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enero 2010

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Salud en emergencia

Los decretos de emergencia social son un Frankstein normativo, un monstruo ensamblado a la carrera, una gran colcha de retazos. Entre otras cosas, los decretos centralizan la contratación del régimen subsidiado, ordenan la liquidación de varias entidades oficiales, crean fondos y comités burocráticos, aumentan varios impuestos y (en un arrebato paternalista) prescriben cursos de capacitación para adolescentes beodos y sus sufridos padres. Los funcionarios legislaron inmoderadamente. Pasaron varios días y sus noches haciendo leyes, redactando articulitos.

Lamentablemente el entusiasmo legislativo del gobierno parece haber sido alimentado más por la improvisación que por la reflexión. Por limitaciones obvias, no puedo referirme a todas las normas y disposiciones publicadas. Pero quisiera hacer algunos comentarios generales sobre el decreto 128 de 2010 que regula la prestación excepcional de servicios de salud. Este decreto buscar reversar la avalancha de tutelas, restringir las decisiones caprichosas de los jueces, racionalizar el acceso a los servicios de salud, acabar con las alianzas oportunistas entre hospitales y Empresas Promotoras de Salid (EPS). Los objetivos del decreto son loables. Pero los medios estipulados son inocuos. O peor, perversos.

El decreto centraliza las decisiones sobre el pago de prestaciones excepcionales en unos cuantos comités técnicos. Los nuevos comités fueron concebidos como filtros burocráticos todopoderosos. En principio deben examinar la idoneidad de todas las decisiones médicas y la capacidad de pago de todos los pacientes. Para lo primero, deben consultar las guías, recomendaciones y definiciones emitidas por un organismo técnico superior; para lo segundo, el nivel de ingreso y la capacidad patrimonial de los pacientes. Probablemente los comités tendrán que revisar cientos o incluso miles de casos diariamente.

No sé qué concepción del Estado, qué imagen idealizada de la burocracia tendrán quienes redactaron el decreto de marras pero los Comités Técnicos de Prestaciones Excepcionales en Salud podrían convertirse en una pesadilla kafkiana, en una organización burocrática desbordada por un caudal creciente de obligaciones, por la acumulación exponencial de casos no fallados. Con el agravante de que sus decisiones serían con frecuencia de vida o muerte. Dramatizando un poco el asunto, los nuevos comités podrían institucionalizar de manera involuntaria los llamados paseos de la muerte. No cuesta mucho trabajo imaginarse a uno de estos engendros burocráticos tratando de determinar la capacidad de pago de un paciente agonizante o la idoneidad de un tratamiento médico inaplazable.

La centralización de las funciones en los nuevos comités parece a todas luces inconveniente. Y podría incluso ser catastrófica. Pareciera más adecuado, por ejemplo, promover una ley estatutaria que oriente las decisiones de los comités científicos existentes y especifique de manera clara hasta dónde llega la responsabilidad del Estado. Pero esta y otras alternativas nunca fueron analizadas detalladamente. El Gobierno reformó de manera sustancial el sistema de salud, sin estudios técnicos, sin ninguna discusión con el congreso o las partes interesadas. Esta reforma, este tratamiento invasivo, inconsulto, improvisado en tres semanas de frenesí legislativo, podría terminar, casi sobra decirlo, siendo peor que la enfermedad.

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Elecciones sin garantías

Hace cuatro años, en los inicios de la contienda electoral, uno de los precandidatos liberales, el entonces senador Rodrigo Rivera, planteó la necesidad de unas reglas de juego estrictas que garantizaran una competencia más equilibrada entre el presidente y los demás candidatos. “Le insistiré al Presidente –dijo Rodrigo Rivera– en que con pudor establezca garantías de transparencia burocrática, contractual, presupuestal y publicitaria, así como de equidad en el uso de la televisión oficial y de financiación estatal de la campaña”. Rivera dijo también que iba a pedirle a los medios de comunicación “que empiecen a tratar al Presidente como candidato y nos concedan a los demás las garantías que hasta el momento nos ha negado el uribismo». «Sin garantías –aseguró– esto será una lucha de David contra Goliat».

