En Haití confluyen de manera trágica todos los obstáculos del desarrollo. Allí muchos economistas han encontrado una confirmación patente para sus teorías y prejuicios. Algunos, por ejemplo, han señalado la influencia nefasta del vudú, de un conjunto de creencias incompatible con el progreso material y moral, orientado a apaciguar unos espíritus caprichosos e indolentes. Otros han enfatizado las consecuencias adversas del pasado esclavista. La revolución haitiana, el levantamiento de cientos de miles de esclavos trajo consigo la independencia. Pero no la prosperidad. La revolución condenó a Haití a cien años de soledad. Por un rechazo natural al pasado esclavista, Haití le cerró las puertas al mundo, a cualquier presencia extranjera. Por un temor al contagio revolucionario, el mundo le dio la espalda a Haití, lo sometió al aislamiento y la intimidación.
Los economistas gastamos mucho tiempo tratando de jerarquizar las diferentes explicaciones del subdesarrollo, de distinguir las causas primeras de las últimas, de entender las conexiones invisibles entre la historia y la geografía. En Haití los problemas ambientales, institucionales y culturales se superponen y retrolimentan. Cualquier intento por separarlos es complicado, probablemente imposible. Lo cierto del caso es que el desafío de la reconstrucción será muy difícil. No basta con un Plan Marshall o con la condonación de la deuda o con los beneficios migratorios o con la ayuda externa.
La cooperación internacional permitió la recuperación definitiva de las regiones afectadas por el Tsunami de hace cinco años. Pero en Haití el problema es de otra naturaleza. No se trata simplemente de una catástrofe natural. El terremoto multiplicó el sufrimiento, hizo más visible la tragedia pero no la creo. Tristemente ningún economista, ningún político, ningún científico social –de allí probablemente la desesperanza de Diamond– sabe a ciencia cierta cómo revesar el trágico colapso de la sociedad haitiana.