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El fin del matrimonio

En 1962, hace ya 50 años, la firma encuestadora Gallup le hizo la siguiente pregunta a una muestra de mujeres estadounidenses: ¿en general, quién cree usted que es más feliz, una mujer casada encargada de su familia o una mujer soltera que trabaja? El comentarista conservador Charles Murray llamó la atención recientemente sobre la uniformidad de las respuestas, más de 90% de las entrevistadas respondieron que las mujeres casadas eran más felices. La pregunta era casi una provocación, sugiere Murray. El matrimonio era considerado entonces un destino ineluctable. La gente nacía, se casaba, se reproducía y moría. Eso era todo. Medio siglo después, las cosas han cambiado de manera radical. La gente pospone cada vez más el matrimonio. O nunca se casa. O si lo hace, se separa después de unos cuantos años. El entorno familiar se ha transformado consecuentemente. En Estados Unidos, por ejemplo, el porcentaje de niños nacidos por fuera del matrimonio pasó de 3% en 1960 a más de 30% en 2010. El porcentaje de niños criados por un solo padre ha seguido una trayectoria similar. Además, las parejas casadas son menos felices. En 1962, 63% de las mujeres decía sentirse muy feliz en el matrimonio; en 2010, este porcentaje ya era inferior a 40%. El matrimonio no atrae, ni amarra, ni entretiene. No sólo en Estados Unidos. En Colombia, el divorcio es cada vez más común y la unión libre se ha generalizado, sobre todo en las familias de menor nivel socioeconómico. Estas tendencias tienen efectos probados sobre la socialización de las generaciones futuras. En promedio, los hijos de padres casados muestran mejores resultados escolares, menores problemas psicosociales y una mejor salud, tanto física como emocional. La evidencia al respecto es inmensa. Apabullante, podría decirse. Para el caso de Colombia, por ejemplo, los investigadores Diego Amador y Raquel Bernal mostraron recientemente que, todo lo demás constante, los hijos de padres casados tienen un mejor desempeño escolar que los hijos de padres en unión libre. El matrimonio, sugieren los autores, acrecienta la responsabilidad y el compromiso de los padres. ¿Puede hacerse algo al respecto? No mucho. El retorno a un supuesto pasado idílico que proponen Murray y otros comentaristas conservadores es imposible. La estatización casi completa del cuidado infantil que proponen algunos liberales es también utópica, sobrestima las capacidades estatales y subestima las restricciones financieras. El Estado no puede sustituir a la familia. No completamente al menos. El novelista Michel Houellebecq plantea el problema con precisión: “es deplorable que la unidad familiar esté desapareciendo. Uno puede argumentar que aumenta el dolor humano. Pero deplorable o no, no hay mucho que podamos hacer. Esa es la diferencia entre mi visión y la de un reaccionario: yo no tengo interés en devolver el tiempo. No creo que pueda hacerse”. Más allá de las políticas públicas, de la reingeniería de valores que propone la derecha o la ingeniería social que promueve la izquierda, el declive del matrimonio y por ende de la familia es un fenómeno trascendental, con consecuencias inquietantes en el mejor de los casos. “Por esta y otras razones, la sociedad ha venido perdiendo la capacidad de producir adultos equilibrados, razonables”, me dijo un colega hace unos meses. Razón no le falta.