Con su acostumbrada elocuencia, Rivera llamó la atención sobre las innegables ventajas de un presidente-candidato, de un aspirante que controla el presupuesto, concentra la atención nacional, puede desplazarse sin problemas por todo el país y tiene miles de funcionarios a su disposición. En opinión de Rivera, si no existen unas claras garantías electorales, si el presidente en ejercicio no se compromete a respetar unas mínimas restricciones, la competencia política y por ende la democracia se verían gravemente resentidas.

No sé qué dirá hoy en día el otrora precandidato y ahora promotor del referendo –los políticos suelen cambiar de opinión por razones misteriosas– pero la situación actual, el desequilibrio en favor del presidente-candidato es igual o mayor al denunciado por él mismo hace cuatro años. Por razón de la incertidumbre que rodea al referendo reeleccionista, el Presidente no está sujeto a la ley de garantías, puede decidir si cumple o no con los requerimientos legales. Cuando decide respetar una norma aprobada, como lo hizo esta semana, puede presentar el asunto como una concesión generosa, como un acto de buena voluntad con los otros candidatos y precandidatos presidenciales. En fin, la ambigüedad reeleccionista beneficia grandemente al presidente-candidato.

Muchos analistas locales han insistido en que la Corte Constitucional debe rechazar el referendo por razones estructurales, por la exagerada concentración de poder que ineluctablemente ocasionaría un tercer mandato presidencial. Pero las primeras razones de la Corte deberían ser otras. En mi opinión, la Corte debería impedir una nueva reelección del Presidente Uribe pues, en las circunstancias actuales, no existen garantías para la oposición, no es posible asegurar una contienda electoral medianamente equilibrada. La incertidumbre actual, el estatus ambiguo del Presidente, sesgó de tal manera la competencia política que la reelección se volvió incompatible con la democracia. Hoy estamos metidos en una campaña sin normas, sin regulación; en una contienda abierta entre David y Goliat.

La política da muchas vueltas. Rodrigo Rivera es actualmente el principal defensor intelectual de una nueva reelección del Presidente Uribe. Pero paradójicamente él mismo llamó la atención hace cuatro años sobre la necesidad imperiosa de unas garantías mínimas para la oposición, de unas normas claras que regulen lo que puede y no puede hacer un presidente-candidato. Bien haría la Corte en prestarle atención a las advertencias de Rodrigo Rivera, a su elocuente alegato en favor del equilibrio en la competencia política.

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Colapso

Hace algunos años, el biólogo y geógrafo Jared Diamond, reconocido en el mundo entero por sus obras de divulgación científica, escribió un libro sobre el fracaso duradero o definitivo de algunas sociedades. El libro adquirió esta semana una relevancia trágica e ineludible. Uno de sus capítulos examina, de manera concienzuda, las muchas teorías sobre el subdesarrollo de Haití, las diferentes explicaciones sobre la pobreza ya endémica de sus gentes. “Los visitantes a este país –escribió Diamond–se hacen siempre la misma pregunta: ¿hay alguna esperanza? Y casi siempre responden de la misma manera: no, ninguna”.

En Haití confluyen de manera trágica todos los obstáculos del desarrollo. Allí muchos economistas han encontrado una confirmación patente para sus teorías y prejuicios. Algunos, por ejemplo, han señalado la influencia nefasta del vudú, de un conjunto de creencias incompatible con el progreso material y moral, orientado a apaciguar unos espíritus caprichosos e indolentes. Otros han enfatizado las consecuencias adversas del pasado esclavista. La revolución haitiana, el levantamiento de cientos de miles de esclavos trajo consigo la independencia. Pero no la prosperidad. La revolución condenó a Haití a cien años de soledad. Por un rechazo natural al pasado esclavista, Haití le cerró las puertas al mundo, a cualquier presencia extranjera. Por un temor al contagio revolucionario, el mundo le dio la espalda a Haití, lo sometió al aislamiento y la intimidación.

