Los columnistas mexicanos han puesto el grito en el cielo. En agosto de este año, Denisse Dresser escribió lo siguiente en la revista Proceso: “He allí los resultados de quince años de Procampo. Narcotraficantes subsidiados. Recursos desviados. Beneficiarios simulados. Productores que cobran sin haber acreditado su trabajo o sin haber sembrado. Transferencias multimillonarias a quienes menos las necesitan… Procampo funciona muy mal para los campesinos, pero funciona muy bien para la clase política. Es un instrumento que permite perseguir objetivos electorales a base de padrones amañados y cheques distribuidos… Procampo no ha cumplido con los objetivos para los cuales fue creado formalmente. No ha aumentado la productividad, ni impulsado la competitividad, ni mejorado las condiciones de los más pobres en el campo. Más bien ha sido una chequera con la cual comprar paz social”. Las coincidencias son evidentes. Casi aterradoras. Lo mismo, sin cambiar una coma, podría escribirse a propósito del programa Agro Ingreso Seguro.
La coincidencia invita a la reflexión sobre las causas comunes de un problema compartido. Usualmente los subsidios terminan reproduciendo la estructura de propiedad de la tierra y la distribución del poder político. Si la tierra está concentrada, los terratenientes serán los grandes beneficiarios de los incentivos a la producción. Si el poder regional está capturado, los subsidios correrán una suerte similar. La lógica es casi siempre la misma. Este tipo de programas terminan agravando el problema que intentan resolver.
Pero en los países en desarrollo, decíamos al comienzo, no hay aprendizaje. Todo lo contrario: las trampas de las malas ideas son ubicuas. Los problemas creados por los subsidios quieren ser resueltos con mayores subsidios que terminan, a su vez, empeorando la situación y aumentando paradójicamente la demanda social por subsidios. “Agro Ingreso Seguro es uno de los mejores logros de este Gobierno”, dijo el presidente Uribe esta semana. Lo mismo han repetido los políticos mexicanos durante años. Las coincidencias, ya lo dijimos, son aterradoras.