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Movilidad social

A comienzos de los años cincuenta tuvo lugar un interesante debate en este país. El sociólogo estadunidense T. Lynn Smith señaló, en una serie de artículos ya olvidados, que la movilidad social en Colombia era casi inexistente. En su opinión, las clases altas eran una casta inexpugnable y las clases medias, un refugio de ricos decadentes. El antropólogo austríaco Gerardo Reichel-Dolmatoff criticó duramente el pesimismo de Smith: “Colombia –escribió– no es un país dominado por un sistema feudal manejado por unas cuantas familias de sangre azul que dominan una mayoría de mestizos analfabetos. Esto pudo haber sido cierto hace doscientos años. Pero, en el presente, Colombia es un país cuya estabilidad política y social descansa sobre una firme fundación de miembros de la clase media”. En los años setenta, el debate volvió a repetirse en los mismos términos. En un influyente artículo, el sociólogo Rodrigo Parra Sandoval cuestionó de nuevo las posibilidades de ascenso social. “Cuando se mira con detenimiento a la sociedad colombiana –señaló–, se observa que las posibilidades de movilidad ascendente son mínimas… sólo existen para grupos específicos, estratos medios y altos urbanos, para quienes representa no un ascenso sino un mantenimiento de su posición”. Casi simultáneamente, los economistas Albert Berry y Miguel Urrutia presentaron una visión mucho más optimista. En un libro publicado en 1974, argumentaron que las personas talentosas y educadas tenían las puertas abiertas en Colombia. Los debates descritos tocaban un asunto crucial. Pero, la verdad sea dicha, los debatientes tenían muy pocos datos para sustentar sus conclusiones. Una encuesta reciente, realizada de manera conjunta por el Departamento Nacional de Estadística (DANE) y el Departamento Nacional de Planeación (DNP), permite retomar el debate con mayor objetividad. La encuesta incluye, como es usual, un conjunto de preguntas sobre las condiciones de vida de las personas en el momento actual. Y contiene, al mismo tiempo, una interesante innovación: una serie de preguntas retrospectivas sobre las condiciones de vida (las características de las viviendas, la educación de los padres, etc.) de las mismas personas cuando tenían 10 años de edad. La encuesta permite, por lo tanto, comparar las condiciones de vida presentes y pasadas, y cuantificar las posibilidades de movilidad social. Los resultados muestran un pequeño grado de movilidad social. Aproximadamente 5% de los colombianos pasó, en una generación, de la parte inferior de la distribución (el 40% más pobre) a la parte superior (el 20% más rico) y un poco más de 15% pasó de la parte intermedia a la superior. La movilidad social es menor a la observada en otros países, como Chile y México, donde se realizaron encuestas similares. Más allá de las comparaciones, la movilidad es insuficiente por decir lo menos. Casi una tercera parte de la población nace pobre y muere pobre. Los otros apenas se mueven. Muy pocos logran ascender decididamente. Y si lo hacen, deben enfrentarse al clasismo, a un catálogo conocido de improperios: lobos, mañés, igualados, provincianos, carangas resucitadas, etc. Paradójicamente la crítica social en Colombia se ha dedicado más a denigrar de las costumbres de quienes logran ascender socialmente que a denunciar la falta de movilidad social. Al subido, hay que caerle. Los caídos, caídos están.

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La clase C

Mucho antes de que nuestros políticos encasillaran a las viviendas en estratos y a las personas en grupos del Sisben, los expertos en mercadeo habían clasificado a la población en seis clases sociales, denotadas, casi solapadamente, con letras mayúsculas: A, B, C (1 y 2), D y E. Las clases en cuestión, creadas originalmente por una compañía editorial inglesa, tenían un significado preciso, aséptico en apariencia: la clase A incluía a los ejecutivos, empresarios y profesionales de primer nivel, la B, a los administradores y empleados de niveles intermedios, las D y E, a quienes apenas podían satisfacer sus necesidades básicas o no ponían hacerlo en absoluto, y la C, la clase intermedia, al resto de la población: microempresarios, oficinistas, técnicos y tecnólogos, etc.
Por mucho tiempo, el capitalismo de esta parte del mundo se ocupó preferentemente de los gustos y caprichos de las clases A y B. Con frecuencia alguien hacía notar la preeminencia demográfica de las clases D y E o el potencial invisible de la misteriosa clase C, pero el poder de compra seguía estando concentrado en la parte de arriba, en las exclusivas clases A y B. En América Latina, los mercados se ocupaban más de los gustos de los de arriba que de las necesidades de los de abajo. “Los ricos tienen mercados, los pobres, burócratas”, dijo alguna vez un economista gringo con intención sarcástica. Razón no le faltaba. Pero las cosas están cambiando rápidamente. En Brasil, en Colombia y en buena parte de América Latina, el crecimiento de la otrora desdeñada clase C está transformando el capitalismo. O democratizándolo al menos. En Colombia, más de cinco millones de personas se sumaron en la última década a la clase media, conformada por hogares con ingresos mensuales entre dos y ocho millones de pesos. En Brasil, 30 millones de consumidores han pasado de las clases D y E a la clase C: “la pirámide cambió de forma y se convirtió en un rombo”, dicen los publicistas moviendo las manos. Los nuevos consumidores están viajando en avión por primera vez, comprando vehículos nunca soñados, pensando en enviar sus hijos a la universidad, en fin, contemplando una vida distinta, más allá de la satisfacción imperiosa de las necesidades básicas. Los datos hablan por si solos. En Colombia, el año pasado se vendieron más vehículos Chevrolet que vehículos Renault 4 en dos décadas. No todo el mundo está contento, sin embargo. Algunas minorías ilustradas critican la proliferación de consumidores sin alma, la congestión permanente de calles y centros comerciales y la medianía inevitable del capitalismo masivo. Otros llaman la atención sobre el endeudamiento de los hogares y la precariedad de las bonanzas latinoamericanas (una región maniaco-depresiva, en su opinión). Otros más señalan la pasividad de las nuevas clases medias, su indiferencia ideológica, su complacencia en medio de la corrupción y el desgobierno. Paradójicamente el progresismo latinoamericano mira con malos ojos la democratización del consumo. Contradicciones del sistema tal vez. Gústenos o no, la clase C llegó para quedarse. En el futuro tendremos vías más congestionadas, aeropuertos más llenos, universidades más asediadas e insuficientes y políticos más pragmáticos, más pendientes (o dependientes) de los vaivenes de la economía, del bolsillo de la ahora arrolladora clase C.

