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El presidente mediático

Juan Manuel Santos es el personaje del año en Colombia. Míresele por donde se le mire. Desde un punto de vista sustantivo, sus logros son innegables. Restructuró la política, puso a casi todos los partidos a girar en torno a su figura, sólo el empequeñecido Polo Democrático permanece por fuera de su campo gravitacional. Lideró una ambiciosa transformación institucional que incluyó un cambio en la distribución regional de los recursos fiscales y una ambiciosa ley de reparación de las víctimas de la violencia. Creó nuevos ministerios, departamentos administrativos y consejerías que, en teoría, le permitirán poner en práctica sus ideas del buen gobierno. Y dirigió una economía en expansión, que ha crecido aceleradamente y ha logrado reducir el desempleo de manera sustancial.

Pero el Presidente Santos es también el personaje del año desde un punto de vista distinto, más literal si se quiere. Santos fue una presencia continua en los medios, una figura casi omnipresente. Al comienzo del año, desde Cúcuta, después de la trágica explosión de una mina de carbón que mató a más de 20 personas, prometió acabar, de una vez por todas, con la minería informal (que ha seguido creciendo). A mitad del año, desde Corinto, Cauca, en medio de la destrucción causada por un carro bomba de las Farc, dijo públicamente que el atentado le había traído suerte a la selección Colombia (en retrospectiva no fue tanto así). A final del año, posó montado en buldócer en medio de los aguaceros históricos de estos días y dijo, en tono circunspecto, que su gobierno le estaba ganando la batalla al invierno.

Santos ha sido el más mediático de los últimos cinco presidentes Colombianos. No lo digo yo con base en juicios impresionistas, lo señala un análisis cuantitativo de más de dos millones de artículos de prensa publicados desde 1991 por algunos de los principales medios escritos de Colombia. El análisis, basado en un contador de palabras diseñado por el ingeniero Juan Manuel Caicedo, muestra que Santos ha batido casi todos los registros de figuración mediática. En los meses de mayor figuración, a comienzos de 1991, la palabra “Gaviria” apareció 0,6 veces por cada mil palabras publicadas en los medios estudiados. A mediados de 1995, en medio de un gran escándalo, la palabra “Samper” apareció 1,5 veces por cada mil palabras. En mayo de 1998, coincidiendo con las elecciones presidenciales, la palabra “Pastrana” apareció 0,7 veces por cada mil. En abril de 2006, en medio de otro escándalo, la palabra “Uribe” superó las 1,5 apariciones por cada mil. Pero “Santos” batió todos los records. A finales del año pasado, llegó a más de 2,5 apariciones por cada mil palabras.

Ningún otro presidente había recibido tanta prensa: los números no mienten. El protagonismo no es casual. Todo lo contrario: es el resultado de una estrategia deliberada. Pero el éxito mediático tiene sus riesgos, sobre todo si se convierte en un fin en sí mismo. Con frecuencia el presidente Santos pareció más preocupado por el efecto mediático de sus anuncios que por el fondo mismo de lo anunciado, como si quisiera simplemente maximizar los titulares, aparecer en la prensa.

En fin, el presidente mediático tiene un gran reto por delante: mostrar que su capacidad de gestión es tan grande como su ya bien probada capacidad de figuración.

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Lecturas de 2011

Tres novelas cortas (o cuentos largos) para esta época de Twitter.

El alienista del brasileño Machado de Assis (mi descubrimiento literario de este año).

Pero la Ciencia tiene la inefable propiedad de curar todas las penas; nuestro médico se sumergió enteramente en el estudio y la práctica de la Medicina. Fue entonces cuando uno de los recovecos de ésta le llamó especialmente la atención: el recoveco psicológico, el examen de la patología cerebral. No había en la colonia, ni aún en el reino, una sola autoridad en tal materia, mal explorada o casi inexplorada. Simón Bacamarte comprendió que la ciencia lusitana, y particularmente la brasileña, podría cubrirse de “laureles inmarchitables” –expresión usada por él mismo, pero en un arrebato de intimidad doméstica–; exteriormente era modesto, como conviene a los sabios.
La salud del alma –clamó– es la ocupación más digna del médico.

Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco. Publicada ya hace 30 años, pero sigue mejor que nunca.
Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola. Nunca sabré si aún vive Mariana. Si hoy viviera tendría ya ochenta años.

Trenes rigurosamente vigilados del escritor checo Bohumil Hrabal. La película es un clásico, la novela es mejor.

Me agarré de la mano con el muerto hasta que también yo mismo empecé a perderme en las tinieblas y susurré para sus oídos que ya no oían las palabras del conductor de aquel tren rápido que había traído a los desventurados alemanes desde Dresden: –Deberían mantener el culo sentado en la casa…

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Profesores

Leí con interés la perorata del editor y profesor Camilo Jiménez, publicada esta semana en el diario El Tiempo, en la que denuncia la incapacidad de un grupo de veinteañeros (todos mimados por la vida y el sistema) de componer un párrafo, uno sólo, después de un largo semestre de lecturas inteligentes y sermones indignados. “Estoy por pensar que la curiosidad se esfumó de estos alumnos míos desde el momento en que todo lo comenzó a contestar ya, ahora mismo, el doctor Google.” Mejor dicho, nos llevó el diablo. Nuestros estudiantes no aprenden o no quieren aprender o no pueden hacerlo. Son un caso perdido.

Camilo Jiménez tiene razón. Muchos estudiantes no conocen los rudimentos de redacción, no son capaces de juntar dos frases. Pero su perorata, su manifiesto apesadumbrado, dice más sobre los profesores que sobre los estudiantes. Camilo no es el primero, ni será el último profesor que denuncia la frivolidad de los jóvenes, que recurre a la misantropía inteligente para ventilar las frustraciones de un oficio extraño, descomedido. La melancolía siempre ha sido el riesgo ocupacional de los profesores. “Nos sentimos, simultáneamente, superiores e infravalorados, por encima del resto de los mortales pero aislados e insuficientemente recompensados y reverenciados”, escribió recientemente el ensayista estadounidense Joseph Epstein.

Cada vez que me asaltan sentimientos parecidos, en lugar de escribir una carta denunciando la perdición del mundo, releo un texto producido hace ya varios años por el filósofo Robert Nozick, una biografía estandarizada de los profesores universitarios. Todos fuimos cortados con la misma tijera. Pasamos veinte o más años por el sistema escolar coleccionando buenas notas, recibiendo encomios de padres y maestros, siendo apreciados y reverenciados. Después de haber acumulado muchos títulos, decidimos, razonablemente, permanecer en el mismo mundo, el de las aulas de clase, que había sido el escenario de nuestros grandes proezas, de nuestras gestas académicas.

La cosa funciona bien por un rato, dice Nozick. Pero, con el tiempo, las tensiones comienzan a florecer. Tarde o temprano, nos damos cuenta de que nuestros compañeros de clase, aquellos que no eran capaces de escribir un parrafito, tienen vidas reconfortantes, mientras tanto nuestras angustias se multiplican cada día: no sólo las financieras sino también las espirituales. La docencia resulta menos atractiva de lo que parecía (sigo citando a Nozick). Los estudiantes no demuestran una pasión acorde con nuestros sacrificios y conocimientos. Todos parecen más interesados en los juguetes de la modernidad que en la búsqueda de la sabiduría. Poco a poco, la frustración le va dando paso al resentimiento hasta que llega un día en que renunciamos o escribimos una carta rabiosa denunciando la injusticia del mundo y la ignorancia de sus pobladores más privilegiados, los veinteañeros acomodados.

