En esencia, Sobre la libertad es un largo argumento en favor de la tolerancia, de la diversidad de opiniones, creencias y puntos de vista. Al comienzo del segundo capítulo, Mill define el tono general de su argumento: “si toda la especie humana no tuviera más que una opinión y solamente una persona tuviera la opinión contraria, no sería más justo silenciar a esta persona de lo que sería, hipotéticamente, silenciar al resto de la humanidad en nombre de la persona disidente”. Mill pensaba que los obstáculos a la libertad de expresión afectaban a toda la humanidad. No sólo al individuo silenciado, sino a la especie en general. Su defensa de la libertad de expresión se basó no tanto en los derechos del individuo como en el bienestar de la sociedad.
Mill creía en la conveniencia de las ideas falsas, de las mentiras deliberadas, de los argumentos obcecados o malintencionados. En su opinión, todo el mundo se beneficia de la confrontación permanente entre la verdad y el error: incluso la razón puede nutrirse positivamente de la sinrazón. Sin los creacionistas, la elocuencia de los evolucionistas, de los herederos de Darwin, sería menor. Sin los “negacionistas” del cambio climático, los verdaderos científicos serían menos recursivos y aplicados. Sin los románticos de la izquierda y la derecha, la ironía liberal sería menos sofisticada. En últimas, Mill consideraba que no había que temerles a las opiniones falsas y malintencionadas. Todo lo contrario, había que promoverlas o al menos tolerarlas sin ambages.
En últimas, Mill basaba su defensa de la tolerancia en sus temores, en su enorme desconfianza sobre los dictados de la opinión pública. Mill pensaba que el error cundía por todas partes, que la falsedad no era la excepción sino la regla y que las opiniones mayoritarias estaban, en ocasiones, hechas de prejuicios. Creía, en últimas, que la libertad de expresión era necesaria para evitar la primacía de la ignorancia sobre la razón. “Nunca será excesivo —escribió en el capítulo segundo— recordarle a la especie humana que existió un hombre llamado Sócrates, y que se produjo una colisión memorable entre este hombre y la opinión pública… Al hombre que, de cuantos hasta entonces habían nacido, probablemente merecía más respeto de sus semejantes, un tribunal popular lo condenó injustamente como a un criminal”.
Pero Mill trazó una diferencia entre la tolerancia y el respeto. Como bien dice Isaiah Berlin, “Mill creyó que mantener firmemente una opinión
significaba poner en ella todos nuestros sentimientos. En una ocasión
declaró que cuando algo nos concierne realmente, todo el que mantiene
puntos de vista diferentes nos debe desagradar profundamente. Prefería
esta actitud a los temperamentos y opiniones frías. No pedía
necesariamente el respeto a las opiniones de los demás; lejos de ello,
solamente pedía que se intentara comprenderlas y tolerarlas, pero nada
más que tolerarlas. Desaprobar tales opiniones, pensar que están
equivocadas, burlarse de ellas o incluso despreciarlas, pero tolerarlas.
Ya que sin convicciones, sin algún sentimiento de antipatía, no puede
existir ninguna convicción profunda; y sin ninguna convicción profunda
no puede haber fines en la vida… Ahora bien, sin tolerancia desaparecen
las bases de una crítica racional, de una condena racional. Mill
predicaba, por consiguiente, la comprensión y la tolerancia a cualquier
precio. Comprender no significa necesariamente perdonar. Podemos
discutir, atacar, rechazar, condenar con pasión y odio; pero no podemos
exterminar o sofocar…».
Cincuenta cincuenta años después las opiniones de Mill, casi sobra decirlo, siguen más vigentes que nunca.