Pero el subdesarrollo también tiene causas internas. Muchos economistas han enfatizado la corrupción, el desgobierno, las cuatro décadas de despojo y pillaje de los Duvalier, quienes, a diferencia de otros patriarcas caribeños, nunca se preocuparon por el desarrollo o la infraestructura. De otro lado, el mismo Diamond ha puesto de presente la dinámica de reforzamiento mutuo entre la pobreza y la deforestación. La pobreza lleva a la destrucción de los bosques (muchas familias pobres sobreviven gracias a la venta de carbón vegetal) y la deforestación contribuye, a su vez, al incremento de la pobreza (la tala de los bosques aumenta la erosión, reduce la calidad de los suelos y por ende la productividad agrícola).

Los economistas gastamos mucho tiempo tratando de jerarquizar las diferentes explicaciones del subdesarrollo, de distinguir las causas primeras de las últimas, de entender las conexiones invisibles entre la historia y la geografía. En Haití los problemas ambientales, institucionales y culturales se superponen y retrolimentan. Cualquier intento por separarlos es complicado, probablemente imposible. Lo cierto del caso es que el desafío de la reconstrucción será muy difícil. No basta con un Plan Marshall o con la condonación de la deuda o con los beneficios migratorios o con la ayuda externa.

La cooperación internacional permitió la recuperación definitiva de las regiones afectadas por el Tsunami de hace cinco años. Pero en Haití el problema es de otra naturaleza. No se trata simplemente de una catástrofe natural. El terremoto multiplicó el sufrimiento, hizo más visible la tragedia pero no la creo. Tristemente ningún economista, ningún político, ningún científico social –de allí probablemente la desesperanza de Diamond– sabe a ciencia cierta cómo revesar el trágico colapso de la sociedad haitiana.

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Un mensaje conmovedor

El Presidente Uribe rechazó esta semana las críticas de los medios internacionales al referendo reeleccionista. Lo hizo de manera indirecta, citando el mensaje de un amigo de su causa, de un corresponsal anónimo y (según dicen) genial. Según el mensaje, los medios internacionales, que critican al referendo en el presente, nada dijeron en el pasado, en los momentos más difíciles de nuestra historia cuando Colombia se desangraba en medio de la desidia oficial y la desesperación colectiva. “Ese mensaje lo recibí a las cuatro de la mañana y me conmovió mucho” dijo el Presidente.

El conmovedor mensaje evade los argumentos de los críticos y recurre a la descalificación personal. Cuestiona no tanto las ideas de los corresponsales extranjeros, como sus intenciones. Recurre a una lógica extraña, casi adolescente: “ignóremelos pues nos ignoraban”. Ya Ernesto Yamhure había intentado, en este diario, una descalificación similar, había usado el atajo fácil del insulto para evadir el camino arduo de la argumentación: “la democracia agonizaba; más de doscientos pueblos no tenían ni un solo policía para defender la vida, honra y bienes de sus habitantes. Nada de eso es tenido en cuenta por el flamante editor de The Economist que viajó a Bogotá, almorzó en La T o en La G con ciertos periodistas con quienes habrá tomado ginebra”.

El argumento presidencial es no sólo lógicamente cuestionable, sino también falso desde un punto de vista fáctico. Los medios internacionales no ignoraron la violencia colombiana. En las últimas dos décadas muchos de ellos editorializaron repetidamente sobre nuestros problemas. Respaldaron la lucha del Estado colombiano. Pidieron ayuda internacional. Su interés en el referendo no es una intromisión inexplicable, no obedece a un interés súbito y sospechoso; por el contrario, refleja una preocupación duradera sobre los asuntos colombianos.

Por ejemplo, el New York Times, el primer medio internacional en rechazar el referendo, ha mostrado de tiempo atrás un interés editorial y periodístico en la violencia colombiana. En agosto de 1989, criticó con vehemencia la pasividad de los Estados Unidos ante el problema del narcotráfico en Colombia. En las últimas dos décadas, publicó más de cuarenta editoriales sobre el conflicto colombiano. En sólo el año 2000, editorializó seis veces sobre nuestro país. El número de noticias sobre asuntos colombianos no ha cambiado en los últimos años. Tuvo un pico al comienzo de la década pero ha regresado a sus niveles históricos. En fin, nada sugiere que sólo ahora, por cuenta del referendo, el New York Times decidió ocuparse de Colombia.