Los jóvenes de esta época, como todos nosotros, son hijos de su tiempo. Algunos no son capaces de borronear un párrafo. Pero qué más da. Casi todos dominan a su antojo los milagros de la época. No me gusta la condescendencia, pero convertir a los alumnos en blanco de nuestro bien aprendido resentimiento es una tontería. Prefiero la autoironía, al esnobismo profesoral. Después de todo, cabe reconocer que, en la gran mayoría de los casos, el problema no son los estudiantes, somos nosotros los profesores.

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Congestión

En 1951, el economista canadiense William Vickrey fue contratado por el alcalde de Nueva York con el propósito de mejorar las menguadas finanzas de su ciudad. Por cuenta de los azares de la consultoría, Vickery terminó dedicado a estudiar un problema distinto, la congestión vehicular. Hizo, entonces, una propuesta simple, pero trascendental: cobrar por el uso de las vías urbanas, sobre todo de las vías más congestionadas en las horas de mayor tráfico. En su opinión, los peajes urbanos harían que los conductores tuvieran en cuenta el costo que imponen sobre los demás viajeros y usasen las vías de manera óptima desde un punto de vista social. Si el precio es cero, la “demanda” será insaciable y la congestión, imposible de evitar.

Vickrey repitió su propuesta por muchos años. Llamó la atención repetidamente sobre una realidad económica innegable: las vías urbanas son un recurso escaso y, por lo tanto, su uso debería acarrear un precio. Inicialmente la indiferencia fue general: su propuesta era muy simple para los académicos y muy impopular para los políticos. Pero con el tiempo la situación cambió. Sus colegas entendieron la trascendencia de sus ideas. En 1963, publicó su artículo seminal sobre precios de congestión. En 1992, fue elegido presidente de la Asociación Americana de Economistas. Y en 1996, ganó el premio Nobel de economía.

Vickrey murió dos días después del anuncio del premio. Iba manejando por una autopista a altas horas de la noche (para evitar la congestión dicen las malas lenguas). Murió sin haber recibido el premio Nobel y sin haber visto sus ideas hechas realidad. Sólo en la última década, Londres, Estocolmo y otras ciudades europeas han implantado sistemas electrónicos para cobrar por el uso de las vías urbanas. Con gran éxito, vale decir. La congestión se ha reducido significativamente con enormes beneficios sociales. En Estados Unidos, por el contrario, la respuesta a la congestión ha sido la misma desde que Vickrey formuló su propuesta por primera vez, a saber: construir vías y más vías que se llenan rápidamente. A más kilómetros de vías urbanas, más vehículos y más viajes. Las nuevas vías se autoderrotan, pues incentivan a muchos conductores a sacar sus carros del garaje.

Gustavo Petro quiere traer las ideas de Vickrey a Bogotá, ha planteado la necesidad de instalar peajes urbanos en las zonas de mayor congestión vehicular. Los problemas prácticos de esta iniciativa son enormes, su implantación requerirá seguramente muchos meses de estudio y muchos millones de pesos de inversión. Pero la propuesta es buena, es una respuesta sensata a un problema cada vez más grande y acuciante. Ojalá otras ciudades se sumaran a la iniciativa. O al menos la estudiaran con seriedad.

Al final de la semana, el senador Jorge Enrique Robledo criticó duramente la propuesta del alcalde electo de Bogotá. “Los peajes urbanos quieren decir que el derecho ciudadano se deja sólo a quienes puedan pagarlo…son neoliberalismo, FMI y consenso de Washington. Esos son sus orígenes, en nada afectos a las ideas democráticas”, señaló. Estas críticas desconocen el origen académico de la propuesta. Y dejan de lado un asunto esencial: los peajes urbanos aumentan el bienestar general, son socialmente provechosos. Pueda ser que la demagogia barata no acabe de entrada con una propuesta inteligente.