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Guerra en el sur

Por un tiempo creímos que era posible olvidar la rutina odiosa de la violencia y pensar en otros problemas más gratificantes: el rezago de la infraestructura, la falta de competitividad, la enfermedad holandesa, etc. Pero lo ocurrido en el mes de enero de este año bisiesto nos devolvió abruptamente a un pasado sombrío. Los ataques de la guerrilla crecieron casi 40% con respecto al año anterior y 300% con respecto al año 2008. Por primera vez en varios años, las Farc pudieron juntar un contingente de más de cien hombres que, primero, destruyó un radar en el municipio de El Tambo, Cauca, y después, combatió con el ejército por algunas horas. Los departamentos de Cauca y Nariño están en guerra. No hay otra palabra para describir los hechos de las últimas semanas.

¿Qué está pasando? Es difícil fácil saberlo en medio de la inevitable politización del debate. Conviene, sin embargo, distinguir dos hipótesis contrarias. La primera es la hipótesis de la ruptura, la de los opositores uribistas para quienes el gobierno actual ha bajado la guardia y envalentonado a la guerrilla con su política de apaciguamiento y sus promesas de negociación. La segunda hipótesis es la de la continuidad, la de algunos analistas para quienes el resurgir de la violencia terrorista es un problema heredado, de vieja data, que refleja los límites (geográficos, si se quiere) de la política de Seguridad Democrática.

La Oficina de la Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) y la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE) publicaron hace unos meses un documento (“Persistencia y productividad de la coca en la Región Pacífica, 2009-2010”) que tiene mucho que decir sobre la validez de las hipótesis mencionadas. El documento muestra que en los departamentos de Cauca y Nariño, esto es, en el epicentro mismo de la arremetida guerrillera, las condiciones generales de seguridad no mejoraron en la última década. Todo lo contario. Los cultivos de coca aumentaron (mientras se reducían en el resto del país). Los homicidios crecieron (mientras caían en la mayoría de las regiones de Colombia). Y la presencia de grupos armados se multiplicó consecuentemente. En 2010, al final del segundo gobierno de Uribe, Cauca y Nariño albergaban los principales municipios cocaleros de Colombia: Tumaco, Barbacoas, Roberto Payán y Timbiquí.

