterior uno de los discursos más importantes de su presidencia. Con su elocuencia tradicional, mirando al infinito y más allá, Obama presentó los principales lineamientos de un plan de empleo que pretende devolverle la esperanza a millones de desocupados y la confianza a cientos de millones de consumidores. Después del colapso de Lehman Brothers y la subsecuente crisis económica, la tasa de desempleo de los Estados Unidos subió rápidamente, pasó de 5% en 2008 a 9% en 2009, y desde entonces no ha vuelto a bajar, ha permanecido indiferente a las palabras de Obama y a las medidas, desesperadas muchas veces, de su gobierno.

Obama señaló que el plan propuesto debería ser aprobado inmediatamente, sin mayores controversias. Pero las controversias no se hicieron esperar. El plan, dijeron algunos, no aborda el principal problema de la economía de los Estados Unidos: el desplazamiento de la producción de manufacturas hacia China y otros países. El plan, dijeron otros, no tiene en cuenta el fracaso del primer paquete de estímulo económico, la ineficacia probada del keynesianismo. El plan, dijeron otros más, busca primordialmente un objetivo político: no es un plan de empleo, sino de reelección.

Pero más allá de las dudas razonables y la inevitable suspicacia, el plan de Obama hace lo que razonablemente puede hacerse, agota el universo de lo posible. En esencia el plan tiene dos partes. La primera plantea una reducción sustancial de los impuestos a la nómina con el fin de incentivar la generación de empleo por parte del sector privado. La segunda propone un ambicioso paquete de inversiones en educación e infraestructura con el fin de impulsar la contratación directa de trabajadores y aumentar la demanda agregada. El Estado no controla directamente la tasa de desempleo. Puede apenas reducir los impuestos al trabajo y aumentar el gasto público en actividades intensivas en mano de obra. Obama pretende hacer ambas cosas simultáneamente. La teoría económica no tiene mucho más que ofrecerle.

En Colombia, el presidente Santos dijo que quería copiar el modelo chileno. También ha manifestado su admiración por el modelo brasileño. Ya querrá también copiar el modelo coreano o japonés. Para seguir con el mismo espíritu emulador, tengo una propuesta sencilla (lo digo sin la menor ironía): copiar el plan de empleo de Obama. Tal cual. Igualitico. El gobierno debería usar la próxima reforma tributaria para disminuir de manera permanente los impuestos a la nómina: las contribuciones a la salud podrían, por ejemplo, reemplazarse con impuestos generales. Asimismo, debería acelerar las inversiones en infraestructura de transporte y multiplicar las inversiones en infraestructura de educación. El deterioro de las instalaciones educativas es lamentable en muchas partes del país. (Un paréntesis: algún medio de comunicación debería darse a la tarea de mostrar la penosa realidad de muchas escuelas y colegios).

La tasa de desempleo en Colombia está todavía dos puntos por encima de la tasa de los Estados Unidos. Mientras aquí estamos celebrando, allá están alarmados. Tal vez valdría la pena también imitar la preocupación y el sentido de urgencia.

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Discriminados

El Congreso de Colombia, en su inmensa sabiduría, aprobó esta semana un nuevo proyecto de ley que busca penalizar la discriminación “por razones de raza, etnia, religión, nacionalidad, ideología política o filosófica, sexo u orientación sexual”. Con la nueva norma, los empleadores que rechacen a un aspirante o despidan a un trabajador con base en alguna de las razones mencionadas, podrán ser enviados a la cárcel. “La nueva ley es un homenaje a la igualdad”, afirmó Alfonso Prada, el coordinador de ponentes. «Con la aprobación de esta ley, el Congreso avanza en el reconocimiento frente a la poblaciones vulnerables», dijo Germán Rincón Perfetti, un abogado justiciero que ha presentado más de 1.400 tutelas.