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Progreso

Hace ya más de 60 años, en 1949, Colombia se convirtió en el escenario de un curioso experimento. Terminada la reconstrucción de Europa, el Banco Mundial (llamado entonces el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento) decidió cambiar de rumbo, enfocar sus esfuerzos ya no en los países devastados por la guerra sino en los agobiados por el subdesarrollo. Por una serie de razones fortuitas, perdidas en los vericuetos de la historia, el Banco Mundial escogió a Colombia para afinar su nueva estrategia y optó, entonces, por enviar una misión de expertos internacionales encabezada por el economista canadiense Lauchlin Currie, quien habría de quedarse hasta el final de su vida en este país.
Lo primero que hizo la “Misión Currie” fue hacer un diagnóstico de las condiciones sociales de Colombia. Los hallazgos fueron aterradores. La gran mayoría de la población vivía en la pobreza absoluta. 90% de los colombianos jamás había usado zapatos. Decenas de miles de colegios estaban cerrados por falta de plata. “Tanto cualitativa como cuantitativamente, las viviendas son inadecuadas. La casa promedio, de unos 20 metros cuadrados, abriga 6,4 personas. Se calcula que unas 200 mil viviendas (20% del total) tienen menos de 12 metros, lo que indica un horrible hacinamiento”, reportó el informe final de la Misión. Colombia, en últimas, parecía condenada a cien o más años de soledad.

Dos generaciones después de la llegada de la “Misión Currie”, las condiciones sociales han mejorado de manera ostensible. La educación básica es casi universal. La ropa de algodón, que era considerada un lujo en los años cincuenta, es ahora una mercancía corriente. El consumo per cápita de huevos se multiplicó por cinco. En las zonas urbanas, el porcentaje de viviendas con piso de tierra pasó de 25% en el censo de 1951 a 3% en el censo de 2005. Pero no hay que ir tan atrás en tiempo para vislumbrar la mejoría. Hace 40 años, un litro de leche costaba el equivalente a 9% del salario mínimo semanal, hoy cuesta el equivalente a 2%. Hace 20 años, miles de mujeres hacían cola diariamente en el centro de Bogotá para llenar sus galones de cocinol, hoy la mayoría de los hogares pobres de la capital cuenta con gas domiciliario.

No sé de qué manera llamarán los lectores a los cambios descritos, pero yo sólo encuentro una palabra: progreso. Desigual, limitado e insuficiente, pero progreso al fin y al cabo. Sin embargo, la sola mención de la palabra “progreso”, así los hechos sean irrefutables, produce todo tipo de reacciones airadas. Muchos denigran del avance material, romantizan la pobreza, disfrazan la condescendía de simpatía: sí, ya usan zapatos, pero perdieron las tradiciones, olvidaron sus raíces, se sumaron al inmoral hormiguero de la modernidad. Otros consideran inadecuado, ofensivo incluso, medir el progreso con base en el pasado. Para ellos el único referente es la utopía, un mundo idealizado, “un paraíso de cucaña” como decía Estanislao Zuleta: sí, ya no usan cocinol, pero la educación universitaria todavía no es universal. “Reaccionarismo posprogresista” ha llamado el ensayista catalán Jordi Gracia a esta tendencia. “Es un reaccionarismo complejo y difuso pero, como todos los reaccionarismos, débil y rencoroso”. Y paradójico, agregaría yo. En esta época extraña, los llamados progresistas desprecian o minimizan el progreso. El de los demás, por supuesto.

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Derechos y recursos

Poco a poco, de manera casi imperceptible, un trascendental cambio político ha venido ocurriendo en Colombia. Los derechos sociales, que fueron inicialmente entendidos como aspiraciones de largo plazo han comenzado a ser percibidos como objetivos de corto plazo, de cumplimiento inmediato, perentorio. Los jueces, los políticos y la mayoría de los ciudadanos reclaman educación, salud y seguridad social para todo el mundo. Sin dilaciones y sin costo. En esta nueva realidad política, el Estado de Bienestar ha dejado de ser una alternativa y ha pasado a convertirse en un imperativo.

