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10 mayo, 2009

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La política y la guerra

“En Colombia estamos ya en guerra, es decir, en campaña”, escribió esta semana José Obdulio Gaviria. Los buenos políticos, insinuó, son en esencia guerreros: “no es por casualidad que los grandes de un arte lo fueron del otro: Alejandro, Julio César, Napoleón, Bolívar…”. En opinión del ex asesor e ideólogo, convertido ya en aspirante a legislador, la política implica el enfrentamiento intenso de fuerzas antagónicas, el conflicto sin atenuantes entre los dueños y los viudos del poder. La política es, en suma, un juego de suma cero: la ganancia de unos es la pérdida de los otros. Y viceversa.

Es imposible leer a José Obdulio Gaviria sin pensar en Carl Schmitt, uno de los ideólogos del Nacional Socialismo alemán, creador de buena parte del cuerpo de doctrina del fascismo y defensor vehemente de la acumulación de poder en cabeza del Ejecutivo, la única rama del poder público que, en su opinión, reflejaba la voluntad popular. Schmitt creía, como José Obdulio, que la política era una guerra sin cuartel. La moral, escribió, se ocupa del bien y el mal; la estética, de lo bello y lo feo; la economía, de lo rentable y lo ruinoso. En la política, por su parte, la distinción fundamental es entre los amigos y los enemigos; entre el uribismo y el antiuribismo, diría José Obdulio.

Como escribió recientemente el politólogo Alan Wolfe, Schmitt consideraba que los liberales, los partidarios del poder restringido, eran idiotas útiles de los enemigos del Estado. La separación de poderes le parecía no sólo inconveniente, sino también peligrosa. “La excepción —escribió— es siempre más interesante que la regla”. En su opinión, el ejercicio del poder consistía no tanto en seguir unas reglas definidas de antemano, como en decidir cuáles reglas deben cumplirse y cuáles no. En otras palabras, el presidente en ejercicio debería tener el monopolio absoluto sobre la última decisión. En la ideología de Schmitt, las reglas no restringen el poder. Todo lo contrario: el poder determina la vigencia de las reglas. Y la voluntad del vencedor en la lucha política tiene primacía sobre las leyes y la Constitución.

La política, cabe decirlo de una vez, no tiene que ser una guerra. El parlamento no es un campo de batalla. El poder no es una cuestión de todo o nada. La política puede entenderse incluso como lo opuesto a la guerra, como una forma de canalizar las pasiones violentas y dirimir pacíficamente la pugna entre ideas contradictorias. La distinción es importante. La asociación de la política con la guerra no es meramente un símil equivocado. Históricamente quienes han creído que la política es equivalente a la guerra han terminado atrapados en la inercia del belicismo, en la dinámica envolvente de la conflagración armada.

Si nos atenemos a lo escrito por José Obdulio Gaviria, una nueva reelección del presidente Uribe implicaría cuatro años más de polarización deliberada y de subordinación de las reglas de juego a la voluntad del Ejecutivo. Todo en nombre de un cuerpo de doctrina prestado del fascismo y aplicado al pie de la letra en un país que lleva ya muchos años, demasiados, sin duda, tratando de diferenciar la política de la guerra.