Durante el segundo cuatrienio del presidente Uribe, casi 200 mil hectáreas fueron fumigadas en Cauca y Nariño. 70 mil fueron erradicadas manualmente. Pero los esfuerzos nunca fructificaron. Los cultivos ilícitos se dispersaron en parcelas más pequeñas, se movieron hacia lugares más remotos, invadieron los resguardos indígenas y las tierras colectivas de las comunidades negras, pero siguieron creciendo. “Los grupos ilegales transformaron esta región en un área estratégica para la siembra, producción y comercialización de cultivos ilícitos, al mismo tiempo que creaban un puente para el tráfico de coca y otros productos ilícitos hacia los mercados de consumo”. En suma, los problemas de seguridad de Cauca y Nariño no son nuevos, vienen de tiempo de atrás, del gobierno anterior.

El error del presidente Santos no es la ruptura, es paradójicamente la continuidad, es no haberse dado cuenta, a pesar de su experiencia y sus muchos asesores, de que la Seguridad Democrática había fracasado rotundamente en el suroccidente colombiano.

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Las máquinas

La desigualdad es el tema del momento en el mundo desarrollado. Concentra la atención de las elites globales reunidas esta semana en Davos, Suiza, concita el interés de los académicos estadounidenses que solían considerarla una preocupación exótica, propia de investigadores tercermundistas, y ocupó un lugar preminente en el discurso pronunciado por el presidente Obama el martes en la noche. “No podemos acostumbrarnos a un país donde un número decreciente de personas es cada vez más rico, mientras un número creciente apenas sobrevive”, dijo Obama en tono categórico. Razones no le faltan. En Estados Unidos, el 1% más rico de la población se quedó con el 65% del crecimiento económico ocurrido entre 2002 y 2007.
Las causas del incremento de la desigualdad son múltiples y difíciles de desentrañar. Dos de ellas han sido mencionadas con insistencia durante los últimos meses por políticos y ciudadanos indignados: la inequidad del sistema tributario (en Estados Unidos un multimillonario tiene una tasa impositiva inferior a la del trabajador promedio) y los absurdos sistemas de remuneración de los directivos de las grandes empresas (en 1990, un presidente típico de una empresa grande de Estados Unidos ganaba 70 veces más que el trabajador promedio; en 2005, ganaba ya 300 veces más). Se dice, con razón, que el Estado ha otorgado privilegios crecientes para los crecientemente privilegiados. 
Pero los discursos de los políticos y de los indignados usualmente omiten un factor clave, primordial: la tecnología. Las nuevas tecnologías han perjudicado a los trabajadores menos calificados, beneficiado a los más educados y contribuido por lo tanto al aumento de la desigualdad. Los computadores han eliminado millones de empleos de trabajadores sin mucha calificación, de supervisores, cajeros, almacenistas, contadores, dibujantes, etc. Al mismo tiempo, las tecnologías de comunicación, visualización y análisis de datos han generado nuevas y más lucrativas oportunidades para los trabajadores con mayor preparación. En palabras de los economistas Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, “el trabajador promedio ha perdido la carrera contra la máquina”, con consecuencias obvias sobre la desigualdad del ingreso. 
Las nuevas tecnologías han facilitado la tercerización y la adopción de sistemas más eficientes de administración y contratación; cambios que, en conjunto, han beneficiado a los trabajadores más talentosos: la tecnología refuerza las ventajas, no las atenúa. Además, las innovaciones tecnológicas han multiplicado las llamadas “industrias de superestrellas”, en las cuales unos pocos se quedan con casi todo. Hace unas décadas, por ejemplo, cada mercado local tenía su cantante favorito, pero con las nuevas tecnologías, con la gran facilidad de difusión, los nichos desaparecieron y unos cuantos predominan globalmente. No sólo en la música, también en la industria de software, en el deporte, en el entretenimiento, en la academia, etc. En un mundo anterior había muchos Willington Ortiz, ahora hay un solo Messi. 
A pesar de todo, muchos siguen hablando de desigualdad sin mencionar la tecnología: siempre será más fácil señalar a unos cuantos desalmados que a unas máquinas sin alma: acusar es más gratificante que explicar. No sobra recordar, entonces, que la tecnología tiene mucho que ver con lo que está ocurriendo en el capitalismo moderno. Con lo bueno y con lo malo.
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Charlatanes