Pero el debate al respecto no ha terminado todavía. Mientras muchos señalan que el Estado de Bienestar es imprescindible para garantizar la legitimidad del sistema capitalista y la armonía social, otros afirman que su existencia es por ahora incompatible con el equilibrio fiscal y el desarrollo económico. Los primeros traen a cuento los ejemplos ya manidos de los países escandinavos, donde el Estado de Bienestar ha fortalecido y legitimado al capitalismo; los segundos mencionan los casos igualmente trillados de Grecia y otros países mediterráneos, donde el Estado Bienestar terminó siendo un lastre invencible para la prosperidad general. Cada quien usa los datos que confirman sus prejuicios y su ideología.

Un artículo académico escrito recientemente por tres jóvenes economistas franceses aporta algunos datos adicionales para el debate de marras. El artículo muestra que, en Europa, el Estado de Bienestar tiene dos caras distintas. En los países nórdicos donde los ciudadanos no abusan de los beneficios, pagan cumplidamente sus impuestos y confían en el civismo de sus coterráneos, el Estado es generoso y eficiente: cada quien aporta lo que puede y recibe lo que necesita. En varios países mediterráneos, donde muchos ciudadanos abusan del sistema y desconfían de los demás, el Estado es al mismo tiempo abultado e ineficiente: la mayoría recibe más de lo que necesita y aporta mucho menos de lo que puede. En últimas, el funcionamiento del Estado de Bienestar depende de la existencia de una mayoría que respete las reglas y confíe en el comportamiento de los demás. Sin esta mayoría, habrá mayor gasto, pero no mejores resultados. En los países mediterráneos, por ejemplo, el mayor gasto social no ha mejorado la calidad de la educación, la salud y la seguridad social.

Este hallazgo tiene una implicancia inmediata para el debate sobre la reforma a la educación superior, a saber: sin un cambio cultural, sin más y mejores mecanismos de control social, un aumento en el gasto no traería necesariamente una mejoría en los resultados, en la calidad de la educación en particular. Así, los estudiantes deberían protestar no sólo por la escasez de recursos sino también por la ineficiencia y la corrupción. Hasta ahora poco o nada han dicho acerca del clientelismo que aqueja la Universidad Distrital, de las pensiones que desangran muchas universidades regionales, de los escándalos que afectan a varias universidades del viejo Caldas, etc.

En fin, el goce efectivo de derechos (para usar la dicción corriente) o la mayor calidad de la educación (para mencionar el reclamo frecuente) no son sólo cuestión de plata. El Estado de Bienestar, ya lo dijimos, es una realidad más cultural que presupuestal. Por desgracia, hay muchos derechos que el dinero no puede comprar.

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Voracidad

¿Qué tienen en común los estudiantes colombianos, los ocupantes de Wall Street y los indignados españoles o griegos? Casi nada. Más allá de las apariencias y de la retórica antisistema, los motivos reales del descontento, las causas últimas de la agitación social son diferentes. Los ocupantes de Wall Street, de la Plaza de Mayor y de la Plaza de Bolívar no son compañeros de los mismos infortunios. Enfrentan problemas distintos. Opuestos incluso.

En Grecia, en Italia y en la misma España, el problema es la quiebra del estado de bienestar, el fracaso de la socialdemocracia al debe, de la idea (extraña) según la cual los ciudadanos tienen derechos que superan por mucho su disposición a pagar por ellos. En buena parte de Europa, el estado de bienestar tendrá que reducirse sustancialmente. El ajuste será inevitable: habrá menos empleos, menos subsidios y menores salarios. Pero nadie quiere perder lo suyo: los trabajadores quieren conservar las gabelas; los jóvenes, los subsidios, etc. No hay acuerdo sobre quién pagará los platos rotos de la quiebra estatal. Las protestas son el reflejo de ese desacuerdo, de las tensiones sociales generadas por el empobrecimiento.