Pero el Congreso dejó de lado a varias poblaciones vulnerables, no tuvo en cuenta algunas formas conocidas de discriminación. La tarea, señores congresistas, no está concluida. La lucha por la igualdad no puede tener pausa. Hace apenas unos días, el economista gringo Daniel S. Hamermesh publicó un libro que cuantifica minuciosamente una de las caras más odiosas de la discriminación, no sólo en Colombia sino en todo el mundo: la discriminación basada en la apariencia física. Las feas ganan en promedio 12% menos que las bonitas con la misma educación, preparación y experiencia. A los feos les va peor todavía: ganan 20% menos que sus congéneres más agraciados. Según Hamermesh, los abogados mejor parecidos que inician su carrera en el sector público tienen una probabilidad mayor de pasar al sector privado y mejorar sus ingresos. Los otros, los más feítos, permanecen en las oficinas estatales, mal pagados y rodeados de sus semejantes. Por desgracia la investigación no dice nada sobre la apariencia de los abogados justicieros, de los señores de la tutela.


Hace dos años, en conjunto con dos colegas economistas, un hombre y una mujer en estricto cumplimiento de la ley de cuotas, encontramos, en el mismo espíritu de las investigaciones de Hamermesh, que los sin tocayo, los perjudicados ya no por la lotería de la genética sino por la creatividad (malsana) de los padres, ganan en promedio 11% menos. Las mujeres son las más perjudicadas en este caso. Una mujer universitaria con un nombre atípico, una Belkyss, Glenis o Villely –los nombres son reales–, puede terminar devengando, por cuenta de la discriminación generalizada, hasta 30% menos que una mujer con características similares y un nombre corriente, Catalina, Mónica o simplemente María. El nombre puede ser tan importante como el rostro. La discriminación, ya lo dijimos, tiene muchas caras.


Jeffrey Grogger, otro economista gringo, analizó recientemente otra forma distinta de discriminación, la asociada a los acentos, a ciertas formas impopulares de dicción. En los Estados Unidos, un acento típicamente negro disminuye los ingresos 10%. En Colombia, un país de regiones, de muchos acentos, con un menú variado para el gusto de los discriminadores, los resultados podrían ser aún peores. Ni me quiero imaginar la suerte de un abogado mal parecido, con un nombre atípico y un acento raro. La vida es dura.


En fin, el Congreso debe completar su tarea. Proteger a los feos, a los sin tocayo y a tantos otros discriminados. En este país, la orgullosa patria de Santander, las armas nos dieron la independencia pero sólo las leyes nos darán la prosperidad, la igualdad y todo lo demás.
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Fiebre dorada

Hace 50 años, el historiador Mario Arrubla llamó la atención sobre los efectos inesperados de los mayores precios de las materias primas: “en Antioquia, la curva de matrimonio responde ágilmente a la curva de los precios del café. Es típico de una estructura dependiente: hasta el momento propicio para una declaración de amor en una loma antioqueña se decide en la bolsa de Nueva York”. La historia de los últimos años ha sido similar. Pero menos romántica cabe aclarar. La economía mundial está en crisis, la incertidumbre campea, el precio del oro ha venido en aumento y la minería ha crecido ágilmente en las lomas antioqueñas. La bolsa de Nueva York está conectada ineluctablemente con las minas de Segovia y de Remedios y, en general, con los destinos de muchos pueblos de Colombia.

Las consecuencias pueden ser desastrosas. La zona aurífera de Antioquia es ya una de las más contaminadas del mundo. En Segovia, por ejemplo, existen cientos de beneficiaderos de oro, en su gran mayoría ilegales. El mercurio se respira por todas partes (hasta en el atrio de la iglesia). Las fuentes de agua están contaminadas. La quebrada la Cianurada, que pasa por la mitad del pueblo, llega al río el Aporriado que desemboca, a su vez, en río el Nechí, donde las retroexcavadoras multiplican el daño ambiental ocasionado aguas arriba. En los próximos años, la fiebre dorada podría extenderse a muchas otras partes. El potencial es inmenso: al fin y al cabo Colombia es la tierra de El Dorado. Paradójicamente, la crisis del capitalismo mundial está impulsando la peor forma de capitalismo en las montañas colombianas. La minería, como existe actualmente, no es una locomotora: es un cataclismo.