Más allá del espectáculo consuetudinario de la corrupción, más allá de si deben o no usarse recursos públicos para financiar prácticas sobrenaturales, el incidente del chamán ha abierto un interesante debate sobre la llamada tiranía de la ciencia y la racionalidad occidental. “Lo que está en juego con el asunto del chamán es la posibilidad de que otras racionalidades tengan derecho a existir y a actuar con eficacia”, escribió el profesor y activista Gustavo Wilches-Chaux. “El llamado chamán es como un acupunturista del clima: efectivo, de bajo riesgo e inexplicable desde la ortodoxia alopática”, dijo el mismo Wilches-Chaux en un arranque poético. En igual sentido, el columnista Óscar Collazos denunció “la descalificación de prácticas ancestrales en sociedades distintas a las precariamente sustentadas en la racionalidad científica”. En su opinión, “el chamán puede alterar el comportamiento de la naturaleza; las plegarias pueden ser atendidas por el ‘ser superior’ que las escucha”.

Los defensores intelectuales del chamán han traído a cuento las investigaciones de varios antropólogos. Collazos mencionó a Gerardo Reichel-Dolmatoff. Otros más sugirieron que la antropología respalda la eficacia práctica del chamanismo, la radiestesia y otras prácticas semejantes. Pero estos argumentos son cuestionables, por decir lo menos. La antropología poco tiene que decir al respecto. En términos generales, la investigación antropológica no se ocupa de la efectividad de las prácticas y tradiciones ancestrales, sino de su función simbólica, de su papel como reguladoras de las relaciones de los hombres con su entorno y sus semejantes. Collazos y los demás creen estar defendiendo la diversidad cultural, pero están, consciente o inconscientemente, haciendo otra cosa: defendiendo el irracionalismo y la charlatanería; rechazando, alegremente, la importancia de la coherencia y la validación empírica.

Se asemejen, en mi opinión, a los intérpretes literales de la biblia que, incapaces de distinguir entre los significados simbólicos y los reales, sobreponen las historias del viejo testamento a los hechos científicos. Los defensores del chamán personifican lo que Estanislao Zuleta llamó alguna vez el antinomismo: la naturaleza es la madre caritativa y la ciencia es, por el contario, el padre despiadado, corruptor. En suma, usan mal la antropología, defienden el irracionalismo y reiteran la oposición sin sentido entre ciencia y naturaleza.

Collazos y los otros son apenas los últimos representantes de una tradición retardataria, que, entre otras cosas, ha impedido el avance de la ciencia en Colombia. No casualmente, por ejemplo, las teorías de Darwin fueron acogidas rápidamente en Venezuela, pero tuvieron (y siguen teniendo) mucha resistencia en Colombia. El antropólogo Carl H. Langebaek ha mostrado de forma meticulosa, casi obsesiva, de qué manera en Colombia “los intentos por adoptar la objetividad científica a lo largo de los siglos XIX y XX fueron rápidamente sepultados en nombre del humanismo, de Dios, de la generosidad, de la lástima o de cualquier fuerza idealista que ratificara el predominio de una moral amenazada por el materialismo”.

En fin, el incidente del chamán nos ha vuelto a recordar que, en pleno siglo XXI, a este país le sobran defensores intelectuales del irracionalismo y la charlatanería, y le faltan promotores de la ciencia y la razón.

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Europa 2040

El futuro de Europa es incierto. La crisis de la deuda de los países mediterráneos luce cada día peor. La recesión económica parece inevitable. Las tensiones geopolíticas han vuelto a florecer. Los europeos miran el futuro con pesimismo: apenas 8% de los franceses opina que sus hijos tendrán una vida mejor que ellos. Muchos creen que Europa será incapaz de recuperar la preeminencia económica del pasado. Un velo de ceniza parece haber envuelto los ánimos. Sea lo que sea, las preguntas sobre el futuro económico del viejo continente, no en el corto plazo, sino en 20 o 30 años, son cada vez más frecuentes. Y relevantes.