En Estados Unidos, el problema no es la quiebra del estado de bienestar, sino el rompimiento del contrato social. A diferencia de los europeos, los estadounidenses fueron históricamente tolerantes a la desigualdad: soportaban, de buena gana incluso, la opulencia ajena, el enriquecimiento de unos pocos, pues sabían o creían que era uno de los costos a pagar por la prosperidad, por el progreso continuo de la clase media. Pero este contrato se rompió en mil pedazos. Ahora hay enriquecimiento de una minoría (el proverbial 1%) sin prosperidad general: los ingresos de la clase media no han crecido en una generación. Las protestas son, en últimas, el reflejo más visible de la insatisfacción con un sistema que genera desigualdad y no crea prosperidad. Los ocupantes de Wall Street lamentan no tanto la disminución del Estado, como la consolidación de un orden injusto en el cual los ganadores se quedan con casi todo.

En Colombia, el problema es otro. El tamaño del Estado está creciendo. Los recortes parecen cosa del pasado. Aunque la desigualdad no ha disminuido, los ingresos de la mayoría van en aumento. La clase media se duplicó en menos de una década. El progreso es innegable. Pero las expectativas de una bonanza económica, de una riqueza casi caída del cielo, han elevado las expectativas de la gente. Todo el mundo quiere más. Los médicos quieren cobertura universal de salud sin ningún límite. Los estudiantes quieren educación superior gratuita y de calidad para todos. Los jueces quieren una renta permanente de 2 o 3% del PIB. Los empresarios quieren mejor infraestructura y menores impuestos. Los ciudadanos quieren servicios públicos gratuitos. En fin, las expectativas de prosperidad han multiplicado los apetitos, las aspiraciones (todavía insatisfechas) de muchos grupos sociales. Voracidad llaman algunos economistas a este fenómeno.

El cuento es simple. En Europa y Estados Unidos, las protestas son consecuencia del empobrecimiento real; en Colombia, del enriquecimiento supuesto. Allá se quejan por lo perdido. Aquí por lo no ganado. Allá los problemas políticos son acuciantes. Aquí apenas emergentes. Allá está en juego el presente. Aquí nos estamos jugando el futuro.

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Un intelectual periférico

Su padre y sus hermanos eran comerciantes en una ciudad intermedia, escondida entre las montañas como tantas otras en este país. La fortuna de su familia era exigua, insuficiente para patrocinar sus ambiciones científicas, sus sueños de grandeza. Siempre había querido hacer Ciencia. Con mayúscula. Como toca. Pero había nacido en el país equivocado, “un país bárbaro donde la ciencia es ignorada y despreciada”, un país ubicado en la periferia intelectual del planeta. El comercio puede ejercerse en cualquier parte, la Ciencia no.

Pero nunca desfalleció. Trató con todas sus fuerzas de superar la carencia de medios propicios y mentes afines. Compensaba con su empeño la adversidad del entorno. Fue invitado a publicar en una de las pocas revistas locales, una publicación casi clandestina que apenas sumaba 50 suscriptores. Se hizo conocer de los pares nacionales. Consiguió una carta de recomendación de la gran eminencia local, el señor M. Pero sabía que su futuro dependía de los buenos oficios de un investigador extranjero: los intelectuales periféricos no vuelan solos.

De manera casi providencial pudo establecer contacto con una eminencia internacional, el señor H., quien había llegado a este país en busca de datos y experiencias, no de colaboradores. Trabajó con él por unos días. Trató de impresionarlo. Sabía que necesitaba convencer su intelecto y conquistar su corazón: su ingreso al mundo de la Ciencia dependía de la buena voluntad del extranjero. Pero fracasó en su intento. Por razones misteriosas, el extranjero decidió cerrarle la puerta en sus narices. De nada valieron sus publicaciones locales, su reputación nacional, sus esfuerzos previos.