Pero las opciones regulatorias son complejas. Las normas que se discuten acaloradamente en el congreso sólo contienen las actividades legales. La dinámica de la minería ilegal e informal poco tiene que ver con lo que se legisla o decide en Bogotá. Muchos activistas creen que la disyuntiva relevante es entre sacar o no sacar el oro. Ojalá fuera así. Pero la realidad es más compleja. Las leyes de la oferta y la demanda priman sobre las leyes que se aprueban en el Capitolio. Como dijo un ex ministro colombiano, la pregunta clave, dados los precios actuales, no es si el oro se va a sacar o no, sino de qué manera va a hacerse. El exceso de realismo hiere muchas sensibilidades, pero invita al mismo tiempo a la reflexión.

Si las cosas siguen como van, la minería de oro podría convertirse en la principal fuente de financiamiento de los grupos ilegales, en el sustituto de los cultivos ilícitos. Con dos complicaciones adicionales: hay mucha más plata en juego y el producto del negocio es legal, lo que dificulta el control y facilita la corrupción. En fin, la regulación de la minería es un asunto complejo. Las normas más estrictas no son siempre la solución y pueden incluso agravar el problema.

Hasta ahora el gobierno parece desentendido del asunto. El ministerio de medio ambiente sigue vacante. La fuerza pública está ocupada de otros problemas. El ministro de minas ha dicho que quiere replicar la experiencia de la Agencia Nacional de Hidrocarburos pero olvida un detalle: no hay petroleras informales pues perforar un pozo cuesta varios millones de dólares. Mientras tanto el precio del oro sigue subiendo. Las consecuencias adversas, en este caso, no serán sólo los matrimonios.

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Contradicciones

La semana anterior el presidente Santos sorprendió de nuevo a la opinión pública nacional. Ante los principales representantes de la comunidad médica colombiana, anunció un revolcón en el sistema de salud. “Quiero anunciarles algo muy importante para el país”, dijo en la introducción de su discurso. “Vamos a tener un plan de beneficios universal, (…) único e integral que no va a excluir ninguna patología”, prometió seguidamente. “La salud no se puede enfocar como un negocio; la salud es un servicio social”, señaló de manera enfática, con la seguridad que brinda la conciencia plena de estar diciendo exactamente lo que la audiencia quiere oír.

La comunidad médica celebró el anuncio presidencial con entusiasmo, con satisfacción reprimida. La prensa elogió casi unánimemente las promesas del presidente, su voluntad de convertir el esquivo derecho a la salud en una realidad concreta. Pero las explicaciones posteriores generaron algunas dudas, infundieron un natural escepticismo. Y peor, pusieron de presente algunas contradicciones. Veamos.

Primero, el gran revolcón, la revolución que habrá de resolver todos los problemas del sistema de salud, se hará por decreto; consiste, según lo dicho por el ministro del ramo, en una reglamentación de la Ley 1438 de 2011. Paradójicamente las mismas asociaciones médicas y científicas que ayer denigraban de esta ley, hoy celebran con entusiasmo el anuncio de su reglamentación. Pero el entusiasmo inicial irá despareciendo, creo yo, a medida que se vaya conociendo (o difundiendo) la realidad de la reforma, el contraste entre la grandilocuencia del discurso y la modestia de la medidas propuestas.

Como ya se dijo, el presidente prometió un cubrimiento integral, sin excepciones, de todas y cada una de las enfermedades. Unos pocos días después, el ministro de protección social aclaró el asunto. Aparentemente habrá topes económicos para cada enfermedad; además, el gobierno definirá en los próximos meses un nuevo plan de beneficios con el fin de limitar y restringir el cubrimiento. En fin, todas las patologías serán cubiertas con la excepción de las excluidas por el nuevo plan de beneficios. Con todo, es difícil entender el verdadero significado de lo dicho por el presidente.