Pero la recreación del futuro es una tarea más para la ciencia ficción que para las ciencias sociales. Los economistas, a duras penas, podemos hacer proyecciones condicionadas. Los novelistas, por el contrario, pueden probar su suerte en la futurología. En su última novela El mapa y el territorio, el escritor francés Michel Houellebecq intenta una descripción del futuro económico de Francia (y por consiguiente de Europa) en el año 2040. A su manera, con cierto pesimismo resignado pero compasivo, Houellebecq describe (a retazos) los sectores líderes y el marchitamiento tranquilo, sosegado del capitalismo europeo.

Mirado desde el punto de vista aún más distante de la novela, el fin de la época industrial europea era ya definitivo en 2040. La industria se había mudado, para siempre, a otros lugares más propicios: las economías emergentes habían finalmente emergido. Algunos parques industriales habían sido transformados en museos. Pero la mayoría se había desintegrado. Había muerto como mueren las cosas. Poco a poco. Gradualmente. Pero no todo era desolación. Muchas comunidades rurales habían vuelto a la vida por cuenta de la mano invisible de la economía. Habían renacido la huerta de regadío, la forja artística, la herrería, etc. Los nuevos habitantes de las zonas rurales habían recuperado tradiciones olvidadas durante siglos: las recetas, los bailes y las usanzas regionales. “No era –sin embargo– la fatalidad lo que les había empujado a dedicarse a la cestería artesanal, la restauración de un albergue rural o la fabricación de quesos, sino un proyecto empresarial, una elección económica ponderada, racional”.

Europa se había convertido en un gigantesco museo, en un parque temático para el entretenimiento de los nuevos dueños del mundo, los chinos, los vietnamitas, los rusos, etc. No era el destino del capital sino de los capitalistas. No era un lugar atractivo para los inversionistas sino los para consumidores. Con ello, paradójicamente, había sobrevenido cierta estabilidad, cierta armonía lánguida, decadente: “no teniendo para vender prácticamente otra cosa que hoteles con encanto, perfumes y charcutería fina –lo que se denomina un arte de vivir– , Francia había sobrellevado sin dificultad los azares económicos”. Incluso había dado pie a cierta utopía marxista: sin grandes capitalistas, sin las urgencias de la producción, los trabajadores tenían ahora más tiempo libre para el arte y la creación. En la novela, un mecánico rural dibuja fantasías heroicas de un mal gusto extravagante, complementario, sin duda, con la decadencia de los tiempos.

Más allá de su nostalgia por la disminuida industria europea, Houellebecq parece insinuar que Europa tiene más pasado que futuro. O mejor dicho, que su pasado es su futuro. Ni más, ni menos.

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Promesas

En los primeros días del año, imbuidos de espíritu renovador, hacemos promesas, trazamos planes y recitamos propósitos. Parecemos políticos en campaña. Pero con una diferencia: el engañador y el engañado son en este caso la misma persona. Ingenuos o simplemente esperanzados, volvemos cada año a creer que el cambio es ahora y la renovación es posible, que atrás quedaron, para siempre, las promesas incumplidas. Nos quejamos de los políticos, pero no somos muy distintos: nosotros mismos explotamos, con proselitismo barato, nuestra inocencia y credulidad.

¿Es posible cumplir las promesas de año nuevo? ¿O estamos condenados a la repetición anual de los mismos propósitos vanos? Créanlo o no, la economía tiene algo que decir al respecto. La autoayuda no es un patrimonio exclusivo de psicólogos y escritores varados. Muchos otros profesionales han incursionado en un campo tan desprestigiado como lucrativo. Thomas Schelling, premio Nobel de economía, poseedor de una mente brillante como pocas y teórico de la guerra fría, ha estudiado con detenimiento las tensiones estratégicas al interior de la conciencia, las negociaciones internas de esta especie mentirosa. “Homo mendax”, dice Fernando Vallejo.

Para entender el asunto, dice Schelling, conviene suponer que somos habitados por dos seres semiautónomos: uno impaciente y otro paciente. El primero valora la gratificación inmediata y el consumo presente. El segundo aprecia la satisfacción postergada y el consumo futuro. El primero pretende fumarse el cigarrillo de la discordia. El segundo aspira a dejar de fumar. Ambos están involucrados en un complejo juego estratégico en el cual el jugador impaciente tiene una ventaja obvia, casi insalvable. Pero hay un escape posible a la tiranía del presente, dice Schelling. La parte paciente puede mover primero y dejar sin opciones a su rival. Amarrarse al mástil para contrarrestar el irresistible canto de las sirenas ha sido, desde siempre, una estrategia eficaz.