Aceptó el rechazo con resignación. Siguió adelante con sus pesquisas. Fundó una revista. Formó unos cuantos discípulos. No renunció a sus sueños, simplemente los acomodó a sus posibilidades. Pero la vida en los confines geográficos de la academia suele ser extraña. “Hago lo que puedo. Me empeño hasta donde mis fuerzas me alcanzan. Pero las dificultades son muchas. Mi soledad es insondable. Por meses he intentado discutir con alguien las ideas que barrunto y no he encontrado a nadie. Trabajo en medio de la soledad y el aislamiento”, escribió en su diario con la sinceridad de los desesperados.

Pero la corriente de la vida lo arrastró hacia un destino inesperado. Sin querer, empujado por las circunstancias de su tiempo y las lisonjas de sus amigos, entró al mundo de la política, de las conspiraciones y las traiciones. “En los problemas de organizar el Estado, de imaginar un derecho distinto, de condenar o absolver el actual, soy un aficionado, un ignorante”, escribió con la misma sinceridad de siempre. Al final, a pesar de sus dudas, de su desprecio por las luchas políticas, terminó sacrificando su vida por una causa que no entendía plenamente. Quiso hacer Ciencia con mayúscula, pero acabó, trágicamente, haciendo política con minúscula. Los intelectuales periféricos quieren hacer lo que no pueden y pueden hacer lo que no quieren.

Nota: esta columna está basada en la novela Diario de la luz y las tinieblas escrita por el economista Samuel Jaramillo. La novela cuenta la vida de Francisco José de Caldas, pero también, guardadas las proporciones, la de Samuel y la de nosotros sus colegas, los académicos periféricos.

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Marxismo de cajón

El debate sobre el futuro de la educación superior ha trascendido lo propuesto por el gobierno en el proyecto de reforma a Ley 30 de 1992, un proyecto, en mi opinión, más irrelevante que perjudicial. Con frecuencia, el debate ha sido planteado en un plano filosófico. “La reforma está dirigida a reestructurar el mercado laboral en función de la inserción acrítica y subordinada en la economía global. Los cambios en el proceso productivo…exigen…la formación de operadores competentes para hacer funcionar la nueva máquina social y productiva del capital en el país”, escribió recientemente un profesor de derecho de la Universidad Nacional. “Sólo quieren formar proletarios para el mercado laboral”, han dicho varios críticos del proyecto con particular vehemencia.

El debate filosófico es interesante, pero no es nuevo. Todo lo contrario: es un debate antiguo, casi eterno. Las opiniones citadas son variaciones sobre un mismo tema, sobre la teoría de la alienación de Marx, sobre la idea, tantas veces repetida, según la cual la división del trabajo atenta contra la esencia del individuo. Todos las reformas educativas que se han propuesto en este país, sin excepción alguna, han sido acusadas de lo mismo: de educar trabajadores obedientes, no individuos pensantes, de formar técnicos competentes pero ignorantes de las consecuencias morales o sociales de sus actos; en un frase, de ahondar una de las facetas más antipáticas del sistema: la alienación del ser humano. Puro marxismo de primer semestre.

Pero el debate es más complejo, va más allá del marxismo de cajón de algunos profesores de derecho. Paul Seabright, un economista heterodoxo con ambiciones filosóficas, planteó recientemente una interpretación más benigna de la alienación. En su opinión, la prosperidad de las sociedades modernas está sustentada en nuestra capacidad de desempeñar el papel que nos corresponde sin preocuparnos por el resultado final. La sociedad moderna –argumenta Seabright– depende de la cooperación entre millones de extraños, la cual depende, a su vez, de una moral minimalista que premie la excelencia en lo micro (hacer la tarea) y el desentendimiento de lo macro (ignorar el resultado final). En últimas, una sociedad moderna es inconcebible sin algún grado de autoalienación, sin unas instituciones que promuevan lo que Seabright llama la “visión túnel”.