Pero hay más contradicciones. El presidente señaló, ya lo dijimos, que la salud es un servicio social y que las Empresas Promotoras de Salud (EPS) deberán, por lo tanto, asumir plenamente su papel de administradoras del riesgo y ser evaluadas con base en el estado de salud de la población cubierta. Pero anunció, al mismo tiempo, que las EPS serán vigiladas por la Superintendencia Financiera, como si fueran un negocio más, un banco o una aseguradora. En esta nueva concepción, las EPS tienen una doble personalidad, son al mismo tiempo Dr. Jekyll y Mr. Hyde: administran un servicio social (vigiladas por la SuperSalud) y manejan un negocio financiero (vigiladas por la SuperFinanciera). El caso es extraño, sin duda.

Los gobiernos actúan en dos dimensiones distintas: la simbólica y la real. Con frecuencia los cambios reales requieren una retórica precisa que concite las voluntades y alinee los intereses. En fin, los discursos y las palabras son importantes, a veces imprescindibles. Pero tarde o temprano toca trascender las promesas y resolver las contradicciones. Parafraseando al poeta, “si todo es pura carreta, carreta todo será”.

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Cultura mafiosa

Hace algún tiempo, varios analistas, periodistas y académicos colombianos encontraron la clave para interpretar nuestras angustias y entender nuestros problemas. Dando muestras de una gran intuición sociológica, de una enorme capacidad para resumir lo complejo y simplificar lo diverso, lograron lo imposible: encajar una realidad desaforada, inaprehensible podríamos decir, en una sola idea reveladora, a saber: “la cultura mafiosa”. La importancia de esta innovación conceptual puede ilustrarse por medio de algunos ejemplos que no agotan, sobra decirlo, su enorme capacidad explicativa.

Bien es sabido que el consumo está en auge, que las familias colombianas, incluso las más pobres, están comprando televisores, celulares, equipos de sonido, computadores y demás. En muchos lugares los aparatos electrónicos recién importados contrastan con los pisos de tierra, las paredes de madera y los techos de zinc. ¿Cómo explicar esta inversión de las prioridades, esta contradicción de la modernidad, esta forma de esnobismo consumista? Muy sencillo: la cultura mafiosa. “Las nuevas pautas del consumo de masas traídas por el narcotráfico han influido en la definición de los objetos materiales que configuran el orden de la sociedad”, escribió recientemente un inspirado analista. Mejor dicho, si un pobre compra un televisor está, sin saberlo, inocentemente, imitando a los mafiosos.

Aparentemente la cultura mafiosa no sólo explica el consumismo de las clases populares. En opinión de algunos académicos, “el soborno para cancelar trámites o multas, la corrupción en la contratación (y la competencia desleal entre empresas privadas), la elusión de impuestos y hasta el estacionamiento de los vehículos sobre el andén” son manifestaciones del mismo fenómeno avasallante, de la cultura de la mafia. “La corrupción…y…el soborno son derivaciones del dominio del narcotráfico sobre nuestra economía y de los valores y modos de ver el mundo que acompañaron su increíble auge”, escribió recientemente un columnista y académico colombiano. “Situaciones como el narcotráfico son el ejemplo de que la mafia en Colombia está presente”, escribió otro académico en el mismo sentido. La sola frase refleja la profundidad de su pensamiento.

La violencia del “Bolillo” Gómez contra una mujer todavía innominada es un ejemplo de lo mismo, del legado sociológico del narcotráfico, dijeron algunos comentaristas esta semana. Otros fueron más allá. En su opinión, las justificaciones machistas de una congresista antioqueña, expresadas con una candidez casi desafiante, muestran que la cultura de la mafia hace ya parte de nuestra forma de pensar. Incluso Mockus, el mesías que nos iba sacar de este embrollo, nuestro gran redentor cultural, nuestra última oportunidad sobre la tierra, decidió esta semana tomar un atajo conveniente hacia la alcaldía. Nadie parece estar a salvo de una realidad cultural que nos define y nos condena.

Pero más que la cultura mafiosa, a mí me interesa otra idea, “la cultura de la cultura mafiosa”, esto es, la adhesión de muchos colombianos a una teoría que pretende explicarlo todo (el consumismo, la corrupción, la violencia, el machismo, el oportunismo, etc.) pero que al final de cuentas no explica nada. O mejor, sólo explica la ignorancia (o la pereza) de quienes recurren con frecuencia al atajo conceptual de “la cultura mafiosa”.