Si queremos ahorrar, lo mejor es hacerlo mediante descuentos automáticos que no dejen llegar toda la plata a nuestra cuenta. Si pretendemos madrugar, lo adecuado es situar el despertador lejos de nuestro alcance. Schelling propone incluso una estrategia más general. Entregarle una suma en efectivo (100 mil pesos, un millón, algo así) a un pariente o un amigo de confianza que pueda verificar el cumplimiento de nuestras promesas. Debemos darle, además, una orden perentoria: transferir el dinero, en caso de incumplimiento, a una organización predeterminada, detestable en nuestra opinión (una asociación taurina, el Opus Dei, el Colectivo Alvear, cada quien escogerá la suya estratégicamente). La cosa suele funcionar, dice Schelling. Al menos disminuye ostensiblemente la ventaja estratégica del jugador impaciente. Pero hay dificultades adicionales. Dos psicólogos gringos, Martin Daly y Margo Wilson, mostraron recientemente que la visualización de mujeres atractivas vuelve a los hombres más impacientes, más propensos a aceptar 15 dólares ahora en lugar de 35 más tarde: ciertas influencias suelen conspirar en contra de nuestras estrategias más rebuscadas. En fin, ni siquiera Schelling (el estratega de la guerra fría) tiene la clave de este asunto. “Las promesas se hicieron para incumplirse”, dicen los políticos. Y en este caso, cabe reconocerlo, tienen toda la razón.

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Chicas plásticas


Las cirugías estéticas parecen haber desbordado el límite de la cordura. Katiuska Mendoza, una cantante vallenata de 19 años, murió recientemente tras una cirugía cosmética de nariz. Jessica Cediel, una presentadora de televisión ya casi treintañera, tuvo que enfrentar serias dificultades médicas (y algo más) después de un tratamiento estético en sus glúteos. Más de 300 mil mujeres están en riesgo de una rotura súbita de unos implantes mamarios defectuosamente fabricados por la compañía francesa PIP (Poly Implants Prothèses). Pero todas estas noticias son apenas la punta del iceberg, la parte más visible de una industria médica que ha crecido rápida y desordenadamente, impulsada por una demanda insaciable por cirugías y tratamientos cosméticos. “Por eso es que ahora dicen que no hay mujer fea, siempre que haya cuchilla la plata sale de donde sea”.
El fenómeno en cuestión no es una aberración colombiana. Hace dos semanas la revista Newsweek reportó que, en Estados Unidos, en medio del desempleo y las angustias económicas, la demanda por cirugías plásticas sigue en aumento. Las gringas tienen claras sus prioridades: están gastando menos en comida, pero más en implantes mamarios y en la remodelación de sus cuartos traseros. En China, Brasil, India y Colombia, los cirujanos no dan abasto. Las clínicas clandestinas ofrecen procedimientos a precios de remate, pagaderos en módicas cuotas mensuales. La novela china más vendida de los últimos tiempos, un mamotreto de más de mil páginas escrito por Yu Hua, el Gustavo Bolívar de nuestras antípodas, cuenta la historia de dos hermanos que se ganan la vida vendiendo, de pueblo en pueblo, implantes pectorales medio hechizos. La fiebre de la silicona es global. 
¿De dónde viene toda esta demanda desaforada? La explicación es simple, en mi opinión. Bastan unos cuantos ejemplos para entender la lógica del asunto. Si los compañeros de oficina trabajan horas extras para impresionar al jefe, uno se ve forzado a hacer lo mismo. Si nuestros colegas acumulan títulos superfluos, un cartón adicional se vuelve casi un imperativo. Si unos cuantos hinchas deciden, por cualquier razón, pararse para ver el partido, todo el público termina de pie. De la misma manera, si las cirugías estéticas se generalizan, se convierten en una necesidad apremiante. La demanda de unos impulsa la demanda de otros.
La explicación es circular, pero funciona. Hay un choque inicial, una caída del precio, una innovación que pone en marcha una dinámica de refuerzo mutuo. Con el tiempo la popularidad de los procedimientos cosméticos altera los estándares de la apariencia y los hace aún más populares. Paradójicamente el botox hace más visibles las arrugas. Los implantes mamarios, más conspicuas las tallas pequeñas. Etc. Las mujeres dicen, con razón, que sus decisiones son racionales, que desean conservar sus trabajos y sus parejas, que están invirtiendo en autoestima, que deben estar a la altura de las cambiantes circunstancias.
El crecimiento de las cirugías y los procedimientos estéticos no es una consecuencia perniciosa de la globalización o del materialismo capitalista. Por el contrario, parece impulsado por una suerte de instinto, por la lógica de la competencia sexual descrita por Darwin hace ya 140 años. Las chicas plásticas son más naturales de lo que parecen. Son humanas. Demasiado humanas tal vez.
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Entusiasmo