Uno podría en retrospectiva cuestionar algunos de las opiniones de los editorialistas del New York Times: su oposición dogmática al Plan Colombia y su rechazo categórico a la Ley de Justicia y Paz. Pero el Gobierno no parece interesado en un debate franco sobre los asuntos nacionales. Al fin y al fin cabo es más fácil poner en duda las opiniones de los críticos extranjeros con insinuaciones descalificadores e infundadas. En últimas, el mensaje de marras pudo haber conmovido al Presidente. Pero no convence a nadie. O mejor, probablemente terminará por convencer a medio mundo, a la gran mayoría de los medios de comunicación internacionales, sobre la inconveniencia de la aventura reeleccionista y la falta de argumentos de sus promotores.

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Mentalidad paranoide

En la última edición de la revista New Yorker, varios de sus escritores y articulistas fueron invitados a hacer algunas predicciones sueltas sobre el futuro del mundo en la década que comienza. El célebre reportero Jon Lee Anderson predijo el inicio de una guerra entre Colombia y Venezuela, y el desencadenamiento de un conflicto regional en América Latina. Su predicción es sólo eso, una extrapolación arriesgada, pero tiene, creo yo, un sustento real, una base fáctica innegable: la mentalidad paranoide del presidente Hugo Chávez.

Probablemente Chávez seguirá en lo mismo, vendiendo arepas y repitiendo sus peroratas antiamericanas —su forma peculiar de pan y circo—, probablemente sus gritos belicistas se convertirán en un simple ruido de fondo, probablemente su retórica nunca pasará a mayores. Pero existe una posibilidad más inquietante: el agotamiento de las vías diplomáticas, el fracaso de todos los intentos de apaciguamiento y finalmente el desencadenamiento de un conflicto bélico. Por definición, la mentalidad paranoide niega la posibilidad de cualquier acuerdo, de un compromiso amigable y aumenta por lo tanto la probabilidad de la confrontación.
En 1964, el historiador norteamericano Richard J. Hofstadter publicó un influyente ensayo sobre la paranoia en la política estadounidense. El político paranoide —escribió Hofstadter— “no percibe el conflicto social como algo que pueda ser mediado o negociado, como lo hacen los políticos tradicionales. Como lo que está en juego es el conflicto entre el mal absoluto y el bien absoluto, lo que se requiere no es un compromiso sino la voluntad de luchar hasta el final. Como el enemigo es considerado totalmente perverso, tiene que ser completamente aniquilado, si no del mundo, al menos del teatro de operaciones sobre el cual el paranoide dirige su atención”. En el caso de Chávez, el enemigo declarado es el imperio y su teatro de operaciones es Colombia.
En opinión de Hofstadter, para el político paranoide, el enemigo es “un ejemplo perfecto de maldad, una especie de supermán amoral: siniestro, ubicuo, poderoso, cruel y lujurioso”. El enemigo “crea crisis económicas, desencadena corridas bancarias, causa depresiones, manufactura desastres… controla la prensa, tiene fondos ilimitados, posee técnicas especiales de seducción y es capaz de lavar la mente de las personas”. En el caso de Chávez, además, el enemigo hiede a azufre y está convenientemente agazapado en Colombia o en las Antillas Holandesas.
“La realidad es que tú tienes un país antiimperialista y revolucionario aquí y, allá, un país contrarrevolucionario y pro-imperialista. Es una contradicción explosiva”, le dijo Chávez al mismo Jon Lee Anderson. Hace ya casi dos años Anderson pasó varios días con el presidente Chávez. Conoció sus obsesiones y describió su mundo extraño de conspiraciones y persecuciones. La predicción de Anderson no tiene ningún interés político, está basada en la observación psicológica, en el entendimiento de la mente peculiar del presidente venezolano. Vale la pena tomársela en serio. Muchas guerras han sido el producto del delirio, de las fantasías conspiratorias, de la mentalidad paranoide de unos cuantos gobernantes sin controles efectivos y con recursos suficientes.