Italo Calvino resume el asunto de manera dramática: “el hombre puede verse reducido a ser una langosta y aplicar sin embargo a su situación de langosta un código de disciplina y de decoro –en una palabra, un estilo– y confesarse satisfecho, no discutir ni mucho ni poco el hecho de ser langosta sino sólo el mejor modo de serlo”. La comparación es perturbadora. Pone de presente nuestra capacidad, casi ilimitada, de encontrar la realización en cualquier tarea, capacidad de la que depende, trágicamente si se quiere, la prosperidad de los ciudadanos del planeta.

En fin, la lucha de algunos profesores no es contra la reforma educativa. Ni siquiera contra el gobierno de Santos. Es una lucha contra la división del trabajo, contra el orden económico internacional, contra la humanidad incluso. Pero sus argumentos son superficiales. Carecen de un entendimiento preciso del capitalismo. Simplemente expresan un gran desprecio por el mundo como es, por el sistema que los mantiene y mortifica al mismo tiempo.

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Parálisis

Esta semana, los medios de comunicación informaron sobre varios nuevos escándalos de corrupción, revelaron nuevas listas de políticos bajo sospecha, de posibles defraudadores del Estado. La Fiscalía llamó a interrogatorio a 17 concejales bogotanos con el fin de investigar su supuesta participación en el llamado carrusel de la contratación. Al mismo tiempo la Procuraduría y la misma Fiscalía abrieron indagación preliminar en contra de 267 gobernadores, alcaldes y funcionarios de provincia por un supuesto mal manejo de los recursos destinados a la reparación de los daños y la indemnización de las víctimas del invierno. En Colombia, la celebración indebida de contratos ya no parece la excepción, sino la regla. Un contrato libre de sospecha es casi un milagro.

Los directores de los organismos de control han convertido la lucha anticorrupción en una cruzada. El Procurador investiga a los políticos que hacen política (las leyes se lo permiten). La Contralora prohibió las vigencias futuras, un recurso presupuestal indispensable para la ejecución de obras que tardan más de un año. La Fiscal parece más preocupada por los titulares que por la justicia. Incluso el mismo gobierno ha convertido las denuncias en un espectáculo. Muchos ministros no hacen, denuncian. Parecen interventores, no ejecutivos. El mundo al revés.

Las consecuencias han sido infortunadas. El Estado colombiano se ha tornado más ineficiente. La ejecución está rezagada, paralizada en algunos casos. En el sector agropecuario, por ejemplo, está 30 puntos por debajo de los máximos históricos (un desastre); en el Ministerio del Interior, el porcentaje es parecido. El llamado Fondo de Adaptación no ha ejecutado un solo peso. El invierno arrecia nuevamente y las obras brillan por su ausencia: hay denuncias, investigaciones, escándalos y poco más. El mismo gobierno que no ha sido capaz de contratar algunas obras menores, pretende, durante los próximos años, crear la institucionalidad necesaria para restituir millones de hectáreas y reconstruir medio país. El divorcio entre las ambiciones y los resultados es evidente. En general, cada vez pedimos más Estado y cada vez confiamos menos en sus representantes.

En medio de este panorama, el tratamiento oportunista de la corrupción es preocupante. Los medios de comunicación deberían hacerle un seguimiento detallado a algunos de los escándalos previos: a veces conviene actualizar la indignación. Por ejemplo, el escándalo de los recobros al sistema de salud resultó siendo un falso positivo. Aparentemente una exfuncionaria del Ministerio de la Protección Social recibió 300 millones de pesos de manera ilegal. Probablemente algunos recobros se pagaron sin cumplir con todos los requisitos legales. Pero, al fin de cuentas, los hallazgos probados no superan los cinco mil millones de pesos. El Presidente había advertido sobre un posible desfalco de varios billones de pesos. El amarillismo presidencial, ya lo dijimos, puede tener consecuencias infortunadas.

El principal problema del Estado colombiano no es la corrupción, es la ineficacia, la incapacidad de ejecución. El problema no es nuevo, pero parece haberse agravado durante el gobierno actual. Paradójicamente el santismo terminó convertido en una versión oportunista del mockusianismo: los recursos públicos son tan sagrados que simplemente no se gastan.