Las noticias económicas no podían ser mejores. El Producto Interno Bruto (PIB) creció 7,7% durante el tercer trimestre del año, un resultado que superó incluso las cuentas optimistas del gobierno. La sorpresa económica tiene varias explicaciones: un crecimiento excepcional de la construcción de obras públicas (superior a 20%), un muy buen comportamiento de la construcción de vivienda y un desempeño notable de la minería. Probablemente el resultado sea irrepetible: el crecimiento inusitado de las obras públicas obedeció en buena parte a una distorsión estadística, a la caída atípica de este mismo rubro durante el tercer trimestre del año anterior. Pero sea lo que sea, el resultado es notable. Sobresaliente, podríamos decir.
El resultado pone de presente el contraste entre los comportamientos económicos de las economías avanzadas y las economías en desarrollo. Mientras en Europa las malas noticias son pan de cada día, en América Latina las buenas noticias se han vuelto costumbre. Hace un mes, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) anunció una reducción histórica de la pobreza en casi toda la región. El Banco Mundial hizo el mismo anuncio esta semana. Pero muchos analistas insisten, tercamente, en una supuesta dimensión global de la crisis, en la similitud de las tensiones económicas de los distintos países y en la coincidencia de las angustias materiales de los habitantes del planeta. “No, no y no”, habría que decir. “El capitalismo no está en crisis, está simplemente cambiando de dueño”, señaló recientemente un analista local. Razón no le falta.

Durante el tercer trimestre de 2011, la economía colombiana creció más aceleradamente que cualquier otra economía latinoamericana. Los motivos para el optimismo son muchos. Pero cabe señalar algunos problemas en ebullición. El caso de Brasil es ilustrativo de un primer tipo de problema. La economía brasileña salió rápidamente de la crisis mundial de 2009. Creció por encima de 7,0% en 2010 empujada por una fuerte expansión del crédito. En algún momento parecía imparable, encaminada hacia una década brillante. Pero la ilusión llegó a un final abrupto. El crecimiento insostenible del crédito llevó, primero, al recalentamiento y, después, a la desaceleración. La economía brasileña pasó de milagro a espejismo en menos de un año. No estoy diciendo que lo mismo va a sucederle a la economía colombiana (no lo creo así), pero lo sucedido en Brasil llama la atención sobre los peligros del exceso de entusiasmo de prestamistas y prestatarios.

El segundo tipo de problema es más de largo plazo. En buena medida, la economía colombiana está viviendo una típica bonanza externa, sustentada en la producción y exportación de materias primas: el crecimiento de la inversión extranjera, del crédito y de la construcción son síntomas característicos. También lo es la concentración de la oferta exportadora. Hace una década las exportaciones de petróleo, carbón y minerales representaban menos de 30% de las exportaciones totales. Hoy representan más de 60%. Por definición, estas bonanzas son transitorias. Y no siempre dejan un legado positivo. Pueden dejarlo, pero nada está garantizado.

En fin, los resultados son positivos. Hay razones para celebrar, pero con los ojos abiertos. Los aguafiestas siempre tienen un papel que cumplir, sobre todo en estas épocas de entusiasmo y agitación.